PROPIETARIOS Y VIOLETAS
( Propietaires et liles )
Publicado en Le Gaulois, el 29 de abril de 1881

      He aquí la estación en la que florecen las violetas, donde los ruiseñores se desgañitan y en la que los propietarios rurales se hacen notar. Ya hacia finales de marzo, el propietario que pasa en París el invierno se siente inquieto. Levanta la nariz en la calle, aspira la brisa, consulta las nubes vagabundas, se desespera con las amenazas de helada, se alegra con la proximidad de la lluvia, y, de la mañana a la noche, como el « cautivo del turco que sueña con su patria añorada », piensa en su propiedad.
      Entendámonos. Hablo del propietario suburbano, de ese singular ser en el que la posesión de un cuadrado de arena improductiva  y con una especie de cabaña para conejos en escayola, a lo largo de una línea ferrea, que hace crecer unos ridículos granos y cultiva unas escuálidas flores.
      Se nace propietario, no se hace. El hombre nacido en el campo, en una casa solariega, una villa o una granja, educado bajo los árboles de un de un patio, de un jardín o de un cortijo, encuentra natural poseer un domicilio en el campo y retirarse allí cuando se aproxima el verano. Pero el burgués ciudadano que acaba de adquirir un bien no se acostumbra nunca a esta idea de que él es el dueño de una casa con hierba alrededor, y se asombra indefinidamente, hasta su muerto, que su propiedad sea suya.
      Esos dos tipos ( el propietario de nacimiento y el propietario por adquisición) se reconocen, se distinguen de un modo preciso, infalible, invariable. Uno nos recibe en el campo como en la ciudad; tu no conoces de su domicilio mas que el salón y el comedor; pero el otros te hace visitar su propiedad. La muestra desde la bodega al granero a todo el mundo, al panadero que lleva el pan, al cartero que entrega las cartas, a las personas que pasan por el camino y se detienen, imprudentes, ante la verja. En cuanto a los amigos, por desgracia, a cada regreso, la visitan y vuelven a visitar a perpetuidad.
      ¡ Hablemos de su propiedad !
      Todos la conocemos. Es la odiosa barraquita típica de la región remozada en yeso, delgada como el papel, y que parece surgir como los champiñones en la triste llanura de Asnières y de Nanterrre, en las orillas de la vía férrea. En el jardín, grande y cuadrado como un pañuelo de bolsillo, dos llorones corroídos por sus bases tienen aspecto de estar pinchados en la tierra, semejantes a los árboles artificiales de las tiendas de juguetes de Nuremberg. En medio de un césped amarillento, una bola de metal pulida refleja, deformados, más desagradables todavía que al natural, la casa, los dueños y los visitantes. Ante esta bola de la consolación (pues no puede servir seguramente más que para consolar a las personas de su fealdad mostrándoles que habrían podido ser todavía más horribles), - ante esta bola, digo, murmura un chorro de agua.
     
Murmura, este chorro de agua, ¡ pero a precio de que esfuerzos ! - ¿ Ve usted, allá en lo alto, sobre el techo de la casucha, esta cosa en hierro blanco que parece una enorme lata de sardinas ? Es el depósito, señoras. Y cada mañana, antes de partir para su oficina (pues él es empleado en alguna parte), el señor desciende en pantalón y en mangas de camisa, y bombea, bombea, bombea hasta perder el aliento para alimentar su irrigador campestre. Alguna vez su esposa irritada por el monótono y continuo ruido del agua que circula por el tubo a lo largo de la casa, detrás de la pared tan delgada donde se apoya su cama, aparece en la ventana, en gorro de pijama, y grita: « Vas a hacerte daño, amigo mío; es hora de regresar.» Pero él rehúsa con la cabeza, sin interrumpir su movimiento de balanceo. Bombearía hasta la neumonía antes que renunciar a la felicidad de contemplar, a la noche, después de cenar, el imperceptible hilillo de agua que se dispersa tan pronto sale del aparato puntiagudo, y vuelve a caer en forma de vaho sobre los dos peces rojos y la rana domesticada, introducida en la cubeta de cemento donde trata, sin descanso, de escaparse.
      Pero son los domingos, sobre todo, cuando se desarrolla, en toda su tontería, la satisfacción del propietario. Se pone un vestido en armonía con su posición: pantalón de tisú, chaqueta de tela y sombrero panamá. El chorro de agua funciona desde la mañana: se espera a los invitados. Éstos aparecen en tres tandas diferentes, y a cada llegada se visita toda la casa entera.
      Luego se almuerza con unos huevos no frescos, llegados de Normandía pasando por París. Las legumbres han seguido el mismo itinerario; y se mastica indefinidamente, sin lograr reducirla, esta carne invencible de las afueras, despojo de las carnicerías parisinas. La ventana está ampliamente abierta; el polvo entra a raudales, empolvando a las personas y a los platos; y cada tren que pasa hace levantar a los invitados que hacen, en broma, señales a los viajeros agitando sus servilletas. La humareda del carbón de la locomotora entra a su vez en el comedor, y se deposita en las narices, las frentes y el mantel en pequeñas manchas negras que se agrandan bajo el dedo.
      Luego la jornada transcurre lamentablemente. Ningún paseo por los alrededores, ningún bosque, ningún árbol. La casa, ardiente como un calefactor, es inhabitable. La rana y los peces rojos se agitan en el agua hirviente del estanque. Cada minuto pasa un tren.
      Pero el propietario resplandece: está en su casa. El domingo, es su día. Su mujer toma su revancha durante la semana. Abandonada totalmente sola en este domicilio solitario, ha encontrado rápido la natural distracción de toda mujer que se aburre. Entonces ella también se presta a adorar esta propiedad favorable para sus escapadas. Una armonía perfecta reina en la pareja.
      Cuando usted mire por la portezuela de su vagón todas esas pequeñas construcciones ridículas plantadas a lo largo de la vía, parecidas, feas y enclenques, puede decir sin dudar que todos sus propietarios se asemejan entre ellos del mismo modo que sus casas. Son de la misma especie, de la misma familia, de la misma masa cerebral. Y esté seguro que todos los días, en todos esos domicilios, se repiten indefinidamente las mismas cosas, se tienen las mismas ocupaciones, se interesan por las mismas futilidades. La cultura de cuatro plantas de violetas, de tres pensamientos y de un rosal, preocupa igualmente a todos esos espíritus. Y cuando, por casualidad, se hace levantar un muro de cierre, a fin de tener unos perales en espaldera, es un acontecimiento tan considerable que abrirá una época en la familia; y que se dataría enseguida de buen grado con la leyenda « Ano II del muro medianero », como hacen algunos periódicos que se dedican a embrollar a sus lectores con los sucesos del año 89.
      Se preguntará por qué todas esas personas experimentan de este modo un irresistible deseo de habitar esas cajas de sudoración que se llaman pretenciosamente casas de campo. ¿Qué quiere usted? es todavía uno de los efectos de esa incesante NECESIDAD DE POESÍA que nos atormenta. Hagamos lo que hagamos, lo que pretendamos, estamos acosados por confusas aspiraciones, unas especies de elevamiento del alma, por una continua tendencia hacia cosas ignoradas, etéreas, superiores. Buscamos sin cesar en realizar esas esperanzas, ideales; y el campo, ente poético, es uno de los medios al alcance de todos. Es erróneo como el resto, como todas las poesías. ¡Qué importa ! el propietario tiene por su casa ojos de amante; él no la vé jamás en su cruda realidad.
El campo, para el parisino, es Meudon, Saint-Cloud, Asni`res o Argenteuil. Allí se ensancha, se divierte. Pero, si se le trasladase a la verdadera campiña, en medio de campos silenciosos, tranquilos, inmóviles, donde crecen las cosechas, donde solamente se oyen los trinos de un pájaro, los mugidos de una vaca, atravesando a veces la muda soledad, estaría sobrecogido de inquietud y regresaría bien aprisa a su campito de remeros escandalosos, ferrocarriles y verbenas.

      Por todo ello, si alguien quiere ver en los alrededores de París un rincón de este paisaje tan singular, único, desconocido, le indicaría la región de las violetas, la ladera de la Frette.
      Enfrente de Maisons-Laffitte, entre el pueblo de Sartrouville y la aldea de la Frette, se exiende una pequeño cerro que sigue el curso del Sena y se ensancha con el río. Esta colina, siempre verde el resto del año, parece hoy pintada en violeta, y cuando se pasea a su pie, un delicioso olor y fuerte nos penetra, nos estremece; pues es allí donde se cultivan todas las violetas que engalanan París algunos días. Se cultivan allí las violetas como los espárragos en Argentuil, como la vid en Borgoña, como el trigo y la avena en Normandía. Son unos campos en pendiente, plantados de arbustos, mantenidos a la misma altura; y sobre toda la superficie de la ladera se extiende un mantel de ramos apenas abiertos, que unas segadoras comienzan a recoger,  anudándolas en haces y enviándolos cada noche al mercado de las flores. Pequeños caminos se pierden en medio de esos perfumados matorrales; y en ocasiones un espino abierto semeja una bola de nieve en medio de la cuesta violeta. Durante quince días, toda la recogida será hecha y los matojos desflorados no tendrán más que su follaje verde en el que se mostrarán algunos racimos tardíos aisladamente.
      En un día soleado, nada más curioso, ni más encantador, que esa ladera ornamentada de violetas de un extremo a otro. Allí únicamente, aquellos que no conocen el Midi, la patria de los perfumes, sabrán lo que son esos exquisitos y violentos senderos que se llenan de toda una población de flores semejantes, esparcidas por la tierra. Allí, en la tibieza de una cálida jornada, se puede experimentar esta extraña sensación, particular y poderosa, que la tierra fecunda da a aquellos que la aman, esta borrachera de la sabia olorosa que fermenta alrededor de nosotros, esta alegría profunda, instintiva, irracional, que derrama el sol incidiendo sobre los campos; y se quisiera ser uno de esos seres materiales y campestres inventados por las antiguas mitologías, uno de esos faunos que cantaban antaño los poetas.

29 de abril de 1881

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre