UNA MUJER
( Une femme )
Publicado en el Gil Blas, el 16 de agosto de 1882
En ese sonoro proceso que tanto preocupa en este momento a todos los
espíritus, un personaje llama particularmente la atención, la Señora
Fenayrou.
El público, exasperado, la querría lapidar, los hombres razonables permanecen
confusos ante ella, declarándola un problema moral; en fin, muchos periodistas
han afirmado simplemente que « es un histérica », contentándose con esta
expresión que sirve ahora para explicar todo.
Histérica, señora, he aquí la gran palabra de moda. ¿ Está usted enamorada
? es usted una histérica. ¿ Es usted indiferente a las pasiones que demuestran
sus semejantes ? es usted una histérica, pero una histérica casta. ¿
Engaña a su marido ? es usted una histérica, pero una histérica sensual. ¿
Roba retales de seda en un almacén ? histérica. ¿ Miente a propósito ? ¡
histérica ! . ¿ Es usted así, es usted asá, usted es finalmente lo que son
todas las mujeres desde el principio del mundo ? ¡Histérica ! ¡ histérica !
le digo. Somos todos unos histéricos, desde que el doctor Charcot, ese gran
sacerdote de la histeria, ese criador de histéricas internas, manteniendo con
grandes gastos en su establecimiento modelo de la Salpêtriere toda una
población de mujeres nerviosas a las que inocula la locura, y de las que hace,
de vez en cuando, unas demoníacas.
Es necesario ciertamente ser muy ordinario, muy simple, muy razonable, para que
no se le clasifique hoy entre los histéricos.
Los académicos no los son; los
senadores tampoco.
Todos los grandes hombres lo fueron. Napoleón I lo era ( no el otro ), Marat,
Robespierre, Danton, lo eran. Se oye decir frecuentemente de la Sra. Sarah
Bernhardt: « Es una histérica. » Los señores doctores nos enseñan también que el talento es una especie de histeria, y que proviene de una lesión
cerebral. El genio, por consiguiente, debe proceder de dos lesiones vecinas, es
la histeria doble.
La Comuna no es otra cosa que una crisis de histeria de París.
Nosotros estamos bien informados.
Pues bien, en mi humilde opinión, la citada Gabrielle Fenayrou no es más que
una histérica. Es sencillamente una mujer semejante a muchas otras.
Quedamos eternamente estupefactos antes las menores acciones de las mujeres que
desconciertan sin cesar nuestra renqueante lógica. Somos, en general, seres de razonamiento, incluso cuando razonamos mal o en falso. La mujer es un ser de
sensación y de pasión. Lo que ha hecho la Sra. Fenayrou, mil mujeres lo
harían en parecidas ocasiones. ¿ Amaba o no amaba a Aubert ? Poco importa.
Aubert no la amaba: era por tanto una mujer abandonada. Eso basta.
Voluble, nerviosa hasta la locura, emocionada por las más huidizas impresiones,
dispuesta a todos los actos extremos, a las más grandes abnegaciones como a los
más grandes crímenes, la mujer, para la que el amor lo es todo ( amor de un
hombre, amor de sus hijos, amor del vicio, amor de Dios ) es capaz de todo ante
un despecho de amor.¡ Cuantas se envenenan en una hora de fiebre inexplicable !
¡ Cuantas, mujeres perteneciendo a menudo al primer recién llegado,
apuñalan o vitriolizan hasta el límite a un amante cualquiera que las abandona !
Si se buscasen todas las oscuras venganzas, incluso más odiosas que un
asesinato, de unas mujeres abandonadas, sería tan espantoso que nadie se
atrevería jamás a pronunciar ni una palabra de ternura.
¿ De dónde proceden las cartas anónimas, las delaciones, las revelaciones
criminales que sacuden a los hombres, las calumnias mortales, todas las perfidias
que los golpean por la espalda ? Casi siempre de una mujer de la que
se cansó antes de que la abandonase.
La mujer en sus cóleras de amor, desbarata todas nuestras suposiciones. No la
comprendemos, no la presentimos; no podemos explicarla nunca. Y las demás mujeres permanecen sorprendidas
por cosas que ellas mismas habrían hecho en
ocasiones semejantes.
Felizmente no todas son así, pero sí en gran número, aquella cuya alma se
sobreexcita al menor impulso es capaz de las más crueles violencias.
Si pudiésemos interrogar a las mujeres que han amado, que han sufrido por amor,
que han visto alejarse de ellas al hombre al que estaban apegadas, ¿ cuántas nos
confesarían que han meditado unas venganzas tan terribles como las de Fenayrou
contra Aubert ? ¿ Dirá usted que ellas no las habrian ejecutado ? ¿ Pero por
qué ? Porque la mujer no es un ser de acción. Suponga ahora a su lado un
hombre, un marido ultrajado que le pega, que la domina, que la posee todavía en
esta venganza soñada. Entonces ella no se echará atrás, y se acomodará hasta el
límite, permaneciendo detrás hasta la hora de la ejecución.
Todos los filósofos afirman que la facultad
dominante de nuestras compañeras es
la asimilación. Casi siempre la mujer de un hombre eminente parece superior. En
todos los casos, ella se impregna de él de un extraño modo. Ella toma sus
ideas, sus teorías, sus opiniones. La mujer no tiene ni categoría, ni casta,
ni clase: elle sabe convertirse en lo que haga falta según el medio donde se
encuentre.
Hoy existen mujeres ateas, mujeres libre-pensadoras.
Lo son además con
violencia del mismo modo que serían abnegadas. Aquellas se han casado con libres
pensadores. La mujer se convierte en lo que el hombre la haga.
¿ Que es entonces ese ejercito de jóvenes nihilistas rusas,
dispuestas a matar,
dispuestas a morir, más determinadas y más abnegadas que los hombres ? Unas
mujeres bajo la influencia directa de una idea y de una sociedad secreta.
¿ Acaso una muchacha de buena familia, asesinando en plena calle a un general al
que no conoce en absoluto, no es mil veces más sorprendente que una mujer
ayudando a su marido, al que ella ha engañado y al que ella teme, a matar a su
amante que la delata ? Martin Feanyrou me parece menos lógico, pese al
disgusto de la opinión pública.
Él mata al amante. Eso se explica. ¿ Pero no habría debido, primero, matar a
su mujer ?
Aubert era su amigo, sea. Pero él no le había jurado fidelidad ante el alcalde,
ni ante el sacerdote. Cortejando a la mujer del patrón, no hacía más que
seguir una costumbre bastante generalmente dada en el comercio.
Se invocaba últimamente esta especie de subordinación moral de la mujer al
marido para responder a las teorías de la Señorita Hubertien Auclert sobre las
libertades políticas de la mujer.
Si las mujeres votan, se decía, nada habrá cambiado en el resultado final de
los sufragios, cada mujer representaría fatalmente la opinión de su esposo, o,
si ella no estuviese casada, la de su padre o de sus hermanos.
Este razonamiento sin embargo no me parece del todo justo. La mujer,
sensiblemente inferior a su marido, lo soporta, se convierte en su reflejo. Pero
cuando ella es igual, lo que es más frecuente, y, con mayor razón, cuando
ella es superior, escapa totalmente a su influencia.
¿ A que se llega ? La mujer estando por naturaleza
dispuesta a los abandonos
del corazón y del alma, a la vez, es religiosa casi siempre. Nade me ha de
contradecir si afirmo que los nueve décimos de las mujeres francesas son
católicas practicantes, mientras que apenas un tercio de los hombres tienen
creencias religiosas.
Entonces, dad a las mujeres los derechos políticos:
es el medio más seguro
de restablecer la monarquía, con el papa como soberano temporal.
Este no es sin duda lo que desea la Señorita Hubertine
Auclert.
16 de agosto de 1882
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre