LOS POETAS FRANCESES DEL SIGLO XVI
( Les poètes français du XVIe siècle )
Publicado en La Nation, el 17 de enero de 1877
El editor Alphonse Lemerre acaba de aumentar la admirable colección que será
para nuestros descendientes lo que son hoy para nosotros los Elzévir, del primer
libro de Sainte-Beuve, titulado: « Cuadro histórico
y crítico de la poesía francesa y del teatro francés en el siglo XV.»
Sainte-Beuve tiene la gloria de haber sido, sino el primer investigador, al
menos el divulgador de la antigua poesía francesa. Hasta él apenas se la
conocía, únicamente, por decir que sí, como se conocían ciertas tierras muy
alejadas por los relatos fantásticos de viajeros que pretenden haberlas
recorrido. Pero él, tras haber penetrado en ella, la abrió a todo el mundo; él ha
hecho los honores, declarándose su campeón, rehabilitándola del descrédito en el
que Malherbe y Boileau la habían arrojado, y rompiendo lanzas en su favor como
un caballero por su dama.
Hoy, que Villon, Clément Marot, Ronsard y su pléyade, Magny, Desportes, Bertaut
y sus émulos nos son tan conocidos como Chénier, Musset y Víctor Hugo, es
curioso volver a leer la historia crítica hecha por Sainte-Beuve, apreciar sus
juicios y estudiar sus conclusiones. Como todo inventor con su descubrimiento,
quizás tenga un cariño demasiado grande por nuestra primitiva poesía. El mundo
sin embargo, en general, ha ratificado su admiración.
Él nos introdujo en su estudio presentándonos en primer lugar al dulce Charles d'Orléans, luego a Villon, el poeta popular, al que llama bribón y libertino. Uno
de las características chocantes de la antigua poesía francesa, en efecto, es la de
nacer audaz, pícara, escabrosa. Fue un niño precoz desarrollado por la «
picardía » o por un cierto sentimentalismo primaveral, pero que desconoce con
frecuencia la inspiración sublime, el sentimiento verdadero y la grandeza. Es una
poesía bufa y gentil, casi nunca bella.
Generalmente, en el origen de las literaturas, domina una ingenua sencillez: en
nuestro caso, ésta fue el descaro cínico que se encontraba en las costumbres. Se
diría que nuestra poesía no ha visto el día excepto porque ella procuraba un
ingenioso giro a los cuentos eróticos y a la galantería; no salió demasiado de
ahí durante más de un siglo. También sin duda, los poetas experimentaban una
vaga necesidad de hacer versos; afectados de ternura ante un bonito día de primavera,
rimaban interminablemente sobre ritmos elegantes, una retahíla de amables
estrofas que no tenían más que un defecto, el de acabar sin razón, tal como
habían comenzado. En efecto, pueden continuarse indefinidamente tales
variaciones; cuando se ha pasado revista a todas las flores, las plantas y los
árboles, desde la « rosa bermellón, fresca, el espino blanco, la gavanza y el
tomillo », así como a todos los pájaros comenzando por el « grácil ruiseñor »,
queda aún por hablar de un número de cosas incalculables de los que harían falta
años para enumerar.
Estas letanías de la naturaleza, junto a una cantidad de perifollos en las que
rondan el niño Amor, su madre Venus, Apolo, Mercurio, el templo de Cupido y
toda una alegoría mitológica y anticuada de la Antigüedad pagana, forman el
fondo común de la inspiración poética de esa época. No le falta cierta gracia,
sin duda, pero eso no basta, y esta literatura no tiene más que una vertiente
original, es el espíritu, la buena palabra, la gallardía, la agudeza ingeniosa y
alegre. Ella es gala y francesa: nuestra generación tal vez no lo sea bastante.
No se debe buscar otra cosa en Clément Marot, en lo que el mismo Sainte-Beuve no
reconoce más que una « charla fácilmente sembrada de palabras vivas y finas, de
cumplidos bien torneados, etc. » Su fábula del León y del ratón es, en este
género, una auténtica joya.
Con Joachim du Bellay aparecen por primera vez el sentimiento y la auténtica
emoción. Precede a Ronsard en la reforma literaria, y es en él, donde se comienza
a encontrar la imagen, esa alma de la poesía, que es el criterio del genio de
los escritores.
Sainte-Beuve cita por ejemplo el siguiente verso:
Du cep lascif les longs embrassements |
De cepa lasciva los largos abrazos. |
añadiendo que sus antecesores no jamás lo habrían
advertido: lo que es absolutamente cierto.
Joachim du Bellay emplea a menudo el alejandrino, esa forma considerada hoy tan
magnífica, desconocida entonces y despreciada incluso por Ronsard, que la
excluye como sintiendo la prosa demasiado fácil, como flácida y carente de
nervio. La causa de esta exclusión es fácil de comprender. En el jefe de la
Pléyade como en sus discípulos, ocurre que frecuentemente la artificialidad
sustituía a la gracia, y la afectación a la grandeza, y los versos de diez, de
ocho sílabas, incluso de menos, mucho más fáciles de hacer, se prestaban mejor a
su esmaltado poético.
En Ronsard sin embargo aparecía a veces un verdadero talento, exquisito, original
y lleno de movimiento.
¿ Estos versos que Sainte-Beuve no cita, acaso no son encantadores ?
Tel un chevreuil, quand le printemps
détruit |
Como un corzo, cuando la primavera
destruye |
El mayor mérito de este poeta es justamente lo
contrario de lo que le han reprochado Malherbe y Boileau, a los que hay que
criticar su excesiva severidad; ellos estaban en su papel de censores como
Ronsard lo estaba en su papel de escritor. Fue haber roto la vieja monotonía del
lenguaje, de haber innovado, aventurado palabras e imágenes, enriquecido el
diccionario. Se encuentran siempre Malherbes que son útiles y académicos
gramáticos; pero lo que es más raro y deseable, son los grandes audaces, los
Ronsard con genio.
Los poetas de la Pleyade, Dorat, Amadis Jamyn, Joachim du Bellay, Rémi Belleau,
Étienne Jodelle, Pontus de Thiard y sus innumerables discípulos, ofrecen en
diferentes grados, las mismas cualidades y defectos que su jefe.
Su escuela que combatió al alegre Jean Passerat, regresando a la vieja alegría
primitiva, había decididamente caído el la afectación más absoluta, cuando
apareció un hombre desbordante de una vehemente inspiración, satírico y terrible
y poeta soberbio por momentos, el ardiente Mathurin Régnier. Con él, los versos
se volvían rígidos y vibrantes como la cuerda tendida de un arco, y como flechas
arrojadas, salían indignaciones y violencias admirables.
Su imagen es generalmente corta, justa y colorida.
Sainte-Beuve cita este verso que halaga con razón:
Ainsi que notre poil blanchissent nos désirs. |
Al igual que nuestro pelo se emblanquecen nuestros deseos |
Régnier ataca con toda la fuerza de su libre genio al rígido y meticuloso Malherbe; aquél, al menos, tuvo el espíritu de rendir justicia a su rival.
Enfin Malherbe vint et le premier en
France |
En definitiva Malherbe fue el primero en
Francia |
Sainte-Beuve se esfuerza en conservar entre ambas escuelas un equilibrio muy
difícil. Su balancín se inclina tanto a un lado como al otro; se empeña en tomar
por aquí lo que cede por allá; no consigue en aclararse demasiado y se le podría
casi reprochar un exceso de imparcialidad.
¿ Es posible que en ciertos momentos, desconozca la cuestión y, queriendo ser
absolutamente justo, acabe por no serlo ? Compara demasiado y no distingue
bastante.
Enumera todos los efectos benéficos que la lengua debe a Malherbe. Cita
enseñanzas excelentes que tocan en más de un lugar a la notable poética del Sr.
Théodore de Banvillle, tales como aquél: « Se
encuentran más bellos versos en las relaciones entre las palabras alejadas que
juntando aquellas que casi no tienen más que un mismo significado.» Luego se pregunta si semejantes hombres no están afectados de la impotencia de una
literatura naciente, no permitiéndose más que esta divisa: « Abstente.» Le reprocha
ser un arreglador de sílabas y de no haber comprendido siempre a sus
antecesores.
Todo esto es muy justo sin duda, pero que uno diga que Malherbe es aún menos
poeta que Boileau; que es necesario leer sus preceptos y no sus obras; que es un
gramático, un hacedor de prosodias y no un constructor de versos; y que, a pesar
de su exagerada severidad, ha dejado una cantidad de inestimables enseñanzas. No
se evita un lenguaje estéril imponiéndole reglas; el genio atrevido y libre
sabrá siempre franquearlas como inútiles linderos; no pueden estorbar más que a
los poetas mediocres forzándoles a volverse soportables.
Sainte-Beuve dijo un poco más adelante:
« El verso, en nuestro sentido, no se fabrica con piezas o fragmentos más o
menos adaptados entre ellos, sino que se engendra en el seno del genio por una
creación íntima y oscura.- El genio no actuando siempre con fuerza suficiente,
llega más que a partes completas encontrándose con otros bocetos apenas.»
No únicamente el genio no actúa siempre con una potencia igual, sino sería
ridículo y fuera de lugar tener por todas partes y siempre genio. Tras los
pasajes sublimes que él llena con su soplido, donde todas las audacias están
permitidas, llegan obligatoriamente unos periodos de calma y transición. Es
entonces cuando el poeta debe utilizar un arte supremo para que esas partes, en
lugar de ser apenas esbozadas, como dice Sainte-Beuve, sean por el contrario
perfectas, gracias a la ciencia absoluta del lenguaje: es entonces también
cuando se convierten necesarios los preceptos de Malherbe que enseñan el medio
de suplir, mediante el talento adquirido, a la inspiración agotada.
El mayor reproche que se pueda dirigir a este austero pedagogo, es que, no
teniendo él mismo genio, ha olvidado por completo que otros podrían tenerlo, y
que si las leyes que él establecía eran una barrera para la muchedumbre, no
debían serlo de ningún modo para esos hombres.
Él casi ha anulado la risa a su alrededor, pero la vieja palabra espiritual
sucumbía ya bajo las flores de una retórica preciosa y sosa, y no me consta que
haya frenado a la formidable alegría que Molière debía despertar.
Ha encadenado las galantes metáforas que ahogaban a la joven poesía, pero no ha
detenido los impulsos del gran Corneille.
En definitiva, ha entrevisto lo que podía ser el verso, entonces cuando muchos
no se habían dado cuenta; lo que no impide que a menudo haya estado ciego, que
le haya faltado juicio, grandeza y comprensión y participado bien de sus
errores. Lo que más se puede reprochar a casi todos los escritores de este
tiempo, es haber creído que la poesía se encontraba en ciertas cosas excluyendo todas las demás, como la primavera, la rosa, las flores, el sol,
la luna y las estrellas, y aún no las invocaban, más que para hacer
comparaciones con las damas; cuando ellos abordaban temas eróticos, se
contentaban con tratarlos con espíritu, y no buscaban hacer surgir la
inspiración.
La mujer ha invadido todo este periodo literario, y su influencia fue nefasta
en lugar de mostrarse creadora. Se creería casi que la naturaleza no era
caritativa más que a causa de ella, como cuadro de su belleza y accesoria de su
gracia; y uno piensa, releyendo tantas soserías sentimentales, en los bellos
versos de Louis Bouilhet:
Je déteste surtout le barde à l'œil humide |
Detesto sobre todo al bardo de ojos
húmedos |
La belleza está en todo, pero es necesario
saberla hacer salir; el poeta auténticamente original ira siempre a buscarla en
las cosas donde esté más oculta, más que en aquellas donde aparece fuera y donde
cada uno pode tomarla. No hay cosas poéticas, como no hay cosas que no lo sean:
pues la poesía no existe en realidad más que en el cerebro de aquél que la ve.
Que se lea, para convencerse, la maravillosa « Charogne » de
Baudelaire.
Tal vez nuestro juicio ha parecido muy severo para el Parnaso del siglo XVI.
Esta será nuestra excusa.
Italia, ya viuda de Dante, tenía a Tase y Ariosto; España a Lope de Vega;
Inglaterra, al gigante de los poetas, al inmenso, al maravilloso Shakespeare.
En medio de esta plenitud de genios, de esta eclosión de obras maestras, al
lado de la magnificencia de las literaturas vecinas, cuan pálidos parecían las
gentilezas primaverales, los ramos galantes, las espirituales fábulas de nuestros
ingeniosos moldeadores de versos.
Felizmente, para honor de las letras francesas, un hombre tan grande como
Dante, Tase o Ariosto, profundo como Cervantes y creador como Shakesperare se
había educado en nuestro país. Y con él se encarnó el genio nacional hasta el
fin de los siglos; en él, según expresión de Chateaubriand, debía apoyarse toda
nuestra literatura futura. Él dirige uno héroes tan enormes como los de Homero y de
una originalidad sorprendente. Insufla en ellos, con un incomparable estilo, el
espíritu más prodigioso, una simplicidad conmovedora, un saber universal y toda
la astucia de los filósofos.
Como un viejo coloso inquebrantable, domina siempre nuestra literatura, y su
renombre engrandece aún a medida que envejece su obra.
Él ilumina todo su siglo; y la tierra que ha visto nacer al maestro François
Rabelais no tiene nada que envidiar a las glorias de sus naciones rivales.
17 de enero de 1877
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre