MISCELÁNEA
( Pot-Pourri )
Publicado en Le Gaulois, el 3 de enero de 1883

     Que extraña es esta muchedumbre en los días de fiesta, zafia, torpe, endomingada, burdamente circulando, colocándose, estorbando en las aceras, especie de comida bulliciosa, macarrones humanos de los que se pueden cortar los hilos.
      ¡ Y miremos las cabezas ! cabezas de pueblo, cabezas mal cubiertas, cabezas grotescas. Son los provincianos de París que pasan.
      Los provincianos de Paris son los más curtidos de los provincianos, aquellos que nada los civilizará jamás.
     No saben nada, no sospechan nada de la vida ardiente, apasionada, enervante y precipitada de la gran ciudad en la que habitan. Están en París como estarían en Clermont-Ferrand, y eso únicamente porque han nacido en una piel de provinciano, nacidos para vivir en un pueblo. Están encerrados.
      Sus anhelos no van más allá de la preocupación por la pareja y por el lugar que tienen; sus ideas están limitadas por algunos principios transmitidos en la familia y algunas nociones de política; sus pasiones no tienen envergadura.
      Muchos, sin embargo, han visto el día en Paris, descendientes de padres parisinos; y he aquí aun a los más provincianos de todos. Su calle, su barrio y algunos conocidos detienen su horizonte.
      En la parte baja, son unos pequeños comerciantes pegados a sus mostradores; la dependienta de tabaco que desde hace doce años no ha hecho otros paseos que los del bulevar en los días festivos.
      En la parte alta, empleados, funcionarios adormilados en sus regulares costumbres, personas que os invitan a cenar con su familia y os hacen encontrar sensaciones olvidadas desde hace veinte años, con antiguos recuerdos de la casa paterna.
      Ellos os sirven aún volován, y unos pastelillos como los que uno comía en su primera juventud, y unas confituras en un cuenco de vidrio de boca ancha.
      Y nada los podría despabilar. Forman una raza, la raza de provincia. Eso está en su naturaleza, en su constitución, en su sangre. Se cree a menudo que ese provincionalismo se debe a su modesta posición y no es así, pues se encuentra en todo momento algún empleado a dos mil francos; encerrado todo el día en algún sombrío despacho, y saliendo de allí para recorrer la ciudad, los teatros, los salones. Parisino hasta la medula a quién no escapa ninguno de todos los matices infinitos, imperceptibles, extraños, opuestos y diversos de los que está hecho el espíritu parisino.
      Nada es tan triste y desolador como los bulevares, un día de fiesta.

      Se repite con frecuencia que los parisinos son los únicos en ignorar París. Ellos saben justo lo que hay que saber: es que ellos respiran la atmósfera. El provinciano visita los monumentos, pero mantendrá con energía e ingenuidad que se absorbe en París el mismo aire que el Lyon o que en Rouen, con la única diferencia de que el aire de París es menos sano.
      Los provincianos de Paris respiran sobre el bulevar o en los Campos Eliseos el mismo aire que en Rouen o que en Lyon, y eso es todo lo que los distingue.
      Sería inútil explicarles esta sutileza, pues jamás la comprenderían.
      En cuanto al parisino, hay que confesar que él también está encerrado en el círculo de sus hábitos y que no ve demasiado lo que pasa a su alrededor.
      Se podría cada día señalarle alguna de las extrañas y chocantes cosas de las que hormiguea el misterioso París; y levantaría los brazos de asombro.
      Se ha hablado ya varias veces en los periódicos de una religión, o más bien de una secta nueva establecida aquí, y que se llama El Ejercito de Salvación. Las mejores bromas del Palais-Royal no adquieren el nivel de lo que se cuenta de esta asociación religioso-militar.
      Esta iglesia de opera bufa, en la que solamente el gran Offenbach habría podido componer los himnos sagrados, tiene por jefe a una bella mujer inglesa que lleva, en el ejercicio del culto, el título de general. Dos oficiales de estado mayor, dos hombres, la ayudan en sus funciones.
      Se reúnen en un gran edificio, cerca de la Villette.
      Se bebe, se come, se cantan salmos y se confiesan en público.
      Cada acólito tiene un grado como en el ejercito.
      La confesión pública forma el más grande atractivo de las asambleas y provoca los testimonios más divertidos.
      « Me acuso de haber hecho cosas repugnantes », dice una muchacha. ¡ Oh ! ¡ señorita !
      Dos gandules se agregan, aportando revelaciones que hacen poner de punta los cabellos del auditorio.
      Pero la santa asociación ha encontrado la manera de impedir las horribles confidencias. Tan pronto como un penitente pasa los límites de la decencia, toda la asistencia entona un salmo que cubre las peligrosas palabras.
      No quisiera medir a esas valientes personas que buscan la salvación en esas prácticas respetables pero cómicas. Un comentario me dispensará de hablar más de estos tipos de disidentes.
      Existe un libro muy raro de Henry Monnier, que tiene por título Les Bas-Fonds de la Société. No sabría aconsejar su lectura. Allí se encuentran algunas perlas, y, entre otras, un diálogo asombroso de gracia entre dos obreros, titulado : L'Église française.  Esta es la historia, en algunas páginas, de una iglesia que recuerda un poco a la del célebre abad Loyson.
      Boireau y Forget, dos obreros, se encuentran y entran juntos en un café. Forget está preocupado, inquieto, y acaba por confesar la preocupación que lo abruma.
      Casado de hecho, pero no de derecho, como decía un testigo del asunto Peltzer, acaba de tener una hija y se lo comunica a Boireau.
      BOIREAU:  ¡ Entonces... ?
      FORGET: Su madre quiere que la bautice por encima de todo.
      BOIREAU:  Muy bien. Hazlo, hazlo.
      FORGET : Tal como me ves, estoy a punto de buscar un sacerdote; quiero ir, tengo necesidad.
      ( Pero Forget está muy perplejo, no encontrándose en una situación muy regular, ya que si encuentra a un sacerdote, tendrá que confesar que no está casado )
      Eso, lo ves, eso me desanima. ¿ Qué le responderé, que le digo ?
      BOIREAU: Y yo que sé, pero si le dices que lo estás no mientes.
      FORGET: Sí, pero con una pega, ella también... En fin, ¿ hace falta que te lo diga ?
      BOIREAU: Atrévete, cuenta tu cuento, no tengas miedo.
      FORGET: No me atrevo.
      ( Entoces, Boireau indica una iglesia reformista de la que habla con un delirante entusiasmo.
      BOIREAU: Es mejor que los protestantes, mejor que los judíos, mejor que los católicos, mejor que todo. Una nueva religión, es decir que es la única, la verdadera, la auténtica en el mundo en dos años. Todo lo que se debate allí, un niño lo comprendería, además es en francés; puesto que esta religión es del pueblo, una religión en la que se hace todo lo que se quiera; uno no rinde cuentas de lo que hace  a nadie.
      FORGET: ¿ Y se bautiza ahí ?
      BOIREAU: ¿ Si se bautiza allí ?...
      FORGET: Sí.
      BOIREAU: A todo el que se presente.
      FORGET: ¿ Y tú crees que a mí, me bautizarán a mi pequeña ?
      BOIREAU: Tu tendrás solamente el tiempo de ir allí y será bautizada. - Bien, viejo, vayamos, francamente, eso está hecho.
      ( Forget pierde la cabeza de alegría, pide la dirección, el nombre del jefe - « jefe príncipe, primado de Gales, el abad Chatel ». Y ambos amigos se separan tras un largo diálogo enormemente divertido.
      Quince días más tarde se encuentran de nuevo, y Boireau pregunta por el bautismo.)
      FORGET:  Había un sacerdote. ¡ Si todos fuesen como ese, ves !...
      BOIREAU: Dime, te escucho.
      FORGET. Sí. Fui a la casa que tu me habías indicado, pregunte al conserje que era una portera, pregunté por el señor Duchatel.
      BOIREAU. Te había dicho Chatel.
     FORGET: Fuese quién fuese, ella me dijo que decía misa... La misa en francés. -  Vaya al patio, como dije, la primera cuadra a mano izquierda...
      Entré en el patio: busqué, busqué y descubrí una cruz sobre una puerta. Esa debe ser la que me dijo. Golpeé, y oí a alguien que me gritaba: « ¡ Entre ! » Entré y vi en una gran sala llena de sillas, bancos, taburetes, llena de candelabros con un sacerdote que decía la misa a dos viejas mujeres y a dos viejos bajos que escuchaban... Me dirigí enseguida hacia el sacerdote y le dije: Perdóneme si lo molesto, señor Duchatel ¿ es usted ?
      BOIREAU: Te había dicho Chatel.
      FORGET: Sí. Tendría dos palabras que decirle. Yo soy quién usted dice. Tengo aún algunas cosas que hacer. Vaya a dar una vuelta por el bulevar. No tengo para mucho tiempo...
      ( Forget dio una vuelta, entra en una tienda de vinos, luego regresa.)
     ...Digame lo que quiere, yo le escucho. He aquí el asunto. Tengo un bebé, una hijita, una monada, con una mujer casada con la que yo no estoy casado.
      - Muy bien, que dice.
      BOIREAU: ¡ Como te decía !
      FORGET:  Quisiera bautizarla. Eso no es malo, dijo ; y si no le hace bien tampoco le hará daño. Así, sin más, como te lo cuento.
      BOIREAU: ¡ El rey de los hombres !
      ( Forget invita a almorzar al abad Chatel tras la ceremonia. El abad acepta con entusiasmo. Forget pierde la cabeza de alegría:
« Estaba tan contento que lo habría abrazado si me hubiese atrevido... Confieso que le estreché la mano muy sinceramente. »)
      BOIREAU: Tu se lo debías, ¡ qué gran hombre !
      FORGET: Lo veía como mi segundo padre.- Y mi mujer, tenías que verla, mi mujer con él. Él dijo cosas, ves tu, pero unas cosas... que un bombero enrojecería.
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      Se podría enrojecer también en las confesiones públicas del Ejercito de la Salvación.
      Iglesia del abad Chatel, iglesia del abad Loyson, iglesia de la alegría general inglesa, todo viene siendo lo mismo, más o menos.

3 de enero de 1883

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre