LO FANTÁSTICO
( Le fantastique )

Texto publicado en Le Gaulois, el 7 de octubre de 1883

      Lentamente, después de veinte años, lo sobrenatural se ha ido de nuestras almas. Se ha evaporado como se evapora un perfume cuando se abre el frasco que lo contiene. Llevando el envase a las narices y aspirando mucho tiempo, mucho tiempo, se reconoce apenas una ligera fragancia. Se acabó.
      Nuestros jóvenes se sorprenden de las ingenuas creencias de sus padres en algo tan ridículo e inverosímil. Jamás conocerán esa sensación de antes, la noche, el miedo al misterio, el miedo a lo sobrenatural. Apenas algunos cientos de personas todavía se empeñan en creer en las visitas de los espíritus, en las influencias de ciertos seres o ciertas cosas, en el sonambulismo lúcido, en toda la parafernalia fantasmal. Se acabó.
      Nuestro pobre espíritu inquieto, impotente, limitado, asustado por cualquier efecto del que se desconocía la causa, aterrorizado por el espectáculo incesante e incomprensible del mundo, ha temblado durante siglos ante creencias extrañas e infantiles que le servían para explicar lo desconocido. Hoy parece que ha sido engañado, y busca comprender sin saber todavía. El primer paso, el gran paso está dado. Hemos rechazado lo misterioso considerándolo como simplemente inexplorado.
      Dentro de veinte años, el miedo a lo irreal no existirá incluso ya en los campesinos. Parece que la Creación ha tomado otro aspecto, otra forma, otra significación que la de antaño. Nos dirigimos con toda certeza al fin de la literatura fantástica.
Esta literatura ha tenido unos periodos y unos estilos muy diversos, desde las novelas de caballerías, las Mil y una Noches, los poemas épicos, hasta los cuentos de hadas y las perturbadoras historias de Hoffmann y de Edgar Allan Poe.
      Cuando el hombre creía sin vacilar, los escritores fantásticos no tomaban ninguna precaución para desarrollar sus sorprendentes historias. Comenzaban, de primera intención en lo imposible y allí se instalaban describiendo, sobre una infinidad de combinaciones inverosímiles, las apariciones y toda una serie de trucos espantosos para provocar el terror.
      Cuando la duda hubo penetrado por fin en los espíritus, el arte se volvió más sutil. El escritor ha buscado matices, ha girado más bien alrededor de lo sobrenatural que introducirse de lleno en él. Ha encontrado unos efectos terribles rozando el límite de lo plausible, ignorando las almas errantes en el espanto. El lector indeciso no sabía más, perdía pie como en una ciénaga en la que el fondo falta en todo momento y se aferraba bruscamente a lo real para hundirse más y más todavía, y debatirse de nuevo en una confusión penosa y febril como una pesadilla.
      El extraordinario poder aterrorizante de Hoffmann y de Edgar Allan Poe procede de esta sabia habilidad, de este modo particular de concebir lo fantástico y de perturbar lo real con hechos naturales donde quedan sin embargo algunos resquicios inexplicables y casi imposibles.
      El gran escritor ruso, fallecido recientemente, Ivan Tourgueneff, era en ocasiones, un narrador fantástico de primera magnitud.
Se encuentra, de vez en cuando, en sus libros, algunos de estos relatos misteriosos y sobrecogedores que congelan la sangre en las venas. Sin embargo en sus obras, lo sobrenatural aparece de un modo tan vago, tan disimulado que incluso apenas puede decirse que haya tenido intención de introducirlo. Contaba muchas veces esto que él había sentido, como le había afectado, haciendo emerger lo turbio de su alma, su angustia ante lo que no comprendía, y esa poderosa sensación del miedo inexplicable pasaba como un soplo desconocido procedente de otro mundo.
      En su libro Historias extrañas, describe de un modo singular, sin palabras de efecto, sin expresiones de sorpresa, una visita hecha por él, en un pueblo, a una especie de sonámbulo idiota, que jadeaba leyendo. Narra en el cuento titulado Toc Toc Toc, la muerte de un imbécil, orgulloso e iluminado, con tan prodigiosa capacidad turbadora que uno se siente enfermo, nervioso y temeroso ante las páginas. En una de sus obras maestras: Tres Encuentros, esta sutil e imperceptible emoción de lo desconocido inexplícale, pero posible, llega al punto más álgido de la belleza y de la gran literatura. El tema es simple. En tres ocasiones a un hombre, bajo unos cielos diferentes, en unas regiones alejadas las unas de las otras, en unas circunstancias muy diversas, le ha parecido oír, por casualidad, una voz de mujer que cantaba. Esta voz le invade como un hechizo. No sabe quién es ella. Nada más. Pero todo el misterio adorable del sueño, todo aquello más allá de la vida, todo el arte místico encantador que conlleva el espíritu en el culmen de la poesía, circulan por estas páginas profundas y claras, tan simples y a la vez tan complejas.
      Lo que sin embargo constituyó su poder de escritor fue, dicho por él mismo con su voz un poco espesa e indecisa, que el proporcionaba al alma la más fuerte emoción.
      Estaba sentado, hundido en un sillón, la cabeza pesada sobre los hombros, las manos posadas sobre los brazos del asiento, y la rodillas dobladas en ángulo recto. Sus cabellos, de un blanco deslumbrante, caían lacios de la cabeza sobre el cuello y se mezclaban con la barca blanca que le caía sobre el pecho. Sus enormes cejas blancas parecían una borla sobre sus ojos ingenuos, grandes, abiertos y encantadores. Su nariz, muy fuerte, daba a su figura un aspecto un poco grueso, atenuado apenas por la delicadez de su sonrisa y su boca. Nos miraba fijamente y hablaba con lentitud, buscando la palabra; pero siempre encontraba la idónea, o casi siempre, la única. Todo lo que decía evocaba una imagen de un modo penetrante, tomaba el espíritu como un ave de presa caza con sus garras. Y ponía en sus relatos un gran horizonte, eso que los pintores llaman "el aire", una larga idea infinita al mismo tiempo que una precisión minuciosa.
      Un día, en casa de Gustave Flaubert, la noche ya avanzada, nos contó así la historia de un muchacho que no conocía a su padre y que lo encontró, lo volvió a perder encontrándole más tarde, sin estar seguro de que fuese él, en las circunstancias posibles más sorprendentes, inquietantes, alucinantes, descubriéndole finalmente, ahogado sobre un arenal desierto y sin límites. Descrito todo con tal poder de terror inexplicable, que cada uno de nosotros soñó con este extraño relato.
      Unos hechos muy simples tomaban a veces, en su espíritu y por tanto en sus libros, un carácter misterioso. Nos contó una noche, después de cenar, su encuentro con una joven en un hotel, y la especie de fascinación que esta muchacha ejerció sobre él desde el primer segundo; trató incluso de hacernos comprender las causas de esta seducción, y nos habló del modo que ella tenía de abrir los ojos sin fijarlos al principio, y de dotarlos enseguida de un movimiento muy lento para mirar a la gente. Nos contaba la elevación de sus párpados, de las pupilas, las arrugas de las cejas, con una tan extraña nitidez del recuerdo que nos fascinaba casi por la evocación de estos ojos desconocidos. Y este simple detalle se convertía más inquietante en su boca que si estuviese contando una historia de terror.
      El encanto exquisito de su palabra se transformaba de un modo extraño penetrando en las historias de amor. Escribió, creo, esto que hemos dicho de un modo conmovedor.
      Cazaba en Rusia, y recibió la hospitalidad de unos molineros. Como la región le gustaba, resolvió quedar allí algún tiempo. Enseguida se dio cuenta que la molinera le miraba, y, tras algunos días de una galantería rustica y delicada, se hizo su amante. Era una bella muchacha rubia, limpia, fina, casada con un patán. Tenía en el corazón esa instintiva distinción de las mujeres que comprenden por intuición todas los aspectos sutiles del sentimiento, sin haber probado jamás nada.
      Él nos narró su encuentro en el granero de paja, que se agitaba con un temblor continuo por la gruesa rueda siempre girando, sus besos en la cocina mientras que, inclinada ante el fuego, hacía de cenar a los hombre, y la primera mirada que tenía para él cuando regresaba de cazar, después de un día de correrías en los altos matorrales.
      Pero tuvo que irse una semana a Moscú, y le preguntó a su amiga que quería que le trajese de la ciudad. Ella no quiso nada. Él le ofreció un vestido, joyas, collares, una piel, ese gran lujo de los rusos.
Ella se negó.
      El se apenaba, desconociendo lo que se proponía. Por fin él le hizo comprender que le provocaría un gran disgusto rechazando su ofrecimiento. Entonces ella dijo:
      - ¡Bien!. Tráigame un jabón.
     -¡Como, un jabón! ¿Qué jabón?
      - Un jabón fino, un jabón con olor a flores, como esos de las damas de la ciudad.
       Muy sorprendido, no comprendía la razón de esta extraña petición. Le preguntó:
      - ¿Pero, por que quieres precisamente un jabón?
      - Para lavarme las manos y que usted me las bese como hace a las damas.
      Contaba esto de tal modo, este hombretón tierno y bueno, que entraban ganas de llorar.

7 de octubre de 1883

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre