EL PREJUICIO DEL DESHONOR
( Le préjugé du déshonneur )
Publicado en Le Gaulois, el 26 de
mayo de 1881
Bajo este titular: « Los Dramas del adulterio », los periódicos, nos informan
todos los días que un marido engañado acaba de masacrar a su mujer, al amante,
o a ambos.
Estos sucesos nos dejan indiferentes. Los
jurados, todos maridos, están llenos de indulgencia para estos furores de
esposos ultrajados; absuelven al asesino, y la asistencia muy especial en los
patios de asistentes de lectores de novela folletín, publico del Ambigu,
presente por la emoción, resopla de sensiblería lacrimógena, aplaudiendo ese
veredicto, juzgando que el marido burlado ha lavado su honor en sangre, ¡ que
se ha rehabilitado mediante el asesinato !
Es con estas grandes palabras con las que nos
educan, con esos prejuicios nos instruyen, con esas ideas nos preparan para el
matrimonio.
¡ Yo abogo por la mujer que cae contra el marido
que mata !
Tomemos un ejemplo reciente. Un hombre acaba de
ser absuelto tras haber asesinado a su media naranja. Al límite de su
paciencia, engañado, una, dos y aún tres veces, acabó por ceder a la cólera,
y le levantó la tapa de los sesos a la
culpable.
Elijo expresamente un caso en el que el marido
parece completamente justificado, en el que la indulgencia del jurado ha
provocado aclamaciones entusiastas, donde todas las circunstancias parecían
absolver al hombre desesperado que golpea.
Él ama a su mujer perdidamente. Muy bien.
Ya la ha perdonado diez veces. Es cierto. La había soñado casta y fiel. Tanto
peor para él: ¿dónde la conoció ? Era una casquivana encontrada en plena
calle, casada en un acceso de esa locura especial que se llama Amor. ¡ Tanto
peor para él ! No debía olvidar que el hábito es una segunda naturaleza, que
los patos regresan siempre al río, y las mujerzuelas al arroyo; que el arreglo
de las virtudes averiadas, por el alcalde o el cura, es una utopía semejante a
la de un gobierno al mismo tiempo honrado e inteligente.
Permitan a un viejo cazador furtivo cazar en
pleno día; puede usted estar seguro que continuará a merodear por la noche,
por nostalgia de la ilegalidad. De nada sirve rebelarse, razonar, indignarse,
proclamar principios, invocar a la moral. Pues así es la naturaleza humana. La
naturaleza es todopoderosa, desafía los razonamientos, las actitudes indignadas
y los principios. Es la naturaleza, nos inclinamos; afirmamos; condenamos al
hombre que mata, y quién ha confiado por amor, es decir por egoísmo, modificar
una ley, crear en su provecho una excepción, hacer casta y reservada para él
solo una mujerzuela, habituada al vicio y acostumbrada a la promiscuidad. Cuando
se casa en esas condiciones, debe esperarse de todo; y, dado que la
preocupación de elecciones próximas ha impedido a nuestros honorables
consentir el divorcio, que el hombre burlado se separe de su compañera, que
vivan a su guisa cada uno por su parte.
Pero este caso es una excepción, regresemos a la
generalidad.
Lo que voy a decir parecerá sin duda
deplorablemente subversivo: tanto peor; no busco más que la verdad, sin
ocuparme de la moral adquirida, ortodoxa y oficial, de la moral, esta ley
indefinidamente variable, facultativa, esa cosa considerada de modo diferente
según el país, apreciada de modo nuevo por cada experto y modificada sin
cesar. La única ley que me importa es la ley inmutable de la humanidad, esta
gran ley que gobierna las bajezas humanas, y que sirve de tema a los bromistas.
Vivimos en una sociedad horriblemente burguesa,
timorata y moralista ( no confundir con moral). Jamás, creo, se ha tenido el
espíritu más estrecho y menos humano.
La debilidad (digamos "falta" si usted
quiere) de una mujer casada, traída a mal por un seductor, ha tomado
proporciones tan melodramáticas, que se la considera generalmente como digna de
muerte.
Hombres como el Sr. Dumas hijo razonan mediante
libros enteros sobre los arrastres y caídas de esos pobres seres sin
resistencia. Los besos ilegales adquieren bajo su pluma una gravedad de crimen;
y las mujeres pagan por todos: por el matrimonio indisoluble, cosa horrible; por
la ley, injusta respecto a ella; por el feroz prejuicio que las condena, por la
monstruosa opinión que permite todo a sus maridos y a su defensa total.
Que no se piense que yo quiero absolver el
adulterio. No quiero más que predicar la indulgencia en la situación tan difícil
que crea el matrimonio.
El matrimonio está instituido por una ley que
existe; debemos entonces someternos a ella. Está sin embargo permitido
discutirla. Constatamos de entrada que muchos filósofos, entre los más
eminentes, afirman que somos polígamos y no monógamos. En todo caso, el asunto
es dudoso, y quiero mejor creer, por mi parte, que nos parecemos a esos
animales, ni herbívoros, ni carnívoros, sino omnívoros. Nosotros nos
adaptamos a la poligamia en Oriente; y en Occidente a la monogamia, y aún a la
monogamia con comodidad. Me gustaría mucho que se me citase un solo hombre - un
solo hombre, entiéndanme - que haya permanecido toda su vida monógamo.
Entonces el matrimonio tal vez crea una
situación anormal, antinatural, y a la cual no se puede resignar más que a
base de infinitas abnegaciones, a una virtud superior, a unos meritos
absolutamente religiosos; una situación en la que el marido no se resigna
jamás, una situación que pondría en lucha eterna la consciencia con el
instinto, con el amor.
En ese caso, ¿ cuál es el monstruo desde el
punto de vista humano, natural ? ¿ La mujer que cae o el marido que asesina ?
Aquí, un hombre, porque ha sido burlado en su egoísmo,
herido en su vanidad, frustrado en su pretensión ( quizás exorbitante ) de
exclusiva posesión, destruye a un ser, suprime la vida, la vida que nada puede
devolver, comete el único acto verdaderamente monstruoso que se pueda cometer,
y el más horrible, y el más inmoral: ¡ asesina !
Allí, una mujer, educada para el placer,
instruida en el pensamiento de que el amor es su dominio, su facultad y su
única alegría en el mundo ( tales son, en efecto, las enseñanzas de la
sociedad ); creada, por la misma naturaleza, débil, voluble, caprichosa,
entrañable; coqueta por naturaleza y por la sociedad en conjunto; viviendo casi
siempre sola, mientras que su marido (se admite) se abandona libremente a sus
pasiones. Esta mujer entonces se deja arrastrar por un hombre que pone
todos sus sentidos, todo su ardor, toda su habilidad, todo su poderío en
seducirla. Ella cae en sus brazos, obedeciendo a la gran ley natural y
universal; ella comete una acto censurable, condenable desde el punto de vista
de la legislación, pero humano, fatal, tan fatal que jamás se le ha podido
ponerle trabas desde que los reglamentos de la moralidad civil y religiosa lo
combaten; y se designa a esta mujer como una pordiosera, una miserable, una
sucia, mientras que se saluda hasta la reverencia a su marido, quién la
asesina, porque se le juzga rehabilitado.
¡ Yo abogo por la mujer que cae contra el marido
que mata !
¿ Por qué mata él ? ¡ Porque se cree
deshonrado !
Llegamos aquí a uno de esos prejuicios
prodigiosos que sirven generalmente de base a todas nuestras creencias.
¿ Ha sido usted deshonrado porque su criada le ha
robado ? - No. - ¿ Y usted lo ha sido porque su mujer le ha engañado ? -
Usted, ¡ el robado ! ¡ el burlado ! ¡ el herido ! ¡ el timado ! usted se
considera como deshonrado de tal modo que no acribillará a cuchilladas al
amante, a quién todo el mundo considera honorable, como cumplidor, legitimando
sus funciones de seductor, y la mujer que se ha abandonado, seducida,
arrastrada. ¡Que la lógica es algo hermoso ! Pero, ¡Dios santo ! el deshonor
no puede resultar más que de un acto esencialmente personal, y no puede
provenir en ningún caso de otro hecho. No admito que pueda ser deshonrado por
una acción en la que no me afecte para nada (bien al contrario), o una acción
en la que mi voluntad es completamente ajena y que todo mi deseo es impedir. No,
ciertamente, sería estúpido. Pero esta sensación de deshonor del marido
burlado no proviene más que del temor al ridículo. El adúltero, para la
galería, ha sido siempre algo cómico, y George Dandin lo considera grotesco.
Se hace necesario entonces impedir a todo precio la risa de los espectadores.
Para ello, se mata a alguien, y el público cesa de burlarse.
Cuanto prefiero la solución indicada por el
escritor naturalista J. - K. Huysmans en su muy espiritual novela En ménage.
Un joven esposo, entrando en su casa, descubre inopinadamente que él lo es. En
un segundo, pese a todas las consecuencias de sus actos, resuelve de inmediato
adoptar el sistema de la dignidad. Recrimina gravemente a su rival; luego se va,
sin ocuparse más de su esposa. Ella regresa a casa de sus padres; él
reemprende su vida de soltero, y por ambos lados, ellos reflexionan.
Él se aburre: la esposa le echa de menos y se ve afectada de la CRISIS DE
FALDAS; él toma varias amantes, sin gusto, y las encuentra en el fondo,
inferiores aún a su infiel esposa. Ella, por su parte, ha reconocido que el
adulterio no da en absoluto todas las alegrías soñadas, que la vida es simple,
siempre con los pies en la tierra; lamenta a ese marido que ella despreciaba
antaño como incapaz de abrir su corazón a las delicias sobrehumanas del amor.
Y un día regresan a donde ellos vuelven a vivir juntos, tranquilamente, maduros
por esta doble experiencia.
Yo pondría sin embargo un pero a la situación
descrita por Huysmans. El marido me parece demasiado tranquilo descubriendo
súbitamente su... desgracia. Haría falta que hubiese al menos unas palabras, y
he aquí la solución que yo opondría al asesinato.
El hombre que golpea es un bruto. Tumbar no
prueba nada. Pero el hombre que, en un momento parecido, tuviese la fuerza, la
sangre fría y el espíritu necesarios para encontrar unas palabras, unas
palabras hirientes o divertidas, una palabra célebre al día siguiente,
afirmaría de este modo una verdad e indiscutible superioridad sobre sus
semejantes, y se vengaría de un modo más preciso y más terrible que con el
puño o la pistola.
Existen muy pocas palabras en ese caso.
Dos o tres me vienen a la memoria, y las declaro
admirables, admitiendo que sean auténticas.
Todo el mundo las conoce, por otra parte. Un
marido encuentra... en su alcoba, a su amigo, su mejor amigo, y le tiende la
mano. El otro, asustado, se oculta detrás de su cómplice, se acurruca contra
la pared. « ¡ Y bien ! pregunta el esposo, burlón y sereno, ¿ vas a rechazar
ahora darme la mano en la plaza pública ? »
Y esta otra: « ¡ Ah ! mi pobre amigo, y decir
que nada os ... obligaba ! »
Se pueden citar una docena más, a lo sumo.
¡ Que gran concurso de espíritu esto abriría !
¡ Qué emulación ! ¡ Qué triunfos ! Se abordaría la cuestión de este modo:
- « No sabe usted la palabra que acabo de decir a X... al que he encontrado en
mi casa... » O bien así:
-« ¡ Este imbécil de C... que acaba de matar a
su mujer ! El muy idiota, no ha podido llegar a decir... » Los hombres
verdaderamente espirituales harían nacer las ocasiones y prepararían de lejos
sus efectos. Y veríamos en los periódicos diarios, en lugar del eterno
titular: « Los dramas del adulterio », esta variante menos sombría y más
francesa: « Las mejores palabras de los maridos burlados ».
26 de mayo de 1881
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre