SOBRE Y BAJO EL AGUA
( Sur et sous l'eau )
Publicado en Le Gaulois, el 30 de
junio de 1884
¿ Quién de nosotros no se ha preguntado, pasando junto a un puente, cómo se
habían podido hundir los cimientos bajo el agua y levantar de ese modo, en
medio de un río, esos enormes pilares que soportan los arcos ?
Luego, harto de buscar por que medios los ingenieros han obtenido tal logro, uno
se dice: « ¡ Han hecho el vacío ! » Y, de ese modo,
se da respuesta a la cuestión, quedándose uno tranquilo y satisfecho.
Pero, ¿cómo hacen el vacío ?
Por medio de bombas a vapor, ¿ no es así ? Eso parece sencillo. Se construye
una cámara con una fuerte estructura de madera y se vacía el interior.
Hay todavía otro medio, mucho más sorprendente, mucho más curioso.
Vamos, si les parece, a emprender un corto viaje entre París y Normandía, y
haciendo el camino, descenderemos al fondo del río por un procedimiento de lo más
peculiar.
La luna iba a desaparecer, un poco mordida por su
lado izquierdo; era medianoche
aproximadamente. Mi amigo Pol y yo, mirábamos correr el agua, iluminada con
una luz amarillenta y estremecedora.
Debíamos de partir al despuntar el día, en una de esas largas
embarcaciones que se
denominan yolas, para descender por el Sena hasta Poses, y visitar los trabajos
del magnífico embalse, el más grandioso que hay en el mundo, construido según
los planos y según las nuevas ideas del Sr. ingeniero en jefe Caméré.
Estábamos sentados sobre la hierba, respirando
suavemente el suave aire de la
noche cálida y la tibia humedad de las orillas. Y charlábamos. A nuestra derecha
el viejo molino de Maison-Laffitte extendía su pierna de piedra encima del
pequeño brazo, y, alrededor del arco, la corriente rápida y arremolinada formaba
bajo la luna gruesos borbotones de fuego.
- Se estaría muy bien navegando, dijo Pol.
- ¿ Quieres que salgamos enseguida ? pregunté yo.
- Sí, con mucho gusto.
- ¡ Vamos !
El delgado barco fue transportado desde la bodega que le servía de hogar, y
vibró vivamente en el agua sobre las planchas del embarcadero. Luego introdujimos
en su interior los dos pares de remos, nuestras maletas ya que teníamos que
hacer cuatro días de río, la indispensable caja de sebo, el mapa del Sena desde
París hasta el mar y la piel de cordero que acolchaba el asiento del timonel. Y
partimos.
No hay nada más encantador, y más temible al mismo tiempo, que un río durante la
noche.
Ningún ruido excepto un vago rumor, un chapoteo casi inaudible, unos susurros del agua que discurre. Se va aprisa, se desliza, se pasa, sobre
esa cosa fría, intangible, fluida, pérfida, transparente y terrible.
Apenas se ven las orillas pobladas de sombras. A
veces se transcurre a lo largo de un ejercito de rosales que parecen hablar
bajo, charlar entre ellos por el estremecimiento de sus largas hojas, contarse
historias desconocidas, esas historias del fondo que solo ellos conocen,
plantados como están en los jarrones de la espesura.
A veces un puente parece barrer la ruta, abriendo como un precipicio,
el agujero claro y engañoso de su arco. En ocasiones se oye a lo lejos, un
ruido sordo y continuo, un rugido fuerte que parece venir de las profundidades
del río. Es la caída de una cascada. Y el barco apenas avanza, los dos hombres
que lo tripulan, inquietos, sondean las sombras con la vista, buscando el punto
preciso donde hay que abordarlo.
Luego pasamos sobre nuestras hombros la ligera embarcación al otro lado de la
cascada, que luce bajo la luna como un inmenso burlete de nieve; y volvemos a
partir llevados rápidamente por la corriente arremolinada de la caída, elevados
por los remolinos, discurriendo como en un sueño, silencioso, emocionante, ansioso
y extraño.
La luna se oculta. Unas tinieblas opacas nos envuelven. Vamos siempre, sobre el
agua negra que fluye, el corazón un poco crispado por un delicioso sentimiento de
temor. Unos leves ruidos nos hacen estremecer, ruidos desconocidos, turbadores,
incomprensibles. Se diría tanto un grito humano, emitido muy lejos; o bien unas
palabras bajas, cuchicheadas cerca, en alguna parte, contra nosotros, en el
vacío oscuro que nos rodea; el chapoteo de un pez que ha saltado, la huidiza
llamada de un pájaro nocturno, la leve voz de un animal desconocido que parece
cantar en una rama de árbol, y que continua indefinidamente ese extraño canto
mecánico, monótono y regular; otros rumores confusos, casi imperceptibles, nos
hacen recorrer a todo momento un rápido estremecimiento sobre la piel.
¿ A dónde vamos ? ¿ En dónde estamos ¿ Dónde están las orillas ?
El remero se detiene a todas horas para mirar a su vez en la sombra, detrás
de su espalada; y el timonel inquieto, con los grandes ojos abiertos sobre las
tinieblas, declara
- No veo nada. Si llega alguna cosa, no soy responsable.
Y con nosotros, bajo nosotros, a nuestro alrededor, el agua discurre, muda y
profunda. Discurre sin cesar, sin detenerse; va, va como la vida, el agua rápida
y lenta, impenetrable y clara, peligrosa y encantadora.
- En marcha, camarada; ¡ el azar tiene dos ojos por nosotros !
Llega el día. El cielo empalidece; unas formas se dibujan entorno a nosotros;
unos pájaros se despiertan a lo largo de las orillas; un fino vaho, un velo
blanco, espeso y transparente, flota en la superficie del río.
Reconocemos la costa. Aquí está Carrières a la izquierda; Poissy, ante nosotros,
atravesando el río su largo puente cubierto de casas. Tomamos los
pequeños brazos, llenos de islas y de hierbas. Dos patos salvajes levantan el
vuelo desde unos juncos; más lejos, en frente de Villennes, una garza,
sorprendida por la llegada silenciosa y brusca de la yola, nos salpica, asustada se eleva a base de amplios
aleteos, encogiendo sus
enormes patas bajo su cuerpo.
He aquí Médan, con la casa de Zola; aquí Triel, luego Meulan, donde almorzamos.
Volviendo a salir tras la comida, amarramos el barco a lo largo de una pradera
rodeada de árboles, y, acostados en el heno, sobre el vientre, la espalda al
sol y la cabeza a la sombra, dormimos un buen rato al aire libro, un sueño
tranquilo y fuerte de los segadores que echan la siesta.
Pasamos la noche en un albergue de Vétheuil, en un albergue de peregrinos y
marineros. Era tarde. Nos sirvieron unos huevos con tocino para cenar; luego nos
hicieron entrar en una habitación con cuatro camas. Las cuatro estaban
hechas; pero sobre dos únicamente se habían puesto unos gorros de dormir de
algodón. Eran los que nos estaban destinados.
Al día siguiente llegamos a Vernon hacia las cuatro de la tarde.
El pequeño vapor de los puentes y caminos, Henri-Chanoine, nos transporta, desde
que nos levantamos al día siguiente, a la presa de la Garenne donde debíamos
descender en una campana con el ingeniero en jefe, Sr. Caméré, y el joven
ingeniero que dirige los trabajos, Sr. Clerc.
Si un arquitecto comenzase una casa por el tejado, para acabarla por los sótanos,
haría un trabajo equivalente al de un ingeniero que construye un puente por
medio de campanas de aire comprimido.
Se trata de plantar un pilar o una esclusa en el fondo del río, incluso
sobre suelo resistente, a siete o ocho metros bajo el fondo del agua.
Uno procede del modo más singular e ingenioso. Se construye primero, justo
encima de lugar donde estará el pilar, una inmensa caja de hierro, suspendida
encima del agua por medio de enormes piezas de madera clavadas en el fondo del
río.
Este cajón, de dos metros de ancho, dieciséis de largo aproximadamente y diez de
alto, vacío, esta coronado con tres o cuatro gruesas chimeneas, comparables a las
de los barcos de vapor, y tocadas con una especie de escotilla herméticamente
cerrada, donde se entra por una pequeña puerta.
Cuando ese inmenso aparato está terminado, se comienza a construir encima una
enorme muralla, la del pilar. Luego, desde que la altura del muro es suficiente,
se deja descender la caja al fondo del río.
Tan pronto ha tocado el suelo cenagoso se introduce dentro el aire
comprimido por medio de poderosas maquinas. Este aire expulsa el agua, haciendo
el vacío en el interior de la colosal caja de hierro. Entonces los obreros
descienden al interior introduciéndose por las chimeneas, y se ponen a cavar.
Cavan, quitan el cieno, quitan la arena, la tierra, las piedras, la roca, todo
lo que encuentran.
Y el cajón siempre desciende, hundiendo sin cesar, día tras día, hora tras
hora, minuto tras minuto, sus muros de hierro, afilados como unos cuchillos,
minando el
suelo sin cesar bajo él.
Y, durante este tiempo, los albañiles trabajan encima, construyendo el muro del
puente, que crece cada vez mas, y obliga a sumergir cada vez más el cajón
gigantesco que lo soporta.
Y todo esto se hunde sin descanso, los obreros, la caja y el pilar bajo el peso
enorme, bajo el peso formidable de la albañilería acumulada, que aplastaría todo,
caja de hierro y obreros, si las máquinas, a medida que la carga aumenta y que
el aparato desciende, no aumentasen la presión del aire comprimido que opone su
fuerza invisible, su fuerza invencible a la fuerza tremenda de los bloques
acumulados, y que hacen las paredes del cajón inflexibles,
indestructibles.
Pero bastaría que una de las maquinas parase de funcionar para que la masa de la
muralla , en el fondo del agua, con los hombres encerrados en la prisión de metal,
provocase una mezcla de papilla de carne y sangre con la papilla de cieno y de arena donde
trabajan.
Este accidente se produjo el año pasado. Un cajón, cediendo bajo la carga, se
partió en dos. El agua inmediatamente se precipitó y lo invadió. Algunos
segundos más tarde, los obreros estarían aplastados o ahogados. Tuvieron
tiempo sin embargo de ganar las chimeneas y subir al aire libre.
Es de temer otro peligro. Cuando los muros afilados del aparato encuentra de
golpe un suelo blando, después del suelo duro donde penetraban de un modo lento
y regular, pueden hundirse bruscamente más de un metro. Entonces todo la inmensa
maquinaria se va a pique, y los trabajadores están perdidos.
Por lo común, el muro y el cajón descienden aproximadamente veinte centímetros
al día.
Cuando se llega al fin al suelo resistente, que se encuentra en el Sena a siete u
ocho metros bajo el fondo del agua, o bien a diez metros bajo el nivel del río, se
cesa de cavar; los desterradores suben, y los albañiles descienden a su vez
en la caja. Entonces se ponen a trabajar en el interior del cajón; colocan
piedras y cemento, retrasando de hora en hora ante esta muralla que llena poco a
poco la caja, huyendo ante su tarea hasta la entrada de las chimeneas, trabajando
de rodillas, sobre el vientre, con una candela en la mano. Luego cementan el
interior de la chimenea y suben poco a poco hacia el día, apoyados en el muro
que crece bajo sus pies, y cuando llegan a la luz, el pilar del puente se ha
terminado, asentado sobre unos cimientos inquebrantables.
Se nos hizo entrar primeramente en una pequeña cabaña de madera donde nos
vistieron con blusas de tela abiertas anudadas en el cuello y en los puños, pantalones
de tela anudados en los tobillos, y gruesos zapatos de cuero amarillo;
luego, ganando el centro del río por un estrecho paso en planchas llevadas sobre
pilotes, llegamos pronto sobre una esclusa en construcción.
Cuatro chimeneas coronadas con sus escotillas daban acceso al cajón, que se
encontraba en ese momento a ocho metros bajo el nivel del agua.
Se abrió la pequeña puerta de una de esas escotillas, y pasamos uno tras otro,
penosamente, por la abertura para entrar en una estrecha cámara redonda. oscura,
donde nos apretamos en circulo, como sardinas en su lata, alrededor de una placa
de hierro redonda, comparable a los que cierran los agujeros de alcantarilla
sobre las aceras, pero mucho más pequeña, tan pequeña que no se podía creer,
viéndola, que un hombre pudiese descender por allí.
Éramos seis en esa caja: los dos ingenieros, mi amigo Pol, un contramaestre, un
desterrador y yo. Se encendieron dos bujías, luego se cerro la puerta de fuera.
Entonces, uno de los ingenieros nos dio unos consejos, pues íbamos a sufrir una
prueba bastante penosa. Se trataba de hacer entrar en la escotilla el aire
comprimido del cajón para igualar la presión a lo alto y a lo bajo. Se abrió una llave: un ruido de aire furioso, un ruido de maquina de vapor se hizo
oír, y bruscamente sentimos en el fondo del los oídos, una sensación
extraña y dolorosa.
El aire comprimido, invadiendo la cámara, tendía a destrozarnos los tímpanos,
la presión interior de nuestros cuerpos, encontrándose de golpe infinitamente
menor que la presión exterior.
Fue necesario estrechar con los dedos las fosas nasales, y hacer el simulacro de
soplar, para tensar del interior al exterior, la ligera piel del tímpano, y
permitirle resistir la fuerza nueva que la presionaba.
Se procedía además con prudencia, pues ciertos hombres no pueden soportar
este paso del aire libre al aire comprimido, y los accidentes, aunque raros,
son posibles.
Al cabo de algunos minutos, toda molestia había desaparecido. Se abrió la
pequeña trampilla redonda que nosotros rodeábamos, y se percibió, allá abajo,
muy lejos, al extremo de una larga chimenea, un lugar vago y unos hombres
moviéndose.
Había que descender por ese tubo por medio de escalones de hierro, gruesos como
el dedo. Uno de los ingenieros bajo el primero por ese agujero, cuyas paredes
estaban emborronadas de cieno, pues por allí también se subía toda la porquería
del fondo del río.
Yo le seguí, buscando pie en la sombra de las barras de hierro de debajo,
agarrado por las manos a las de encima, apoyando mis riñones contra la
fangosa pared; y los hombres que descendían encima de mí, me hacían caer en la
cabeza una lluvia de tierra húmeda que arrancaban con sus espaldas de
los muros de ese tubo de metal.
Al cabo de dos o tres minutos, tras una penosa gimnasia para cambiar de
escalones, pues los extremos empalmados no eran continuos, puse el pie sobre el
suelo ¡ que suelo ! una papilla donde hundí las piernas.
Fue cuando vi una amplia cueva, donde trabajaban una treintena de hombres, todos
austriacos e italianos, pues los franceses rehúsan descender en esas peligrosas
maquinas, que se toman, en algunos meses, la salud de un obrero.
Iba guiado por el ingeniero que dirige ese trabajo, el Sr. Clerc. Los muros de
metal, terminados en laminas, reforzados de albañilería para aumentar su
resistencia, reposan sobre el suelo liquido penetrando poco a poco a medida
que los hombres cavan y hacen subir los deshechos por las chimeneas.
El agua no puede entrar en este domicilio subterráneo, expulsada por la potencia
del aire que las bombas insuflan sin cesar en su interior. Algunas bujías
apenas iluminan a esta inmensa pieza lúgubre, silenciosa, donde los obreros se
agitan como sombras. Un vago ruido de maquina, un ronroneo monótono y continuo
turba solamente el silencio. Se toca con la frente el techo de hierro que soporta
el puente, el puente que se agranda a lo alto bajo las manos de los albañiles, a
medida que sus cimientos descienden sobre las manos de los desterradores.
El Sr. Clerc me cuenta un detalle singular. Esta vida en el aire comprimido
actúa de un modo peligroso sobre el sistema nervioso, y basta una estancia de
algunos instantes en esta atmósfera para experimentar trastornos cerebrales o
físicos muy sensibles.
Este fenómeno ha hecho inútil o mas bien inutilizable un descubrimiento del Sr.
Paul Bert.
Aquel, habiendo comprobado que el protóxido de azote pierde sus propiedades
toxicas en el aire comprimido, tuvo la idea de construir una gran cámara donde
los cirujanos podrían operar a los enfermos dormidos por medio de ese gas, bajo
una presión lo más débil posible, Pero resulta que los médicos perdían en el
interior su presencia de espíritu, su calma y la seguridad en sus manos; y hubo que
renunciar a los servicios de esa invención.
Finalmente subimos por la misma chimenea, dejando a los desterradores cumplir su
triste tarea.
Luego de ser necesario pasar de nuevo la operación del paso al aire libre,
apretándose los oídos para disminuir la tensión interior del tímpano, salimos al
día, cubiertos de fango amarillo de pies a cabeza.
Dos horas más tarde, llegamos a la magnífica presa de
Poses, construida mediante
los planos del Sr. ingeniero en jefe Camére.
Esta presa, la más alta que hay en el mundo, reteniendo el agua por medio de
telones o mas bien de persianas de madera, que se desenrollan, puede mantener el
nivel del río a una elevación de cinco metros, mientras que los antiguos
sistemas no podían soportarlo más que hasta tres metros de agua.
La presa de Poses, gracias a su potencia, hará navegable el Sena sobre una
distancia de cuarenta kilómetros, sin un obstáculo.
Nada más asombroso que las esclusas y que el laberinto de corredores donde
pasara el agua para llenarlas o vaciarlas. Se piensa allí dentro en catacumbas
gigantescas, en bóvedas de catedrales.
Y partimos, la tarde misma, para Rouen, en nuestra pequeña yola, que se desliza vivamente a lo largo de las orillas, haciendo huir, como unos relámpagos azules, a los rápidos martines pescadores.
30 de junio de 1884
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre