LOS CONVERSADORES
( Les causeurs )
Publicado en Le Gaulois, el  20 de enero de 1882.

      Últimamente leía lo siguiente en las cartas íntimas de Berlioz que acaban de ser publicadas: « Vivo, desde mi regreso de Italia, en medio del mundo más prosaico y más duro. A pesar de mis suplicas de no hacer nada, se obstinan en hablarme sin cesar de música, arte, elevada poesía; esas personas emplean esos términos con la mayor sangre fría; se diría que hablan de vino, de mujeres, levantamientos u otras porquerías. Mi cuñado sobre todo, que es de una locuacidad espantosa, me mata. Siento que estoy aislado de todo ese mundo por mis pensamientos, por mis pasiones, por mis amores, por mis odios, por mis desprecios, por mi cabeza, por mi corazón, por todo ».
      Esta violenta y gran queja podría aplicarse a todos o al menos a casi todos los salones de hoy, tan banal es la conversación, corriente, odiosa, repetitiva y monótona, al alcance de cada imbecil. Eso corre, corre en los labios, en los pequeños labios de las mujeres que un gracioso pliegue hace retroceder, en los labios barbudos de los hombres que un extremo de cinta roja en el ojal parece indicar inteligencia. Eso corre sin fin, repugnante, estúpido hasta hacer llorar, sin una variante, sin un estallido, sin una agudeza, sin una fuga del espíritu.
      Se habla, en efecto, de música, arte, poesía elevada. No obstante sería cien millones de veces más interesante oír a un charcutero competente hablar de morcillas, que escuchar a los correctos caballeros y a las damas del mundo de visita abrir su grifo para arrojar banalidades sobre las únicas cosas grandes y bellas que existen. ¿ Cree usted que esas personas piensan lo que dicen ? ¿ Qué hacen el esfuerzo de descender al fondo de lo que mantienen, de profundizar en su sentido misterioso ? ¡ No ! Repiten todo lo que es costumbre repetir sobre ese tema. Eso es todo. También declaro que es necesario un valor sobrehumano, una dosis de paciencia a toda prueba y una gran serena indiferencia hacia todo para ir hoy a esos sitios, y soportar con cara sonriente los parloteos ineptos que se oyen a propósito de todo.
      Algunas casas, naturalmente, son excepciones, pero son raras, muy raras.
      No pretendo evidentemente que cada uno pueda, en el primer salón al que llega, hablar de poesía con la autoridad de Victor Hugo, música con la competencia de Saint-Saëns, pintura con el saber de Bonnat; que se debe desprender, en una charla de diez minutos, el sentido filosófico del menor suceso, penetrar en ese « más allá » de la misma cosa que hace el encanto, que constituye la profunda seducción de una obra de arte, y que se amplíe hasta el infinito todo tema que se aborde. No. Es necesario saber abstenerse de tratar ligeramente las grandes cuestiones; pero más valdría, para que los salones actuales fuesen abordables, ¡ que se supiese al menos conversar !

      ¡Conversar ! ¿ Qué es eso ? Conversar, señora, antaño era el arte de ser hombre o mujer del mundo; el arte de no parecer nunca aburrido, de saber decir todo con interés, de agradar con no importa qué, de seducir con todo de la nada. Hoy se habla, se cuenta, se le da vueltas, se alborota, se cotillea, no se conversa ya, no se conversa nunca. El ardiente músico que yo citaba exclamaba: « Se diría que hablan de vino, mujeres, levantamientos u otras porquerías »- Pues bien, saber conversar, es saber hablar de vino, de mujeres, levantamientos y ... otras pamplinas, sin que sea nada... de lo que dice Berlioz.
      ¿ Como definir el vivo florecimiento de las cosas por las palabras, ese juego de raqueta con palabras flexibles, esa especie de sonrisa ligera de las ideas que debe ser la conversación ? Hoy se lleva contar. Cada uno cuenta a su turno cosas personales, aburridas y largas que no interesan a ninguno de los presentes. Fíjense, sobre veinte personas que hablan, diecinueve hablan de ellas mismas, narran unos acontecimientos que les han pasado, y lo hacen lentamente, dejando el espíritu recaer tras cada palabra, el pensamiento de los oyentes bostezar entre cada frase, de tal modo que siempre se tienen ganas de decir: « Pero cállese usted, déjeme al menos soñar tranquilamente ».
      Y luego siempre la conversación deriva hacia las cosas banales del día o de la víspera; jamás levanta el vuelo para encaramarse sobre una idea, una simple idea, y, de allí, saltar sobre otra, luego sobre otra.
      He oído a menudo a Gustave Flaubert decir ( y esta observación me ha parecido de una singular y profunda veracidad ): « Cuando se oye conversar a los hombres, se reconocen los espíritus superiores: son los que van sin cesar del hecho a la idea general, ampliando siempre, deduciendo una especie de ley, no tomando nunca un suceso más que como un trampolín ».
      Eso es lo que hacen los filósofos, los historiadores, los moralistas, Es lo que hacían, salvando las distancias, los encantadores conversadores del siglo pasado. Desarrollaban ideas más que diversos hechos. Hoy todo son hechos diversos. Cuando se detienen, por casualidad, en un salón,  el flujo de todas esas frases preparadas, de ideas recibidas y de opiniones adoptadas, es para narrar, sin comentarios espirituales de ningún tipo, alguna aventura de alcoba o de entre bastidores.

      No quedan ahora más que los genios del monólogo. Estos son astutos. Comprendiendo que nadie  puede replicarles, que habiendo desaparecido el arte de conversar,  se han convertido en una especie de conferenciantes para cenas y veladas. Se les conoce, se les cita, se les invita. La Academia incluso cuenta con varios en su seno. Aquél opera sobre todo cara a cara, aquél prefiere la galería. Tienen sus temas preparados, sus cajones llenos de charlatanería, sus argumentos, sus trucos.
      El más célebre de todos, amable hombre por otra parte, ha hecho tal especialidad de la charla sentimental a dos, hablando él solo, que sus rivales palidecen de celos. ¡ Nunca, oh ! ¡ jamás, se dirige a los hombres ! Todo para las mujeres. Para ellas, la seducción grave de su espíritu, su saber serio y dulce, toda su elocuencia. ¡ Pero también como sabe agradarlas, como las seduce, como posee su alma ! ¡ ¡ He aquí uno que debe despreciar a Schopenhauer ! ¡ Y como Schopenahuer se le hubiese rendido !
      ¿ Guapo ? No, no es guapo, está bien. Todo en él está bien: su figura, su porte, su palabra, su ciencia, su posición, todo. Está casi demasiado bien; para los hombres sería mejor estando menos bien.
      Para las mujeres, es el ideal. Sabe maniobrar sin dar envidia. Elige su media naranja del día, y - ¿ como hace ? lo ignoro - enseguida están solos, en un rincón, totalmente solos, charlando. Habla bajo, muy bajo; nadie a su alrededor lo oye; permanece serio, siempre bien, apenas sonriendo; mientras que ella lo mira, bien fijamente, bien por sacudidas, manteniendo en sus labios una sonrisa radiante, la sonrisa de los dichosos. ¡ Es el Donato de la palabra !
      Se dice sin embargo que no es lo que se llama un conquistador; sabe hablar a las mujeres, eso es todo.
      ¿ Por qué lo he citado ? Porque cada uno, cuando se le nombra, exclama: « ¡ Qué conversador ! » - Pues bien, no, no es un conversador; no hay más conversadores, aparte de cuatro o cinco tal vez; y aquellos del mismo modo, no encontrando nunca a nadie que les desafíe cara a cara a esta encantadora pero difícil esgrima, se convierten poco a poco en maestros del monólogo.

20 de enero de 1992

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre