RESPECTO DEL DIVORCIO
( À propos du divorce )
Publicado en Le Gaulois, el  27 de  junio de 1882

      Aparte de todas las razones invocadas en pro o en contra del divorcio, hay una que parece haber pasado inadvertida hasta el presente, aquella que podríamos denominar la « razón sentimental ». No somos personas lógicas ni razonables, sino personas de sentimientos sutiles; y los más precisos argumentos nunca valdrán, en nuestro espíritu, lo mismo que algún prejuicio poético.
      En política, en moral, incluso en arte,  nunca estamos determinados por razonamientos, sino siempre por impulsos refinados y a menudo falsos, procedentes de un idealismo exaltado.
      El mayor obstáculo que encontrará el divorcio antes de entrar a formar parte de nuestras costumbres, después de haber entrado en nuestras leyes, será quizás una repulsión de esta naturaleza.
      Doy un ejemplo para hacerme comprender. Hay, en Monsieur de Camors, una palabra que parece odiosa a unos, enorme a otros. Es el famoso « ¡ pardiez ! » que el amante responde a la enamorada cuando, después de la caída, ella le dice: 
      - ¡ Cómo me debes despreciar !
      Si el Sr. Feuillet hubiese tenido algún celo por la verosimilitud, no habría escrito ese ¡ pardiez ! que jamás hombre alguno responderá.
      La palabra es falsa; pero ha calado en muchos lectores, porque el sentimiento es justo; porque la primera impresión del amante que acaba de triunfar es una especie de vago desprecio para aquella que se ha abandonado a él.
      Inexplicable, incomprensible, ilógico, incluso repulsivo, ese desprecio inmediato hacia la mujer poseída es sin embargo innegable. Muchos hombres apenas se lo confesarán a si mismos y lo negarán enérgicamente en público; muchos amantes arrepentidos lo combatirán en su corazón, pero ninguno escapará a ese rápido florecimiento de desdén, a ese fino y repentino aguijón.
      Ahora bien, ¿ este extraño sentimiento respecto de un ser al que debemos, por el contrario, todos nuestros sentimientos de reconocimiento apasionado y devoto, no será más violento todavía hacia aquella que habrá dormido durante tiempo en los brazos de otro hombre ?
      ¿ Y las viudas ? se preguntarán.
      Es diferente. El anterior poseedor ya no existe. Luego, casarse con una viuda, ¿ no esta un poco considerado por nosotros como un matrimonio de ocasión, como la compra de una mercancía ligeramente ajada ?
      ¿ Todas nuestras sutiles susceptibilidades amorosas no se opondrán a la idea de la sonrisa del esposo anterior, de sus pensamientos secretos, de sus recuerdos, e incluso de la mirada llena de viejos secretos que éste puede intercambiar con su compañera de antaño si la encuentra en nuestros brazos ?
      Tenemos al respecto una delicadeza tan exagerada, que pocos hombres consentirían en tomar por esposa a una muchacha si supiesen que tuvo ya un ligero amorío, incluso una pequeña y anodina intriga.
      De ahí la estrecha  y sofocante educación de las muchachas en Francia, tan diferente de la educación de las inglesas y americanas, que flirtean a ultranza hasta el descubrimiento del esposo que nunca se inquieta por los besos puestos antes que él sobre esos labios que van a pertenecerle definitivamente.
      Pero, si admitimos que la joven mujer haya sido únicamente turbada por el pensamiento de otro hombre, ¿ cómo consentiremos en tomar una esposa notoriamente mermada por un anterior teórico poseedor ?
      ¿ De donde proceden esos matices, esas argucias del sentimiento, esos excesivos refinamientos ?
      Es más cómodo constatarlos que explicarlos. Sin embargo es un hecho palpable, fácil de apreciar, la influencia de las letras en general y de la novela en particular.
      Gracias a esta sofisticada literatura, sentimental y empática, que envuelve a Francia desde el comienzo del siglo, y que, sembrada por Jean Jacques Rousseau, bulle en todas las cabezas, desde la crisis de 1830, hemos hecho de la mujer una especie de ser ideal, localizado en una nube, una especie de divinidad, en traje de armiño inmaculado.
      La influencia de esas novelas de sentimientos extremos fue predominante. Todavía nos estamos resintiendo. Los héroes y las heroínas, siempre presas de un delirio de delicadeza, de una exaltación ininterrumpida, han perturbado en nuestra raza el buen sentido común que la naturaleza allí había puesto.
      Es fácil darse cuenta de esta singular y rápida modificación, por la lectura de las obras más típicas, reflejos precisos de los espíritus de nuestro siglo como del siglo anterior.
     Tomemos por ejemplo, de un lado, los libros de George Sand que pueden servir como modelo de la novela idealista. Tuvieron sobre toda nuestra época una singular influencia moral; son al mismo tiempo un espejo fiel de las creencias contemporáneas.
     Ahora bien, en todas esas novelas, de la primera a la última línea, se vive en un sentimentalismo exaltado, en una constante tensión de las ideas caballerescas y anormales, en una atmósfera sublime y turbadora, excesivamente refinada, que falsea enseguida la sencilla y sana noción de la existencia real en un espíritu excitable.
      Todos aquellos que están tocados por esas poéticas ficciones de la vida se agitan en una alucinación novelesca que les modifica las proporciones y las relaciones de las cosas.
      La mujer, en esas obras, se convierte en una especie de ser simbólico, personificación del pudor, de la castidad, de todas las delicadezas y refinamientos.
     Por otro lado, si abrimos alguno de esos encantadores libritos de literatura jocosa que nos dan la fisonomía exacta de los hombres del siglo XVIII con sus creencias y sus sentimientos más íntimos, entramos en un mundo nuevo.
      Tomemos Manon Lescaut, Thémidore, o el encantador relato que acaba de ser reeditado y que lleva por título: Ma Vie de garçon. Esta última obra tiene sobre todo tal carácter de franqueza, de sinceridad, de buena fe, que se podría deducir, si no se la conociese ya, toda la moral de esos tiempos.
      Se trata de un cuento picante, incluso extremadamente pícaro, pero en el que transpira por todas partes el alma de la época.
     Que se caiga después de eso, después de el Marqués de Villemer, y que de repente todo el complicado andamio del sentimentalismo moderno se rompa, todos los refinamiento de idealismo desaparezcan, y la buena antigua lógica reaparezca ante nosotros.
      Y que se remonte más alto si se quiere. ¿ Son los contemporáneos de Molière, los de Rabelais o de Brantôme quiénes habrían respondido, incluso en el fondo de su corazón, a la amante caída en sus brazos el «¡ pardiez ! » del Sr. Feuillet ?

27 de junio de 1882
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre