PEQUEÑO VIAJES
( Petits voyages )
Publicado en Gil Blas, el 26 de
agosto de 1884
La Cartuja de la Verne
Aquellos que aman la tierra, con ese amor profundo, tierno y sensual que se
tiene por los seres, van a veces, solos, durante un mes o dos, a algún país
desconocido, salvaje, nuevo, y lo recorren a pie, saboreando hora a hora algo
semejante a la felicidad que se debe experimentar poseyendo a una virgen.
Hoy son raras las tierras inexploradas y desiertas, sobre todo cuando no se
quiere salir de Francia. Normandía es atravesada por tantos paseantes como el
bulevar de los Italianos. La vieja Bretaña oculta un turista, un odioso
turista, detrás de cada menhir. Avernia abreva en sus fuentes curativas
legiones de enfermos que traen montones de fotografías tomadas sobre los cerros
y los picos.
¿ A dónde ir ? Sin embargo hay en Francia una
pequeña región, solitaria y bella, que se llama las montañas de los Maures. Un
ferrocarril la atravesará mañana. Pasamos ante ella por esos valles ignorados, incultos,
deshabitados, donde se
elevarán sin duda pronto tantas villas como sobre las orillas de Cannes y de Menton.
¿ Dónde están estas montañas ? En la tierra más conocida y la más recorrida de
Francia: entre Hyères y Saint-Raphaël. Los geógrafos nos enseñan que solo ellas
poseen un sistema geológico completo. Tienen todas las divisiones, todas las
partes, todos los órganos de sus grandes hermanas los Alpes y los Pirineos.
Su flora es de las más ricas de Francia. En el medio, el Mediterráneo baña sus
costas donde se encuentran admirables playas. Al norte, un bello río, el Argens,
las separa del resto del mundo.
Hace seis meses, cuando los bañistas de Saint-Raphaël se paseaban sobre la larga
duna que rodea el golfo de Fréjus, llegaban, al cabo de una hora de caminata, al
borde de un largo curso de agua cuya desembocadura arenada permitía a veces
pasar a pie seco.
Cuando se seguía este río remontándolo hacia su fuente, se avanzaba en medio de
una especie de inmenso pantano boscoso y cultivado en algunos lugares. Se iba a
través de bosques de árboles, a través de espesos tallos de dónde salían
volando a todo instante unos patos salvajes, becadas, cernícalos de largas alas
y nubes de palomas torcaces.
Luego, tras haber reconocido que era imposible atravesar ese largo curso de agua
cuyas orillas desaparecían bajo unos bosques de rosales, se regresaba por el
mismo camino preguntándose que país desconocido se extendía detrás. Y se miraba
en la bruma rosada del poniente la gran línea de las montañas azuladas cubiertas
de pinos, desarrollar hasta donde la vista alcanzaba, sus cimas puntiagudas y
achatadas hacia el oeste.
Hoy, un puente de madera atraviesa el Argens. Esta es la historia de ese puente.
Bajo el Imperio, un camino fue comenzado, que debía unir Saint-Tropez, situado
en el extremo de la casi isla de los Maures, a Saint-Raphaël.
Se hizo este camino hasta el Argens. El Imperio cayó, fue proclamada la
República, y los trabajos fueron detenidos. No quedaba más que construir un
puente sobre el río. No se construyó.
Se tenía entonces un bonito tramo de camino de treinta y cinco a cuarenta
kilómetros absolutamente inútil y perfectamente construido. Ningún coche pasaba
por esa ruta sin salida; pero los peones la empedraban, la nivelaban y la
limpiaban para emplear los fondos destinados al mantenimiento de una vía
existente.
Esto duró doce años. Luego, como ese estado de cosas amenazaba con continuar
hasta una restauración imperial, una quincena de propietarios del golfo de
Grimaud se reunieron, donaron mil francos cada uno e hicieron un puente de
madera a lo americano.
Se puede hoy penetrar por tierra en los macizos de los Maures.
Desde que se ha atravesado el río, se alcanzan sobre las boscosas pendientes
unas montañas el emplazamiento de una futura ciudad.
La costa del Mediterráneo está cubierta de esas ciudades en proyecto. En medio
de un bonito bosque de pinos que desciende hasta el mar, se abren en todos los
sentidos magníficas avenidas. Ni una casa, nada más que el trazado de las calles
atravesando los árboles. Aquí las plazas, los cruces, los bulevares. Sus nombres
están incluso inscritos sobre placas de metal: bulevar Ruysdael, bulevar Rubens,
bulevar Van Dyck, bulevar Claude Lorrain. Uno se pregunta ¿ por qué todos esos
pintores ? ¡ Ah ! ¿ Por qué ? Es que la Sociedad se ha dicho, como el
mismo Dios antes de encender el sol: « ¡ Esto será
una estación de artistas ! » ¡ Bum ! ¡¡ La Sociedad !! ¡ No se sabe en el
resto del mundo todo lo que esa palabra tiene de esperanzas, de peligros, de
dinero ganado y perdido, sobre las orillas del Mediterráneo ! ¡ La Sociedad
! ¡ término misterioso, fatal, profundo, engañoso !
En ese lugar sin embargo, la Sociedad parece llevar a cabo sus
esperanzas, pues tiene ya compradores entre los pintores. Se lee de lugar en
lugar: « Lote comprado por el Sr. Carolus Duran; lote del Sr. Clairin; lote de
la Srta. Croizette; etc., etc. » Sin embargo... ¿ quién sabe ?.... Las
Sociedades del Mediterráneo no están en racha.
Nada más divertido que esta furiosa especulación que conduce a quiebras
formidables. Cualquiera ha ganado diez mil francos en un campo comprado para
diez millones de solares a veinte centavos el metro para revenderlos a veinte
francos. Se trazan los bulevares, se lleva el agua, se prepara la conducción de
gas, y se espera al aficionado. El aficionada no llega, pero la debacle si.
Es este país por otra parte, no vaya a decir que hace frío, que llueve, que
sopla el mistral. Pues los habitantes se levantarían en armas para lapidaros.
Nunca hiela, nunca llueve, jamás sopla el viento. ¡ Sobre todo nunca el viento !
Es que tienen el aspecto de creer verdaderamente que el mistral no sopla nunca,
cuando él erosiona las grandes carreteras.
Se contaba este invierno una anécdota muy divertida. El excelente paisajista
Guillemet, que hace, durante el verano, esas notables vistas de Normandía que se
conocen, había venido a Saint-Raphaël. Esto pintor (sus amigos lo saben) tiene
tanto espíritu como talento. Ahora bien, como cenaba una noche con las grandes
seseras de una Sociedad, esos caballeros celebraron tan enérgicamente y
con tanta abundancia las maravillas del país que no se hablaba de otra cosa. Uno
de ellos finalmente, uno de los más importantes, dijo al artista: « Y bien,
señor, ¿ ha hecho hermosas vistas de nuestras costas este invierno ? » Guillemet
respondió que había trabajado lo más posible.
- « ¿ Destina alguna de ellas al Salón ? »
- « Claro.
- « ¿ Puedo preguntaros el tema ?
- « Por supuesto. Se trata de Saint-Raphaël bajo la nieve. »
Continuemos nuestro viaje.
El camino sigue al mar, serpenteando a lo largo de la costa en un admirable
paisaje. A la derecha se encuentra la montaña, cuarenta kilómetros de cimas, de
valles donde discurren pequeños torrentes, un inmenso bosque de pinos, ondulante
y elevado como una tempestad, sin un pueblo, sin una casa, casi sin camino, un
desierto boscoso.
Pero llegamos a las orillas de un admirable golfo que se hunde en un escote de
los montes, el golfo de Grimaud. Enfrente a nosotros, al otro lado, percibimos
una pequeña ciudad, Saint-Tropez, la patria del balido de Sufren.
Y atravesamos un pueblo, Sainte-Maxime. ¿ En que extremidad del mundo estamos ?
Se lee sobre las paredes de esa aldea, que cuenta solamente con algunas casas y
que atraviesan dos coches al día: « Por orden del Sr. Alcalde, está prohibido
trotar por las calles.»
¡ Pero se trota en las calles de Paris, señor Alcalde ! Y París es mucho más
grande que Sainte-Maxime; y hay algunos coches de más. Se trota incluso en
Marsella, señor Alcalde, y Marsella es también mas grande que Sainte-Maxime.
Veamos, déjenos trotar, que diablos, no atropellaremos a vuestros sesenta
habitantes de golpe. Pero ¿ por qué ?, sí, ¿ por qué no se puede trotar en las
calles de Sainte-Maxime ? Confíenos el motivo, se lo ruego, pues no lo adivino.
Cuando les decía que estábamos aquí en el extremo del mundo. Pero que magnifica
ruta, a lo largo del golfo, con una gran montaña boscosa enfrente, y, al fondo
del amplio estanque, un pueblo en pirámide sobre una costa, dominada por la
torre en ruinas de un castillo.
Hay aquí aún avenidas en un soberbio bosque de pinos. La Sociedad ha
preparado aquí una estación. A fe que ha tenido razón. Sé que el encantador
pintor Jeanniot posee ahí un terreno.
Se advierte una casa, una hermosa casa antigua que domina un paisaje admirable.
Pertenece al Sr. de Raymond.
Se aproxima al pueblo escalando alrededor de un montículo. Es una vieja ciudad
de los Maures. Aquí sus domicilios precedidos de arcos, con sus estrechas
ventanas, las puertas cubiertas de bellas herraduras forjadas, los misteriosos
patios que se encuentran en toda casa morisca; y las altas palmeras plantadas
sobre las terrazas, los aloes de flores monstruosas, los cactus gigantes, todas
las plantas de África.
Y el gran sol del verano cae en cortinas de fuego sobre la antigua pequeña
ciudad extraña y tranquila al fondo de su golfo. Se llama Grimaud.
Aquí esta la cuna de la antigua familia de los Grimaldi.
Seguimos la ruta de Hyères, atravesamos otro pueblo, Cogolin; luego giramos a la
derecha en un barranco profundo y entramos en lo desconocido, en lo inhabitado.
Más camino, un sendero que bordea un torrente y lo corta en todo momento. Hay
que saltar de piedra en piedra a riesgo de caer en unos agujeros llenos de agua.
Nada más que pinos y valles desiertos; siempre valles, siempre pinos; una amplia
región desnuda, salvaje, de un caracter severo y calmo, menos tormentosa que las
regiones de las grandes montañas, pero poéticamente más bellas, mucho más
triste.
Se percibe, allá abajo, una casita abandonada. Y esto es lo que me cuentan:
Hace sesenta años aproximadamente, dos jóvenes, una hermosa muchacha y un buen
mozo, se instalaron allí, los dos solos. Se habla, muy bajo, de una historia de
amor, de un rapto. Vivieron juntos hasta el invierno pasado, felices,
invariablemente felices, en medio de sus hijos. El hombre tenía ochenta y dos
años cuando su vieja compañera supo que él se relacionaba con una moza de los
alrededores.
En un segundo, toda su felicidad, su larga felicidad tan dulce, se vino abajo, y
la miserable mujer se arrojó por la ventana. Murió al día siguiente.
Está tan admirablemente situada en este austero paisaje ese drama sencillo y
bíblico, que parece inventado por un poeta. Siempre vamos y volvemos en una
especie de callejón sin salida, en un gran circo verde rodeado de cimas. Es
necesario subir por un sendero de cabras; subimos, descubriendo en todo instante
por encima las cumbres menos elevadas toda esta tierra de salvajes barrancos.
Luego pasamos entre dos picos, vamos sobre el flanco del monte, y pronto aparece
un inmenso castañal que desciende como un manto de arriba a abajo por la
montaña. Allí una ruina enorme, casi negra, sorprendente. Una larga sucesión de
arcos, apoyados en la roca, soportan sobre sus bóvedas la antigua y ruinosa
abadía de La Verne.
Ciertas partes datan del siglo IX. Hoy unas vacas viven en el claustro donde
paseaban los monjes; una familia de pastores ocupa un amplio edificio más
reciente que parece reconstruido en el siglo XVII.
Y esta ruina, la más imponente que conozco, aquella que se encuentra en el sitio
que mejor le conviene, aquella cuya fisonomía desolada está acorde con el
sombrío e imponente paisaje, tiene el aspecto del alma misma de esas montañas,
de la única habitante digna de ellas, hecha para ellas.
Y nos subimos todavía a la última cima que necesita una hora para subir
dificultosamente. Y nada en el mundo es más bello que lo que se ve desde allí.
En frente, en la bruma dorada del sol ocultándose, el mar, el mar Mediterráneo
plano, brillante, con las islas de Hyéres, que destacan, como manchas negras,
su lomo inmóvil y azul. Alrededor de nosotros, un gran desierto boscoso de
valles y barrancos, las montañas de los Maures. Y allá abajo, hacia el norte,
los Alpes, de los que se ven brillar, en zonas, las cumbres blancas, las cabezas
gigantes, tocadas de nieve.
26 de agosto de 1884
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre