NOTAS DE UN DESCONTENTO
( Notes d'un mécontent )
Publicado en el Gil Blas, el 29 de abril de 1884

       Sobre el tejado, ante mí, la otra mañana, estaban posadas dos gordas palomas. Una de ellas miraba a la otra haciendo gracias, gracias encantadoras, además saludaba, hinchaba la garganta, con las alas entreabiertas y arrullándose con unas reverencias de todo el cuerpo.
      Y me dije: « Esto es la maldita primavera que va a llenarnos la ciudad y el extrarradio de los insoportables enamorados.»
      Pues tengo horror a esta enfermedad que se contrae al primer rayo de sol como se atrapa un reuma a los primeros fríos, de esa necesidad animal de besarse que nos viene a los labios al brote de las hojas, ¡ como si fuésemos nosotros mismos unos animales !
      Encuentro vergonzoso el proceder amoroso, al modo de los animales, cuando llegan los calores. No faltaría más que promulgar una ley para el hombre como se hace para proteger la reproducción del pez en los ríos y del ciervo en los campos. ¿No leeremos algún día, sobre los muros, una ordenanza interrumpiendo todo trabajo, cerrando la Bolsa y los almacenes, prohibiendo sobre todo los servicios nocturnos que alejan a los maridos de su cama y de sus deberes, durante los tres meses de la primavera, como se prohíbe la caza y como se prohíbe la pesca en las épocas de fertilización ?
      Los enamorados que la primavera hace aflorar son semejantes a los animales, semejantes a los pájaros de los tejados y a los perros de las calles.
      La misma noche del día en el que había visto a mis dos palomas, fui a cenar en un restaurante del bulevar. En la mesa vecina se sentó una pareja de esos animales sinvergüenzas.
       Y enseguida los vi beber en el mismo vaso, comer con el mismo tenedor, chapotear en el mismo plato, manchando el mantel, derramando el vino, haciendo un montón de porquerías; y ¡ acabaron por besarse con los labios grasos de las personas que cenan ! ¡Oh, que monstruos !
      Al día siguiente quise ir hasta Saint-Germain para aspirar el aire del bosque.
      Y hete aquí que dos enamorados suben a mi vagón. Se acurrucan en un rincón, se cosquillean, se besuquean, no se cortan un pelo, como si estuviesen en la habitación de un albergue. Luego comen pasteles que han traído envueltos en un papel, se besan todavía, y, mano sobre mano, un brazo alrededor del talle, esas bestias humanas, excitadas por la savia, me llenaron de tal disgusto por mi raza que volví la mirada completamente hacia la portezuela, no queriendo verles más.

      El tren discurría entre dos líneas de esas horrorosas casuchas blancas, semejantes a unas conejeras de yeso, que son la alegría de los propietarios suburbanos.
      Y me dije: « He aquí aun de lo que nos vale la maldita primavera que da al burgués maduro la ridícula necesidad del campo como da necesidad de caricias en las venas de dos criaturas que se frotan la una a la otra, ante mí.»
      Y veía a los propietarios de esas casuchas, de pie ante sus puertas, mirando pasar el tren. Tenían un aire triunfante. Se mostraban a los viajares como diciendo: « Mirad, esta es mi casa, allí detrás de mi. Mirad.»
      El hombre nacido en los campos, en un castillo, en una villa o en una granja, educado bajo los árboles de un parque, de un jardín o de un patio, encuentra del todo natural poseer una residencia en el campo y retirarse allí cuando se aproxima el verano. Pero el burgués urbano, que se vuelve propietario de un bien, nunca se acostumbra a esta idea de que él es el dueño de una casa con hierba alrededor, y se asombra indefinidamente hasta su muerte de que la propiedad sea suya.
      Esas dos razas, el propietario de nacimiento y el propietario por adquisición, se reconocen, se distinguen por una cierta actitud, infalible, invariable. Uno nos recibe en su casa de campo como en su apartamento de la ciudad; usted no conoce nunca de su casa más que el salón y el comedor; pero el otro hace visitar su propiedad. La hace visitar desde el sótano al ático, a todo el mundo, al panadero que le lleva el pan, al cartero que le lleva la correspondencia, a las personas que pasan por el camino y que se detienen imprudentemente ante la verja. En cuanto a los amigos, por desgracia, en cada ocasión la visitan, y la revisitan a perpetuidad.
      Yo los miraba, alineados interminablemente a lo largo de la vía, a esos propietarios, esas odiosas pequeñas barracas en medio del país, recaladas en yeso, delgadas como el cartón, pretenciosas como el sombrero de la dama del capitán, concebidas por un arquitecto de barriada, ser desconocido, plaga misteriosa del buen gusto, que ha hecho de todo el campo que rodea París un museo de los horrores único en el mundo.
      En el jardín, grande y cuadrado como un pañuelo de bolsillo, dos llorones roídos por las bases tienen el aspecto de estar pinchados en tierra, totalmente semejantes a los árboles pintados de las cajas de juguetes de Nuremberg. En medio del césped amarillo, que parece desteñido por el sol, una bola de metal pulido refleja, deformados, más odiosos aún que al natural, la casa, los dueños y los visitantes. Ante esta bola de la consolación ( pues no puede servir seguramente más que para consolar a las personas de su fealdad mostrándoles que  habrían podido ser más horrorosos todavía ) - ante esta bola, digo, murmura un chorro de agua en forma de fuente.
      Murmura, este chorro de agua, pero ¿ al precio de que esfuerzos ? - ¿ Ve usted en lo alto, sobre el tejado de la barraca, esta cosa en zinc que parece una enorme lata de sardinas ? Es la resera. Y cada mañana, antes de partir para la oficina ( pues él es empleado en alguna parte), el señor desciende en pantalón y en mangas de camisa, y bombea, bombea, bombea hasta perder el aliento para alimentar su irrigador campestre. En ocasiones su esposa, molesta por el ruido monótono y continuo del agua que sube por el tubo a lo largo de la casa, detrás de la pared tan delgada donde se apoya su cama, aparece en la ventana en gorro de pijama y grita: « Va a sentarte mal, amigo mío; es tiempo de entrar.» Pero él niega con la cabeza, sin interrumpir su movimiento de balancín. Bombearía hasta la fluxión del pecho antes que renunciar a la felicidad de contemplar, al anochecer, después de cenar, el imperceptible hilillo de agua que se dispersa tan pronto sale del puntiagudo aparato, y recae en forma de vaho sobre los dos pececillos rojos y la rana domesticada, prisionera en la cubeta de cemento de la que trata sin descanso de escaparse.
      Es sobre todo el domingo cuando se expande verdaderamente la satisfacción del propietario suburbano. Se ha puesto un traje en armonía con su posición: pantalón de franela, vestido de tela y sombrero panamá. El chorro de agua funciona desde la mañana; se espera a los invitados. Aparecen en tres tandas diferentes, y , a cada llegada, se visita la casa de arriba a abajo.
      Luego se almuerza con unos huevos traídos de Normandía pasando por París. Las legumbres han seguido el mismo itinerario; y se mastica indefinidamente, sin lograr reducirla, esa carne invencible del extrarradio, sobrante de las carnicerías parisinas.
      La ventana está completamente abierta; y la polvareda entra en oleadas, empolvando a las personas y a los platos; y cada tren que pasa hace levantar a los invitados quienes dirigen, en broma, unos signos a los viajeros agitando sus servilletas. La humareda del carbón de las locomotoras entra a su vez en el comedor y deposita, sobre la nariz, las frentes y el mantel, pequeñas manchas negras que se agrandan bajo el dedo.
      Después la jornada discurre lamentablemente. Ningún paseo por los alrededores, ningún bosque, ningún árbol. La casa, caliente como una estufa, es inabitable. La rana y los peces rojos se agitan en el agua hirviente del estanque. Pasa un tren a cada minuto.
      Pero el propietario resplandece; ¡ es su casa !

      La fealdad continua de esas casuchas, la monótona vista plana del campo, me desmoralizan tanto que me vuelvo hacia el vagón.
      Los dos enamorados ahora están inclinados en la otra puerta, y miran hacia afuera, agarrándose por el talle. Me llegan unos fragmentos de la conversación:
     - « Mira aquella, ¿ a que es bonita ? »
      - « Desde luego, aquella si que me gustaría. »
      Admiran esas cajas con los burgueses plantados como champiñones a lo largo de la vía.
      De pronto perciben una, en forma de jaula, con dos torrecillas. Y el joven murmura estrechando más vivamente contra él a su vecina en un impulso de deseo: « ¡Si tuviésemos aquella, que bien se estaría ! »

29 de abril de 1884

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre