SOBRE LAS NUBES
( Sur les nuages )
Publicado en La Lecture, el 25 de
julio de 1888
Cuando entré en el taller de La Villette,
vi, yaciente sobre la hierba del patio, enfrente de la armada de negras y
monstruosas chimeneas, el enorme globo amarillo, casi inflado por completo,
igual a una calabaza colosal posada en medio de gasómetros en el huerto de un
cíclope.
Un largo
conducto de tela barnizada, igual a ese pequeño rabo torcido por donde las
calabazas doradas beben la vida en la tierra, insuflaba al Horla el alma de los
aeróstatos. Palpitaba y se levantaba poco a poco, y una docena de hombres lo
rodeaban, desplazando de cuando en cuando los sacos de lastre enganchados a las
amarras para permitirle moverse.
Un cielo bajo
y gris, una pesada bóveda de nubes se extendía sobre nuestras cabezas. Eran
las cuatro y media de la tarde, y la noche, ya, parecía próxima.
Curiosos y
amigos entraban al taller. Observaban, con sorpresa, la pequeñez de la
barquilla, los parches sobre las delgadas fisuras del globo, todos los
preparativos para este viaje por el espacio.
Aún se cree
que las ascensiones exponen a los viajeros a grandes peligros, cuando en verdad
presentan los mismos, o menos, que un simple paseo por el mar o en coche de
punto. Cuando el material es adecuado, el aeronauta prudente y experimentado,
como lo son los señores Jovis y Mallet, se puede partir hacia una excursión al
cielo con una tranquilidad anímica más completa que si uno se embarcara hacia
América, lo que no es del todo espantoso.
Cuatro hombres
vienen por la barquilla al taller, gran cesta cuadrada muy parecida a las nuevas
valijas de viaje, de mimbre tejido. En dos de los costados de este vehículo
volador, se lee, en letras de oro sobre una placa de madera: El Horla.
Sujetamos el
globo cautivo, que eleva su lastre, y al racimo de hombres prendidos de las
amarras; luego metemos la cesta de las provisiones, la caja con herramientas y
los instrumentos: dos barómetros ordinarios, un barómetro registrador, dos
termómetros, unos gemelos para navegación.
Todo está
listo. Los amigos forman un círculo; y los viajeros, usando una silla como
escala, suben al borde de la barquilla, luego saltan al interior. El Sr. Mallet
trepa al fleje, por encima de nuestras cabezas, bajo el apéndice del globo,
estrecha boca de tela por donde saldrá el exceso de gas si encontramos capas de
aire más caliente.
El
aeronauta Sr. Jovis calcula en tanto la fuerza de ascensión a fin de hacer un
buen despegue. Vaciamos un saco de lastre; las manos de los hombres aferradas a
los bordes de la barquilla la aflojan un poco, y nosotros nos sentimos
suavemente elevados, luego recapturados por todos estos dedos de nuevo uncidos,
finalmente abandonados una vez más cuando otro saco ha sido vertido.
Un teniente de
la fuerza aérea, vinculado a la escuela militar de aeronáutica de Meudon, que
vino a ver el despegue, ha querido con gusto ayudar a nuestra partida. Retiene
entre sus manos la cuerda que nos liga a tierra hasta que se escucha el grito
que lanza Jovis: "Suelten."
De repente el
gran círculo de amigos que nos rodea y nos habla, las ropas claras, los brazos
extendidos, los sombreros negros, se hunden alrededor nuestro y desaparecen –nada
sino aire–; partimos, alzamos el vuelo.
Volamos ya
sobre una inmensa ciudad, sobre un plano de París desmesurado, semejante a los
planos en relieve de las exposiciones, con los techos azules, las calles rectas
o tortuosas, el río gris, los monumentos puntiagudos, el domo dorado de los
inválidos, y más lejos el campanario aún inconcluso de Notre-Dame-de-la-Chaudronnerie,*
la torre Eiffel.
Inclinados
sobre el borde de la barquilla, vemos en el patio del taller a una muchedumbre
de hombres y mujeres empequeñecidos que agitan brazos, sombreros y pañuelos
blancos. Pero son tan pequeños, tan insectos, están tan lejanos, que no
comprendemos que los hayamos dejado en unos instantes –ocho o diez segundos.
–Miren –grita
Jovis con entusiasmo–, ¿no es hermoso, hijos míos?
Un rumor
inmenso sube hacia nosotros, un rumor hecho de miles de ruidos, de toda la vida
de las calles, de la circulación de los vehículos sobre los adoquines, de los
relinchos de los caballos, del chasquido de los látigos, de las voces humanas,
del estrépito de los trenes. Dominando todo, próximos o lejanos, en extremo
agudos o graves, los pitidos de las locomotoras parecen desgarrar el aire, tan
vibrantes y claros son. He aquí ahora la llanura alrededor de la ciudad, la
planicie verde que cortan las vías blancas, rectas, cruzadas en todos los
sentidos, innumerables. Pero de pronto los detalles de la tierra, tan nítidos,
se pierden un poco, como si los hubiesen difuminado suavemente, luego se
empañan tras vapores casi imperceptibles, después se confunden del todo
enturbiados, casi eliminados. Penetramos en las nubes.
Es, ante todo,
un velo que nos envuelve, ligero y transparente. Se espesa y se vuelve gris,
opaco, se cierra sobre nosotros, nos aprisiona, nos contiene, nos oprime. Luego,
pronto, esta muralla de niebla húmeda y sombría se despeja, blanquea, aclara.
Por entonces nos deslizamos a través de un algodón vaporoso, entre un humo
lácteo, a través de un rocío plateado. De segundo en segundo, una luz
misteriosa, deslumbrante, venida de lo alto, ilumina cada vez más las olas
blancas que surcamos; y de súbito, bruscamente, emergemos hacia un cielo azul
esplendoroso de sol.
Ninguna locura
puede crear un sueño similar al que acabamos de ver. Volamos, ascendemos
siempre, por encima de un caos ilimitado de nubes que tienen la apariencia de la
nieve. Se extienden hasta donde alcanza la mirada, fantásticas, inimaginables,
sobrenaturales.
Se despliegan,
estas nieves de un brillo intolerable, en todas direcciones por debajo de
nosotros. Hay praderas, cumbres, picos, valles. Las formas de este nuevo
universo, de este país de hadas que no se puede ver sino desde el cielo, son
desconocidas en la tierra. Se perciben provincias de pináculos, de agujas, de
torres de cristal, de océanos de olas revueltas, sublevadas, inmóviles y
furiosas, cuya espuma reluciente ciega los ojos, precipicios violeta ahuecados
por las nubes más bajas, y montañas inverosímiles alzando en el espacio
infinito sus grupos monstruosos de claridad enloquecedora.
Pero de
pronto, cerca de nosotros –cerca o lejos, no sabríamos decirlo pues no
tenemos noción de la distancia– aparece en el aire límpido una mancha
transparente, enorme, redonda, que flota y sube, un globo, otro globo, con su
barquilla, su bandera, sus viajeros. Levanto un brazo y veo a uno de los
pasajeros de esta aparición alzar un brazo. Distinguimos las nubes, el
horizonte desmesurado a través de esta sombra fantástica como si no existiese;
y, alrededor de ella, se dibuja un gran arco iris que lo encierra en una corona
luminosa y multicolor.
Más real que
el buque fantasma de los navegantes, este globo fantasma nos acompaña a través
del espacio, por debajo del desierto ilimitado de nubes, rodeado de una aurora
deslumbrante, parece que nos enseña, en medio del cielo inexplorado, la
apoteosis de los viajeros del aire. Se nombra a este fenómeno bien conocido
"la aureola de los aeronautas".
La sombra del
globo proyectada sobre las nubes vecinas explica esta aparición sorprendente;
pero, para explicar el arco iris que lo rodea, hay bastantes teorías.
He aquí la
más verosímil.
La tela del aerostato
sigue siendo, a pesar de la calidad del tejido y del barniz, permeable al gas
del interior. Ha ocurrido por tanto una pérdida constante por toda la
superficie y crea alrededor del globo una ligera capa de humedad. El sol, al
atravesar esta rociada, engendra los colores del prisma como en la fina llovizna
de las cascadas, y los proyecta en corona, siguiendo la sombra del globo, sobre
la nube más próxima. Ahora bien, como ascendemos siempre, este espectro
vaporoso cesa pronto de seguirnos, y, más pequeño a cada instante, a medida
que nos elevamos, sigue estando por debajo de nosotros, flotando sobre el
océano de los nubarrones blancos. El sol oblicuo lo arroja a lo lejos, abajo,
donde sigue todos nuestros movimientos, semejante a una pelota que rueda, que
vaga por el desierto tumultuoso de las nieves.
Entre más
tiempo pasamos en el aire, más intenso parece el calor y más la reverberación
de la luz que sobre esta inmensidad reluciente se vuelve prodigiosa e
insoportable. El termómetro marca veintiséis grados en tanto que en tierra
sólo teníamos trece, y el globo, demasiado dilatado, deja escapar por el
apéndice una oleada de gas que se derramas en el aire como una vaharada.
Hemos pasado
los dos mil metros, planeamos por tanto a cerca de mil quinientos metros por
encima de las nubes, y no vemos otra cosa que estas flotas de plata
interminables, bajo el azul ilimitado del cielo.
De vez en
cuando ocurren agujeros violeta, abismos en los que no se ve el fondo. Vamos
lentamente, empujados por una brisa que no sentimos, hacia una de estas fisuras.
Diríamos, desde lo lejos, que un glaciar se ha postrado en la inmensidad,
dejando, entre dos montañas, una grieta desmesurada.
Tomo los
gemelos para examinar la depresión azulada del precipicio y atisbo en el fondo
un pedazo de pradera, dos caminos, una gran ciudad. Pronto estamos encima. ¡He
aquí carneros en un campo, vacas, vehículos! ¡Se ven lejanos, pequeños,
insignificantes! Pero los nubarrones que circulan por debajo de nosotros cierran
bruscamente esta mirilla abierta en esta bóveda de tormentas.
Entre tanto,
el Sr. Mallet repite de vez en cuando: "Lastre, suelten lastre." El
globo, desinflado por la dilatación del gas y enfriado de golpe por la
proximidad de la tarde, cae como una piedra. En torno a nosotros las hojas de
papel de arroz, lanzadas sin cesar para apreciar las ascensiones y los
descensos, revolotean como mariposas blancas. Es éste el mejor medio para saber
lo que hace un aerostato. Cuando sube, el papel de arroz parece caer hacia
tierra; cuando desciende, la hojita parece remontarse hacia el cielo.
–Lastre.
Suelten más lastre.
Vaciamos,
puñado a puñado, los sacos de arena, que se derrama por debajo de nosotros a
manera de lluvia blonda que el sol dora. El Horla se desploma sin remedio y
vemos reaparecer muy cerca de nosotros, como si viniese a nuestro encuentro, no
habiendo podido seguirnos, el globo fantasma en su aureola.
Mientras
tanto, rozamos el mar de nubes, y la barquilla, a veces, parece remojarse en la
espuma de olas que se evaporan a su alrededor.
De nuevo
aparecen los orificios por donde atisbamos el terreno, un castillo, una vieja
iglesia, siempre rutas y campos verdes.
A fuerza de
soltar lastre, hemos terminado por frenar la caída; pero el globo, fofo y
blando, semeja un andrajo de tela amarilla, y enflaquece a simple vista, asido
por el frío de las nieblas que rápidamente condensa el gas. De nuevo entramos
en las nubes, nos ahogamos en estas flotillas de bruma.
Los ruidos del
mundo nos llegan más distintos, ladridos de perros, gritos de niños,
circulación de vehículos, chasquidos de látigos. He aquí la tierra, el
inmenso mapa geográfico que hemos podido ver por cerca de medio minuto al
partir: estamos apenas a seiscientos metros por encima de ella, distinguimos
detalles menores.
Algunas
gallinas, en un gran patio, vuelan despavoridas, tomándonos sin duda por algún
gavilán monstruoso que planea.
¿Qué
extraño animal es ése que corre en el campo? ¿Un pavo blanco, o un borrego, o
un ganso? No. Es un niño, vestido con pantalón y una camisa, que nos ha visto
y que, boca arriba, se ha tendido, lo que me ha permitido reconocer un cuerpo
humano.
Lanzamos a
tierra avisos frecuentes con nuestra bocina. Los hombres responden con gritos y
nos acompañan corriendo a través del campo, abandonando los vehículos en los
caminos, y vemos en medio de las cosechas verdes una multitud insensata que
trota.
El aerostato
sigue bajando. La primer ancla se arrastra entre los árboles, la segunda toca
tierra cuando estamos por alcanzar una de las vías del tren cuyos cables
telegráficos van a impedirnos el paso.
–Hay que
esquivar los cables –grita Jovis, pues el telégrafo es la guillotina de los
aeronautas.
El último
saco de lastre es vaciado, casi de golpe, y el globo agonizante hace un último
esfuerzo, parece dar un último aletazo, y salva el terraplén final justo en el
momento en que llega un tren, cuyo maquinista nos saluda con un pitido.
Estamos de
nuevo a treinta metros del suelo. Con un navajazo, Jovis corta la soga del
ancla, que cae en un campo de trigo. Aliviado de este peso, El Horla asciende un
poco; pero jalamos con todas nuestras fuerzas la cuerda de la válvula de escape
y la barquilla cae a tierra, sin sacudida alguna, en medio de un pueblo de
campesinos que la atrapan y retienen.
Abandonamos la
barquilla, afligidos por ver terminado este corto y grandioso viaje, esta
inimaginable ascensión a través del espacio, en un hechizo de nubes blancas
que poeta alguno ha soñado.
Un amable
terrateniente de Thieux, donde habíamos caído, el Sr. Gilles, que también ha
realizado muchas ascensiones, viene a recibirnos con la promesa de una excelente
cena en su casa.
* "Nuestra Señora de la Calderería". Maupassant era por completo contrario a la construcción de la torre Eiffel.
Traducción de José Abdón Flores