LOS JUECES
( Les juges )

Publicado en El Gil Blas, el 7 de julio de 1885
 

      El Salón ha cerrado. Adiós, cuadros, ¡ las críticas están hechas ! Bien hechas, afirman los periodistas; mal hechas, afirman los pintores, que lo toman con arrogancia contra sus jueces. Asistimos en efecto, cada año, a las gran cólera de los juzgados contra los jueces.
      Los pintores recusan absolutamente la autoridad de los críticos, y sus razones no carecen de valor.
      Proclaman que para comprender un arte, es necesario haberlo practicado. La pintura, dicen, no es un arte de impresión, un arte de ideas, un arte de grandes efectos apreciables por todos, sino un arte profundo, delicado, oculto, comprensible solamente por los iniciados, por aquellos que han aprendido su complicada ciencia, o por aquellos a quiénes la naturaleza ha dado un ojo de artista, un ojo dotado de esta finura tan particular y tan rara que le hace emocionarse y emocionar el espíritu nada más que a la vista de dos tonos vecinos, de los que se llaman valores en el argot del oficio. Un extremo de tela pintado por Rembrandt, diez centímetros cuadrados de color, puestos por un maestro sobre una tela, sea cual sea el tema, pueden ser una obra maestra más absoluta que un inmenso cuadro del mismo pintor.
      El tema, en efecto, no significa nada. Cuantos retratos son unas maravillas, viejos retratos de viejas personas hechos por los artistas realistas flamencos, retratos de burgueses comunes, retratos que harían reír si no se mirase más que la expresión de la figura representada y que agitan en nosotros algo desconocido, que despiertan un sentimiento de misteriosa y profunda admiración porque son la expresión completa de un arte y no la expresión de una cabeza.
      El artista, en efecto, bien representando algo que esta convenido en encontrar bello, bien algo que se pretenda encontrar feo, debe simplemente descubrir y liberar el sentido y todo el valor de su tema, de tal modo que produzca una obra de arte, sea bien con esa belleza, bien con esa fealdad. Pues el buen artista difiere absolutamente de lo que juzgamos convencionalmente bello o feo en la vida cotidiana.
      No hay que confundir la sensación directa que un objeto cualquiera produce en nuestros sentidos con la completa sensación que nos da un arte representando e interpretando dicho objeto. La cosa más horrorosa y la más repugnante puede convertirse en admirable bajo el pincel o bajo la pluma de un gran artista.
      Sería largo y superfluo analizar aquí esta doble emoción, remarcar la naturaleza y los distintos orígenes. Basta constatarlo y afirmarlo.
     De este modo, los pintores juzgan insuficiente la educación artística de los críticos, rechazan admitir su juicio. Desde el momento en que no se pinta, dicen, se desconoce toda la ciencia del color y del dibujo, y, por otro lado si no se está dotado para este arte, eso prueba que no se ha nacido con la vocación, con el ojo que hace al pintor.
      Admitamos absolutamente este punto de vista; pues es indudable que los escritores, en general, juzgan la pintura con unas ideas y tendencias de hombres de letras, y que este modo de juzgar ha tenido, desde comienzos del siglo, la más lamentable influencia sobre el público, y por extensión, sobre los pintores.
      Recusemos pues a esos jueces - lo admito. - Entonces, ¿ quién juzgará ? - ¿ El público ?
      Desde luego que no. Si los críticos son relativamente incompetentes, los paseantes lo son radicalmente. La multitud no se ocupa más que del tema, pues para comprender, para penetrar en este arte, es necesaria una larga y paciente educación de la vista, es necesario haber visto, analizado y comparado miles de cuadros de todas las épocas y de todas las escuelas, es necesario haber reflexionado indefinidamente sobre esta singular sensación de la alegría artística comunicada por la mirada al cerebro; y la muchedumbre carece de todo esto. Ella siente ingenuamente, a lo salvaje; y la pintura es un placer sutil de civilizado y refinado. Se encuentran sin embargo, en el publico, unos hombres a los que la naturaleza ha dotado para ser excelentes jueces, y éstos acaban por imponer su opinión; pero son raros, están perdidos en el número, y su voz no es escuchada hasta más tarde, mucho más tarde. ¿ Vale la pena citar ejemplos de grandes pintores desconocidos hasta su vejez, como Millet o Corot ?
      ¿Entonces, quién es competente ?
      - ¿ Los pintores ?
      - No más.
      - ¿ Por qué ?
      - Porque están ciegos precisamente por su extrema educación especial. Podrán juzgar excelentemente a aquellos que ven, comprenden, componen y ejecutan como ellos; pero negarán con vehemencia, con pasión y con una autoridad temible, sean novatos o veteranos, a aquellos en definitiva que no pertenezcan a su escuela, a su familia intelectual. Quienquiera que aporte en arte ideas nuevas será siempre negado y combatido violentamente por todos los defensores de las viejas ideas, del mismo modo que todos los representantes de las antiguas ideas son y serán siempre despreciados infinitamente por los debutantes.
      He citado a Millet y Corot. Añadamos a esos dos ilustres nombres el de Delacroix, y nos preguntaremos cómo es posible que esos tres maestros del arte moderno hayan sido, durante una gran  cantidad de años, rechazados y cuestionados por la mayoría de sus colegas.
      ¿ Cómo es posible también que una parte de los pintores actuales proclama a Manet como su maestro, mientras que otra parte lo trata con el mayor de los desdenes ?
      ¿ Los artistas, admiradores del Sr. Bouguereau, reconocen a Bastien Lepage como el más grande maestro del momento ? ¿Los fanáticos del Sr. Meissonier no desprecian al Sr. Puvis de Chavannes como los otros lo declaran el más grande genio del siglo ?
      Y todas estas opiniones, sin embargo, son lógicamente defendidas y razonadas por los especialistas competentes, motivadas en virtud de principios inflexibles, pero diferentes, y considerados irrefutables por los unos como por los otros.
      De dónde resulta que todo es todavía mejorable en el mejor de los mundos, o más bien que, si todo va mal, todo podría ir peor, que los críticos incompetentes valen todavía más que los especialistas infalibles que no admiten más que esto, por exclusión de lo demás, y que, juzgando admirablemente esto, serán los más injustos, los más ciegos y los más incompetentes de los hombres condenando aquello.

      ¿ Cuando veremos un crítico comenzando su primer artículo sobre el Salón del siguiente modo:
« Señoras y señores, yo no entiendo nada de pintura; ustedes no más que yo por otra parte, y mis colegas no saben mucho más. Tengo sin embargo la ventaja sobre ellos de confesar mi ignorancia y de proclamarla, aun mejor, de servirme de ella. No os hablaré nunca del aspecto técnico de este oficio; no os analizaré la ejecución de cada uno mediante términos incomprensibles que se hacen obligados para juzgar cosas que se desconocen.
      « Admitamos, según el sabio refrán, que « para gustos se han hecho colores » No hablaremos pues ni de colores ni de dibujo, sino que iremos a visitar el Salón como valientes burgueses que somos, miraremos y juzgaremos con nuestro juicio de imbéciles.
      «  Dejemos a los artistas pelearse con el hacer y el saber hacer, sobre las tendencias y las reminiscencias, sobre el día a pleno aire y el día en el taller, sobre las convenciones de la sombra y la perspectiva, sobre las modificaciones que las vecindades hacen soportar a los tonos, sobre los valores y las manchas. Poco nos importan esas disputas. Nosotros somos unos ingenuos que vamos a mirar imágenes, nada más.
      « Sí, miraremos imágenes, pero a través de esas imágenes miraremos también al pintor que las ha concebido; y eso es lo que resultará verdaderamente interesante de nuestro paseo; haremos juntos un pequeño viaje de placer en el espíritu de los artistas y en sus intenciones. Ese es nuestro derecho.
      « Entendámonos bien. Yo no le buscaré tres pies al gato, ya lo he dicho, respecto a su escuela ni a su merito artístico, pero pondré al desnudo sus ideas, sus creencias, las razones que los han determinado en la elección de sus temas, toda la banal poesía de las Orientales tumbadas, toda la tontería de las escenas enternecedoras, toda la grotesca y pomposa historia del Galo de largos bigotes. Desvelaré sus tontas combinaciones para motivaros, sencillas personas. Constataremos, mirando los gestos exagerados o falsos de los personajes pintados, el infantilismo de los procedimientos, en definitiva toda la mala literatura que los pintores introducen en su pintura.
      « Si ustedes supiesen, si supiesen, que abominable es ver, cuando se mira con el pensamiento, toda esa pintura en espíritu, y en sentimientos, esta pintura de tiernas emociones, dramáticas o patrióticas, esta pintura lacrimógena a la vista y novelesca, esta pintura anecdótica, histórica, de hechos diversos, familiar o picara, esta pintura que cuenta, que declama, que informa, que moraliza o que pervierte. Así pues, cuando hayamos considerado ese cuadro, amigos míos, miraremos al hombre que pinta, constataremos cada una de sus intenciones indicadas en cada uno de sus gestos, veremos mover sus hilos y sus maquinaciones, toda la complicación de su banalidad. Eso no será bonito, pero al menos nos reiremos. »
      Queda por saber si los señores artistas pintores estarían encantados de esta nueva manera de visitar el Salon.

     Por lo tanto, desde un punto de vista absoluto y técnico, nadie tiene el derecho de juzgar, pues unos son incompetentes y otros prevenidos por educación y por profesión.
      Ocurre otro tanto en las letras.
      Si alguien, por ejemplo, quisiera tener una opinión autorizada sobre el valor real de una obra, ¿ a quién podría dirigirse, entre los escritores conocidos o diplomados ?
      El Sr. Leconte de Lisle está considerado, por la mayoría de los jóvenes rimadores y letrados, como el más notable de los poetas después de la muerte de Victor Hugo. Ahora bien, la Academia lo ha rechazado varias veces con evidente desprecio. Si el Sr. Théodore de Banville estuviese presente en el sufragio de los Inmortales, es muy posible que se le hubiese tratado del mismo modo, pues entre los mismos Cuarenta, si hay muchos sin talento, hay pocos sin pasión.
      Se podrían encontrar tal vez cuatro o cinco, pero no diez seguramente, desvinculados de todo partido tomado.
     Se ha contado que el Sr. Octave Feuillet, el elegante novelista y mundano que se conoce, había declarado repetidas veces que Germinal era la obra más grande y genial nacida en Francia desde hacía veinte años.
      Si verdaderamente el Sr. Feuillet aprecia así ese libro colosal, muestra un raro y admirable ejemplo de independencia artística.
      ¿ Pero después de él a quién nombrar ? Al Sr. Caro tal vez, letrado clásico, ecléctico y fino que ama la lengua francesa por cualquier lugar donde la encuentra con una elevada serenidad.
      ¿ Y luego ? ¿ Al Sr. Renan ? ¿ un maestro de la prosa que tiene el derecho de dar su opinión ? ¿Pero tiene una opinión ?
      ¿ Y después...?
      No hablo de los poetas, como los Sres Sully Prudhomme y Coppée, a los que los prosistas podrían considerar demasiado poetas; ni de los autores dramáticos cuya opinión, en materia de estilo, es recusable.
      ¿ Después de aquellos, que nos queda ? Algunos escritores muy respetables, pero llenos de parcialidad, gente de escuela y de camarilla.
      ¿ Y fuera de la Academia ? ¿ El Sr. de Goncourt, el maestro de los sutiles y nerviosos ? ¿ Pero un jefe de escuela, por muy notable que sea, puede permanecer imparcial ?
      ¿ El Sr. Alphonse Daudet ? Sí, tal vez; es un independiente libre de toda presión.
      ¿ Y después ?
      ¡ El Sr. Émile Zola cuestiona a Théophile Gautier y desprecia Mademoiselle de Maupin; el Sr. Barbey d'Aurevilly ha negado siempre con violencia a Gustave Flaubert !
      ¡ Y cuantos otros ejemplos se podrían aportar !
      He citado al Sr. de Goncourt. Muchos lo proclaman el primero de los prosistas vivos, y yo conozco escritores de talento que rechinan sus dientes oyéndolo nombrar.
      ¿ En quién podemos tener confianza para apreciar un hombre o una obra ? Desgraciadamente, en nadie. A lo sumo tenemos el derecho de constatar las cosas groseramente odiosas y falsas, las faltas al idioma francés y las faltas de ortografía. Solamente el tiempo pronuncia una sentencia infalible y definitiva.

7 de julio de 1885
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre