Últimamente leía lo siguiente en las cartas íntimas de Berlioz que acaban de
ser publicadas: « Vivo, desde mi regreso de Italia, en medio del mundo más
prosaico y más duro. A pesar de mis suplicas de no hacer nada, se obstinan en
hablarme sin cesar de música, arte, elevada poesía; esas personas emplean esos
términos con la mayor sangre fría; se diría que hablan de vino, de mujeres,
levantamientos u otras porquerías. Mi cuñado sobre todo, que es de una
locuacidad espantosa, me mata. Siento que estoy aislado de todo ese mundo por
mis pensamientos, por mis pasiones, por mis amores, por mis odios, por mis
desprecios, por mi cabeza, por mi corazón, por todo ».
Esta violenta y gran queja podría aplicarse a
todos o al menos a casi todos los salones de hoy, tan banal es la conversación,
corriente, odiosa, repetitiva y monótona, al alcance de cada imbecil. Eso
corre, corre en los labios, en los pequeños labios de las mujeres que un
gracioso pliegue hace retroceder, en los labios barbudos de los hombres que un
extremo de cinta roja en el ojal parece indicar inteligencia. Eso corre sin fin,
repugnante, estúpido hasta hacer llorar, sin una variante, sin un estallido,
sin una agudeza, sin una fuga del espíritu.
Se habla, en efecto, de música, arte, poesía
elevada. No obstante sería cien millones de veces más interesante oír a un
charcutero competente hablar de morcillas, que escuchar a los correctos
caballeros y a las damas del mundo de visita abrir su grifo para arrojar
banalidades sobre las únicas cosas grandes y bellas que existen. ¿ Cree usted
que esas personas piensan lo que dicen ? ¿ Qué hacen el esfuerzo de descender
al fondo de lo que mantienen, de profundizar en su sentido misterioso ? ¡ No !
Repiten todo lo que es costumbre repetir sobre ese tema. Eso es todo. También
declaro que es necesario un valor sobrehumano, una dosis de paciencia a toda
prueba y una gran serena indiferencia hacia todo para ir hoy a esos sitios, y
soportar con cara sonriente los parloteos ineptos que se oyen a propósito de
todo.
Algunas casas, naturalmente, son excepciones,
pero son raras, muy raras.
No pretendo evidentemente que cada uno pueda, en
el primer salón al que llega, hablar de poesía con la autoridad de Victor
Hugo, música con la competencia de Saint-Saëns, pintura con el saber de Bonnat;
que se debe desprender, en una charla de diez minutos, el sentido filosófico
del menor suceso, penetrar en ese « más allá » de la misma cosa que hace el
encanto, que constituye la profunda seducción de una obra de arte, y que se
amplíe hasta el infinito todo tema que se aborde. No. Es necesario saber
abstenerse de tratar ligeramente las grandes cuestiones; pero más valdría,
para que los salones actuales fuesen abordables, ¡ que se supiese al menos
conversar !
¡Conversar ! ¿ Qué es eso ? Conversar,
señora, antaño era el arte de ser hombre o mujer del mundo; el arte de no
parecer nunca aburrido, de saber decir todo con interés, de agradar con no
importa qué, de seducir con todo de la nada. Hoy se habla, se cuenta, se le da
vueltas, se alborota, se cotillea, no se conversa ya, no se conversa nunca. El
ardiente músico que yo citaba exclamaba: « Se diría que hablan de vino,
mujeres, levantamientos u otras porquerías »- Pues bien, saber conversar, es
saber hablar de vino, de mujeres, levantamientos y ... otras pamplinas, sin que
sea nada... de lo que dice Berlioz.
¿ Como definir el vivo florecimiento de las
cosas por las palabras, ese juego de raqueta con palabras flexibles, esa especie
de sonrisa ligera de las ideas que debe ser la conversación ? Hoy se lleva
contar. Cada uno cuenta a su turno cosas personales, aburridas y largas que no
interesan a ninguno de los presentes. Fíjense, sobre veinte personas que hablan,
diecinueve hablan de ellas mismas, narran unos acontecimientos que les han
pasado, y lo hacen lentamente, dejando el espíritu recaer tras cada palabra, el
pensamiento de los oyentes bostezar entre cada frase, de tal modo que siempre se
tienen ganas de decir: « Pero cállese usted, déjeme al menos soñar
tranquilamente ».
Y luego siempre la conversación deriva hacia las
cosas banales del día o de la víspera; jamás levanta el vuelo para
encaramarse sobre una idea, una simple idea, y, de allí, saltar sobre otra,
luego sobre otra.
He oído a menudo a Gustave Flaubert decir ( y
esta observación me ha parecido de una singular y profunda veracidad ): «
Cuando se oye conversar a los hombres, se reconocen los espíritus superiores:
son los que van sin cesar del hecho a la idea general, ampliando siempre,
deduciendo una especie de ley, no tomando nunca un suceso más que como un
trampolín ».
Eso es lo que hacen los filósofos, los
historiadores, los moralistas, Es lo que hacían, salvando las distancias, los
encantadores conversadores del siglo pasado. Desarrollaban ideas más que
diversos hechos. Hoy todo son hechos diversos. Cuando se detienen, por
casualidad, en un salón, el flujo de todas esas frases preparadas, de
ideas recibidas y de opiniones adoptadas, es para narrar, sin comentarios
espirituales de ningún tipo, alguna aventura de alcoba o de entre bastidores.
No quedan ahora más que los genios del
monólogo. Estos son astutos. Comprendiendo que nadie puede replicarles,
que habiendo desaparecido el arte de conversar, se han convertido en una
especie de conferenciantes para cenas y veladas. Se les conoce, se les cita, se
les invita. La Academia incluso cuenta con varios en su seno. Aquél opera sobre
todo cara a cara, aquél prefiere la galería. Tienen sus temas preparados, sus
cajones llenos de charlatanería, sus argumentos, sus trucos.
El más célebre de todos, amable hombre por otra
parte, ha hecho tal especialidad de la charla sentimental a dos, hablando él
solo, que sus rivales palidecen de celos. ¡ Nunca, oh ! ¡ jamás, se dirige a
los hombres ! Todo para las mujeres. Para ellas, la seducción grave de su
espíritu, su saber serio y dulce, toda su elocuencia. ¡ Pero también como
sabe agradarlas, como las seduce, como posee su alma ! ¡ ¡ He aquí uno que
debe despreciar a Schopenhauer ! ¡ Y como Schopenahuer se le hubiese rendido !
¿ Guapo ? No, no es guapo, está bien. Todo en
él está bien: su figura, su porte, su palabra, su ciencia, su posición, todo.
Está casi demasiado bien; para los hombres sería mejor estando menos bien.
Para las mujeres, es el ideal. Sabe
maniobrar sin dar envidia. Elige su media naranja del día, y - ¿ como hace ?
lo ignoro - enseguida están solos, en un rincón, totalmente solos, charlando.
Habla bajo, muy bajo; nadie a su alrededor lo oye; permanece serio, siempre
bien, apenas sonriendo; mientras que ella lo mira, bien fijamente, bien por
sacudidas, manteniendo en sus labios una sonrisa radiante, la sonrisa de los
dichosos. ¡ Es el Donato de la palabra !
Se dice sin embargo que no es lo que se llama un
conquistador; sabe hablar a las mujeres, eso es todo.
¿ Por qué lo he citado ? Porque cada uno,
cuando se le nombra, exclama: « ¡ Qué conversador ! » - Pues bien, no, no es
un conversador; no hay más conversadores, aparte de cuatro o cinco tal vez; y
aquellos del mismo modo, no encontrando nunca a nadie que les desafíe cara a
cara a esta encantadora pero difícil esgrima, se convierten poco a poco en
maestros del monólogo.
20 de enero de 1992
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre