EL MONASTERIO DE CORBARA
( Le monastère de Corbara )

UNA VISITA AL PADRE DIDON.
Publicado en Le Gaulois, el 5 de octubre de 1880

      Los Alpes tienes más grandeza que las montañas de Córcega; sus cimas están siempre blancas, sus pasos casi impracticables, sus espantosos abismos donde se escucha, sin verlos, discurrir torrentes, haciendo una especie de dominio del terrible y del Escarpado. Las montañas de Córcega, menos altas, tienen un carácter totalmente diferente.
      Son más familiares, de acceso más fácil, e, incluso en sus partes más agrestes, no tienen ese aspecto de siniestra desolación que se encuentra por todas partes en los Alpes. Además, sobre ellas brilla sin cesar un sol centelleante. La luz chorrea como el agua a lo largo de sus flancos, unas veces cubiertas de árboles inmensos que de lejos parecen una espuma, otras veces están desnudas, mostrando al cielo sus cuerpo de granito.
       Incluso bajo la sombra de los bosques de castaños, unas flechas de luz aguda atraviesan el follaje, te tuestan la piel, dan una sombra cálida y siempre alegre.
       Para ir desde Ajaccio al monasterio de Corbara, se pueden seguir dos caminos, uno a través de las montañas y otro al borde del mar.
      El primero serpentea sin fin en medio de impenetrables bosques, bordeado de precipicios en los que no cae nunca, domina ríos casi sin agua en esta estación, atraviesa unas aldeas de cinco casas colgadas como nidos en los salientes de la roca, pase ante fuentes con un hilillo de agua, donde beben los viajeros fatigados, y ante numerosas cruces anunciando que en ese lugar ha muerto un hombre: y fue una bala quién los ha matado casi siempre, esos pobres diablos tirados al borde del camino.
      Deseando ir a Corbara a estrechar la mano del Padre Didon, he elegido para acercarme allí, el camino de las montañas. Allí, hay hoteles, albergues, incluso cafés, donde se puede dormir en última instancia. Se pide hospitalidad, como antaño, y la casa de los corsos está siempre abierta a los extranjeros.
     Al llegar a un adorable pueblo, Létia, de donde se puede divisar un magnífico horizonte de cumbres y de valles, no podía incluso partir, retenido por las insistencias de las familias Paoli y Arrighi, que organizaban cada día partidas de caza o excursiones para hacerme permanecer allí más tiempo.
      Después de haber atravesado los inmensos bosques de Aitone y de Valdoniello, el valle del Niolo, la cosa más hermosa que he visto en el mundo después del monte Saint-Michel y una parte de la Balagne, el país de los olivos, volví a encontrar el mar cerca de Corbara.
      El paisaje es grandioso y melancólico. Una inmensa playa se extiende en semicírculo, cerrada a izquierda por un pequeño puerto casi abandonado de lugareños (pues la fiebre aquí despuebla todas las llanuras), y finalizando a derecha por un pueblo en anfiteatro, Corbara, elevado sobre un promontorio.
      El camino que me conduce al monasterio es una cuesta y pasa al pie de un monte elevado que corona un conjunto de casas elevadas hacia el cielo azul tan alto que se piensa con tristeza en las penurias de los habitantes obligados a subir hacia ellas. Esta aldea se llama Santo-Antonio. Se descubre, a la derecha del camino, una pequeña iglesia del siglo trece, de estilo puro, cosa rara  en este país sin monumentos y sin ningún arte nacional. Este edificio ha sido construido por los pisanos, según me dicen. Más lejos, en un repliegue de la montaña, al pie de un esbelto pico en forma de pan de azúcar, un gran edificio gris y blanco domina el horizonte, los campos inclinados, la llanura, el mar: es el convento de los dominicos.
      Un hermano italiano me introduce, no comprende lo que le digo, y me habla inútilmente. Saco mi tarjeta donde escribo: "Para el R.P. Didon", y se la doy. Él marcha entonces, tras haberme indicado una puerta de la casa. Es el locutorio, y espero.
      La primera vez que vi al Padre Didon, fue en casa de Gustave Flaubert.
      Yo había pasado el día con el inmortal escritor y, antes de cenar con él, entramos juntos sobre las siete en el salón de su sobrina. Un sacerdote, vestido de blanco, con un inteligente rostro, de grandes ojos marrones en los que se advertía una llama, de ademanes lentos, una voz dulce y bien timbrada, charlaba sentado sobre un diván. Supe su nombre cuando fuimos presentados y recuerdo que permaneció todavía algún tiempo hablando con facilidad de asuntos mundanos, conociendo París como nosotros, admirando vehementemente a Balzac y conociendo perfectamente a Zola, cuya novela L'Assommoir levantaba una sonada polémica.
      Volvía a ver, varias veces después, al orador preferido de las elegantes damas, y siempre lo encontré muy amable, hombre de espíritu abierto y de maneras sencillas, a pesar de los éxitos de su elocuencia.
      Pensaba en nuestra última entrevista en París, al día siguiente de una de sus conferencias más notables, cuando un ruido de pasos me hizo volver la cabeza. El Padre Didon estaba de pie en el umbral de la puerta.
      No me pareció muy cambiado; un poco más gordo quizás por la vida sedentaria del claustro; tenía como siempre esa mirada luminosa de apóstol y de "convertidor" que sirve al orador casi tanto como el gesto, y la misma sonrisa tranquila, plegando un poco la mejilla alrededor de su boca que se abría ampliamente a cada palabra. Esperaba mi visita, anunciada por su amigo, Sr. Nobili-Savelli, consejero general que había regresado de Ajaccio.
      Entonces, hablamos de Paris, e incluso el mismo amor por esta admirable ciudad nos retuvo mucho tiempo uno frente al otro.
      Me preguntaba, solicitando novedades, se interesaba por todo, atenazado por el "recuerdo" como se está dominado por una fiebre mal curada.
     En mi turno, yo le preguntaba sobre él; se levantó, y alzando sus ojos hacia la montaña que domina el monasterio, me contó su vida.
      - Entrando aquí, me dijo, tuve la impresión de estar muerto, pues ¿acaso no es morir renunciar bruscamente a todo lo que llena vuestra existencia? Luego reconocí que el hombre tiene el espíritu ligero y vivo; me fui acostumbrando poco a poco a los lugares, a las cosas, a esta vida nueva; e incluso no tengo el deseo de irme, pues he emprendido unos largos trabajos.
      Se detuvo mirando el inmenso horizonte, el Mediterráneo tan azul que lucía bajo el sol, y, a su derecha, la alta y puntiaguda montaña cuya cima está coronada por una gran cruz negra.
      - Soy un montañés, dijo, y este país inhóspito no me da miedo. Estudio sin cesar, y las quince o dieciséis horas de vida despierto de las que dispongo cada día, incluso no me parecen largas.
     Se puso a caminar y, como yo le apretaba fuete, convino sonriendo que en París se trabaja mejor que en cualquier parte, en medio de esas excitaciones cerebrales, de esas luchas constantes, de la emulación encarnizada que a uno le exalta.
      - ¿No ha tenido nunca, le pregunté yo, violentos deseos de regresar allí?
      - No, dijo, yo no vivo más que por mis ideas, más que por mi fe. Mi persona no cuenta, no soy nada más que una palanca. Tengo una fe ardiente, y mi único deseo es comunicarlo, volcarla en los demás.
      Pero como yo le hablase de un obispado que, según ciertos periódicos, se le habría ofrecido, se puso a reir francamente.
      - Esa noticia es una locura, dijo; no es aquí donde se me ofrecería un obispado.
      Luego se volvió grave:
      - Además, no soy un apóstol y no cambiaría el púlpito de san Paul por el más grande obispado del mundo.
      Yo quise saber si pensaba permanecer mucho tiempo aún en esta retirada; lo ignoraba, indiferente en el futuro, pleno enteramente de sus ideales creencias, ampliando sus estudios, viendo el mundo desde más lejos y juzgándolo desde lo más alto en un ardiente amor por la verdad y un gran odio por toda hipocresía; luego añadió:
      - Marcharé sin duda más pronto de lo que creemos ambos, pues vamos a ser despedidos dentro de pocos días.
      Y fue de este modo como supe de la caída del Ministerio Freycinet.
      La tarde caía; el sol, más enrojecido, se abatía sobre el mar de un azul más sombrío. Todo un valle a la izquierda estaba cubierto por la sombra de un monte; los sonoros grillos de los países cálidos comenzaban a arrojar sus gritos. El Padre Didon, después de algunos instantes, elevaba los ojos hacia la alta montaña coronada con una cruz.
      - ¿Quiere usted venir conmigo a lo alto?, me preguntó.
      Se lo agradecía, pues necesitaba llegar a Calvi; pero le pregunté:
      - ¿Acaso va usted a trepar hasta allí?
      Él me respondió:
      - Voy allí a menudo cuando la tarde decae y quedo hasta la noche, absorto en la contemplación del mar, casi sin ideas, admirando más por la sensación que por el pensamiento.
      Se detuvo un segundo; luego añadió:
      - Desde lo alto veo las costas de Francia.
      Lo abandonaba ya,  cuando me ofreció visitar su celda. Era espaciosa y totalmente blanca, con una ventana abierta hacia el mar; sobre su mesa estaban esparcidos unos papeles, llenos de escritura. Luego me fui.
      Tiempo después, cuando hube alcanzado en la llanura el camino que serpenteaba al borde de los acantilados, me volví para arrojar una última mirada al monasterio y, elevando los ojos más alto, hacia el pico perfilado en el espacio, percibí al pie de la cruz, casi invisible, un punto blanco inmóvil destacado sobre el azul del cielo: era la amplia túnica del Padre Didon mirando el mar y las costas de Francia.
      Me embargó una tristeza pensando en este hombre sincero y recto, ardiente en sus creencias, franco y sin hipocresía, defendiendo apasionadamente su causa porque él la creía justa y que confía en la Iglesia; enviado allí, sobre esa roca, por no haber tomado su parte en la corrientes manejos hipócritas.
      En cuanto a mí, si me vuelvo mejor, mi Reverendo Padre, y si me hago ermitaño, lo que dudo, será sobre su montaña a dónde vaya a rezar.
      Pero el Padre Didon no era el único monje al que yo debía ver en este viaje, pues al día siguiente, cayendo la noche, atravesaba los roquedales de Piana.
      De entrada me quedé estupefacto ante esas asombrosas rocas de granito rosa, de unos cuatrocientos metros, extrañas, torturadas, curvadas,  corroídas por el tiempo, sangrantes bajo los últimos rayos del crepúsculo y adoptando todas las formas como un pueblo fantástico de cuentos de hadas, petrificado por algún poder sobrenatural.
      Pude observar alternativamente dos monjes de pie, de una talla gigantesca: un obispo sentado, con una cruz en la mano y la mitra en la cabeza; prodigiosas figuras, un león agachado al borde del camino, una mujer dando de mamar a su hijo y una cabeza de diablo inmensa, cornuda, gesticulante, guardiana sin duda de esta loca prisión de cuerpos de piedra.
      Después del "Niolo" donde todo el mundo, sin duda, no admirará la sobrecogedora y árida soledad, los roquedales de Piana son una de las maravillas de Córcega; se puede decir, creo, una de las maravillas del mundo. Pero quién las conocerá si ningún coche llega allí, ningún servicio está organizado sobre esta costa todavía salvaje, cuyo camino sin embargo es más bello, a mi parecer, que la "Corniche" tan célebre.

5 de octubre de 1880

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre