ARETINO
( l'Arétin )

Publicado en Gil Blas, el  8 de diciembre de 1885.

      Las personas que no saben gran cosa, es decir el noventa por ciento de la sociedad llamada inteligente, rugen de indignación cuando se pronuncia esta única palabra, Aretino. Para ellos Aretino es una especie de marqués italiano que redactó, en treinta y dos artículos, el código de la lujuria. Se pronuncia su nombre muy bajo; se dice: « Ya sabe usted, el Tratado de Aretino. » Y uno se imagina que ese famoso tratado se encuentra sobre las chimeneas de las casas de desenfreno y que es consultado por los viciosos como el código Napoleón lo es por los magistrados y que revela unas cosas abominables que hacen juzgar a puerta cerrada ciertas costumbres.
      Además, más sencillo todavía, imagínense que Aretino era un pintor a quién se deben pequeñas imágenes impuras que personas mal vestidas nos ofrecen, por las noches, en las calles, bajo forma de postales transparentes.
      Desengañémonos de algunas de esas ingenuidades. Pietro Aretino fue simplemente un periodista, un periodista italiano del siglo XVI, un gran hombre, un escéptico admirable, un prodigioso denigrador de reyes, el más sorprendente de los aventureros, que supo desarrollar, como un maestro, todas las debilidades, todos lo vicios, todas las ridiculeces de la humanidad, un genio dotado de todas las cualidades naturales que permiten a un ser hacer su carrera por todos los medios, obteniendo todos los éxitos, y ser temible, alabado y respetado al igual que un Dios, a pesar de los atrevimientos más escandalosos.
      Este compatriota de Maquiavelo y de los Borgia parece ser el tipo vivo de Panurge reuniendo en él todas las bajezas y todas las astucias, pero que posee hasta tal punto el arte de utilizar esos repugnantes defectos, que impone el respeto y provoca la admiración.
      He dicho que Aretino fue un periodista, tal y como lo constata el historiador Cantu, mediante el análisis de sus obras que no son, en efecto, para la mayoría, más que artículos de periódico, panfletos, escritos del día a día, polémicas de prensa, retratos. La influencia de este escritor no fue menos extensa que la de no importa qué poeta; y su renombre más grande que el del más célebre de los artistas.
      Sus comienzos fueron miserables y vergonzosos.
      Nacido de una muchacha en el hospital de Arezzo, comenzó en esta ciudad con sátiras violentas que lo hicieron detener en poco tiempo. Entonces partió, caminando, hacia Roma, donde trabajó como criado en casa de Augustin Chigi, el protector de Rafael, y pronto abandonó esta casa tras haber cometido algunas indiscreciones. Entonces se hizo capuchino, luego ladrón, después se dedicó a insultar a todo el que fuese poderoso y rico. Atacaba brutalmente, con una impudicia sin límite y una irresistible audacia. Habiendo adquirido pronto el conocimiento de los hombres, sabiendo bien que la hipocresía es casi siempre la única virtud de los más respetados, que todos tienen vicios y que todos tienen miedo del escándalo, el se dijo que desafiando todo se podía llegar a todo. Libertino en exceso, desplegando su libertinaje, se atrevía a escribir: « No se cantar ni bailar, pero hago el amor como un asno. » Prodigando los ultrajes en un estilo arrebatado, poderoso, punzante, gustó a algunos grandes señores, que lo apadrinaron en el mundo.
      Pero como sabía alabar tan bien como insultar, aduló a Léon X, de modo que para complacerle se presentó ante él con un bello hábito que había conseguido mediante estafa, recibiendo por ello un puñado de ducados, y conquistó del mismo modo a Julian de Médicis.
      Desde entonces, su fortuna se volvió sorprendente.
      Los príncipes lo llamaban, lo adulaban, le cubrían de regalos tanto por deseo de sus elogios como por terror a sus ataques.
      Los obispos a su vez lo buscaban, le enviaban joyas, trajes de satén para engalanarlo, y oro para sus placeres.
      Las costumbres de esta agitada y magnífica época eran tales que uno apenas puede imaginárselas hoy. De este modo Pietro Aretino, habiendo hecho dieciséis sonetos para describir dieciséis actitudes voluptuosas grabadas por Marc Antoine Raimondi, según dieciséis pinturas de Jules Romain, obtuvo por esa obra licenciosa el favor de Clemente VII y el perdón de los dos artistas que él había comentado de ese modo.
      Odiado por los unos, admirado por los otros, va de príncipe en príncipe, adulador, mendigo e insolente. Tanto ataca y ultraja como acaricia y halaga, pues se le paga igualmente por ambas cosas. Se libra a todos los excesos en el campamento de Jean des Bandes Noires con el que comparte la misma cama; se convierte en una especie de favorito de Francisco I que le trata con todas las deferencias posibles; Carlos V lo llama, lo sienta a su derecha, le paga una pensión; Enrique VIII le da trescientas coronas de oro, Julio III, mil coronas con la bula de caballero de San Pedro. Se acuñan medallas en su honor; una de ellas lleva la siguiente inscripción: « Los príncipes que reciben los tributos de los pueblos, pagan tributo a su servidor. » Carlos V lo trata de Divino; el pueblo lo llama « El azote de los príncipes »; los más grandes artistas quieren hacer su retrato.  Escribe: « Tantos señores me rompen continuamente la cabeza con sus visitas, que mis escaleras están gastadas por el  repetido roce de sus pies, como lo está el pavimento del Capitolio por las ruedas de los carros del triunfo... Me parece, a causa de ello, haberme convertido en el oráculo de la verdad, pues cada uno viene a contarme el error que ha cometido tal príncipe o tal prelado; me encuentro entonces como si fuese el secretario del Mundo; y ustedes no deberían denominarme de otro modo en las cartas que me dirigen. »

      Su lengua no es menos terrible que su temible pluma; y si los presentes que se le envían no le parecen suficientes, tiene unos agradecimientos feroces. Responde al canciller de Francia que le envió una suma de oro: « No os sorprenda si me callo. He consumido mi voz para pedir; no me queda más para agradecer.»
      A Carlos V, después de una derrota, habiéndole enviado un rico collar, a fin de evitar sus burlas, Aretino le declara sopesando lentamente: « Es bien ligero para tan pesada tontería. »
      Francisco I le había ofrecido un brazalete formado de lenguas entrelazadas y llevando por divisa: « Lingua ejus loquetur mendacium. »
      Cuando no se le daba bastante rápido, él amenaza; si los regalos son insuficientes los rechaza: « Es cierto que conviene a aquellos que compran la gloria hacerles pagar lo que ella vale, no según su propio valor, sino según la condición de aquél a la que se la concede; pues las pobres plumas tienen grandes problemas en levantar de tierra un nombre pesado como el plomo por su falta de mérito. »
      Escribe a Francisco I: « No sabe usted, señor, que no conviene al rango de Vuestra Alteza recordarle los seiscientos escudos que, del propio movimiento de vuestra real lengua dijo usted a mi enviado, deber serme pagados por vuestro embajador. »
      Su gran fuerza ha sido sobre todo excitar ardientes rivalidades y odiosos celos entre los príncipes adulándolos y denigrándolos por turno, en detrimento los unos de los otros: « Es necesario hacer que las voces de mis escritos rompan el sueño de la avaricia. »
      Los grandes artistas de su tiempo apreciaron además su prodigioso espíritu y su incomparable destreza. Ariosto lo sitúa entre los grandes hombres de Italia.; Tiziano hizo varias veces su retrato; Miguel Ángel se proclamaba su amigo.
      Por lo demás, si su profesión de escritor da una inmensa resonancia a sus audacias y a sus escritos, su vida no es una excepción en un país y en un tiempo donde Benvenuto Cellini asesinaba a sus enemigos y a aquellos que incluso cuestionaban su genio, el Papa defraudaba el oro que empleaba para él, robaba sin vergüenza, violaba muchachas y se jactaba de esas acciones como de hechos sublimes, pues: « Los hombres como yo, únicos en su profesión, deben ser ajenos a las leyes. 
      Era el siglo en el que los prelados romanos elevaban públicamente a sus hijos tras ellos, donde los innumerables cortesanos de los príncipes servían, se decía, « de bufones en su más tierna edad, de mujeres en su infancia, de maridos en su adolescencia, de compañeros en su juventud, de proxenetas en su vejez y de diablos en su decrepitud ». El puñal y el veneno eran de uso común en las relaciones sociales como los saludos de sombrero en nuestra época. La muerte de Pietro Aretino fue verdaderamente sorprendente y digna de su vida.
      Había llegado a tal estado de renombre que su retrato se encontraba colgado en todas las casas de los pobres y de los príncipes, de los prelados y de las cortesanas, en las tabernas, en los palacios y en los lugares de desenfreno público. Ferdinand de Adda, rector de la universidad de Padua, lo sitúa encima de Carlos V y de Fancisco I. La ciudad de Arezzo le hizo noble y Oficial honorario. Se le llamo incluso el Quinto Evangelista.
     
Pues había compuesto no solamente libros de una extrema impudicia, cartas, sátiras, comedias, libelos, sino también sermones, obras piadosas, vidas de santos llenas de una profunda y oculta ironía.
      Habiéndose retirado a Venecia, donde la libertad era absoluta, encontró allí a sus hermanas que llevaban en esta ciudad una vida de placer.
      Cierto día, como ellas había venido a contarle una aventura obscena de la que se jactaban, él se puso a reír tan violentamente que cayó de su silla de espaldas y se mató sobre la baldosa...

      Comenzando el relato de la vida de este sorprendente hombre, he escrito el nombre de Panurge. Me parece, en efecto, que Pietro Aretino fue la absoluta personificación del personaje imaginado por Rabelais. Si se añade que Aretino, valiente por momentos como Panurge, fue también cobarde como él en otras ocasiones, pues supo respetar a los intratables, plegarse ante las amenazas de muerte de Tintoreto y de Pierre Strozzi al que había denigrado, recibió palizas que olvidó, bastonazos que perdonó « agradeciendo a Dios concederle esa fuerza », se verá que el parecido entre el panfletario italiano y el tipo de la novela francesa es absolutamente parecido.
      Si se constata todavía que Aretino murió en 1556, y Rabelais en 1553, se verá que este tipo de hombre era el paradigma de las costumbres y del ambiente de aquel tiempo.

8 de diciembre de 1885
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre