LOUIS BOUILHET
( Louis Bouilhet )
Publicado en Le Gaulois, el 21 de agosto de 1882

     El pasado miércoles, llegó, a la estación de Rouen, una caja con la siguiente dirección: « Al Sr. Presidente del comité Bouilhet », luego más abajo: « Envío del Sr. Guillaume. »
     Se trataba del busto del poeta muerto, hace ahora ya trece años, y cuyo monumento va a inaugurarse dentro de algunos días.
     Toda la prensa va a repetir entonces ese nombre; se recordarán sus obras, tan admiradas por los expertos y poco leídas por el público; se evocará su vida, se mencionará su gloria. Quiero ser uno de los primeros en volver a hablar del poeta gracioso y poderoso que he conocido, he querido y he tratado en la intimidad.
     Otro día, cuando tenga lugar la ceremonia de inauguración, me ocuparé de su obra, y podría tal vez citar algunas piezas o algunos fragmentos absolutamente inéditos. Hoy me limitaré a reseñar al hombre en algunas líneas, mezclando con mis recuerdos personales las cosas que he sabido de él por mediación de su más íntimo amigo, Gustave Flaubert.
     Tenía yo por entonces dieciocho años, y hacía mis estudios en Rouen. No había leído nada de Bouilhet, aunque fuese el más querido compañero de Flaubert.
     En la ciudad, no se le conocía demasiado; pero se hablaba de él mucho porque era el bibliotecario. La academia local le despreciaba un poco, bajo la influencia de un poeta indígena, el Sr. Decorde, un bardo sorprendente cuyos versos parecen haber sido compuestos por Henry Monnier para atribuirlos al inmortal Prudhomme.
     En el público, los numerosos parientes de los académicos declaraban a Louis Bouilhet sobreestimado. Algunos jóvenes lo admiraban frenéticamente.
     Un día, cuando nos dirigíamos hacia el colegio, tras un paseo, el profesor, un trabajador que se estimaba, cosa rara, tuvo un gesto brusco como para detenernos; luego saludó, de un modo respetuoso y humilde, del mismo modo como se debía antaño saludar a los príncipes,  a un grueso caballero condecorado, de largos bigotes lacios que caminaba, el vientre prominente, la cabeza atrás, la mirada velada por unos anteojos, 
     Después cuando el paseante estuvo lejos, nuestro maestro de estudios que lo había seguido durante un tiempo con la mirada nos dijo: « Ese es Louis Bouilhet. » E inmediatamente se puso a declamar los versos de Meloenis, versos encantadores, sonoros, amorosos, acariciadores al oídos y al pensamiento como hacen todos los bellos poemas.
     Esa misma tarde yo compraba Festons et Astragales. Y durante un mes permanecí embriagado por esa vibrante y fina poesía.

     Todavía joven, no me atrevía a pedir a Flaubert, al que no me aproximaba entonces más que con un respetuoso temor, que me introdujese en casa de Bouilhet. Resolví ir allí solo.
     Vivía en la calle Bihore, una de esas interminables calles de las afueras de provincias que van de la ciudad al campo. Por un extremo se hunden en la multitud de las casas, y por el otro, se pierden, se disipan en los primeros campos de avena o de trigo. Están hechas de paredes y de cunetas encerrando unos jardines tanto pequeños como muy grandes, y las viviendas están situadas al fondo de esos cierres, lejos de la calle. Tiré de un hilo de hierro colgado en una pequeña puerta encastrada en una alta muralla, y oí, en el interior, sonar un timbre. Hubo un largo tiempo de espera; iba a irme cuando distinguí unos pasos que se aproximaban. La puerta se abrió. Estaba de frente ante el grueso caballero que había saludado nuestro profesor.
      Me miraba con aire sorprendido esperando que hablase. En cuanto a mí, acababa, durante el giro de la llave, de olvidar completamente el hábil y halagüeño discurso que había preparado desde hacía tres días. Simplemente me presenté. Como él conocía desde hacía tiempo a mi familia, me tendió la mano y entré.
      Un amplio jardín plantado con frutales y árboles de sombra conducía a la habitación, simple y cuadrada. El camino, recto, estaba bordeado de flores a ambos lados, no por una línea sencilla como los jardineros expertos hacen serpentear alrededor de los arriates, sino que eran dos mantos, dos grandes viveros de flores magníficas, de todas clases, de todos los matices, cuyos olores mezclados parecían esparcirse por el aire.
      Era esa una de las pasiones del poeta. Yo le citaba, no sin cierta pedantería, estos antiguos versos:

Puis, du livre ennuyé, je regardois les fleurs.
Charmante compagnie et utile et honneste.
Un autre en caquetant m'étourdiroit la teste.

Después, del libro aburrido, yo miraba las flores.
Encantador compañía, util y honesta.
El otro chismorreando me aturdía la cabeza.

      Bouilhet se volvió entonces hacia mi y sonrió. Vi por primera vez esa extraña y encantadora sonrisa, que era su seña particular, distintiva, característica de su figura.
     Unas personas sonríen solamente con la boca; él sonreía más aún con la mirada que con los labios.
      Su mirada amplia y buena, infinitamente buena y penetrante, se iluminada con una pequeña luz burlona y benevolente. Se veía allí indistintamente esta ironía siempre en guardia, siempre aguda, pero paternal, que parecía el fondo mismo, la oculta resistencia de su naturaleza de artista. Pues él, ese poeta dulce, gracioso y corneliano, dulce por naturaleza, gracioso por refinamiento, cornelaino por educación literaria, por voluntad, tenía más que ningún otro una elocuencia burlona, una observación mordiente, la palabra mordaz sin resultar nunca cruel. Su risa era la de un buen chico.
     Penetré en el domicilio, interior simple de poeta que no gusta de las delicadas ornamentaciones, interior de erudito sobre todo, pues era uno de los humanistas más notables de su época.
     Había tenido unos inicios penosos, muy penosos. Habiendo dejado a sus hermanas su parte de la herencia, se había puesto a trabajar la medicina, después de haber hecho magníficos estudios latinos y griegos.
     El Sr. Maxime Du Camp, en sus indiscreciones literarias, dice de él: « No había poeta griego ni latino que no le fuese conocido. Él hacía su lectura habitual y sabía no caer en la pedantería. »
      Acosándole la necesidad de producir, se puso a dar lecciones para vivir, escribiendo versos. Fue entonces cuando compuso Meloenis, una exquisita maravilla de gracia, de fuerza y de ritmo, tal vez su obra maestra.
      Luego vino a París, donde tuvo su primer gran éxito con  Madame de Montarcy. Enseguida se instala en Mantes, luego en Rouen hacia el fin de su vida. Su último éxito en el teatro fue la Conjuration d'Amboise.
      Sus dos antologías de versos, Festons et Astragales y Dernières Chansons, lo sitúan en primera línea de los auténticos poetas de nuestro siglo.
      Su gran desgracia fue haber sido siempre pobre, o haber llegado demasiado tarde a París. París es el abono de los artistas; ellos no pueden dar más que allí, los pies sobre las aceras y la cabeza en su aire capitalino y vivo, toda su completa floración. Y él no tuvo suficiente tiempo; era necesario estar, era necesario que sus casas, sus habitantes, sus ideas, sus costumbres, sus intimidades, su guasa, su espíritu os sean familiares pronto. Alguien grande, poderoso, genial en lo que sea,  conserva, cuando no sabe transformarse en parisino hasta la medula, algo de provinciano. Bouilhet, cuyas poesías son comparables a las más bellas cosas de los grandes poetas, muestra en su teatro, lleno sin embargo de riquezas excepcionales, una cierta tendencia hacia una grandeza un poco convencional de la que se hubiese quizás desprendido si hubiese podido, como otros, viniendo a los veinte años a los bulevares.
      Durante seis meses, lo vi cada semana, tanto en su casa como en la de Flaubert. Tímido en público, era, en la intimidad, desbordante, de una elocuencia incomparable, de gran formación clásica, llena de un soplido épico y de refinamiento al mismo tiempo.
      Supe un día que estaba fatalmente enfermo. Murió bruscamente al día siguiente.
      Y recuerdo a la multitud, la muchedumbre inconsciente, incapaz de sutiles delicadezas, pisoteando sus flores, destrozando los parterres, moliendo los claveles, las rosas, todo lo que él amaba con un amor melodioso y conmovedor, para acercarse alrededor del pesado ataúd de roble que cuatro enterradores llevaban, destrozando, a lo largo de un ala, dos finos bordillos de ramilletes azules.
      Y yo repetía maquinalmente los tristes versos de la última estrofa de un último libro:

J'adore à présent l'héritière
Du vieux fossoyeur aux bras noirs,
Je suis fidèle tous les soirs
Au rendez-vous du cimetière.

Toc, toc, toc, on entend le bruit
Du vieux qui bêche dans la nuit.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Un jour, bientôt, quand ? je l'ignore,
A quatre pas de ta maison,
J'irai dormir sous le gazon.
Que tu seras charmante encore !
. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Adoro en el presente al heredero
Del viejo sepulturero de brazos negros,
Soy fiel todas las tardes
A la cita del cementerio.

Toc, toc, toc, se oye el ruido
Del viejo que excava en la noche,
.......................
....................
¿ Un día, pronto, cuando? lo ignoro,
A cuatro pasos de tu casa,
Iré a dormir bajo el césped.
Que tú serás encantadora todavía !
......................

      Los periódicos locales acaban de anunciar que la inauguración del monumento tendrá lugar el 24 de este mes. Esperemos que esta noticia sea desmentida y que se fije una fecha más lejana. Precipitándose de este modo, esta ceremonia, que podría atraer ante el busto del poeta desaparecido a todos los poetas jóvenes y viejos de la Francia actual: Banville, Coppée, Silvestre, Mendès, Bourget, etc., se expone a no tener, ese día, alrededor del monumento nada más que a los habitantes de Rouen letrados, poco numerosos, y a los amigos particulares del escritor, lo que sería insuficiente.

21 de agosto de 1882
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre