NOTAS DE UN VIAJERO
( Notes d'un voyageur )
Publicado en Le Gaulois, el 4
de febrero de 1884
Las siete. Un pitido;
partimos. El tren pasa sobre las plataformas giratorias, con el ruido que hacen
las tormentas en el teatro; después se adentra en la noche jadeando, soplando su
vapor, iluminando de reflejos rojos muros, setos, bosques y campos.
Somos seis, tres en cada asiento, bajo la luz del quinqué. En frente de mi, una
rolliza señora con un rechoncho señor, un viejo matrimonio. Un jorobado está en
la esquina izquierda. A mi lado, un joven matrimonio, o al menos una joven
pareja. ¿Están casados? La joven es hermosa, parece modesta, pero está demasiado
perfumada. ¿Qué perfume es éste? Lo conozco pero no lo determino. ¡Ah! Ya caigo.
Piel de España. Esto no dice nada. Esperamos.
La gruesa señora mira fijamente a la joven con un
aire de hostilidad que me da que pensar. El grueso señor cierra los ojos. ¡Ya!
El jorobado se enrolla como un ovillo. Ya no veo donde están sus piernas. No
percibimos nada más que su mirada brillante bajo un gorro griego con borla roja.
Después se sumerge en su manta de viaje. Se diría un paquetito arrojado sobre el
asiento.
Únicamente la vieja señora permanece despierta, suspicaz, recelosa, como un
guardián encargado de vigilar el orden y la moralidad del vagón.
Los jóvenes permanecen inmóviles, las rodillas
envueltas en el mismo chal, los ojos abiertos, sin hablar; ¿están casados?
Yo finjo dormir pero estoy al acecho.
Las nueve. La señora gruesa va a sucumbir; cierra
los ojos una vez tras otra, inclina la cabeza hacia el pecho y vuelve a
levantarla bruscamente. Ya está. Duerme.
¡Oh sueño, misterio ridículo que confiere al
rostro los aspectos más grotescos, tu eres la revelación de fealdad humana. Tu
haces aparecer todos los defectos, las deformidades y las taras! Tu haces que
cada cara tocada por ti se transforme rápidamente en una caricatura.
Me levanto y extiendo el ligero velo azul sobre
el quinqué. Después me adormezco.
De vez en cuando, la parada del tren me
despierta. Un empleado grita el nombre de una ciudad, después volvemos a partir.
Llega la aurora. Seguimos el Ródano, que desciende hacia el Mediterráneo. Todo
el mundo duerme. Los jóvenes están abrazados. Un pie de la joven ha salido del
chal. ¡Tiene medias blancas! Es normal: están casados. No huele bien en el
compartimento. Abro una ventana para renovar el aire. El frío despierta a todo
el mundo, con excepción del jorobado que ronca como un tronco bajo su manta.
La fealdad de los rostros se acentúa más bajo la
luz del nuevo día.
La señora gruesa, roja, despeinada, horrorosa,
echa una mirada circular y malvada a sus vecinos. La joven mira sonriendo a su
compañero. ¡Si no estuviera casada primero habría mirado a su espejo!
Llegamos a Marsella. Veinte minutos de parada.
Desayuno. Partimos de nuevo. Tenemos al jorobado de menos y dos viejos señores
de más.
Entonces, los dos matrimonios, el viejo y el
joven, desempacan provisiones. Pollo por aquí, ternera fría por allá, sal y
pimienta en papel, pepinillos en un pañuelo, ¡todo lo que nos puede quitar las
ganas de las comidas durante la eternidad! No conozco nada más común, más
grosero, más inconveniente, más de mal gusto que comer en un vagón donde se
encuentran otros viajeros.
Si hiela, ¡abrid las puertas! Si hace calor, ¡cerradlas y fumad pipa así
tuvierais horror al tabaco; poneos a cantar, ladrad, liberaros a las
excentricidades más molestas, sacad vuestros botines y vuestros calcetines y
cortad las uñas de los pies; procurad, en fin, devolver a estos vecinos
maleducados la moneda de su saber vivir.
El hombre precavido trae un frasco de bencina o
de petróleo para derramarla sobre los cojines tan pronto como uno se pone a
cenar a su lado. Todo está permitido, todo es demasiado suave para los groseros
que os envenenan con el olor de su pienso.
Seguíamos el mar azul. El sol cae en lluvia sobre la costa poblada de las
sugestivas ciudades.
He aquí Saint-Raphaël. Allá abajo Saint-Tropez,
pequeña capital de este desconocido desierto y encantador país que denominan las
Montañas de los Moros. Un gran río, sobre el cual ningún puente se había
construido, el Argens, separa del continente esta isla casi salvaje, donde se
puede caminar un día entero sin encontrar un ser, donde los pueblos encaramados
en lo alto de los montes han permanecido como antiguamente, con sus casas
orientales, sus arcadas, sus puertas cimbradas, esculpidas y bajas.
Ningún ferrocarril, ningún coche público penetra
en estos maravillosos y arbolados pequeños valles. Únicamente una antigua
diligencia lleva el letrero de Hyères y de Saint-Tropez.
Pasamos rápidamente. Aquí Cannes, tan hermoso al
borde de sus dos golfos, en frente de las islas de Lérins que serían, si se las
pudiese unir a la tierra, dos paraísos para las enfermedades.
Ahí el golfo de Juan; la escuadra acorazada
parece dormida sobre el agua.
Niza. Han hecho, parece ser, una exposición en
esta ciudad. Vamos a verla.
Seguimos un boulevard con aspecto de marisma y
llegamos, sobre una elevación, a un edificio de gusto dudoso y que se parece, en
pequeño, al gran palacio de Trocadero.
Allá dentro, algunos paseantes en medio de un
caos de cajas.
La exposición, abierta desde hace ya tiempo,
estará lista sin duda, para el año próximo.
El interior sería bonito si estuviera terminado.
Pero...eso está lejos.
Dos secciones me atraen sobre todo: “los
comestibles y las bellas artes”. ¡Ay! He aquí cuantiosos frutos confitados de
Grasse, caramelos, miles de cosas exquisitas para comer... Pero... está
prohibido venderlos... Solo se les puede mirar. ¡Y esto para no perjudicar al
comercio de la ciudad! Exponer dulzainas por el simple placer de mirar y con
prohibición de probarlas me parece ciertamente una de las más bellas invenciones
del espíritu humano.
Las bellas artes están... en preparación. Se han abierto, sin embargo, algunas
salas donde se pueden observar unos muy hermosos paisajes de Harpignies, de
Guillemet, de Le Poittevin, un soberbio retrato de la Srta. Alice Regnault de
Courtois, un delicioso Béraud, etc...El resto...después de desembalaje.
Como cuando se visita es necesario visitar
todo, quiero darme el gusto de una ascensión libre y me dirijo hacia el globo
del Sr. Godard y Cía.
El mistral sopla. El aerostato se balancea de
forma inquietante. Después se produce una detonación. Son las cuerdas del
entramado que se rompen. Se prohíbe al público la entrada al recinto. A mí me
ponen igualmente en la puerta.
Me subo a mi coche y observo.
De segundo en segundo, algunos nuevos cabos
crujen con un singular ruido, y la piel marrón del balón se esfuerza por salir
de la mallas que la retienen. Después, de repente, bajo una ráfaga más violenta,
un desgarrón inmenso abre de abajo a arriba la enorme bola volante, que se abate
como una tela flácida, reventada y muerta.
Cuando me despierto, al día siguiente, pido que
me traigan los periódicos de la ciudad y leo con estupor:” La tempestad que
reina actualmente sobre nuestro litoral ha obligado a la administración de los
globos cautivos y libres de Niza, para evitar un accidente, a desinflar su gran
aerostato.
“El sistema de desinflado que ha empleado el Sr.
Godard es una de sus invenciones que le hacen el más grande honor.”
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
¡Qué bravo público!
Toda la costa del Mediterráneo es la California
de los farmacéuticos. Hace falta ser diez veces millonario para osar comprar una
simple caja de pasta pectoral a estos comerciantes maravillosos que venden la
azufaita a precio de diamantes.
Se puede ir de Niza a Mónaco por la Corniche,
siguiendo el mar. Nada más hermoso que esta ruta esculpida en la roca, que rodea
los golfos, pasa bajo bóvedas, corre y discurre en le flanco de la montaña en
medio de un paisaje admirable.
Aquí está Mónaco sobre su peñasco, y, detrás, Montecarlo...¡jo!...cuando uno ama
el juego, comprendo que se adore a esta bonita pequeña ciudad. ¡Pero qué sombría
y triste es para los que no juegan en absoluto! No se encuentra en ella ningún
otro placer, ninguna distracción.
Más lejos, está Menton, el punto más cálido de la
costa y el más frecuentado por los enfermos. Allá, las naranjas maduran y los
tuberculosos sanan.
Tomo el tren de noche para volver a Cannes. En mi
vagón dos damas y un marsellés que cuenta obstinadamente dramas del ferrocarril,
asesinatos y robos. “...Conocí a un Corso, señora, que venía a París con su
hijo. Hablo de hace tiempo, era en los primeros tiempos de la línea P.-L.-M.
Subo con ellos, puesto que éramos amigos, y hete aquí que partimos.
El hijo, que tenía veinte años, no se cansaba de ver correr el convoy , y
permanecía todo el tiempo colgado de la puerta para mirar. Su padre le decía sin
cesar: “¡Eh!, ten cuidado, Mateo, no te inclines demasiado, que te podrías
lastimar.” Pero el chico no respondía nada.”
Yo le decía a su padre: “Té, déjalo, si eso le
divierte.”
Pero el padre volvía: “Vamos, Mateo, no te
cuelgues así.”
Entonces, como el hijo no entendía, le agarró por
su traje para hacerle entrar de nuevo en el vagón, y él tiró.
Pero entonces el cuerpo nos cayó sobre las
rodillas. Ya no tenía cabeza, señora,...había sido cortada por un túnel. Y el
cuello ya ni siquiera sangraba; todo se había derramado a lo largo del
camino...”
Una de las damas emitió un suspiro, cerró los
ojos, y se derrumbó hacia su vecina. Había perdido el conocimiento...
4 de febrero de 1884
Traducido por María Rodríguez Fernández para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant