RECUERDOS
( Souvenirs )
Publicada en Le Gaulois, el 4 de diciembre de 1884

      ¿ Conoce usted, señora, el admirable relato de Ivan Tourgueneff que tiene por título: Trois Rencontres ? No, sin duda, pues usted no lee más que los libros de actualidad.
      Comprendo el interés que tiene usted por las novelas de ayer, de hoy o de mañana, pero de vez en cuando hay que leer a los antiguos; créame.
      ¡ Les Trois Rencontres ! No olvide este título, señora, y lea esa corta historia. Contiene, en algunas páginas, la misma esencia del genio de Tourgueneff, de ese genio soñador y preciso, real y poético, un poco velado, como para hacer adivinar cosas lejanas, indecisas, esas cosas que flotan en las nieblas de la vida, esas cosas que pueblan la tierra de pensamientos, que nos muestran, detrás de los hechos crueles, el misterio dulce, siempre huidizo y encantador, hacia el que se inclinan los poetas.
      ¿ El tema ? preguntará usted. No hay en esta obra nada tan encantador y vago como en un fumadero de opio. Se trata de la extraña historia de las emociones que una voz de mujer, oída tres veces durante tres noches de luna, bajo tres climas distintos, despiertan en el corazón de un hombre.
      Él no conoce en absoluto e esa mujer, jamás la ha visto; pero la oye cantar, y la reconoce en cada ocasión. Y en esos países donde canta, también con misteriosa música, parece que el admirable poeta haya hecho pasar todas esas sensaciones sutiles y profundas que se despiertan en algunas almas, al contacto exquisito o doloroso de algo que el hombre ordinario no advierte.
      ¿ Ha observado, señora, cuanto resuenan en nosotros, los nervios, las repercusiones del recuerdo, y también cuantas veces la vista de ciertos detalles inapreciables por todos hace vibrar nuestro corazón ?
      Desde hace tiempo, esta historia de Tourgueneff, les Trois Rencontres, me frecuenta; pues, yo también acabo de sentir en mí la tripe emoción de algo visto en tres épocas diferentes.

      Pasaba por Rouen el otro día. Estábamos en plena feria de Saint-Romain. Imagínese usted la fiesta de Neuilly, pero más importante,  más solemne, con gravedad provinciana, con el movimiento pesado de la muchedumbre que es también más compacta y más silenciosa.
      Varios kilómetros de barracas y de vendedores, pues las tiendas son más numerosas que en Neuilly, las personas del campo compran mucho. Vendedores de cristalería, de porcelanas, de cuchillería, de telas, de botones, de libros para los paisanos, objetos singulares y cómicos de uso en los pueblos, además de mostradores de curiosidades, que el normando del rural llama « fabricantes a saber de que », y una profusión de colosales mujeres a las que parecen muy aficionados los roueneses. Una de ellas acaba de enviar a la prensa local una amable carta para invitar a los periodistas a que la vayan a visitar, excusándose de no poder presentarse ella misma en su periódico ya que sus dimensiones le impiden cualquier tipo de salida.

... Se queja de la obesidad que la ata a la barraca.

      Después hay luchadores. El admirable Bazin que sale como en la Comedia-Francesa, saludando al público con el índice.
     También un circo de monos, un circo de pulgas, un circo de caballos, cientos de curiosidades de todo tipo. Y un público particular: - personas de la ciudad endomingadas, con movimientos serios y moderados, pero bien acompasados, el hombre y la mujer marchando juntos, con una sabia gravedad, como si la naturaleza hubiese puesto en ellos una misma manivela,- gentes del campo con movimientos aún más lentos, pero diferentes, el hombre y la mujer teniendo cada uno el suyo, pareja estropeada por tareas diversas: el macho encorvado, arrastrando sus piernas; la mujer balanceándose como si llevase unos bidones de leche.
      Lo que tiene más destacable la feria de Saint-Romain es el olor - olor que me gusta, porque lo he sentido toda mi infancia, pero que a ustedes sin duda les disgustaría. Huele a arenques ahumados, a gofres y a manzanas cocidas.
     En efecto, en cada barraca, en todos los rincones, se ahuman arenques al aire libre, ya que estamos en plena temporada de pesca, se fríen gofres, y se doran manzanas, hermosas manzanas normandas, sobre grandes platos de estaño.

     Oigo una campana. Y de pronto una emoción singular me encoge el corazón. Dos recuerdos me asaltan, uno de mis primeros años, el otro de la adolescencia.
      Pregunto al amigo que me acompaña:
     - ¿ Sigue siendo él ?
     Él comprende y responde:
     - Es siempre él, o más bien siempre ellos. El violón de Bouilhet todavía está allí.
     Y pronto descubro la tienda, la pequeña tienda donde se representa, como se representaba en mi infancia, esa Tentación de San Antonio, que encantaba a Gustave Flaubert y a Louis Bouilhet. Sobre la tarima, un anciano de cabellos blancos, tan viejo, tan encorvado que parece centenario, habla con un polichinela clásico. Piense, señora, que mis padres también han visto esa Tentación de san Antonio, ¡ cuando tenían diez o doce años ! Y es siempre el mismo hombre quién la representa. Sobre su cabeza está colgada una pancarta donde puede leerse: « Se traspasa por motivos de salud » Y si el pobre viejo no encuentra a nadie, el inocente y divertido espectáculo con el que se divierten todas las generaciones de pequeños normandos, desde hace más de sesenta años,  desaparecerá.
      Subo los peldaños de madera que crujen, pues quiero ver una vez más, una última vez quizás, el san Antonio de mi infancia.
      Los bancos, los miserables bancos contienen una población de pequeños seres, sentados o en pie, balbuceando, haciendo un ruido de multitud, el ruido de una multitud de diez años.
      Los padres se callan, acostumbrados a la faena de cada año.
      Algunas lamparillas iluminan el sombrío interior de la barraca. Se levanta la tela. Aparece una gran marioneta, haciendo gestos extraños y desordenados al extremo de sus hilos.
      Y hete aquí que todas las cabecitas se ponen a reír, las manos se levantan, los pies trepidan sobre los bancos, y gritos de alegría, gritos agudos, se escapan de las bocas.
      Me parece que soy uno de esos niños, que he entrado también para ver, para divertirme, para creer, como ellos. Se despiertan en mi bruscamente todas las sensaciones de antaño; y en la alucinación del recuerdo, me siento convertido en el pequeño ser que fui en otro tiempo, ante ese mismo espectáculo.
      Un violón se pone a sonar. Me levanto para mirarlo. Es también el mismo: un viejo aún, muy delgado, y triste, triste, de largos cabellos blancos echados hacia atrás sobre una cabeza baja, inteligente y orgullosa.
      Y recuerdo mi segunda visita al San Antonio. Tenía dieciséis años.

      Un día (en aquél tiempo era alumno del colegio de Rouen ), un día pues, un jueves creo, subía por la calle Bihorel para ir a mostrar unos versos a mi ilustre y grave amigo Louis Bouilhet.
      Cuando entraba en el despacho del poeta, advertí, a través de una nube de humo, dos grandes y gruesos hombres, hundidos en dos sillones y que fumaban charlando.
      Enfrente a Louis Bouilhet estaba Gustave Flaubert.
      Dejé mis versos en el bolsillo y tomé asiento en mi rincón sobre mi silla, escuchando.
      Hacia las cuatro, Flaubert se levantó.
      - Vamos - dijo, condúceme hasta el final de tu calle; iré a pie al barco.
      Al llegar al bulevar, donde se ubica la feria de Saint-Romain, Bouilhet preguntó de repente.
      - ¿ Y si damos una vuelta por las barracas ?
      Y caminaron a paso lento, hombro con hombro, más altos que todos, divirtiéndose como niños e intercambiando profundas observaciones sobre los rostros encontrados.
      Imaginaban los caracteres nada más que con el aspecto de las caras, reproducían las conversaciones de los maridos con sus esposas. Bouilhet hablaba como el hombre y Flaubert como la mujer, con expresiones normandas, el acento exagerado y el aire siempre sorprendido de las gentes de esta región.
      Cuando llegaron ante San Antonio:
      -Vamos a ver el violón, dijo Bouilhet.
     Y entramos.

      Algunos años más tarde, habiendo muerto el poeta, Gustave Flaubert publicó sus versos póstumos, les Derníeres Chansons. Una pieza se titula:

UNA BARRACA DE LA FERIA

      Y he aquí algunos fragmentos:

Oh ! qu'il était triste au coin de la salle,
Comme il grelottait l'homme au violon.
La baraque en planche était peu d'aplomb
Et le vent soufflait dans la toile sale.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Dans son entourage, Antoine, en prière,
Se couvrait les yeux sous son capuchon.
Les diables dansaient. Le petit cochon
Passait, effaré, la torche au derrière.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Oh ! qu'il était triste ! Oh ! qu'il était pâle !
Oh ! l'archet damné, raclant sans espoir ;
Oh ! le paletot plus sinistre à voir
Sous les transparents aux lueurs d'opale !

Comme un chœur antique au sujet mêlé,
Il fallait répondre aux péripéties
Et quitter soudain, pour des facéties,
Le libre juron tout bas grommelé !...

Il fallait chanter, il fallait poursuivre,
Pour le pain du jour, la pipe du soir ;
Pour le dur grabat dans le grenier noir ;
Pour l'ambition d'être homme et de vivre !

Mais parfois dans l'ombre, et c'était son droit,
Il lançait, lui pauvre et transi dans l'âme,
Un regard farouche aux pantins du drame,
Qui reluisaient d'or et n'avaient pas froid.

Puis - comme un rêveur dégagé des choses,
Sachant que tout passe et que tout est vain,
Sans respect du monde, il chauffait sa main
Au rayonnement des apothéoses.

¡ Oh ! que triste estaba en la esquina de la sala,
Como tiritaba del hombre del violón.
La barraca de tablas tenía poco aplomo
Y el viento soplaba en la tela sucia.
..................
A su alrededor, Antoine, orando,
Se cubría los ojos bajo su capuchón.
Los demonios bailaban. El cerdito
Pasaba, asustado, la linterna por detrás.
.............
¡ Oh ! ¡ que triste estaba ! ¡ Oh " ¡qué pálido era !
¡ Oh ! el arco condenado, tensado sin esperanza;
¡ Oh ! el abrigo más siniestro de ver
Bajo los transparentes resplandores del ópalo !

Como un coro antiguo con objeto de enredar,
Había que responder a las peripecias
Y abandonar a menudo, para bromear,
El libre juramento mascullado en bajo...

¡ Había que cantar, había que proseguir,
Para el pan diario, la pipa de la tarde;
Para el duro camastro en el negro granero;
Para la ambición de ser hombre y de vivir !

Pero a veces en la sombra, y ese era su derecho,
Él lanzaba, el pobre y transida el alma,
Una mirada salvaje a los peleles del drama,
Que relucían de oro y no tenían frío.

Luego - como un soñador liberado de todo,
Sabiendo que todo pasa y que todo es vano,
Sin respeto hacia el mundo, calentaba sus manos
En los rayos de las apoteosis.

      Y cuando salí de la barraca, creía todavía oír la voz sonora de Flaubert:
      - ¡ Pobre... diablo !
      Y Bouilhet respondió:
      - Sí, ¡ eso no resulta alegre para todo el mundo ! 

4 de diciembre de 1884

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre