LOS RETRASADOS
( Les attardés )
Publicado en el Gil Blas, el 16 de septiembre de 1884

      Se abandonan las playas, las playas tristes donde gime el mar. Los campos donde florecían las campanillas rojas no tendrán pronto más que árboles sin hojas elevando hacia el cielo la silueta gris de sus ramas desnudas.
      Aquellos que todavía permanecen a orillas de las olas, por economía, se sienten invadidos día a día por una lenta tristeza, infinita, mortal. No reconocen el mar, el mar alegre y claro de julio, el mar cálido y suave del mes de agosto. Lo miran con sorpresa, con pavor, el mar gris de cortas olas, el mar de septiembre que se despierta por las tempestades del invierno. Ahora le tienen miedo y no vuelven, como en el mes anterior, a sentarse cerca con los pies en la espuma.
      Las tardes sobre todo les parecen siniestras. Un estremecimiento de frío corre en la brisa, un rudo escalofría del norte; y el casino está casi vacío. Algunas sombras todavía caminan por la terraza, con paso rápido, para activar la circulación de la sangre. Algunos bailarines danzan aún en la sala de baile casi desierta. Pero todo parece triste, abandonado; y los retrasados, perdidos, temblando, sienten pesar sobre ellos algo extraño y terrible, la soledad, la soledad ilimitada, inanimada del espacio.
      No conocen eso las personas de las ciudades, las personas de casas llenas como colmenas, las personas de las calles populosas, de los brillantes cafés y de la eterna concurrencia. Siempre han tenido seres a su alrededor, encima de ellos, debajo de ellos, sobre su cabeza y bajo sus pies, y detrás del tabique contiguo, detrás de la pared, y en la casa de enfrente. Han sentido, por todas partes, desde que han nacido, hormiguear a la raza humana a su lado; y han sentido siempre, rodeándolos, una marea de hombres moviéndose en una ciudad amplia como un océano, y en las afueras de esta ciudad, a través de un campo sembrado de casas, más hombres aún, y detrás de ellas, donde las ciudades surgen mejor que la hierba, todavía más ciudades, Saint-Germain, Versailles, Pontoise, Rambouillet, Melun.
      Para huir de los grandes calores, han venido a orillas del mar, donde han reencontrado a París. Los campos estan llenos de asnos montados por muchachas, los albergues llenos de pandillas alegres, las playas cubiertas de claros vestidos, de coquetos sombreros y de hermosos rostros.
      Pero hete aquí que, de súbito, no hay nada más que mar y cielo. Esas personas tienen miedo, miedo sin saber de qué. Bruscamente piensan en la muerte.
      Temerosos de estar solos, van por las llanuras, para encontrarse allí con los paseantes habituales, pero no perciben más que vacas pastando, acostadas en los tréboles; no oyen, hacia el horizonte, más que un largo mugido solitario que vuelve menos taciturno el silencio del aire.
      Regresan rápido: « Iremos esta noche al casino », dicen. Y allí no encuentran a nadie; y, por primera vez tal vez, miran las estrellas, las únicas vecinas que perciben.
      Entonces huyen turbadas, pues han sentido la soledad. Regresan a la ciudad ruidosa declarando: « El mar es siniestro en septiembre. »

      Dentro de un mes eso será otra cosa aún. El pueblo no tendrá más que sus pescadores que irán por grupos, marchando torpemente con sus grandes botas marinas, el cuello envuelto con lana, llevando en una mano un litro de aguardiente y en la otra la linterna del barco.
      El mar, sórdido y frío, quedará solo sobre el arenal desierto, ilimitado y siniestro, mostrando y retirando su marea, sin nadie para mirarlo.
      Cae la noche, los marineros llegarán; y durante tiempo se les verá faenar alrededor de gruesas barcas encalladas, parecidas a enormes peces muertos. Pondrán en su interior sus redes, un pan, un cazo de mantequilla, un vaso; luego acercarán al agua la masa que pronto, balanceándose, abrirá sus alas oscuras para desaparecer en la noche con un pequeño fuego en el extremo del mástil.
      Las mujeres, que quedan allí hasta la marcha del último pescador, volverán entonces al pueblo adormecido, turbando con sus voces chillonas el profundo silencio de las taciturnas calles.

      Pero sobre la terraza del Casino con los postigos cerrados, aparece un hombre buscando con la mirada a otro ser. El único y último huésped del Hotel des Bains, se pone a caminar rápido, las manos en sus bolsillos, la espalda curvada, esperandola hora de cenar.
      De repente, se oyen unas voces, allá abajo, detrás de las casetas apiladas durante el invierno bajo la galería del café. Y unas formas humanas se muestras. Vienen juntas para tener menos frío: el padre, la madre, tres hijas, envueltos en unos sobretodos, unos chales, unos impermeables antiguos que no dejan pasar más que la nariz y los ojos. El padre está envuelto en una manta de viaje que le llega hasta los cabellos.
      Entonces el paseante solitario se precipita; fuertes apretones de mano son intercambiados, y se ponen a caminar a lo largo de la terraza.
      ¿ Quiénes son estas personas que aquí han quedado cuando todo el mundo ha partido ?
      El primero es un gran hombre, un gran hombre dentro de los bañistas. La raza es numerosa.
     ¿ Cuál es aquél de nosotros que, llegando en verano a lo que se llama un balneario, no ha encontrado a un amigo cualquiera, llegado ya hace un mes, conocedor de todos los rostros, todos los nombres, todas las historias, todos los cotilleos ? Dan juntos una vuelta por la playa. De repente se encuentra un caballero sobre el camino hacia el que los demás bañistas se vuelven para contemplarle la espalda. Tiene un aire muy importante: cabellos largos, tocado artísticamente con una boina de marinero, alzando un poco el cuello de su chaqueta. Se balancea marchando aprisa, los ojos vagos, como si se librase a un trabajo mental importante, y se diría que se siente bien, se siente simpático.
      Vuestros compañero os estrecha el brazo:
      - « Es Ravalet.»
      Usted pregunta ingenuamente:
      - « ¿ Quién es Ravalet ? »
      Bruscamente vuestro amigo se detiene, y escrutándoos con ojos intrigados:
      - « Pero, querido, ¿ de dónde sale usted ? ¿ No conoce a Ravalet, el carinetista ? Eso es grave, por ejemplo. Pero es un artista de primer orden, un maestro. No está permitido desconocerlo. »
      Uno se calla, ligeramente humillado.
      Y usted encuentra todavía a Bondini, el cantante, dos pintores, un hombre de letras, al escritor Paul Fardin, un jefe de oficina del que se dice: « Es el señor Boutet, director en el Ministerio de Obras Públicas. Tiene uno de los servicios más importantes de la administración: está encargado de los cerraduras.  No se compra una cerradura para los edificios del Estado sin que el asunto pase por sus manos. »

      He aquí a los grandes hombres de la estación; y su renombre es debido únicamente a la regularidad de sus regresos. Desde hace dieciséis años, aparecen exactamente en la misma fecha; y como todos los veranos, algunos bañistas del año anterior regresan; se reafirman, de estación en estación, esas reputaciones locales, que, por el efecto del tiempo, se convierten en auténticas celebridades, eclipsando, sobre las playa que ellos han elegido, todas las reputaciones de paso.
      Solo una especie de hombre las hace temblar: los académicos. Y cuanto más desconocido es el Inmortal, más su aparición es temible. Explota en la ciudad vacacional como un obús.
      Se está siempre preparado para la llegada de un hombre célebre; pero el anuncio de un académico que todo el mundo desconoce produce el súbito efecto de un descubrimiento geológico sorprendente. Uno se pregunta: « ¿ Qué ha hecho ? ¿ Qué es ? » Todos hablan como de un jeroglífico a resolver; y el interés que levanta se acrecienta con su oscuridad.
      ¡ Es aquel un enemigo ! Y la lucha se prepara inmediatamente entre el gran hombre oficial y los grandes hombres del país.

      Cuando los bañistas han partido, el gran hombre queda. Queda tanto tiempo, que una familia, una sola, estará allí. Él es aún un gran hombre durante algunas días más para esta familia. Eso basta.
      Y siempre queda igualmente una familia, una pobre familia de la ciudad vecina con tres hijas casaderas. Viene todos los veranos, y las señoritas Beausire son tan conocidas en este lugar como el gran hombre. Desde hace diez años ellas hacen su estación de pesca del marido ( sin conseguir nada de momento ) como los marinos hacen su estación de pesca del arenque.
       Pero ellas envejecen. Las gentes de la región saben su edad y lamentan su soltería: « Sin embargo son muy agradables. »
       Y he aquí que después de la huida del mundo elegante, cada otoño, la familia y el hombre célebre se encuentran cara a cara. Ellos quedan allí un mes, dos meses, no pudiendo decidirse a abandonar la paya donde yacen sus sueños. En la familia se habla de él como se hablaría de Victor Hugo. El cena con frecuencia en la mesa común, estando el hotel triste y vacío.
      No es guapo; no es joven; no es rico, pero es, en la región, el Sr. Ravalet, el clarinetista, « quién ha tocado, ustedes lo recuerdan bien, una año en la misa de la fiesta patronal.» Cuando se le pregunta como no regresa a París donde tantos éxitos le aguardan, invariablemente responde: « ¡ Oh !, me gusta perdidamente la naturaleza solitaria. Esta región no me gusta más que cuando está desierta !»
      Pero pronto un rumor circula entre los paisanos:
      « ¿ Sabe usted ?, el Sr. Ravalet se va a casar con la última de las señoritas Beausire.»
     Él ha elegido a la última, la pobre, ha elegido a la menos ajada, la menos adelantada, y ha hecho su petición, acogida con arrebato.
      Y se hacen cada años algunos de esos matrimonios post-estacionales, esos tristes matrimonios entre los restos de la vida.

      Cae la noche, la luna sale, al principio totalmente roja, luego empalideciendo a medida que va remontando el cielo; y arroja sobre la espuma de las olas sus pálidos rayos, apagados tan pronto como encendidos.
      El monótono ruido de la marea entumece el pensamiento; y una tristeza enorme os penetra en el alma y en el cuerpo, llegada desde la infinita soledad de la tierra y del cielo.
      De repente, unas palabras extrañas pasan en el viento, gritadas más que habladas, y dos grandes chicas, desmesuradamente altas aparecen, caminando con un paso saltarín, con el paso largo y rápido de los ingleses. Luego se detienen, inmóviles, y miran al océano. Sus cabellos que se prolongan hasta la espalda se elevan con la brisa, y envueltas en unos impermeables grises, parecen dos postes telegráficos que llevasen melena.
      De todos los restos de la vida, aquellas osn las más traqueteadas. En todos los rincones del mundo fracasan; pululan en todas las ciudades donde la moda ha pasado.
      Ellas ríen, con su risa grave, hablan fuete con voz de hombre serio, y uno se pregunta que singular placer pueden experimentar esas grandes muchachas, que se encuentran por todas partes, sobre las playas desiertas, en los profundos bosques, en las ruidosas ciudades y en los amplios museos llenos de obras maestras, contemplando sin cesar cuadros, monumentos, largos paseos melancólicos y mareas bajo la luna, sin nunca comprender nada de todo eso.

16 de septiembre de 1884
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre