LOS EMPLEADOS
( Les employés )
Publicado en Le Gaulois, el 4 de enero de 1882

      Como pasase en medio de esta compacta muchedumbre, de esa multitud entumecida, pesada, que circulaba lentamente el domingo, sobre el bulevar como una espesa papilla humana, varias veces me golpeada en el oídos esta palabra: « La gratificación ». En efecto, lo que se removía tan dificultosamente a lo largo de las aceras, era la población de empleados.
     Toda clase de individuos, todos los tipos de trabajadores,  todos los hombres que libran cotidianamente el duro combate por sobrevivir, los más susceptibles de compadecer,  los más desheredados de la fortuna.
      No se cree. No se sabe hasta que punto. Están imposibilitados para protestar; no pueden levantarse; permanecen atados, amordazados en su miseria, su miseria correcta, su miseria de bachiller.
      Como me gusta esta dedicatoria de Jules Vallès: « ¡ A todos aquellos que, alimentados con griego y latín, han muerto de hambre ! »

      Se habla de aumentar la remuneración de los diputados, o más bien,  los diputados hablan de aumentar sus ingresos. ¿ Quién hablará de aumentar los de los empleados, que a mi fe rinden, tantos servicios discutibles como los charlatanes del palacio Borbón ?
       ¿ Se sabe lo que ganan esos bachilleres, esos licenciados en derecho, esos muchachos que la ignorancia de la vida, la culpable negligencia de los padres o la protección de un alto funcionario los han hecho entrar, un día, como supernumerarios en un ministerio ?
      ¡ Quince o dieciocho cientos de francos al principio ! Después, cada trienio, obtienen un aumento de trescientos francos, hasta un máximo de cuatro mil, a lo que llegan hacia los cincuenta o cincuenta y cinco años. No hablo aquí los muy raros elegidos que llegan a jefe de oficina. Diré sobre esto algunas palabras más adelante.
      ¿ Se sabe lo que gana hoy, en París, un buen albañil ? - Ochenta céntimos la hora. O sea, ocho francos diarios,  doscientos ocho francos al mes, dos mil quinientos francos al año.
      ¿ Un obrero de cualquier especialidad ? Doce francos diarios. ¡ Es decir tres mil setecientos francos anuales ! Y no hablo de los hábiles.
      Pues bien, señores gobernantes, ¿ saben ustedes lo que vale el pan, y lo demás puesto que ustedes se encuentran insuficientemente pagados ? Admiten que los burócratas se casen como ustedes, tengan hijos como ustedes, se vistan al menos un poco, sin pieles, pero que vayan vestidos a su oficina. Y ustedes quieren que hoy, con dos mil quinientos francos como media de salario, un hombre tenga una esposa, al menos dos pilluelos - ( uno de cada sexo, para mantener el equilibrio de uniones futuras y la población de Francia, de la que ustedes se preocupan ), y que este hombre compre pantalones para él y su hijo, faldas para su esposa y su hija. Calculemos: alquiler, quinientos; vestido y ropa blanca, seiscientos; otros gastos, quinientos. - Le quedan novecientos francos justos, o sea dos francos cuarenta y cinco céntimos por día para alimentarse el padre, la madre y los dos niños. ¡ Es odioso y repugnante !

      ¿ Y por qué entonces, únicamente, los empleados permanecen en esta miseria, mientras que el obrero vive cómodamente. Por qué ? Porque ellos no pueden ni reclamar, ni protestar, ni ponerse en huelga, ni cambiar de empleo, ni hacerse artesano.
      Ese hombre es instruido, respeta su educación y se respeta a si mismo. Sus diplomas le impiden colgar unas cortinas o colocar escayola, lo que sería mejor para él. ¿ Qué haría si abandonase su función ? ¿ A dónde iría ? No se cambia de administración como de taller. Están las for-ma-li-da-des. No puede protestar; se le perseguiría. Incluso no puede reclamar. He aquí un ejemplo: Hace algunos años, los funcionarios de la marina, hartos de morir de hambre, de ver las Exposiciones universales y el aumento general del bienestar, hacer encarecerse todo, mientras que sus sueldos permanecían invariablemente irrisorios, dirigieron humildemente una petición al Sr. Gambetta, presidente de la Cámara. Hubo en las oficinas un suspiro de esperanza. Todo el mundo firmó. Unos diputados habían prometido intervenir. Ahora bien, la solicitud fue denunciada, rechazada, en nombre de la disciplina y con el desprecio por todo derecho.  El almirante cualquiera, entonces ministro, fulminó con amenazas de despido para los firmantes, aterrorizando a toda la administración. ¿ Qué se podía hacer ? Callarse y continuar muriéndose de miseria.
      ¡ Y pensar que esos pobres diablos de empleados encuentran alguna vez el medio, desde luego no sé bajo que insondables misterios económicos, de enviar a sus hijos al colegio, a fin de hacerles obtener, más tarde, ese ridículo e inútil diploma de bachillerato !
      Es a ellos a quiénes se les puede aplicar la imagen audaz tan conocida, y decir: « Viven de privaciones ».

      Hablemos de su existencia.
      Sobre la puerta de los Ministerios, se debería escribir en letras negras la célebre frase de Dante: « Dejen toda esperanza, los que entren ».
      Llegan hacia los veintidós años. Se quedan allí hasta los sesenta. Y durante ese largo periodo, nada pasa. Toda la existencia discurre en la pequeña oficina sombría, siempre la misma, tapizada de cartones verdes. Se entra joven, cuando las esperanzas tienen vigor. Se sale viejo, próximo a morir. Toda esta cosecha de recuerdos que hacemos durante una vida, los acontecimientos imprevistos, los amores dulces o trágicos, los viajes de aventuras, todos los azares de una existencia libre, le resultan desconocidos a estos prisioneros.
      Todos los días, las semanas, los meses, las estaciones, los años se parecen. A la misma hora se llega; a la misma hora se almuerza; a la misma hora se van; y así desde los veintidós a los sesenta años. Solo cuatro sucesos son excepcionales: el matrimonio, el nacimiento del primer hijo, la muerte del  padre y de la madre. Nada más; perdón, y los adelantos. No se sabe nada de la vida ordinaria, nada incluso de París. Se ignoran hasta las alegres jornadas soleadas en las calles, y los vagabundeos por el campo: pues nunca pueden salir antes de la hora reglamentaria. Se convierten en prisioneros a las diez de la mañana; la prisión se abre a las cinco, hasta que llega la noche. Pero, en compensación, durante quince días al años tienen el derecho - derecho discutido, regateado y reprochado en ocasiones - de permanecer encerrados en su domicilio. ¿ A dónde se podría ir pues sin dinero ?
      El carpintero trabaja de cara al cielo, el cochero rueda por las calles; el mecánicos del ferrocarril atraviesa los bosques, las llanuras, las montañas, va sin cesar desde los muros de la ciudad al largo horizonte azul de los mares. El funcionario no abandona su oficina, ataúd de esa vida; y en el mismo pequeño espejo donde se ha mirado, joven, con su bigote rubio, el día de su llegada,  se contempla, calvo, con barba blanca, el día donde está a punto de jubilarse. Entonces, se acabó, la vida está cerrada, el futuro clausurado. ¿ Como se permite que esto sea así ? ¿ Cómo se puede envejecer sin que ningún acontecimientos haya sido consumado, que ninguna sorpresa de la existencia le haya sacudido nunca ? Esto es así sin embargo. ¡ Plaza a los jóvenes, a los jóvenes empleados !
      Entonces se van, más miserables todavía, con la ínfima pensión de jubilado. Se retiran a los alrededores de París, en un pueblo de vertederos, donde se mueren casi seguro como consecuencia de la brusca ruptura de este largo y encarnizado hábito de la oficina cotidiana, de los mismos movimientos, de las mismas acciones, de las mismas tareas a las mismas horas.

      Hablemos ahora de los jefes.
      Algunos desconocidos de anteayer que, ayer, se han despertado ministros no han podido experimentar un violento golpe de orgullo como un viejo funcionario denominado jefe. Él, el oprimido, el humillado, el triste obediente, el ordenado, él tiene el derecho, - y se venga. Habla alto, duramente, insolentemente, y los subordinados se inclinan. 
      Es necesario exceptuar a ciertos ministerios como el de la instrucción pública, donde antiguas tradiciones de benevolencia y de cortesía han sido conservados hasta el presente. Otros son las galeras. He citado el de la marina; vuelvo allí. Yo he estado allí, lo conozco. Allí dentro se tiene el tono de las órdenes de los oficiales sobre el puente.
      No es el único; además, nada iguala la altivez, la arrogancia, la insolencia de algunos peones reconvertidos, cuya antigüedad los ha hecho reyes de la oficina, en unos déspotas y chupatintas.
      El obrero insultado por el capataz sube sus mangas y golpea con el puño. Luego recoge sus utensilios y busca otra cantera. Un funcionario con un poco de genio estaría sin pan al día siguiente, y durante mucho tiempo sino por siempre.
      Últimamente, un ministro tomando posesión de su departamento, pronunciaba más o menos estas palabras ante los « altos funcionarios » de su administración, los jefes y los empleados: « Y no olviden, caballeros, que exijo su estima y su obediencia: su estima porque tengo derecho a ella; su obediencia, porque ustedes me la deben ».
      ¿ Se siente bastante a la nueva autoridad ?
      ¡ Y pensemos en lo que se convertirá semejante discurso pasando de boca en boca hasta llegar al subjefe arengando a sus expedicionarios !
      ¡ Oh ! hay unos corazones ofendidos en esas amplias fábricas en papel ennegrecido, y unos corazones tristes, y grandes miserias, y pobres personas instruidas, capaces, que habrían podido ser alguien, y que no serán nunca nada, y que casarán a sus hijas sin dote, a menos de hacerlas casar con un empleado como ellos.

4 de enero de 1882
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant

Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre