TEMBLOR DE TIERRA
( Tremblement de terre )
Publicado en Gil Blas el 1 de marzo de 1887.
Antibes
Se conocen los detalles, todos los pormenores del terrible
temblor de tierra que acaba de asolar la costa entera del Mediterráneo. No puedo
añadir nada a la siniestra precisión de los hechos, pero quiero comentar algunas
sensaciones personales. El modo de percibir y de interpretar una catástrofe tan
extraña como un terremoto, puede revelar a muchas personas, que no nunca han
sido sacudidas por esas extrañas convulsiones del suelo, el tipo de turbación y de
emoción que produciría sin duda en ellas. Es pues la repercusión de ese
fenómeno, sobre los sentidos y sobre los nervios, lo que trataré de describir,
esforzándome en hacerlo lo más exactamente posible.
La velada había sido muy bella y yo me había quedado hasta bastante tarde
mirando el cielo salpicado de estrellas, y allá abajo, al otro lado del amplio
golfo, Niza iluminada, Niza cantando y bailando en esa última noche de carnaval.
El faro de Villefranche abría, cada medio minuto, su ojo de fuego sobre el
mar, mientras que el faro fijo del cabo de Antibes, alzado sobre el promontorio,
parecido a una estrella enorme, recorría el horizonte con su mirada fija y
circular. Luego había leído, con un interes apasionado, Poeuf, el corto y
admirable relato de Léon Hennique, historia tan sencilla, tan dramática, de una
poderosa simplicidad y contada con un acento de verdad totalmente nuevo. Y me
había acostado, hacia la una de la madrugada, tras haber considerado aún,
durante algunos instantes, las luces lejanas de Niza, pensando que se
debía estar muy alegre allá abajo.
Dormía profundamente cuando fui despertado por
enormes sacudidas. Durante el
primer segundo de espanto, creí simplemente que la casa se desplomaba. Pero como
los sobresaltos de mi cama se acentuaban, como las paredes crujían, como todos
los muebles chocaban con un ruido terrible, comprendí que éramos zarandeados por
un temblor de tierra. Salté de pie en mi habitación y fui hacia la puerta cuando
una oscilación violenta me arrojó contra la pared. Retomando mi aplomo, logré
por fin llegar a la escalera donde oí el siniestro y extravagante carillón de
los timbres sonando solos, como si un pánico los hubiese pulsado o como si,
fieles sirvientes, llamasen desesperadamente a los durmientes para advertirles
del peligro.
Mi criado descendía corriendo del otro piso, no comprendiendo lo que ocurría
y creyéndome aplastado bajo el techo de mi habitación de lo fuertes que habían
sido los ruidos. Sin embargo la convulsión cesó cuando todo el
mundo ganó finalmente el vestíbulo y salió al jardín. Eran las seis, el día
amanecía rosa y dulce, sin una sola brisa, tan puro, tan tranquilo. Esta
absoluta tranquilidad del cielo, durante ese espantosa conmoción, era tan
sobrecogedora, tan imprevista, que me sorprendió y me emocionó más que la
propia catástrofe.
Esta encantadora aurora tenía para nosotros algo de exasperante, de repulsivo,
de cínico.
Pero regresé para buscar mis ropas, unos abrigos y dinero para el caso, bastante
probable, en que el accidente se repitiese y nos obligase a dejar la casa,
aún admitiendo que ésta resistiese a una segunda sacudida.
Tomé unas mantas en un armario, cuando escuché de nuevo el singular ruido que me
había sorprendido, sin que lo hubiese comprendido, durante el primer
estremecimiento de la tierra; y el batiente del armario me golpeó el rostro.
Se ha dicho y se ha escrito que el fenómeno estuvo acompañado de un rumor
parecido al de un violento silbido del mistral. Esta afirmación, que no me atreveré
a desmentir, debería ser verificada con cuidado. Ese extravagante ruido, tan
particular que lo reconocería siempre, me pareció provenir únicamente de la
trepidación de las paredes y de los muebles, sobre todo de las paredes,
sacudidas hasta en sus cimientos, vigas sacudidas, tejas levantadas, cimientos
estremecidos, piedras separadas y chocando entre si, toda la dislocación del
edificio entero.
Las personas que se encontraban fuera no pudieron
oír ese ruido, lo que me
parece bastante concluyente.
Henos pues entonces en el jardín, obligados a contemplar la aurora.
Desde la villa se ve todo el golfo de Niza, y todo el cabo de Antibes. Las
costas discurren hasta más allá de la frontera con Italia, bañadas por el mar
completamente azul. A lo largo de las playas, los pueblos blancos tienen desde
lejos el aspecto de huevos de pájaro puestos sobre la arena; luego la montaña
se levanta llevando todavía, de lugar en lugar, sobre un pico, una pequeña
ciudad o una aldea. Y sobre todo esto se extiende la inmensa cima nevada de los
Alpes con sus cumbres puntiagudas, brillantes y completamente rosadas en ese
instante, de un rosa cegador bajo la aurora.
También se ha escrito que en el momento de la catástrofe, el cielo parecía de
fuego. Era simplemente un admirable amanecer que no ha podido sorprender y
espantar más que a las personas poco acostumbradas a salir tan temprano de su
cama.
Pero todo parecía tranquilo; y la calma de la mañana nos tranquilizó
hasta el punto de
que cada uno regresó a su habitación. Yo me eché, completamente vestido, sobre
mi cama.
Pasaron dos horas sin que nada turbara nuestro descanso, y ya estábamos
confiados, cuando de pronto creí sentir una agitación casi imperceptible del
suelo. Nada pareció moverse sin embargo, pero se diría un estremecimiento de la
tierra, un estremecimiento profundo, continuo, que iba a convertirse en un
temblor inmediato. Me levanté enseguida y llamé. Las paredes crujieron de
nuevo con el extraño y siniestro ruido del que he hablado. Sufrimos una tercera
sacudida más breve y menos fuerte que las anteriores.
Desde ese momento, el suelo estuvo vibrando sin cesar. No palpitaba, pero
parecía únicamente agitado de un casi inapreciable tiritar. Esto se mantuvo durante varias horas, luego de repente la ligera trepidación comenzaba, duraba
un minuto o un cuarto de hora, cesaba de nuevo, y la tierra se volvía
completamente estable bajo nuestros pies. Se diría, en verdad, el
estremecimiento de una locomotora en reposo, cuyos lados están cargados de vapor
que no tiene salida para escapar.
Sufrimos todavía varias sacudidas muy perceptibles: tres en la noche que siguió
a la catástrofe, una durante el día, y dos en la noche siguiente. Hoy, nada;
pero el suelo no ha acabado de tiritar. Esperamos. En Antibes, otro fenómeno,
señalado también sobre varios puntos de la costa, ha acompañado el movimiento de
la tierra.
Algunos instantes después de la primera sacudida, el mar fue bruscamente
retirado, dejando en dique seco unos barcos de pesca y unos peces sobre la arena. Las
pequeñas sardinas coleaban, un gran cangrejo se deslizaba huyendo, pero nadie
pensaba demasiado en perseguirle. Luego, una ola de dos metros de altura, o más
que una ola, un levantamiento, vino a cubrir la playa y el mar finalmente retomó
su nivel.
Varios pescadores afirman haber distinguido, no lejos de la costa, remolinos y
torbellinos; pero otros lo niegan y lo hacen parecer muy dudoso.
Parece que ese fenómeno extraño deja en nosotros
una emoción muy especial que no es precisamente el miedo conocido en los
accidentes, sino la aguda sensación de la impotencia humana y de la
inestabilidad. Contra la guerra está la fuerza; contra la tempestad, la
destreza; contra la enfermedad, el remedio y el médico, eficaces o no. Contra
un temblor de tierra no hay nada; y esta certitud entra en nosotros más bien
por el hecho mismo que por el razonamiento.
El refugio de todo hombre que sufre, de todo
hombre amenazado, es su techo y es su cama. Ahora bien, en esas crisis de la
tierra, nada es más temible que la cama y el techo. Entonces la imposibilidad
de entrar en su domicilio hace del hombre un animal errante, perdido, turbado,
que huye, y que lleva en él una angustia nueva e imprevista: la del civilizado
obligado a acampar como el árabe.
Y además, para todas las personas de Niza que he
encontrado, buscando refugio alrededor de la ciudad de Antibes, donde ninguna
casa ha caído, parece que la emoción haya sido incrementada por la curiosa
coincidencia del terrible siniestro clausurando el carnaval. Habían visto
máscaras todo el día anterior; estaban acostados y dormidos con esos rostros,
esas muecas, esas grotescas figuras en los ojos; y he aquí que se despiertan en
medio de una ciudad destruida y de un pueblo loco de espanto.
Y ese contraste ha debido golpear sus almas
extrañamente, y producir un misterioso trabajo que serviría, en un siglo de
fe, para consolidar una religión, pues yo mismo siento que mi lectura nocturna,
precediendo algunos minutos al sueño, esa historia de un soldado, Poeuf,
que mata a su superior por celos, queda y quedará ligado en mi espíritu a la
emoción del terremoto. Cada vez que mi pensamiento regresa al accidente, el
recuerdo de la novela regresa más vivo que el de cualquier otra lectura, y los
hechos que allí son descritos se mezclan, a mi pesar, con los hechos reales de
esa noche.
1
de marzo de 1887
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre