PESCADORAS Y GUERRERAS
( Pêcheuses et guerrières )
Prefacio al libro La Grande Bleue, de René Maizeroy, Plon, 1888.
 Este texto fue publicado en Gil Blas del 15 de marzo de 1887.

       La mar no ha tenido nunca tantos amigos y tantos poetas. Aquellos de los viejos tiempos le dedicaban en ocasiones, versos, cumplidos o gentilezas, pero no parecían amarla con la profunda pasión que le profesan los de hoy.
      Richepin la ha cubierto de rimas brillantes como sus olas estremecidas bajo el sol, sonoras como sus olas batidas en las playas, ligeras como la espuma que baila bajo la brisa, flexibles como la ola ondulante y huidiza.
      Loti, esa sirena, parece una voz salida de las profundidades azules, verdes, grises de los impenetrables océanos, una voz que canta cosas desconocidas, bellezas inexploradas, gracias desapercibidas, y sobre todo el misterio, el misterio sagrado de la mar.
      Bonnetain la describe con su talento preciso y colorista, como un hombre al que ha mecido durante mucho tiempo, y que la ha mirado con ojos de artista.
      Un principiante, joven todavía, Pierre Maël, la ama ya con un amor profundo, tan vivo que le consagrará todos sus libros, como un sacerdote consagra a Dios todos sus días.
      Y tu has expresado sus coqueterías más sutiles, sus encantos más femeninos, toda la delicadeza de sus matices, toda la infinita seducción de sus movimiento, su hechizante y variable belleza.
      La carta en la que me anuncias la próxima aparición de tu libro, la reunión de esos brillantes y tan delicados retratos de la Grande Bleue, me ha sorprendido cuando iba a embarcarme sobre ella para un pequeño viaje a Satin-Tropez.
      Ella era verdaderamente la Grande Bleue, ese día, nuestra amiga, inmóvil, apenas agitada por un soplido imperceptible que la hacía todavía más azul, discurriendo sobre su carne azul el ligero estremecimiento de las maderas del navío.
      Recordaba las páginas en las que hablabas de ella con palabras tan auténticas mientras miraba alejarse la ciudad de Antibes, que las olas rodeaban, acariciando en los días tranquilos y batiendo en los días de viento las murallas de Vauban que dominan las viejas casas grises y las dos torres cuadradas alzadas al cielo como dos cuernos de piedra.
      Y mezclados con el recuerdo de tus artísticas evocaciones , me asaltaban unos recuerdos de mi infancia; pues he crecido a orillas de la mar, yo, de la mar gris y fría del Norte, en un pequeño pueblo pesquero siempre batido por el viento, por la lluvia y las salpicaduras, y siempre lleno del olor a pescado, de pescado fresco arrojado sobre los muelles, cuyas escamas brillaban sobre el pavimento de las calles, y de pescado salado embutido en barriles, y de pescado secado en las casas oscuras con chimeneas de ladrillo cuyo humo llevaba a lo lejos, sobre los campos, fuertes olores a arenque.
      Recordaba también el olor de las redes secándose a lo largo de las puertas, el olor de las salmueras de las que abonan las tierras, el olor de las algas cuando la marea está baja, todos esos violentos perfumes de los pequeños puertos, perfumes rudos y fragancias acres, pero que llenan el pecho y el alma de sensaciones buenas y fuertes. Y pensaba que tras haber dicho a la mar todas las ternuras que tu corazón le inspira, deberías ahora, siguiendo las costas, de Dunkerque a Biarritz, y de Port-Vendres a Menton, recorrer el largo y hermoso rosario de ciudades marinas de las orillas de Francia.
      Es a algunas de esas pequeñas ciudades, a las que amo de un modo especial, porque son verdaderamente hijas del mar. Las grandes, las mercantiles: Marsella, Burdeos, Saint-Nazaire o El Havre, me dejan indiferente. Las ha hecho el hombre; son ruidosas, venales, agitadas, y, como los recién llegados que no frecuentan más que a las personas ricas o ilustres, ellas no prestan atención más que a los inmensos paquebotes o a los enormes navíos cargados de mercancías preciosas.
      Desprecio las ciudades militares cuyos puertos están llenos de monstruos, de acorazados parecidos a montañas de hierro, jorobados, ventrudos, cubiertos de excrecencias, de verrugas de acero y de torres gruesas. Se ven allí también torpederos delgados, serpientes de mar poco agraciadas y demasiado largas, y unas tripulaciones en uniforme, especialistas en la guerra marina a vapor.
      Pero como amo la pequeña ciudad que surge en el agua y que siente la mar en plena nariz, que vive de la mar, que en ella se baña y que luchó en tiempos antiguos con unos marinos épicos, como ninguna ciudad se ha batido en los poemas antiguos  ¿ Conoces Dunkerque, donde nacieron Jean Bart y tantos corsarios más heroicos que los héroes de la Iliada ?
      ¿ Conoces Dieppe, patria de Duquesne y de ese piloto Bouzard, que salvó tantos navíos y náufragos, que le fue erigida una estatua ?
      ¿ Sabes la historia de este otro dieppes que se llamaba Ango ? Habiendo capturado uno de sus navíos los portugueses, ese sencillo armador equipó una flota a su costa, bloqueó Lisboa, persiguió hasta las Indias a las escuadras portuguesas, y no cesó las hostilidades más que después de haber visto a un embajador venir a Francia a solicitarle la paz. Es bello, ese comienzo del siglo XVI.
      ¿ Y Saint-Malo sobre su roca, Saint-Malo, esa reina de la Mancha, con sus torres y su pueblo de Malouins, los primeros marinos del mundo ? Ella vio nacer a Duguay-Trouin y al legendario Surcouf, y Labourdonnais, y Jacques Cartier, y también a Maupertuis, La Mettrie, Broussais, Lamennais y Chateaubriand. He aquí la más bella y la más fecunda de las humildes hijas de la mar, que, bajo la caricia de las olas, ofrece semejantes hombres a la Patria.
      ¿ Y La Rochelle la calvinista, cuyos hijos, menos célebres quizás que los de sus hermanas bretonas y normandas, no fueron menos valientes ? ¿ Conoces la ciudad de calles tortuosas, bordeadas de arcadas bajas, con el puerto cerrado por dos torres hermosas y antiguas, y que conserva recuerdos de luchas admirables, en el agua, apenas visible, su dique inmenso, collar de piedra como el que rodeaba a Richelieu ?
      Yo pensaba en el maravilloso libro que se podría escribir sobre esas ciudades.... Y las murallas de Antibes se hundían poco a poco en el agua azul, mientras que, al otro lado del golfo, encima de Niza, semejante de lejos a un poco de espuma blanca sobre la orilla, se alzaba la gran cadena de los Alpes, verdes al principio, luego llevando sobre sus cimas dentadas un inmenso manto de nieve.
     Sobre esta costa del Midi, no concocia más que a dos, de esas pequeñas pescadores, antaño guerreras, tan numerosas en el Norte. Primero a la que abandono, Antibes, encerrada, bloqueada, atrapada en su doble recinto de muros enormes, construidos por Vauban. Ella está en el agua completamente, sobre una punta que casi forma una isla, y se ve, en los días claros, sobre el pequeño puerto, calentando al sol sus viejos miembros, el pueblo lento de viejos marineros sentados codo con codo hablando, por instantes, de pasadas navegaciones. Sus rostros están atravesados por las arrugas como los bosques ancianos bajo el sol y las lluvias, curtidos y oscuros como los peces secados al horno, y gesticulantes, deformados por la edad.
      Ante ellos pasa, cojeando sobre un bastón, el viejo capitán que mandaba les Trois-Soeurs, o les Trois-Frères, o la Marie-Louise, o la Jeune-Clementine.
      Todos lo saludan como los roldados que responden a la llamada, con una letanía de « Buenos días, capitán », modulada con diferentes tonos. Y él lo agradece con un gesto de la mano.
      Nunca tuve curiosidad por conocer el pasado de la ciudad. Descendí al salón de mi barco para buscar la guía Sarty, en la que colabora el padre del Sr. Victorien Sardou, un gentil y eminente investigador que sabe la historia de esta costa en profundidad.
      Supe que, fundado por los fenicios de Marsella, Antibes fue bautizado por ellos Antipolis, luego bajo los romanos se convirtió en una ciudad municipal gozando del derecho de ciudad romana.
      Luego, fue comprada, vendida y revendida por los papas, por los Grimaldi de Mónaco, por Enrique IV, tomada y vuelta a tomar por el condestable de Borbón, por André Doria, por Carlos-Emmanuel, duque de Savoya, por el duque de Epernon.
     Pero desde que Vauban la fortificó, resistió a los imperiales y a los piamonteses, en 1707 y en 1746, aunque fue bombardeada durante  veintinueve días.
     En 1815 por fin, sin guarnición, se defendió sola y escapó a los austriacos que habían destronado a Murat.
     Sin embargo, ya me encontraba en mar abierta, doblando el cabo de la Garoupe, y distinguía ahora el golfo Juan, donde la escuadra acorazada estaba anclada, luego las islas de Léríns, totalmente planas sobre la mar, entreviendo Cannes y el golfo de Nápoles, luego, encima de ellas, las cumbres extravagantes del Esterel.
      Pasaba cerca de la baliza de los Moines, ante el viejo castillo en pie, los cimientos en las olas, en el extremo de la isla Saint-Honorat, y que fue a menudo tomada y saqueada por los piratas, los señores de las proximidades, los sarracenos, y vuelta a tomar siempre por sus legítimos dueños, los monjes. Luego, habiendo atravesado todo el golfo de Cannes, a lo largo de las costas rojas y abruptas del Estérel, que terminan en el cabo Roux y el Dramond, distinguí a lo lejos Saint-Raphale; llegué cayendo la noche a la entrada del admirable golfo de Grimaud, ante el puerto de Saint-Tropez.
      Lejos del mundo, separado de Francia por esas montañas salvajes, sin pueblos y sin caminos, que se llaman las montañas de los Maures, no teniendo relación con las tierras habitadas más que mediante una vieja diligencia y un pequeño barco de vapor que queda atracado en el puerto los días de mal tiempo, Saint-Tropez es, desde luego, la más curiosa de las pequeñas ciudades marinas del Midi. Un camino, desde hace dos años, la unía a Saint-Raphael. La mar ha destruido ese camino. Y estamos aquí en un país raro, lleno de recuerdos de los moros que lo ocuparon mucho tiempo y edificaron casi todos los pueblos sobre las cimas frecuentes sobre el mar; pues, en el centro de las montañas, no se encuentra nada, ni aldeas, ni granjas, nada más que unas chozas aisladas y una ruina de una extrema belleza, la Cartuja de la Verne.
      Saint-Tropez, la primera pescadora de estas cotas, asentada al borde del golfo, cuya antigua torre de Grimaud la cierra al fondo, muestra con  orgullo sobre su muelle la estatua del valido de Suffren. Luchó contra los sarracenos, el duque de Anjou, los corsarios berberiscos, el condestable de Borbón, Charles Quint, el duque de Savoya y el duque de Epernon.
      En 1637, los habitantes, sin ayuda alguna, rechazaron una flota española, y cada año se renueva, con un entusiasmo sorprendente, el simulacro de esta defensa que llena la ciudad de avalanchas y de clamores, y recuerda extrañamente los grandes divertimentos populares de la Edad Media.
     En 1813, la ciudad rechazó igualmente una escuadrilla inglesa enviada contra ella.
     ¡ Hoy pesca ! Pesca atunes, sardinas, róbalos, langostas, todos los peces tan bellos de esta mar azul, y alimenta ella sola a una parte de la costa.
      Tu conoces bien, además, a esta pequeña ciudad provenzal, pues hemos estado allí juntos algunos días, hace tiempo.
     Ven conmigo a seguir esta orilla, de puerto en puerto, de bahía en bahía, y tal vez te decidas a escribir, ese libro que harás tan bien sobre las Hijas de la Mar.

15 de marzo de 1887
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre