LOS REGALOS
( Les cadeaux )

Publicado en Le Gaulois, el 7 de enero de 1881.

      Acaba de finalizar la semana de los regalos, y las estanterías de las mujeres hermosas están cubiertas de figuritas. El regalo que se ofrece a una bella mujer es siempre la voz de un deseo; nada hay más interesante que visitar los coquetos salones en época de dádivas.
     He hecho este viaje alrededor de los gabinetes que me gustan, y me he detenido mucho tiempo ante fisonomías de objetos que me revelaban unos misterios. A menudo incluso adivinaba: 
      - ¿ Ha sido el Sr. X... quién le ha regalado esto, señora ? 
      - Sí... ¿Cómo lo sabe usted ?
      - ¡ Ah !, ese es mi secreto.
      La gente, que gusta de las cosas graciosas, reina en esta época del año, ocupa todos nuestros pensamientos, capta nuestra atención, agita nuestros corazones.
      Una coqueta joyita, extraña y sencilla, es un elocuente manifiesto, un alegato de los sentidos. ¿Por qué? Se preguntará usted. No lo sé demasiado. Pero la joya me parece excesivamente brutal. Es el oro, los diamantes, las perlas, la plata, bajo una forma tangible, apreciable desde que se recibe. Se dice con un simple vistazo: «Esto vale tanto.»  Pues bien, el « esto vale tanto » me parece también indicativo de un afecto que vale tanto. Ofrecer una joya, es casi abrir su porta-monedas y ponerle la suma en la mano.
      No se enfaden, señoras; me consta que, casi todas ustedes, prefieren las joyas hoy en día. Les sientan tan bien...¿ no es cierto ? Hagamos una excepción con las joyas antiguas; su valor, más convencional, les confiere un matiz más discreto y más oculto.
      Las flores, generalmente, son las mensajeras de los sentimientos platónicos; y los bombones no son más que un pretexto para ofrecer la bombonera.
      Ahora bien, la bombonera comprada en la bombonería indica la simple cortesía, sea cual sea el valor del objeto. Esto quiere decir: « He cenado a menudo en su casa, le debo por tanto un regalo serio; todo el mundo sabe que esta caja a la moda, comprada en la confitería en boga, cuesta veinticinco luíses; eso es. Es un deber que yo cumplo, estamos en paz. »
      La copa china, llena de castañas; la porcelana japonesa, llena de bolitas de chocolate; la caja de laca, llena de caramelos, expresan una intención más refinada. Ellas dicen: « He querido resultarle agradable; he buscado lo que podría ofrecerle; he recorrido las tiendas; en fin, me he tomado la molestia.» Esos son unos presentes un poco comunes siempre; y las únicas porcelanas en las que los dedos deben tomar los dulces azucarados son aquellas que llevan las antiguas marcas de dos L o de dos espadas: Sèvres o Saxe, esos santuarios del gusto exquisito.
      ¿Qué puede ser más delicioso que una figura de Sèvres, del viejo Sèvres, claro está, de esa inimitable patina tierna, cuyo secreto se ha olvidado ? a menos que ofrecer un viejo Saxe, una de esas pequeñas cajas cuadradas o redondas que llevan sobre su tapa unos paisajes de tonos violetas, tan finos, tan delicados, esas maravillas de color donde unos árboles aislados abrigan las casitas, de cuyo techo sale un imperceptible humo gris hacia un cielo de color de leche.
      Sí, el sèvres de fondo azul pálido, ese azul que no cambia en las lámparas, ese sèvres lleno de pájaros variados como flores, entre matorrales de todos los matices, el sévres con las pastoras acostadas al lado de las ovejas, y acariciando un corderillo rosa en una campiña a lo Watteau, no tiene más que un rival, es el saxe, más austero, pero tal vez más perfecto aún.
      ¿ Saben ustedes, señoras, la historia de esas dos ilustres manufacturas que pueden desafiar a los más bellos y antiguos productos chinos ?
      Permítanme que se las cuente.
      En primer lugar no debemos olvidar que, durante los siglos que siguieron a las invasiones, el secreto de la fabricación de la loza se perdió. Fue en España donde se retomó al principio esta fabricación, llevada por los moros. Los árabes hicieron otro tanto en Sicilia y crearon admirables jarrones de un gusto oriental, cuyo esmalte, totalmente azul, está cubierto de ornamentos pintados con reflejos de oro y de cobre, de un brillo sorprendente. La masa es casi siempre más blanca y más fina que la de las lozas hispanoárabes.
      Tras la expedición de los pisanos contra Mallorca se dio a conocer en Italia la cerámica morisca; y esta nación destacará muy pronto en esta artística industria.
      Francia fue la alumna de Italia, y asi vemos fábricas establecerse del Midi hacia el Norte: Moustiers, Marsella, Avignon, Nevers y Rouen - Rouen, quien lleva el arte de la cerámica francesa a su más extrema pureza. La masa rounesa no es precisamente la más fina que se pueda ver, el grano es un poco grueso, y la transparencia resulta a veces insuficiente, pero las bellas lozas de esta región son únicas en el mundo por el esmalte, el colorido deslumbrador, y sobre todo por la decoración de un gusto absoluto y un maravilloso efecto.
      Fue Henri IV quién tuvo el honor de establecer las primeras grandes manufacturas de loza en Paris, Nevers y en Saintonge, la patria de Bernard Palissy.
      Por otra parte, las porcelanas chinas y japonesas no penetraron en Europa hasta el primer tercio del siglo XVI.
      Sèvres es de relativa reciente creación. Louis XV compra esta fábrica, y la hace explotar sin preocuparse de los resultados, cuando la Pompadour fue seducida por unas muestras que vio y convenció al rey a hacer allí grandes gastos. Ella toma desde entonces el establecimiento bajo su protección, lo supervisa, lo sostiene, se ocupa de él sin cesar; y, bajo su inspiración, Sèvres se convierte en el maravilloso taller de donde salió esta adorable masa tierna de una belleza tan delicada y de una finura incomparable. Después de los artistas que habían creado esta porcelana única, se instalan en Sèvres unos hombres de ciencia que, cambiando los procedimientos, introducen sobre todo en los jarrones unas cualidades químicas, despreciando la antigua masa untuosa y tierna, riéndose de la vieja fabricación, inaugurando el reinado de la masa dura, de los azules violáceos desagradables a la vista, y llevando con ellos la verdadera decadencia del establecimiento. Todavía no se ha levantado y, a pesar de los elogios patrióticos que le prodigan periódicamente las comisiones oficiales, Sévres no es más que una manufactura secundaria cuyos productos son bastante inferiores a los de la industria privada.

      Ninguna novela de aventuras es más extraordinaria, más emocionante y más curiosa que los orígenes de la gran manufactura de Meissen, en Saxe.
      En 1701, un alquimista, Johann-Friedrich Boucher, nacido en Schlaiz, en Voigtalnd, el 14 de febrero de 1682, llegó a Dresde, implorando la protección de Frédéric-Auguste I, prefecto de Saxe y rey de Polonia.
      Huía ante el muy acusado interés que le testimoniabla otro príncipe, el rey Frédéric-Guillaume. Este alquimista, en efecto, se situó en primer lugar de aprendiz en casa del farmaceútico Zorn, en Berlín, había realizado unos trabajos tan curiosos, basados en experiencias tan insólitas y hermosas, que su soberano, temiendo verle partir, le hacía espiar seguir por todas partes. Molesto por esta vigilancia real, el joven desapareció y se instaló en Saxe.
      El prefecto le concedió por colaborador a Ehrenfried-Walter de Tschirnaus, que buscaba por aquel entonces el secreto de la porcelana dura de los chinos, secreto que parecía imposible de hallar.
      En 1695, un inventor llamado Morin había descubierto la masa blanda; pero era necesario descubrir la masa dura; y Tschirnaus se perdió en experimentos de vitrificación incompleta, exasperándose de sus fracasos, desalentado por tantas tentativas abortadas.
Su compañero Bottcher comienza a fabricar jarrones de gres rojo barnizado, realzado con flores, escudos de armas, ornamentos de todo tipo, follajes de oro, etc., no impresos con fuego.
      Esas muestras fueron presentadas a su protector Frédéric-Ausgusto, que fue invadido por una admiración tan vehemente, que ordenó que no se perdiese de vista a su protegido. Un oficial comenzó a seguirlo por todas partes; no podía dar un solo paso sin estar acompañado, vigilado; y se convirtió en un prisionero en un suntuoso domicilio donde incluso nadie podía hablarle sin testigos.
¿Se indignó de esta vigilancia encarnizada sobre él menos la segunda vez que la primera, o bien fue más estrictamente observado ? El hecho es que no desapareció, y que le vemos, en 1706, huyendo de los suecos que invadieron Saxe y transportando sus instrumentos de trabajo a la fortaleza de Koenigstein. 
      En 1707, volvió a Dresde y continuó sus experimentos, pero nada lo ponía en el camino del secreto tan ardientemente perseguido; y sus largas búsquedas permanecerían inútiles sin uno de esas maravillosas casualidades en las que siempre se cree ver las intenciones ocultas del Destino.
      Un maestro de forja, llamado Johann Schnorr, quedando atascado en el territoria de Aue, cerca de Scheeberg, en una especie de bache lleno de una papilla grasienta y blanca, tomó un poco de esta tierra pegada a las patas de su caballo, y se la llevó con él. Observó que al secarse se convertía en un polvillo fino y ligero; y tuvo la idea de empolvar con él a sus caballos en lugar de la harina de trigo que se empleaba entonces. Habiendo tenido éxito, se dedicó a vender esta tierra molida, y el criado de Bottcher, llamado Slunker, la compró para su amo.
     Este hombre se dio cuenta entonces de que el nuevo polvo era más pesado que el antiguo, y, insistiéndole a su señor, le señaló esta particularidad.
      Bottcher, perseguido por la idea fija de la incontrable masa, examinó este polvo, lo manejó, lo molió, lo analizó y tuvo la inspiración de emplearlo en sus experiencias. ¡Eureka, se trataba del kaolin ! El descubrimiento se había consumado.
      La manufactura real de Saxe fue entonces inaugurada solemnemente el 6 de junio de 1710, en el viejo castillo de Albertsburg en Meissen.
     Sus productos tuvieron al principio como seña de identidad las dos letras A.R. (Augustus Rex), luego dos espadas cruzadas dentro de un triángulo; por último dos espadas cruzadas sin enmarcar.
     Bottcher murió en 1719.

      Quién conoce y no adora a esos deliciosas figurillas de Saxe, personillas frágiles y amaneradas que pueblan nuestras chimeneas o sonríen tras las vitrinas. Los delicados marqueses, en pantalón rosa, con puntillas en forma de trébol, con traje azul, con el faldón levantado por su espada, inclinándose ante las pastoras con cestas, con sus cabellera empolvada llevando un parterre de flores. Una muchedumbre de personajes rubicundos hacen sus gracias en sus atavíos de porcelana; toda su raza esmaltada y minúscula nos trae a la mente un coqueto reino donde viviría ese pequeño mundo, un Liliput de estantería. Son hermosos, bonitos, limpios, alegres y relucientes; y el encanto de sus colores seduce la mirada, nos los hace amar, y nos obliga a hacer locuras por ellos como por una amante adorada. Pues esta pequeña humanidad, encantadora, cuesta cara; y una pequeña bailarina en loza de Saxe pide tanto oro para entrar en nuestra casa como una de carne y hueso.
       Los creadores de estos seres se llamaron Hoeroldt, el modelador; Kaudler, el escultor, y Dietrich, el pintor.
      Yo les deseo, señoras, un gran número de sus hijos.

7 de enero de 1881

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre