PEQUEÑOS VIAJES
( Petits Voyages )
Publicado en el Gil Blas, el 17 de julio de 1883

En Auvergne

      El año pasado, los lectores lo han olvidado sin duda, me había propuesto narrar una serie de pequeños viajes para aquellos que no pueden abandonar su vivienda. Son numerosos, por desgracia, aquellos a los que una profesión tiránica ata a su domicilio.
      Entre los ricos y los medio ricos, todo el mundo puede salir de París, al menos ocho o quince días por verano, pero entre los pobres, entiendo sobre todo a los pobres ignorados, ¡ cuantos quedan condenados en la prisión de la calle calurosa e infecta ! El oficio los atenaza, los ata. Se les ve por la noche en la silla de paja en el umbral de la tienda, a lo largo de la vereda que baña el arroyo agotado como un sencillo río. Elevan a veces los ojos hacia la franja de cielo que se percibe entre los tejados, y miran las estelas púrpura que arroja sobre el azul pálido el gran sol que se oculta, allá abajo, en los campos verdes. Luego ese último destello del día se apaga; las estrellas a su turno se iluminan en la  negra línea trazada por los muros de la calle; parece una bufanda de Oriente constelada de oro. Los prisioneros de la ciudad miran aún a lo alto como para aspirar un poco del aire fresco de las tardes, de ese aire límpido y ligero que se desliza en las hojas, cuando cae la noche.
      Pero la alcantarilla, la alcantarilla de la esquina, arroja su aliento fétido, exhala las violentas peste de las fosas sépticas mezcladas con las fragancias más sosas y no menos odiosas de aquellas arrastradas por los arroyos, de las aguas de la calle y de los fregaderos.
      Paris se convierte en la cuba de infección que es hoy cada día. Y las pobres personas, asqueadas y pacientes, se levantan, entran sus sillas y se van a dormir, cerrando con cuidado sus ventanas para impedir que los olores de la ciudad no apesten sus habitaciones.
      Extraño pueblo éste, que hace revoluciones por una palabra carente de sentido, que condena, destierra, fusila, masacra a personas porque tienen en el alma una opinión, una creencia ingenua e inofensiva, y que se dejan envenenar sin murmurar por una sociedad de malhechores públicos que se llaman, creo, los ingenieros de la ciudad.
      Aquí tenemos a los que hay que colgar, burgueses, en las mechas de gas, alrededor de las bocas de alcantarilla.  Ahumarlos encima, como se ahuman en las chimeneas los jamones y los arenques; pasarle los vapores de las fosas sépticas como se perfuma con benzoe.
      Os hacen falta rehenes, personas de Belleville y de Montmartres. Cesad entonces de inscribir a inocentes en vuestras listas; tomad a vuestros concejales municipales, los directores de los trabajos, los ingenieros. Sus nombres están en los anuarios, con sus direcciones, ¡ oh ciudadanos, se les puede encontrar fácilmente !
      Una masacre de ingenieros sería además un beneficio público. Cuando se trata de arruinar una ciudad, un paisaje, una cosa bella y grande, llegan ellos; e, inspirados por un genio especial que se puede denominar el genio de lo Feo, destrozan todo con una simple firma.
      Nosotros tenemos una única cosa en el mundo, tan bella que no se la puede imaginar cuando no se la ha visto. El Monte Saint-Michel. Una joya de granito, un coloso de encaje, una maravilla incomparable enmarcada en un paisaje de una increíble belleza, en un golfo de arena amarilla, que se extiende hasta el horizonte.
      Han llegado los ingenieros y han hecho un dique. El dique amenaza el monumento y todo para hacer plantar coles en el mar de arena que parece, a la puesta de sol, un océano de oro.
      Los arquitectos desesperados han protestado, pero los ingenieros tenían prioridad por los nabos y por la caída del monasterio. Fue necesario reunir a los ministros para decidir esta cuestión.
      Si por ellos fuera, harían  los bordes de acera con mármoles antiguos, unos cuadros de álgebra con las telas del Louvre, chimeneas de fábrica con las torres de Notre Dame; tienen el genio de lo Feo.
      En la encantadora ciudad de Ajaccio había un adorable paseo, sombreado de árboles, a lo largo del golfo. Era el paseo de las veladas en las que todo el mundo iba a mirar el mar.
      Llegaron los ingenieros, y construyeron un muro, un muro de tres kilómetros, un muro, dos veces más alto que un hombre, entre el golfo y el camino.
      Hoy se circula por un corredor. Y la ciudad ya no tiene paseo.
      ¿ Y para qué ese muro ? ¡ Para nada ! ¡ Para ocultar la vista ! Porque los ingenieros han creído bueno hacer un muro que costase muy caro.
      La indignación de los habitantes fue tal que se dice que se va a destruir esa construcción. Vamos, tanto mejor. Pero sería preferible destruir a los ingenieros, compéndiendo también a aquellos de los Tabacos que nos fabrican uno cigarros infinitamente inferiores  a aquellos que los negros enrollan sobre su muslo sin matemáticas. No se podría conceder la gracia más que a los ingenieros de las minas, sus villanos trabajos al menos escapan a nuestros ojos, y a nuestro olfato.
      ¡ En cuanto a los demás ! Desde que llegan a un país, esas personas al unísono, son más peligrosas que el cólera que nos amenaza, pues el cólera no destruye más que a los hombres y la naturaleza los reemplaza, mientras que los ingenieros destruyen a la misma naturaleza, la convierten en grotesca como querían hacer en el monte Saint.-Michel, o la vuelven dañina como París.
      Por tanto, si usted ve a un ingeniero cerca de su propiedad, mátele. Pues usted no puede prever las maquinaciones espantosas de su espíritu destructor de la línea y de lo bellos !
      Pero nos estamos alejando.
      Decía que el año pasado, conté algunas excursiones, dos a Bretaña, una a Menton, una a Córcega. Este año hemos visitado Cannes, y hemos hecho últimamente un pequeño viaje de Paris a Rouen, por el Sena. Hoy atravesaremos el Auvergne.

      Auvergne es la tierra de los enfermos. Todos sus volcanes apagados parecen unas calderas cerradas donde todavía se calientan, en el vientre del suelo, aguas minerales de todo tipo. De esas grandes marmitas ocultas surgen unas fuentes calientes que contienen todos los medicamentos adecuados para todas las enfermedades. Aquí está Vichy donde se cuidan las afecciones del hígado, de la vesícula, del estómago, de los riñones, de la garganta, del bazo, etc.; está Royat, donde se curan los enfermos del bazo, de la garganta, de los riñones, del estómago, de la vesícula, del hígado, etc. El Mont-Dore. La Bourboule, Saint-Nectaire, Châtel-Guyon, y tantos otros lugares formando un entramado de liquido mineralizado que se vende en baños, en botellas y en duchas ascendentes o descendentes, según las necesidades de la clientela.
       La gran farmacia subterránea de Auvergne responde a todas las exigencias. Clermont-Ferrand, la capital, se ubica en una gran llanura encerrada por montañas. La ciudad es triste, un poco muerta, y parece habitada únicamente por unos paisanos, de tanto que se encuentran allí personas en bata. El aubergnes carece de elegancia nativa. No es orgulloso como el árabe, arrogante como el español, elegante y colorado como el italiano, tampoco tiene el aspecto presuntuoso del meridional, ni es sagaz como el normando. Parece honrado, sencillo y bueno. No se presiente estar en un pueblo de gente con coraje.
      Un gran anfiteatro de cumbres rodea Clermont, dominado por el cono majestuoso del Puy-de-Dôme, que corona las ruinas de un templo a Mercurio. Una colosal estatua del dios, dominaba antaño toda el terreno.
      Menos altos, el Puy de la Vache, el Puy-Minchier, el Puy del Pariou, el Puy de la Vachère forman con su gran hermano un estado mayor de picos. Y sobre casi todas estas cumbres se hunden inmensas cubas, ancianos cráteres, hoy lagos. Aquellos que no tienen agua, como el Pariou, sirven de nidos a las tormentas. En este inmenso embudo, profundo de cien metros, las nubes se acumulan, se apiñan, y la tormenta de repente ruge en el fondo de la montaña, como si se librase allí una batalla de truenos.
      Si Clermont no tiene aspecto de una ciudad alegre, al menos posee un bosque de Bolonia tan elegante y tan frecuentado como el de Paris. Es el Royat.
      Al extremo de la ciudad, en un pliegue de la montaña, la encantadora estación termal acumula sus grandes hoteles sobre la rápida pendiente de un costado.
      Un camino va hacia el Norte. Lo seguimos. Sube, sube, y la vista se extiende sobre una planicie infinita repleta de pueblos y de ciudades, rica y boscosa, la Limagne. Cuanto más nos elevamos, mas lejos se ve, hasta otras cimas, allá a lo lejos, las montañas de Forez. Todo ese desmesurado horizonte esta velado de un vapor lechoso, suave y claro. Las lejanías de Auvergne tienen una gracia infinita en su bruma transparente.
      La ruta está bordeada de enormes nogales que la mantienen casi siempre al abrigo del sol. Las pendientes de los montes están cubiertas de castaños en flor cuyas racimos, más pálidas que las hojas, parecen grises en el sombrío verdor. Sobre los picos, se ven por todas partes castillos en ruinas. Esta tierra fue erizada de edificaciones guerreras. Además todas se parecen.
Encima de una amplio edificio cuadrado, festonado de almenas, se eleva una torre. Los muros no tienen ventanas, nada más que unos agujeros casi imperceptibles. Se diría que esas fortalezas han surgido en las alturas como unos champiñones de montaña. Están construidas en piedra gris, que no es otra cosa que la lava de antiguos volcanes, volviéndose más negra aún con los siglos.
      Y, a lo largo de los caminos, se encuentras unas arreos de vacas que arrastran unas cúpulas de heno. Las dos bestias van a paso lento, en los descensos y en las subidas rápidas, tirando o reteniendo la enorme carga. Un hombre camina delante y coordina su paso con un largo bastón con el que las toca en ocasiones. Jamás las golpea, parece sobre todo dirigirlas con el movimiento del bastón, como un director de orquesta. Tiene el gesto valiente de quién ordena a las bestias; y se gira a menudo para indicarles sus voluntades. No se ven caballos, excepto en las diligencias o en los coches de alquiler, y el polvo de los caminos, cuando hace calor y se levanta bajo los ráfagas, transporta en él un olor azucarado que recuerda un poco a la vainilla y que hace pensar en los establos.
      Todo el país también esta perfumado por unos oloroses árboles. Las viñas apenas en flor, exhalan un olor poco sensible pero exquisito. Los castaños, las acacias, los tilos, los pinos, el heno y las flores silvestres de las cunetas cargan el aire de fragancias ligeras y persistentes.
      Seguimos siempre la montaña. Siempre se encuentra a la derecha la inmensa llanura de la Limagne. Finalmente se entra en Volvic, pequeña ciudad donde se explota la lava y que domina una virgen enorme erigida a la entrada.
      Pronto aparece un castillo feudal en ruinas, Tounoël, luego un pueblo, a la entrada de una enorme garganta que se ha bautizado: « El fin del mundo »
      Se diría en efecto que el mundo acaba allí. La suave montaña de Auvergne se hace la salvaje y quiere jugar a los precipicios. Se  avanza por un callejón de rocas desnudas por donde discurre un torrente. Se sube, se escala a lo largo de las cornisas de piedra; y de repente se está en lo alto, en un pequeño valle que parece un parque inglés donde el torrente de siempre no es más que un arroyo claro, discurriendo bajo los árboles, entre dos praderas que terminan en unos pequeños bosques.
      La ruta gira en un sombrío repliegue y aquí aparece Châtel-Guyon.
      Esta ciudad donde se curan, como en sus rivales de Auvergne, todas las enfermedades conocidas, tiene de particular que en ella se renueva cada día uno de los más terribles suplicios practicados por la Inquisición, el del agua. Como se ha hablado mucho, estos últimos días, de esta delicada operación que los médicos querían experimentar sobre el conde de Chambor, valdrá la pena que la describa con detalle.
      Tres hombres están encerrados en la sala de sufrimiento. Uno de ellos, tocado con un gorro griego, vestido con una bata blanca, grande y fuerte, de duros rasgos, tiene en las manos una especie de camisola de fuerza de caucho. Es el encargado de la tortura, el ayudante del gran ejecutor. Aquel, en levita, el sombrero en la cabeza, barbudo, la mirada tranquila, inspecciona los instrumentos. Por todas partes hay conductos de plomo y bobinas de cobre. Una varilla recta y amenazante desciende directamente desde el techo, rematada por una mecha bastante parecida a las del gas.
      Un hombre pálido, el rostro sacudido de estremecimientos, sentado sobre una silla en medio de la habitación, mira con horror a su alrededor.
      El ayudante se aproxima, toma al paciente, pasa sus brazos por la coraza de caucho, que lo encierra y lo atenaza. Una toalla aun le aprieta el cuello. Es la hora.
      Dos recipientes de vidrio son puestos en tierra semejantes a unos bocados para peces vivos. En uno de ellos, nada y flota una especie de serpiente roja que parece tener tres cabezas. Es larga, delgada, enrollada sobre si misma. El ejecutor la toma. Es un tubo con tres embocaduras.
      Una de ellas es aplicada al extremo de la varilla de hierro que cae del techo. Otra desciende en uno de los recipientes de cristal. El ejecutor toma la última. El paciente, pálido como un muerto, abre la boca.
      Entonces, el ejecutor, agarrándole la frente, introduce en el fondo de su garganta esta tercera cabeza de la serpiente. El hombre se estremece, tose, se sofoca. El torturador empuja, hunde, introduce hasta el fondo el instrumento de suplicio.
      El paciente tiende las manos, estertórea, babea como un perro rabioso, y sacudido de hipos como las personas afectadas por el mal de mar, trata de rechazar el horrible tubo que le penetra en el fondo del vientre. Entonces, de golpe, el ayudante abre un grifo y el agua entra en el paciente, lo hincha como a los camellos que beben en las cisternas la provisión de un mes.
      Su cuerpo se tiende, su cara se vuelve violeta. ¡ Parece que va a expirar !... Pero, oh milagro, un hilillo de agua repentino brota de la embocadura situada en el recipiente de vidrio; un hilillo de agua que no es clara, pero que alivia. ¡ Oh, sí ! ¡ oh, sí !
      Y la fuente así pasa por dentro del cuerpo del enfermo; le lavan, le aclaran en los rincones desconocidos del estómago ! El agua discurre, discurre aún, discurre siempre, hasta el momento en el que el ayudante cierra el grifo. Entonces, el ejecutor quita delicadamente el tubo, que se deja a continuación en remojo mucho tiempo, no sin razón.
      Es lo que se llama un lavado de estómago.
      En el fondo Châtel-Guyon podrían bien no ser más que una academia donde se aprende simplemente a engullir serpientes, sables, y otros singulares cuerpos; y no sería sorprendente ver debutar este invierno en el Folies-Bergère a la tropa de enfermos que hacen en este momento su aprendizaje. Las curas realizadas en Auvergne son en ocasiones milagrosas, y los médicos ventajosamente sustituidos por gendarmes. En un pueblo no lejos de aquí hay una privilegiada virgen que vuelve fértiles a las mujeres estériles. Se trata de una virgen de piedra.
      La operación, llamada del Santo Espíritu había tenido lugar antaño del modo siguiente: cada postulante debía frotar su camisa contra María. Pero se produjeron escenas escandalosas, y se decidió prohibir el contacto con la Virgen.
      Como la consigna no era observada, se llamó a un pelotón de gendarmes que se puso en formación alrededor de la estatua para evitar el acercamiento. ¿ Qué hicieron entonces las mujeres ? Rogaron a los gendarmes que se encargarsen de frotar las camisas; y cada una tendió una prenda a los militares. El francés es galante. Los hombres tomaron lo que se les ofrecía y se dispusieron con conciencia a limpiar a la buena virgen, desde la mañana a la noche.
      El milagro fue completo. Todas las mujeres quedaron en cinta... gracias a los gendarmes.
      Châtel-Guyon, que no tiene una virgen fertilizante, tenia el año pasado un cura del que se quería desembarazar. La historia merece ser contada.
      Una representación de habitantes fue a pedírselo al arzobispo, quien rechazó cambiar a su sacerdote.
      Entonces el alcalde reunió a su consejo municipal, que decidió la conversión en masa de la comuna al protestantismo.
      Un pastor fue llamado. Vino, abrió un templo. La población completa siguió sus disposiciones. Inglaterra se emocionó. Unos periódicos especiales, en Londres, informaron de esta conversión, prediciendo la de Francia entera.
      El reverendo, entusiasmado, resolvió instalarse en este país bendito del cielo, y partió para buscar sus muebles.
     Ahora bien, el arzobispo, preocupado, pero astuto, aprovechó justo ese momento para enviar otro cura.
      Cuando el pastor regresó, creyó el país desierto. Iba de puerta en puerta, llamando por sus nombres a sus antiguos fieles. No respondían, escondidos en el fondo de las bodegas. Después de un mes de espera, se marchó, y aún habla hoy, se dice, de esta funesta estrategia del demonio.

      Sobre un montículo se eleva un pequeño casino, templo de otro género donde un maestro de capilla de Paris, el Sr. Bertringer, músico entusiasta, organiza unos conciertos, que serían tal vez seguidos si fuesen menos notables. Se hace alli; en esta garganta de montaña, lejos de toda ciudad, la gran y auténtica música.
      Una joven, la Señorita Gentil, que será célebre como pianista, forma parte de este pequeño y excelente grupo.
      Se representan también comedias... Los actores pertenecen al joven personal del Odeon. La actriz ( es única ), la señorita Pinson, es encantadora.
      Y desde la terraza se puede ver aún, entre dos rocas, allá abajo, la Limagne, la gran llanura de Auvergne, con la ciudad de Thiers totalmente al fondo.

17 de julio de 1883

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre