UNA FIESTA ÁRABE
( Une fête arabe )
Publicado en L'Écho de Paris, 7 abril
de 1891
De camino
El Duque de Braganza, uno de los últimos
modelos de trasatlántico de gran velocidad que
cubren el servicio entre Marsella y Argel, se deslizaba sobre un mar calmo, bajo
una clara luna que unas nubes desmenuzadas y festonadas velaban y descubrían,
desarrollando una fantasmagoría de efectos luminosos y sombríos en el infinito
país de los astros.
Se llama trasatlántico de gran velocidad a un barco delgado y
largo, que, por eso razón es muy rápido, sacude a sus viajeros de un
modo inusitado cuando la menor ola lo zarandea y los asfixia, cuando el mar
está embravecido, en sus estrechos camarotes calientes como una estufa por los
caldereros, y ofrece a los viajeros de primera clase un comedor sobre la proa,
admirablemente expuesto al mareo, para facilitar sin duda la economía de la
cocina de la Compañía. Esas economías, además, las practica con mucha destreza,
pues no he comido nunca tan mal, incluso en los trenes de lujo, como en ese
barco, y el pan que allí se os presenta, incluso sería rechazado por los
mendigos.
Pero el mar es bello, único, y entre las nubes, le cae de arriba una ceniza de luz
lunar brillante y triste. Esos regueros de plata sobre el agua desaparecen y
vuelven a aparecer. Son deliciosos, misteriosos y melancólicos. Algo falta para
mí, no para mis ojos que están encantados, sino para mi alma que quisiera en ese
momento alguna aparición sobrenatural. ¿ Lo qué ? Una sola, por desgracia
imposible, desaparecida con la Fe, aquella de Aquél que caminaba sobre las olas.
Me he puesto a soñar en la tierra que iba a volver a ver, que depositó en mí
deseos de un regreso del que ya no me creía capaz. Los grandes horizontes vacíos,
pedregosos y amarillos donde aparece a lo lejos, casi invisible, la mancha
blanca de un árabe que planta ante él la forma más alta, marrón y jorobada de un
camello, flotaban en mi pensamiento, cegadores de sol. Sentía ya mi carne
penetrada y quemada por ese feroz soberano que reina en África desde lo alto del
cielo, y tenía ganas de llegar al puerto de la blanca Argel a fin de partir
hacia las orillas del desierto.
Me esperaba un despacho en el hotel, procedente de un funcionario francés, a quién
había sido dirigido y anunciado. Sahariano ferviente, administrador de Boghari,
me hacía saber que una fiesta árabe anual, de una naturaleza totalmente
especial, iba a tener lugar cerca de Bou-Guezoui, en el camino de Laghouat,
algunos días más tarde.
Me puse en camino al día siguiente para repetir ese viaje tan bello, que
Fromentin ha contado, con un colorismo incomparable. Un landau, el único que
existía en Blida, según parece, nos esperaba en la estación de la Chiffa. El
Atlas, inmensa barrera montañosa, limitando hacia el sur con la llanura de la
Mitidja y sosteniendo, sobre sus reinos de rocas elevadas, los altas mesetas que
conducen al desierto, deja ver de lejos la gigantesca muesca de la Chiffa,
corredor tortuoso y poblado, por donde pasa la ruta de Médée, de Boghari y de
Laghouat. Salimos a la marcha lenta e ininterrumpida de tres infatigables caballos,
que subieron y descendieron, durante varias días seguidos, interminables
montículos con el mismo trote regular que conservaban en los descensos. Sobre la
espalda del cochero, vestido con un traje de paño gris, un nube de moscas se
instaló y se inmovilizó que se diría untado con granos volantes pegados en
él.
Al menor movimiento de nuestras sombrillas blancas, esta colonia alada y
vagabunda de insectos negros, se disipaba en el aire en un segundo con la rapidez
de una desaparición, luego regresaba tan rápido a instalarse al gran sol, sobre
la gruesa espalda pacífica del hombre que ella había elegido. Y ella nos
seguirá, sobre esa espalada de cochero, siempre más numerosa, de etapa en etapa,
de albergue en albergue, la innumerable multitud aérea y ligera de pequeños
animales revoloteadotes que viajan así, no importa a donde, con no importa quién,
hacia el desierto o hacia el mar, al azar de los coches que pasan.
Cuando nuestros arreos hubieron escalado el largo valle profundo de la Chiffa,
llegamos a las llanuras cultivadas que forman el territorio de Médée. No había
visto esta tierra desde hacía ocho años, y mi asombro fue grande al atravesar,
tanto antes como después, la ciudad, una enorme región vinícola. Médée, vulgar
subprefectura de colonia, sin barrio original, sin carácter, sin ninguna
gracia, insinúa por la vista, el corazón y hasta por la carne, toda la
tristeza monótona, toda la profunda melancolía que debe tener la vida de los
exiliados que elaboran el vino sobre esta tierra lejana.
Se enriquecen además, y las vendimias que vemos por
todas partes nos
muestran la admirable fertilidad de este terreno que parece sudar, como gotas
de sangre, todas esas uvas de raíces relucientes y negras de las que están
cubiertas cada pie de viña.
El asombroso grosor de los granos y su tinte rojo, salpicando de manchas, que
parecen de crimen, los brazos y las manos de los vendimiadores, hacen pensar, en
ese decorado del Atlas que llena el horizonte de cumbres enormes, en el bello
soneto de Louis Bouilhet:
LE SANG DES GÉANTS |
LA SANGRE DE LOS GIGANTES |
Quand les géants tordus sous la foudre qui gronde |
Cuando los gigantes retorcidos bajo el trueno que ruge |
Y los grandes hombres delgados, árabes, moriscos y
marroquíes, de piel quemada
por el sol, con los miembros enrojecidos por esta cosecha de vinos, circulan con
la cabeza cargada de cestas llevando las borracheras futuras.
Hemos pasado la noche en Médéah y hemos partido a las tres de la tarde para
evitar el gran sol y llegar a Boghari hacia las cuatro o cinco de la mañana,
siendo la distancia de setenta y seis kilómetros.
La ruta discurría entre montañas y planicies desmesuradas; la vegetación
desparecía o más bien no se dejaba ver más que mediante pequeñas placas verdes
sobre las inmensas ondulaciones de tierra rosada, agrietada, empedrada,
levantada en olas gigantescas hacia las alejadas cimas en las que el sol, en su
declinar, coloreaba las pendientes con los reflejos de la tarde.
Es uno de los más vastos, de los más largos, de los más desolados paisajes de
esta tierra de aspectos cambiantes, magia ininterrumpida de luces caídas del
cielo sobre las soledades. Cae la tarde, la noche se aproxima, la entrada de la
sombra; pero el atardecer en África se convierte en una fantástica aurora,
aurora deslumbrante y corta de lugares rosados que se arrastran y se pasean
sobre lontananza, dorados y cambiantes, transformados sin cesar, pasando en
algunos minutos por todos los tonos imaginables del rosa. Luego se van
apagando poco a poco sobre las crestas, y acaban por deshacerse bajo un velo gris
ligero, que envuelve la tierra entera, dulce como un adiós encantador del día.
Se hace la oscuridad; siempre viajamos, marchamos indefinidamente a través de
montañas y valles en los que se entrevén bosques de pinos ahogados en las
sombras de una noche clara y sin luna.
Iba a amanecer cuando los tres caballos que nos llevaban a su pequeño trote,
siempre igual, se detuvieron ante lo que se llama el albergue de Boghari. Con un
aire poco elegante, el patrón, alcalde del país, nos recibió y nos hizo penetrar
en el más nauseabundo tugurio al que se le haya dado nunca el nombre de
albergue. Nada puede estar abierto, ni puertas, ni ventanas, en esta casucha
donde todas las pestes argelinas parecen almacenadas.
La suciedad deber ser en efecto uno de los rasgos característicos de Argelia.
Las calles de Argel incluso son unas cloacas de podredumbres y cuando uno se
aventura en la ciudad árabe, hay que estar dotado de un corazón inmutable para
resistir a la infección de todas las inmundicias que se descomponen y se
deslizan bajo nuestros pies. Añado que la ciudad europea no está más limpia.
Cada uno de nosotros se parapeta en su casa, con unos muebles bien plantados
ante esas salidas que el viento o algún animal doméstico abriría a su antojo, y
se espera el alba durmiendo si se puede. Pero este extraño país es tan
extravagante, tan caracterizado y tan bonito, que cuando el sol se sale se
olvida todo.
Es un gran valle desnudo y amarillo que dominan a derecha el fuerte de Boghar,
sobre una altura de novecientos setenta metros, y a la izquierda, en un pliegue
del suelo pedregoso y rojizo, el ksar (pueblo árabe ) de Boghari, agachado con
sus casas bajas, lleno de mercaderes moravitas y de putas llamadas Ouled Nail,
cubiertas de oropeles brillantes; pues es en este lugar donde los árabes nómadas
vienen a aprovisionarse y librarse al placer.
Mirando hacia el sur se advierten, a algunos cientos de metros de la salida de la
aldea, unas columnas en el fondo del valle, un extraño montículo rocoso, blanco y
rojo, erizado de piedras, que parece el centinela de pie a la entrada del
Sahara, pues estamos en la frontera con el desierto.
Me conformo con citar algunas líneas de Fromentin que describen, en magistral
estilo, este sorprendente rincón de tierra: - « Este
valle o mejor dicho esta llanura desigual y pedregosa, cortada de montículos y
surcada por el Cheliff, es de pronto una de las regiones más sorprendentes que
se puedan ver. No conozco nada más singularmente construido, más poderosamente
caracterizado, e, incluso después de Boghari, se ve un espectáculo para no olvidar
jamás. Imaginad un país completamente de tierra y piedras vivas, golpeado por
vientos áridos y quemado hasta las entrañas, una tierra erosionada, pulida como
el barro de alfarero, casi brillante a la mirada de tan desnuda que está, y que
parece, de lo seca que es, haberse sometido a la acción del fuego; sin la menor
huella de cultura, sin una hierba, sin un cardo; unas colinas horizontales que
se dirían aplanadas con la mano o recortadas por una fantasía extraña en picos
agudos, formando ganchos, como unos cuernos rasgados o falsos hierros; en el
centro de estrechos valles, tan limpios, tan desnudos como un área tras sacudir
el polvo; algunas veces todavía más desolado de lo que es posible, con un bloque informe posado sin adherencia en la cumbre como un
aerolito caído allí sobre un montón de silex en fusión; y todo eso de un extremo
a otro, tan lejos, que la vista puede extenderse, ni rojo ni totalmente
amarillo, ni cremoso, sino exactamente color piel de león...
...........
« Además, ni el verano ni el invierno, ni el sol ni los rocíos, ni las
lluvias, que hacen enverdecer el suelo arenoso y salado del mismo desierto, no
pueden hacer nada sobre una tierra semejante. Todas las estación le son
inútiles, y de cada una de ellas no recibe más que castigos... »
Esta descripción de Fromentin es admirable.
Habiendo escalado sobre el pequeño montículo a la salida del país, vi
exactamente la tierra descrita por el pintor-escritor, pero milagrosamente
estaba encharcada de agua, pues el gran ciclón que acababa de pasar sobre el norte
de África, había vertido sobre Boghari sus más terribles trombas. Ocho días de
sol no habían bastado para secarla, se veían por zonas, a lo lejos, pequeños
lagos relucientes como placas de vidrio, y me parecía que todo este valle rosado
parecía frotado con un tinte verdoso, imperceptible, inexpresable.
No fije más que una vaga atención; y descendí hacia el Cheliff. ¡ Ah ! Señora
Deshoulières, como he pensado en usted !
Recitaba marchando:
Dans ces prés fleuris |
En esos prados floridos |
En medio de ese país devorado por el sol,
discurre, erosionado sin cesar por los recodos y los rodeos que la corriente ha
destrozado, un inmenso atolladero de arcilla de dos orillas rectas y profundas en las
que discurre un río de lodo. He aquí el Cheliff, el gran río de Argelia, y ahí
está el agua potable de los árabes. La probamos, pues la encontraremos por todas
partes en los oasis. Se diría que se bebe tierra quemada, cribada y disuelta en
el agua. Se come África cuando se bebe esta agua, y se conserva mucho tiempo
en la boca un sabor de arena y arcilla.
¡ Oh ! ríos de Europa, ríos de pescadores de caña, orillas floridas, con sauces,
juncos, nenúfares, cursos de agua gentiles de poetas y enamorados, pienso en
vosotros, pero no os echo de menos hoy. Aquí, sobre la gran costa de Boghari,
aparecen los camellos cargados, conducidos por unos árabes que van lentamente,
hastiados de fatiga. Más lejos, por detrás, están los borricos, un rebaño
de corderos; y esos paquetes de andrajos de donde salen dos pies desnudos,
adivino que se trata de las mujeres.
El primer grupo de camellos y de hombres llega al puente, lo atraviesa, se
detiene; luego, por un estrecho sendero que desciende por la alta orilla
escarpada del río, pasa un camello, seguido de otro, luego todos, y se alinean
en el barro, un poco más oscuros que el suelo, como del color de las rocas rojas
de la montaña.
Mientras beben, su largo cuello cae hacia el agua donde hunden su boca de gruesos
labios, y se ven inflar sus vientres bajo sus lomos cargados de diversas cosas,
pues se aprovisionan de líquido como unas barricas flexibles que se hinchasen.
Los hombres en cuclillas más lejos hacen sus abluciones, beben también y llenan
de agua para el camino sus odres de piel de cabra, horribles barrigas muertas,
con los miembros truncados. Luego todos se levantan y se ponen en marcha.
Solamente, un árabe queda atrás con un camello al que ha arrodillado, pues,
sobre el suelo, al lado del impaciente y rugiente animal, extiende dos pequeñas
mantas, curtidas en pieles de esos animales, se sienta y también espera.
El segundo grupo de viajeros llega más lentamente, las mujeres llevan a los
niños
sobre sus riñones, agotadas, arrastran las piernas, los pies desnudos sobre las
piedras. Solamente los borricos parecen alertas, pequeñas bestias infatigables,
de agradables formas. Todo el grupo se detiene, va a beber, y reanuda el
interminable camino.
Se advierte ahora, allá abajo, la vanguardia, el grupo de los primeros camellos
desfilar sobre la ruta de Laghouart.
He aquí unos rezagados, todavía unos niños a pie, débiles por el cansancio,
apenas caminan.
Entonces, el hombre que esperaba junto a su camello, se levanta, y como uno de
los pequeños se aproxima a él, le hace beber de su piel de cabra, luego,
tomándole por el medio del cuerpo, lo acuesta sobre una de las mantas, lo
envuelve dentro como a un paquete de carne inerte, y lo deposita, atándolo,
sobre el lomo del camello que gruñe siempre.
Aparece una mujer, otro niño la sigue, penosamente. Ella se une al hombre que le
dice algunas rápidas palabras, una orden sin duda; luego él quita la sed a su
vez al segundo pilluelo, lo toma, lo acuesta, lo envuelve y lo coloca al lado
del primero.
El pequeño se deja manejar como su hermano, sin resistencia, acostumbrado a este
empaquetado, mudo y dócil en las mano del padre que enseguida eleva a la bestia
a patadas y la pone en marcha empujándola.
Y no se creería demasiado, si no se hubiese visto eso, que esta joroba de
camello, con su tranquilo movimiento ondulante, lleva en esos dos fardos de tela
rosa, a dos pequeños seres humanos.
La mujer está sentada; descansa y mira partir a su familia. Tiene el rostro al
descubierto, lo que no es sorprendente entre los nómadas pobres, e incluso me
habla viéndome examinarla. Eso si que es raro, muy raro. Yo tomo de mi bolsillo
una moneda y se la doy; su alegría es inmensa. La manifiesta riéndose, con
movimientos de manos y con palabras expresivas que yo no comprendo. Luego se
levanta y se va, volviéndose aún para hacerme gestos de agradecimiento. En
cuanto a mí, me queda en la retina esta salvaje de pómulos salientes, y allá
abajo, sobre la ruta que conduce al desierto, los nómadas que desfilan. Eso no
es una tribu, sino un grupo de algunas familias juntas para buscar, según las
estaciones, con que alimentar a los animales y a las personas.
Horda errante, extraña, sin cesar su búsqueda de pastos,
desconociendo la casa,
nuestro domicilio edificado sobre la tierra, llevan su residencia de tela sobre
las jorobas de sus camellos, la plantan al atardecer, la levantan por la mañana,
desplazándose de ese modo del norte al sur, al socaire de los veranos y los
inviernos, de la lluvia que hace crecer la hierba, y del sol que la quema.
Me inspiran piedad, me dan pena, también me gusta verlos, a esos primitivos
bebedores de agua del Cheliff. Yo no os echo de menos, hoy, ríos de Europa, ríos
de pescadores de caña, de orillas floridas, de sauces, de juncos y nenúfares,
cursos de agua gentiles de poetas y de enamorados.
La noche siguiente todavía la pasamos en el albergue de Boghari oyendo aullar a
los perros bajo las ventanas. Al amanecer estaba a pie, y quise volver a ver el
Cheliff antes de partir hacia la fiesta de Bou-Guezoul
¡ Oh, estupor ! la llanura está verde. Un hierbajo minúsculo y fino, apenas
sospechado ayer, hecho de agujas de césped, innumerablemente presionadas, ha
germinado tanto, durante la noche, sobre todo ese campo seco y rojo, que la ha
vestido de un suave vello de pradera, pues esta hierba tiene el aspecto de una
especie de pelo de la tierra más que de una auténtica vegetación.
7 de abril de 1891
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre