LOS MUERTOS ILUSTRES
( Les grands morts )
Publicado en Le Figaro, el 20 de junio
de 1885
Ahora que se ha calmado un poco la efervescencia de los
espíritus, ¿ no se puede cuestionar si esa decisión de trasladar al Panteón
el cuerpo de Victor Hugo, decisión tomada en un primer arrebato de entusiasmo,
fue ciertamente una buena manera de honrar al ilustre poeta ?
Desde luego los pueblos no hacen nunca demasiados bellos funerales a sus
hombres ilustres, y éste, que merecía todas las admiraciones, merecía también
todas las pompas. Pero ¿ acaso no es un extraño modo de honrar a un muerto, violando
sus últimas voluntades, que deberían ser sagradas para todos, apenas ha cerrado
los ojos ?
¿ No había pedido ser inhumado en un simple
cementerio al lado de sus hijos ?
¿
Cómo, un moribundo, un ser que va a dejar esta tierra, en su última hora en la
que su alma parece no ser más que una chispa de pensamiento en el cuerpo
agotado, cómo ese moribundo encuentra la fuerza, la voluntad, la potencia de
espíritu de expresar su supremo deseo ? Lo formula claramente, luego expira, y,
con la excusa de que el muerto es un hombre ilustre, un pueblo entero, para
celebrar su gloria, ignora de inmediato su último deseo. Es casi una profanación, una profanación tanto o más lamentable para todos aquellos que han
amado el genio de ese gran soñador, de todos aquellos que han buscado penetrar en el pensamiento íntimo de su alma, en ese algo que parece la fuente
de la inspiración, incluso parece ofender a la misma religión de su espíritu,
toda la religión de corazón de poeta.
Victor Hugo creía en Dios.
Creía en Dios, por la razón de que él se consideraba ciertamente como una
importante y directa emanación de Dios.
No era de esos filósofos positivistas para quiénes las creencias no son más que
una cuestión de lógica, de ciencia y de razonamiento; y nunca habría admitido
que, siendo el valor de un hombre relativo, no siendo en la tierra más que un
insignificante grano de polvo, cuyo genio no era más que el pensamiento un poco
menos embrutecido que en otros seres ( de modo que el pensamiento de todos los
hombres no es más que un confuso resplandor, apenas más claro que la inteligencia de
los animales), el más grande de los humanos permaneciese tan insignificante o
tan desapercibido como el más pequeño de los microbios para un ojo que pudiese
ver la Creación ilimitada.
Una de las características más curiosas de las
convicciones religiosas, es
que cada uno construye unas fórmulas siguiendo las tendencias poéticas de su
espíritu, tomando por punto de partida la importancia del hombre, mientras que
la importancia de la Tierra parece completamente despreciable en el conjunto del
universo.
Eso quiere decir que cada uno sueña a su Dios o a su Nada siguiendo su
naturaleza. Unos siguen sus deseos confusos y sus aspiraciones, otros siguen
una lógica un poco menos egoísta, pero todos con la impotencia de la concepción
radical del espíritu humano, que no puede conocer nada más allá de lo que sus
sentidos le
revelan. No hacemos más que combinar lo desconocido comparándolo a
lo conocido. Observamos el mundo, los acontecimientos eternos o pasajeros, los hechos
políticos o particulares, nuestro Dios y nuestros amigos, los objetos, las
cosas, todo en definitiva, siguiendo el color de nuestros deseos y de nuestras
esperanzas. También los pueblos siempre han concebido sus divinidades según el
temperamento de su raza, según sus costumbres y las tendencias de su
constitución cerebral.
No pudiendo conocer nada con certeza, no pudiendo saber nada preciso, es
necesario entonces respetar esos sueños, y no considerar el nuestro más justo
que el del vecino, puesto que no son más que pensamientos de ciego.
Busquemos entonces como Victor Hugo había percibido a su creador.
Poeta admirable, inimitable poeta, pero nada más que poeta, ajeno a la ciencia
minuciosa tanto como a la filosofía moderna, él concebía mediante grandes
imágenes, un poco vagas, y su deísmo parecía haber sido una especie de panteísmo
poético. Debía hablar a su Dios como a un hermano mayor. Lo veía ocupándose de
los pequeños animales y de las flores, como se ocupaba de él mismo; y el
extremo amor que tenía por las plantas, las savias, los animales, los niños, por
todas las producciones y todas las reproducciones de la naturaleza, no era más
que un signo de esta tendencia panteísta, de esta manera de concebir a Dios como
un otro yo, más grande, más vasto, eterno, pero de la misma esencia, y
enternecido como él por las cosas que había creado.
Entre todos sus grandiosos poemas, los más bellos tal vez son aquellos que
expresan sus creencias confusas y poderosas en la gran y universal
transformación, las primaveras floridas hechas de la savia de los muertos, las
brisas perfumadas que llevan en ellas algo divino, ligero e inalcanzable como
una emanación de almas levantando el vuelo.
Que se relea Pan y tantos otros magníficos versos, todas las Contemplations,
toda la Légende des Siècles, y se verá como creía en la transformación del
hombre desaparecido, en el campo verde, en las rosas hechas con la carne
descompuesta, en el genio de los poetas dispersado por la gran naturaleza en el
gaznate de los pájaros. Si amaba tanto los bosques, las fuentes, las nubes, los
árboles, las plantas, los insectos, todo lo que vive oscuramente, ese gran
enternecimiento, es que sentía todo eso hecho en parte con la sustancia de los
hombres de antaño. Sobre esta tierra tan pequeña, nada desaparece, nada se
pierde, todos se transforma.
Ni un átomo de materia, ni un pequeño movimiento, ni un vibración de vida son
aniquilados, sino todo ello forma sin cesar otra materia, otro movimiento, otra
vida, y los elementos son tan numerosos que constituyen todas las cosas del
mundo.
Esa es la razón por la que esperaba su muerte sin temor, con serenidad. No se llamaría
más Victor Hugo, ¡ qué importa ! Sería un poco de perfume de flores, algo de
verdor de los bosques y del aire tan suave de las noches de verano.
¡ Y se le ha encerrado en un ataúd de plomo, en el fondo de una negra cueva,
bajo un enorme monumento !
Pero toda su obra, todos sus versos claman que él quería haber sido puesto en
la tierra desnuda, apenas separado de ella por una ligera tabla, a fin de que las
raíces de las hierbas y de los árboles vinieses a buscarle, a tomarle, a cogerle,
volverlo a llevar sobre la tierra, a llevarlo de nuevo hacia el sol y las
brisas.
Está en un ataúd de plomo, y el Panteón pesa sobre él. Y nunca se mezclara, como
los demás, con la eterno e incesante resurrección de los gérmenes. He aquí lo
que se llama ¡ Honrar a los muertos !
Será pues válido, para él, el lamento de la Momia, que nos ha descrito Louis
Bouilhet:
Aux bruits lointains ouvrant l'oreille, |
Con los ruidos lejanos, abriendo el oído, |
Sería curioso contar a menudo la historia de los cuerpos de los grandes
hombres. Y que canto haría un poeta, un poeta como Victor Hugo, o más bien un
narrador como Edgar Poe, con la extraña aventura del cadáver de Paganini.
Quién haya recorrido las costas del Mediterráneo conoce esas dos islas
encantadoras que separan el golfo de Cannes del golfo Juan, y que se llaman las
islas de Lérins.
Son pequeñas, bajas, cubiertas de pinos y matorrales. La primera, Sainte-Marguerite,
tiene en su extremo, hacia la tierra, la pesada fortaleza donde fueron
encerrados La Máscara de Hierro y Bazaine; la segunda, Saint-Honorat, en su
extremo, hacia mar abierto, dirige un antiguo y enorme castillo
almenado, un verdadero castillo de cuento poético, construido en la misma
rompiente, y
donde los monjes antaño de defendieron contra los sarracenos, pues Saint-Honorat
perteneció siempre a los monjes, excepto durante la Revolución; fue comprado
entonces por una actriz francesa.
A algunos cientos de metros al sudeste de la isla se advierte un islote desnudo,
caso al nivel del mar, Saint-Ferréol. Ese relieve es singular, erizado como un
animal furioso, tan cubierto de puntas de roca, de dientes y de garras de piedra
que apenas se puede caminar sobre él: hay que poner el pie en los huecos, entre
esas defensas, e ir con precaución.
Un poco de tierra, llegada de no se sabe dónde, se ha acumulado en los agujeros y
las fisuras de la roca; y allí dentro crecen unas especies de lis y de
encantadores iris azules cuya semilla parece caída del cielo.
Es sobre este extraño terreno, en plena mar, dónde fue sepultado y ocultado durante
cinco años el cuerpo de Paganini.
La aventura es digna de la vida de este genial y macabro artista, del que se
decía poseído por el diablo, tan extraño era de aspecto, de cuerpo, de rostro, cuyo
talento sobrehumano y su prodigiosa delgadez crearon un ser de leyenda, una
especie de personaje de Hoffmann.
Como volvía a Génova, su patria, acompañado de su hijo, que, solo ahora podía
oir su voz que se había vuelto débil, murió en Niza, de cólera, el 27 de mayo de
1840.
Entonces, su hijo embarcó el cadáver de su padre en un navío y se dirigió hacia
Italia. Pero el clero genovés rechazó dar sepultura a ese se demoníaco. La corte de
Roma, consultada, no se atrevió a dar su autorización. Se iba sin embargo a
desembarcar el cuerpo, cuando la municipalidad se opuso bajo pretexto de que el
artista había muerto de cólera. Génova estaba entonces asolada por una epidemia
de ese mal, pero se argumentó que la presencia de ese nuevo cadáver podía
agravar la plaga.
El hijo de Paganini regresó entonces a Marsella,
donde la entrada al puerto le fue prohibida por las mismas razones. Luego, se
dirigió a Cannes donde tampoco pudo entrar.
Así pues permanecía en el mar, meciendose sobre
las olas el cadáver del gran artistas excéntrico que los hombres rechazaban en
todas partes. No sabía que hacer, a donde ir, a dónde llevar a ese muerto
sagrado para él, cuando vio esa roca desnuda de Saint-Ferréol en medio de las
olas. Hizo desembarcar allí el ataúd que fue enterrado en medio del islote.
Fue en 1845 cuando regresó con dos amigos a
buscar los restos de su padre para transportarlos a Génova, a la villa Gajona.
¿ No sería mejor que el extraordinario
violinistas hubiese permanecido sobre el escollo perdido, sobre el escollo
erizado donde canta la marea en las extrañas siluetas de la roca ?
20 de junio de 1885
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre