PERFILES DE ESCRITORES
( Profils d'écrivains )
Publicado en Le Gaulois, el 1 de junio de 1882
Puesto que el reportaje está de moda, dado que se quiere saber,
antes de conocer el valor de un hombre, como son sus rasgos, su talla, sus
costumbres, sus maneras, ya que hay más interés en esa información que en la
obra, voy a tratar de hacer a grandes rasgos, algunos rápidos retratos de
escritores, indicando solamente la cualidades y tendencias de sus obras.
Pálido, bastante alto, bastante delgado, con aspecto de miope
tímido, imberbe,
mejillas un poco huecas, y lisas como toda carne donde la barba aún no ha
crecido, con un aire soñador y dulce, casi enfermizo, Paul Bourget, con sus
notables artículos de análisis literario y filosófico que han hecho conocer a los
literatos desde hace tiempo, es uno de los jóvenes en los que se fundamenta la
esperanza de la literatura.
Muy elegante sin que se le note y casi sin que se
advierta, enamorado de las finuras
y sutilezas, más sensible al pensamiento ingenioso que a la viva imagen, seduce
hasta el éxtasis por el encanto a las mujeres, envuelto en su ligera seducción, liberado sin resistencia a su influencia moral, a la suavidad de su
elocuencia y de sus gentilezas, y de sus refinamientos de espíritu aunque más
que cautivado por el deseo de su persona, sentimental y no apasionado, sobre
todo delicado, con capacidad de abstracción, demoledor de doctrinas, bizantino,
creyente vago, de esta raza de creyentes por instinto a la que pertenece ese
encantador, Sr. Renan, enemigo de las teorías violentas y radicales, pacífico
de ideas tanto como de costumbres, tiene su gran felicidad ante la contemplación
casi desinteresada de los hombres, las cosas, los pensamientos y las artes.
Artista, le gusta producir, debe preferir comprender, interpretar y
demostrar, y
toma los matices más finos, las intenciones más veladas, que expone con una
rara claridad de lenguaje, una singular precisión de palabras, un verdadero temperamento
de conversador, y con un gesto frecuente de la mano, una mano larga de
dedos secos, una mano de joven profesor.
Femenino, byroniano, un poco de la familia de los desesperadamente felices de
vivir, acaba de publicar una muy notable antología de versos totalmente
inspirados por las mujeres, poetizado sobre todo para las mujeres, melancólico
y refinado, una especie de murmullo de poesía hecha con cosas íntimas.
El amor es el tema casi constante de las piezas de amor soñador y tierno, el
amor flotando en las brisas, en las auroras y en los crepúsculos.
El poeta no canta más que lo que en él pasa;
escuchando a su corazón, sus
tristezas, sus sutiles sufrimientos; no cuenta, como los visionarios inspirados,
los espectáculos de los hombres y de los acontecimientos, con imágenes
coloreadas, palabras sonoras, y esa exaltación que ponen en sus obras esos
divinos intérpretes de la vida; sino que él cuenta como siente, como vibra al
contacto de las ideas, de los recuerdos, de las esperanzas, de los deseos.
Y todas las mujeres le leerán y le comprenderán, y también todos los artistas.
Los poetas, aquellos que son poetas hasta la
médula, que, pensando en verso como se piensa en su lengua natal, son a menudo torpes escribiendo en prosa, en
elegir el ritmo huidizo de la frase, en encontrar ese giro vivo, nervioso,
cambiante que es la cualidad primera de los auténticos prosistas. Tienen en
general una propensión al énfasis y al periodo. Victor Hugo, ese maestro de
poetas, no se sustrae a esta tendencia y un escritor dijo de él: « Su prosa me
produce el efecto de un bello jinete desmontado; es grande y enorme, pero camina
mal;
se advierte que necesita una silla entre las piernas »
He aquí sin embargo un poeta que acaba de publicar en prosa una de las mejores
obras que se hayan producido. El libro se titula Les Monstres parisiens, y el
autor es Catulle Mendès.
Este libro, que ya conocen los lectores del Gil
Blas, es la historia de las más
monstruosas depravaciones de nuestra época. Extraño y verdadero, sobrecogedor,
encantador, brutal en el fondo, pero tan hábil, tan velado, tan astuto, que
confunde a los pudorosos y no hace rugir más que después del golpe, ese almacén
de
retratos es una obra de arte exquisita y singular.
Y lleva perfectamente la marca personal del poeta de intenciones misteriosas,
hermano de Edgar Allan Poe y de Marivaux, complicado como persona, y cuya pluma,
sea cuales sean los versos que hace, da igual lo que escriba en prosa y ligero y
cambiante hasta el infinito. Esta obra es la obra de ese pobre seductor e
inquietante con su cara pálida de crucificado, su barba rizada y vaporosa, sus
cabellos largos y ligeros como una nube, su mirada fija donde se siente una
ideas que no penetras, y su encantadora sonrisa que a veces parece peligrosa.
Se ha dicho de él que parecía un Cristo de gabinete particular; ¿ no se
diría más bien un Mefisto, habiendo tomado el aspecto de Cristo ?
Casi cada anochecer, a la hora de la absenta, se ve pasar sobre el bulevar, del
Vaudeville a la Ópera, a un joven a paso lento, un poco laso, de mejillas rosadas como las de una muchacha, apenas
sombreado de un bigotito rubio y que
se parece todavía a un niño. Se llama Paul Heriey y pronto será conocido.
Diogène le Chien, que acaba de publicar, nos muestra uno de los
espíritus más curiosos, de doble filo, un poco frío, armado de una ironía
seca, mordaz, que nos promete unos libros exquisitos, burlones, con esas
entresijos de alegre desprecio que ponen tanta profundidad en las palabras.
Pálido y triste a ultranza, delgado como un seminarista, melenudo como un bardo
y mirando la vida con ojos desesperados, juzgando todo lamentable y desolador,
impregnado de melancolía alemana, de esa melancolía soñadora, poética,
sentimental, de los pueblos filósofos, desorientado en la existencia, risueña,
irónica y batalladora de París, Edouard Rod, uno de los familiares de Émile
Zola, vaga por las calles con aires de desolación.
Grande entre los protestantes, gusta en pintar sus frías costumbres, sus
sequías, sus creencias limitadas, sus aspectos predicadores. Como Ferdinand
Fabre describiendo a los sacerdotes del campo, parece ser unespecialista en esos disidentes católicos, y la visión tan clara, tan humana, tan precisa que
da en su último libro: Côte à Côte, nos revela un novelista nuevo, de
una naturaleza muy personal, de un talento observador y profundo.
Y he aquí ahora un nombre totalmente desconocido, Francis Pictevin. Para su
libro, La Robe du Moine, Alphonse Daudet escribió un prefacio, dichoso,
decía, de presentar al público tan notable comienzo.
Ese libro pleno de observación, donde la acción desaparece para dejar lugar a
unos retratos de religiosos, donde se encuentran figuras célebres, unos
análisis profundamente curiosos, unos cuadros de vida claustral de una
sorprendente verosimilitud, es de un vivo interés, a pesar de la torpeza del
autor a la hora de manejar sus personajes.
Pero penetra en ellos, y los conoce de corazón, lee su alma, abre su
corazón, los explica como si hubiese sido el mismo uno de esos monjes de gran
túnica blanca que pasean sus discusiones vagas, sus preocupaciones de cotillas,
y sus anhelos de penitentes velados, a lo largo de los caminos del regular
jardín.
Y el locutorio, las visitas, la solicitud de las mujeres
del mundo para « sus
Padres », todo parece visto por un hombre a quien esas cosas le son
familiares.
Y el autor, ese gran muchacho tímido, rosado, de gesto turbado, de voz a
menuda indecisa, de hombros un poco curvados, lleva ciertamente en su palabra, en el
movimiento de sus manos, en su caminar, en toda la fisonomía de su persona algo
de monacal.
Hay entre los prosistas dos grupos que pasan su tiempo a despreciarse entre si:
aquellos que trabajan casi demasiado su frase, y los que no la trabajan lo
suficiente. Los primeros no llegan nunca a la Academia; los segundos, a menos de
estar vacíos como el Odeón un día de estreno, llegan allí casi siempre. Su
prosa discurre, discurre, incolora, insípida, sin mordiente de espíritu, sin
sacudir el pensamiento, sin turbar los nervios. Se llama eso ser correcto. Pero
la de los otros es complicada, maquinal, acribillada de intenciones, erizada de
procedimientos, sementada de matices. Todo allí es querido, meditado,
preparado. Cada adjetivo tiene unos lejanos y cada verbo un sonido que debe
concordar con la idea que expresa. En una página, nunca dos veces la misma
frase debe reproducirse, nunca dos palabras semejantes, nunca dos consonantes
deben encontrarse en cien líneas de distancia, y debe existir incluso en el
giro de las letras iniciales de las palabras, una cierta simetría misteriosa que concurre en la armonía del conjunto.
Uno de los más curiosos, y más originales, y de los más poderosos entre estos
escritores, es seguramente Léon Cladel.
Antaño, en una notable revista, la Repúblique del
Lettrres, que dirigía
Catulle Mendès, apareció una extraña novela de ese precioso juglar; titulo: Ompdrailles
ou le Tombeau des Lutteurs. Esta obra acaba de ser publicada en volumen.
Clader allí despliega todas sus recursos de ajustador de palabras, toda la
variedad de sus medios, y plasma en exceso su habilidad de estilista difícil. De
un extremo al otro del volumen, unas luchas de atletas, nada más que unas
luchas, y siempre diferentes, siempre enconadas, siempre referidas con nuevas
expresiones, inesperadas y vigorosas. Es uno de las más enormes hazañas
literarias que pueda realizar un novelista. Áspero como su frase, el autor del
Bouscassié y del Va-nu-pieds es, en la vida, un terrible. Descendiente
de una fuerte saga aldeana, parece agudo, duro y cortante como la piedra de un
campo. La barba larga, los cabellos también, la cara hueca, va por la calle a grandes
zancadas, con ojos brillantes de fiera. Habla por estallidos, lanza
palabras vibrantes, en las que suena su marcado acento del Midi; e, irritado a
la menor contradicción, discute violentamente, tumultuosamente, como si
fuese a cocear a su adversario y abatirlo de un golpe. Pero ama las letras con
pasión, como no se las aman demasiado.
1 de junio de 1882
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre