UN EMPERADOR
( Un empereur )
Publicado en Le Figaro, el 2 de julio
de 1890
Aquellos que viven
con los ojos abiertos, aquellos para quiénes el mundo es un espectáculo en el
que los accidentes y las emociones no afectan más que a su especial sensibilidad
de mirones, pasan su existencia con una especie de tormento de conocer, de mirar
y de sentir, aferrándose a menudo al pasado con
tanta fuerza como al presente.
Muchos incluso no se ven afectados por la
agitación tumultuosa de la vida contemporánea, emocionándose en cambio por ciertos
acontecimientos de la Historia, de donde infieren unas ideas generales o unos sueños artísticos o filosóficos.
El Hoy está demasiado cerca, es demasiado conocido, demasiado sabido, no lo
suficientemente imprevisto para darnos la extraña sensación de los ajeno y de
lo grande que por momentos se da en la evocación del Pasado.
Yo había llevado al camarote de mi barco una docena de
volúmenes para leer
navegando a lo largo de las costas, todos aquellos a los que no había tenido tiempo
de echarles un vistazo durante el invierno. ¿ Cómo leer en
Paris, y como leer bien en medio de todo lo que se hace, de todo lo que se ve,
de todo lo que se padece, de todo lo que se soporta, de todo lo que se
escucha, de todo lo que nos ocupa, nos cansa, nos devora y nos aturde ?
Ojeé de entrada tres novelas y me pareció que ya las conocía
desde hacía
quince o veinte años. Un poco de ciencia me consoló, pues la ciencia actual,
desde los grandes innovadores modernos, tiene de particular que es la
prodigiosa evocadora de un mundo nuevo. Cambia nuestra atmósfera, nuestras
creencias, nuestras costumbres, nuestra historia, incluso la naturaleza de
nuestros espíritus; modifica la raza humana. Un novelista no debería leer más que
ciencia, pues, si sabe comprender, advertirá mediante ella como se será, como
se pensará, como se sentirá dentro de cien años. Los estudios y descubrimientos
de Herbert Spencer, del Sr. Pasteur y algunos otros, nos preparan para todas las
observaciones mejor que la lectura de los más grandes poetas, pues arrojan
sobre nuestros espíritus versos de hipótesis de una realidad precisa e inesperada
que mañana serán creencias, sustituidas más tarde por otras.
Luego miré dos o tres volúmenes de estudios históricos que había llevado, y
mi atención recayó sobre este título: Un Empereur byzantin au Xe siècle :
Nicéphore Phocas.(1) ¡ Bizancio ! Si hay en la historia un nombre de ciudad que
evoque visiones mágicas y misteriosas, esa es ella ! Y de la Bizancio del siglo
X, no se sabe nada o casi nada.
Esta desconocida y magnífica ciudad, inmensa capital de un vasto imperio, en guerra
sin cesar contra el musulmán o contra el cristiano del Norte, con frecuencia
victoriosa, llena de la algarabía de los triunfos, de fiestas inimaginables, de
un fantástico lujo, de un despliegue de bombas de las que las sabias
descripciones hacen pasar en nuestros ojos inverosímiles imágenes; refinada,
corrompida, bárbara y devota, parece, en el misterio que la rodea, una ciudad
extraña, donde todos los instintos humanos, todas las grandezas y todas las
ignominias, todas las virtudes y todos los vicios fermentaban en las fronteras
de dos continentes, en el entrecruce de dos civilizaciones, entre dos épocas
del mundo, en medio de la lucha furiosa de la Media Luna y de la Cruz.
Es verdaderamente sorprendente que se pueda, con indescifrables escrituras
encontradas sobre las piedras, en pergaminos, en medallas, reconstruir la
fisonomía de una época como lo ha hecho el Sr. Gustave Schlumberger contándonos
Nicéforo II Focas.
Ese libro, extremadamente erudito, es sin embargo ameno para todo el mundo,
para todo aquél que sepa ver y soñar leyendo del mismo modo que las Mil y Una
noches.
La guerra era entonces la gran preocupación, la gran pasión, la gran diversión,
el gran pasatiempo de los hombres. No era nuestra guerra brutal y legal, sino
una guerra artística, colorida, saqueadora, masacradora, monstruosamente movida
y bella. La nuestra desaparece en el ruido y en el humo del cañón. La de
entonces destella en los resplandores del fuego griego, del « fuego líquido » que los navíos bizantinos
lanzaban sobre el enemigo. El autor describe de un modo sobrecogedor los efectos
y los estragos de esa materia explosiva que aterrorizaba a las sarracenos y cuyo
secreto jamás fue conocido. « Misterioso descubrimiento traído, según se dice, en el
siglo VII a Bizancio por el sirio Callinicus, puesto en primer lugar de los más
precisos secretos de Estado y que permaneció siendo el terror de los bárbaros
de Oriente y Occidente.»(2)
En la época que comienza el relato del Sr. Schlumberger, Bizancio temía sobre
todo las incursiones y los saqueos de los sarracenos de Creta.
« Cada primavera, como una monstruosa máquina de guerra, Creta vomitaba sus
flotas con innumerables y ligeros navíos de velas negras, de una
vertiginosa rapidez, que iban por todas partes, quemando ciudades, saqueando las
poblaciones aterrorizadas, haciendo desaparecer los despojos y el pueblo de toda
una ciudad, antes de que las tropas imperiales siempre agotadas, hubiesen podido
acudir.»
El relato de las masacres, de los suplicios inflingidos a los prisioneros, los
feroces actos de los piratas vencedores es horrible y curioso.
Bizancio envía entonces contra Creta al más
celebre y al más afortunado de sus
soldados. Nicéforo Focas cuyo hermano, León Focas, es también un general casi
invencible.
Destaco dos detalles en la conquista de esa isla para mostrar cuanto de
decorativo tenía la guerra de entonces. La flota invasora contaba con tres mil
trescientos navíos de todas las dimensiones, en cuya proa llevaban unas torres y
unos monstruos de bronce que arrojaban el fuego griego.
Cuando esta multitud de navíos, tras muchas penalidades para encontrar la ruta, pues ningún piloto
griego se aventuraba desde hacía tiempo en esos terribles parajes, apareció ante
la isla de Creta, « el conjunto de los cerros dominando
la playa estaba ocupada por ejércitos sarracenos, infantes y caballería, cuyos
alaridos se oían indistintamente y cuyos blancos vestidos y las armas pulidas
destellaban al sol. » El desembarco parecía imposible ante este formidable
ejército, no había ningún puerto en esa playa. Entonces se vio a los más
grandes navíos bizantinos atracar en tierra a fuerza de remos; y cuando
cayeron en la arena, la proa se abrió; de los inclinados puentes, y saliendo del vientre de esos
monstruos flotantes, cayeron sobre la arena los coraceros a caballo que
se lanzaron al galope, brincando sobre la playa y cargando sobre los
aterrorizados musulmanes ante tan extraordinario espectáculo.
Qué mezquino parece al lado de esto la estrategia del caballo de Troya, al que
Homero hizo eterna y tan grande mediante sus versos. El sitio duró mucho tiempo,
y la ciudad parecía impenetrable, defendida mediante profundos fosos, con altas
y poderosas murallas a las que nada podía hacer tambalear ni separar. Tras meses de
encarnizada lucha y de espantosos combates, Nicéforo Focas consiguió hacer
una brecha en medio de la muralla con un ingenioso procedimiento, empleado con
frecuencia por
los ingenieros de antaño. Dos picadores, con una paciencia y un arte admirables,
minaron un rincón de la muralla, sosteniendo al mismo tiempo, con enormes
estructuras, unas viguetas y unos arcos de madera muy seca. Luego toda esa
estructura subterránea fue untada de materias grasas, de aceites y esencias. Se
prendió a continuación fuego, y en algunos instantes todo fue consumido.
Entonces todo un paño del muro y dos torres se desplomaron llenando el
foso.
La ciudad fue tomada, saqueada, y la masacre se
produjo de barrio en barrio, de casa en
casa, no dejando tras de él más que cadáveres de hombres torturados, de mujeres
violadas y de niños.
Después de numerosos triunfos, Nicéforo se
convirtió en emperador, y el Sr. Schlumberger nos hace de este desconocido
soldado un retrato sorprendente. De un vigor y una fuerza extraordinarias, pero
feo, torpe, casi deforme, soldado ante todo, brutal, duro para él mismo, capaz
de todas las fatigas, de todas las audacias, era de carácter taciturno,
introvertido, más bien sombrío, pero muy apasionado. A pesar de su energía
física, que hacía de él un verdadero hércules, uno de los rasgos más dominantes
de su naturaleza fue la austeridad de su vida y la castidad de sus costumbres.
Había hecho voto de no conocer a ninguna mujer desde la muerte de la suya y era
un gran amigo de san Atanasio al que conoció en circunstancias muy curiosas, y
del que se mantendría siempre como admirador y un ferviente y fanático
discípulo.
Pero he aquí la novela, la eterna novela. Es la
inevitable domadora de los victoriosos, la Reina de los países poderosos, la
mujer que aparece, y con una sonrisa conmociona la historia, somete a los
invencibles y desencadena las catástrofes:
Romano II, el anterior emperador, había dejado
dos hijos y una viuda, la bella Teófano, hija, se cree, de un cabaretero de
Laconia. Deliciosamente bella y seductora, perversa y depravada, había
conquistado el corazón y la alcoba del soberano por su gracia y seducción, sin
que se sepa bien en que circunstancias ni mediante que estrategias lo consiguió.
Lo intentó y lo consiguió incluso con el austero
soldado que sucedía al voluptuosos Romano II. Nicéforo, enseguida amo de
Bizancio y de ese inmenso imperio, hizo salir a Téofano del palacio sagrado y la
relegó en el castillo de Petrim, donde fue recluida.
Pero él la amaba ya sin duda y « un mes y cuatro
días después de su entrada triunfal en la ciudad protegida de Dios, Nicéforo,
que hasta el momento, había vivido en palacio como un anacoreta, en un piadoso y
solitario recogimiento, juzgando su situación suficientemente consolidada,
incapaz tal vez de dominarse ante la violencia de su amor, arrojó bruscamente la
máscara, fijando para el 20 de septiembre su boda con Téofano. Eso debió ser
para el rudo soldado un gran día, el más hermoso de su existencia ya tan plena.
Al mismo tiempo, obtenía el imperio de una mitad del mundo y la mano de su
soberana ».
Y he aquí donde aparece toda la atracción de este
libro inédito, es la historia de un triunfador a medias bárbaro, una especie de
bruto genial, santo y depravado. Allí se encuentra, se comprenden todas las
alegrías de esos grandes vencedores a quién nada sobre la tierra le es rechazado
en medio de una civilización brutal y refinada, magnífica y corrompida.
Todo lo que siguió a este matrimonio es de un
interés extremo, y la lucha imprevista del patriarca Poliecto, prohibiendo al
Emperador todopoderoso franquear la muy santa puerta central del Iconostasio,
porque había cometido un crimen canónico contrayendo segundas nupcias, está
llena de revelaciones particularmente curiosas sobre las doctrinas religiosas de
entonces. Este Poliecto aparece como un verdadero prelado de la Edad Media,
intolerante y valiente, no temiendo nada y armado de una piedad y de una fe
sorprendentes. Fue finalmente vencido porque todos los obispos del imperio
acudieron a Bizancio para la coronación y para solicitar gracias.
Innumerables detalles son divertidos y curiosos,
en particular todo lo concerniente a la tan extraña embajada del obispo de
Crémone Luitprand, enviado a junto Nicéforo por Otón I, llamado el Grande,
emperador de Alemania. Luego el fin del volumen es sobrecogedor. Parece casi un
desenlace de Dumas padre. La emperatriz, maltratada y exasperada por Nicéforo,
conspira contra él con su amante Juan
Tzimisces, el más brillante capitán del ejército bizantino, caído en desgracia
por el soberano. Y fue un sombrío asesinato de drama: un palacio que la noche
invade, escalada en medio de una tempestad por los conjurados, escondidos en el
gineceo imperial. Cuando la hora del crimen llega, no encuentran al Emperador en
su cama. Se creen denunciados, perdidos. Por fin lo descubren. Inquieto y
advertido sin cesar de los peligros que lo amenazan, cada vez más en un mundo de
impostura y de abyección, el rudo amo de Bizancio, después de haber orado
durante tiempo, se había acostado sobre una piel de tigre extendida bajo unas
imágenes de Cristo, del Teotokos y del Precursor, envuelto simplemente en el
viejo manto del santo monje Michel Maleinos.
Por primera vez en su vida, dormía sin tener sus
armas al lado.
El relato del crimen es terrible. Habiéndolo
descubierto, los conjurados se arrojan sobre él y le golpean a patadas. Él se
levanta, quiere defenderse. Léon Balantès le abre la cabeza que tenía
descubierta, pues su gorro estaba caído. El arma atraviesa la cara, cortando
profundamente la frente, la ceja y el párpado sin hundirse sin embargo en el
cráneo. Juan Tzimisces mira también sobre la
cama, e injuria furiosamente al soberano atado con unas cuerdas, que rueda por
el suelo, no pudiendo ya permanecer en pie. El basileo no responde. Llama a Dios
y a la Teotokos en su ayuda. Todos, insultándolo, le arrancan la barba y le
dislocan la mandíbula. Se le rompen los dientes a golpes de empuñadura de
espada. Y después de haberle acribillado, de la cabeza a los talones, como el
palacio se despertaba, un conjurado le traspasa de parte a parte.
Fue de este modo que murió ese extraño y gran
hombre; y es en ese momento cuando finaliza este curioso libro, atractivo como
un cuento de Oriente, que nos revela una Bizancio desconocida.
2 de julio de 1890
(1) Nicéforo II Focas (N. del T.)
(2) Se desconoce con exactitud la composición del fuego
griego ya que en su momento era un secreto de estado que conocian mas bien pocas
personas.
No obstante hay textos que dan los materiales que presumiblemente llevaría, como
el de Eneas el Táctico, quien en su "Poliorcética", XXXV comenta que lleva una
mezcla de pez, estopa, azufre, incienso molido y serrín de pino.
Efectivamente sus efectos debian ser devastadores ya que, si nos creemos las
fuentes, ardía hasta en el agua.
La última vez que se utilizó fue en el asedio a Constantinopla por los turcos,
perdiéndose la fórmula con posterioridad. (N. del T.)
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre