¡ VE A SENTARTE !
( Va t'asseoir ! )
Publicado en Le Gaulois, el 8 de septiembre de 1881

       ¡ Que oficio más triste, desde luego, el del político ! No quiero hablar, claro está, de los saltimbanquis del asunto, de aquellos que solamente hacen el trapecista con las elecciones. Aquellos no se quejan nunca, sea quién sea el que llegue, y forman seguramente la gran mayoría de los Parlamentos. Periodistillas sin talento, pequeños abogados sin muros y sin viudas, medicuchos sin moribundos, solicitan un oficio fácil de escamotear el pan que no conceden las profesiones propias a los fracasados. El proceso es cómodo. Desde el momento en que se sienten impotentes para las funciones normales que realizan los simples burgueses, se ponen a gritar, con una voz clara y estentórea: « ¡ Viva el pueblo ! »
      Nada más que eso. Se les pide sus ideas, su programa, sus creencias. « ¡ Viva el pueblo ! » En el Parlamento, profieren, en cada discusión, un gran « ¡ Viva el pueblo ! » Y él, el pueblo malicioso, se dice: « Con tal de que ellos griten siempre así, eso me resulta suficiente. »
      Pero envejecen. Su voz de debilita, vacila en su garganta; y entonces se desgañitan todavía gruñendo, con el tono ronco de los borrachos a perpetuidad: « ¡ Viva er pueo ! » 
      Y el pueblo ríe. Reconoce su entonación y murmura: « Eso, eso es sólido; votemos por él. » Y vota.
      De este modo se les ve, desde la cuna a la tumba, decir las mismas estupideces balbuceantes y sin cesar furibundas, perdiendo uno a uno todos sus cabellos sobre el dosel del mismo sillón del Parlamento. Les crecen entonces las viejas barbas, las viejas barbas, inmortales como los príncipes del 89. El vivero está provisto, no nos ocupemos más de eso. Entre los jóvenes residentes hoy, hay quienes continúan desde hace cuarenta años.
      Hablemos de los otros, de los convencidos, ingenuos, honestos, de aquellos que creen en la política, en el pueblo, en los principios, en el progreso, en la sabiduría, en el poder de la razón, en todas las máximas sonoras y venerables, que forman el fondo de la mimbre política de un republicano sincero.
      ¡ Oh ! pobres diablos, que piadosa cara deberán poner el día en el que el pueblo soberano les diga, en un momento de capricho y de alegría: « ¡ Ve a sentarte ! »
      Han trabajado en conciencia, estudiado, buscado: sienten latir su corazón pronunciando esta palabra « La República »; pues han colaborado a su nacimiento y a su apogeo; y hete aquí que ese gran dios del sufragio universal les exclama en la nariz: « ¡ Ve a sentarte ! »
      Y van a sentarse en medio de sus atónitas familias. Regresan a sus hogares del mismo modo que los soldados jubilados por una invalidez.

      ¡ Oh ! ¡ el miserable diputado que los electores acaban de enviar a sentarse ! Tiene el aspecto hundido y lamentable de un globo pinchado, caído del cielo.
      Por todo consuelo le queda la facultad de hacer imprimir sus tarjetas de visita: « Sr. X..., ex-representante del pueblo. » - Pero se ha convertido en aquél del que se dice con una sonrisa: « Usted sabe, ese pobre X..., el viejo diputado. - ¡Ah ! sí, ve a sentarte. »
      Y me parece verles, en ese momento, sentados por todas las regiones de Francia, esos lamentables Rechazados, que miran con aire piadoso partir para París a sus rivales, con un sombrero nuevo y los papeles bajo el brazo.

      He aquí un ejemplo notable: El Sr. Gambetta. Se puede quererlo o no, pero me parece imposible cuestionar que él posee hoy, más que ningún otro, la ciencia y el instinto políticos. No niego que pueda ser un tanto déspota, y que haya demostrado en varias ocasiones tendencias muy autoritarias. No niego que parezca, en un determinado momento, que haya soñado con el papel del salvador peligroso, y proyectado, en medio de una especie de embriaguez de poder, granjearse también la gloria militar restituyéndonos las provincias perdidas.
      Ningún hombre es infalible. En él no es menos cierto que ha rendido inmensos servicios al partido republicano; que ha destrozado a sus adversarios políticos sabiendo rodearse de combatientes inquietos en los momentos difíciles; ¿ que ha sido hábil, estratega, audaz cuando era necesario, y siempre clarividente ? Se le debía al menos mucho reconocimiento respetuoso. Pero he aquí que, en su conciencia de hombre político, ha creído su deber caminar en una línea determinada. Ha cesado de gritar únicamente: « ¡ Viva el pueblo a pesar de todo !» y su pueblo ( demarcación de Charonne-Belleville) acaba de decirle, muy bajo, es cierto: « ¡ Ve a sentarte, viejo, y no me lo hagas repetir ! » Es una especie de advertencia sin gastos. A buen entendedor, ¡ salud !
      Y él, totalmente sorprendido, allí se quedó, preguntándose si era en broma o en serio, si debía sentarse o permanecer de pie. - « Es en SERIO, señor; el pueblo soberano no bromea. Elija enseguida otra demarcación o resígnese a sentarse. »

      El Sr. Vallès me parece más malévolo. Ese novelista de gran talento y de gran espíritu ha elegido por electores a unas personas que se han enviado ellas mismas a sentarse de un modo definitivo, los fusilados de la Comuna. La idea es divertida y tal vez tomada por los dos extremos, un lado cómico y otro serio, a voluntad. Yo supongo que el Sr. Vallès es en el fondo un gran escéptico, un serio-comunero-bromista.
      No puedo pensar en él sin recordar la frase de un ex-miembro de la Comuna, a quién yo mostraba últimamente, de lejos, la Cámara de los diputados, diciéndole:
      - Y bien, amigo, ¿ cuando entrará usted ahí ?
      Él me respondió riendo:
      - Yo no entraré nunca más que para dar unas patadas... a aquellos que allí están o estarán.
      Y hete aquí todavía uno que no irá a sentarse.
      He dicho que el Sr. Vallès me parecía ser un gran escéptico. Tomo como prueba de ellos su muy notable libro publicado en primavera: Le Bachelir. Nadie ignora que el escritor ha contado su propia historia. Léanlo. Verán ustedes como les aumenta el disgusto por los asuntos de la política; como las fórmulas consagradas, los principios estúpidos e inmortales, la tontería, la intolerancia, la ceguera, la estrechez de espíritu de los doctrinarios de todos los partidos, acaban por matar la confianza, la esperanza, el coraje y el entusiasmo de los corazones exaltados.
      El Sr. Vallès seguramente ha permanecido fiel a su amor por la justicia teórica, por la revolución íntegra y vengativa; pero como él sueña otra que no puede ser, y como lo siente, jamás ha decaído en su fe, nunca compartido la tontería de sus compañeros de lucha, ¡ desmoralizado por frases rimbombantes, cantinelas y tradiciones revolucionarias !
      Hoy ha llegado a no tener más confianza que en la CLASE de los fusilados; y aquellos también eran sin duda unos utopistas, unos creyentes sinceros, puesto que murieron por la causa.
      Resulta que el Sr. Vallès es un gran escritor y, en él, el hombre político desanimado se confiesa al novelista que, a su vez, a pesar de todo, habla, confiesa las profundas miserias de su fe, porque la pasión del arte se ha vuelto más poderosa que la pasión política, porque el Sr. Vallès ante todo es un artista.

      Minemos los principios inmortales.
      Las monarquías están muertas; había vencido su tiempo. Unos hombres nuevos y audaces han venido y han MINADO el principio del derecho divino con el sencillo razonamiento de que, para gobernar a todos los hombres, sería necesario que un hombre pudiese tener tanta inteligencia, espíritu, sabiduría, aptitudes diversas, etc., como todos los demás reunidos.
      Esos revolucionarios tenían razón; han triunfado. Pero, en lugar del principio abatido, han elevado otros, calificados inmortales, y que también son fantásticos, tan falsos, tan inaceptables como el primero. Minémoslos entonces a su vez.
      El gobierno hoy se apoya en la idea de que todo ciudadano debe tener la misma parte de autoridad en la administración de los asuntos de la patria; y que la voz del más notable de los hombres no vale más que la del más torpe.

      Esto se llama: ¡ igualdad ! ¡ Oh ! ¡ una buena broma !

      Puesto que los hombres no son iguales ni en la vida ni en el estado, ¿ por qué concurren en ellos de igual modo en el funcionamiento de la vida común: el Estado ?
      ¿ Existe en la naturaleza esta igualdad soñada ? Muéstreme entonces únicamente dos seres que la creación haya hecho parecidos, teniendo exactamente la misma inteligencia, el mismo espíritu, las mismas aptitudes, la misma fortuna y el mismo vientre. ¡ Pero los hermanos Lionnet, el más legendario fenómenos de semejanza conocido, no son parecidos en todo ! Uno canta mejor que el otro. ¡ La igualdad ! Esto no existe en ninguna parte, ni incluso en las estrellas, ese mundo de sueños, puesto que ellas no tienen igual masa. Entonces, la LEY de la naturaleza es la ley de la proporción; y usted va a asentar un gobierno sobre una ley de igualdad contraria a toda regla, a toda lógica, a todo buen sentido, a todo hecho observado.
      Minemos los principios inmortales.
      ¿ Qué debería ser, en realidad, ese sufragio de todos ? La representación exacta de todas las fuerzas vivas, efectivas, eficaces, de un país, proporcionalmente al poder de esas fuerzas.
      Ahora bien, una única está representada: el número. La riqueza territorial, el dinero, la industria, ¿ no trabajan en la grandeza de la nación ?
      ¿ Acaso la inteligencia y el saber no son todavía las dos fuerzas más eficaces y las más respetables ?
      El hombre que posee una parte más o menos amplia del suelo de su patria, el propietario, burgués o aldeano, ¿ no tiene más derechos y medios para comprender las necesidades reales del país, para incidir en su administración, que el recolector de guijarros de los caminos ?
      ¿ Es que el grado universitario ( dado que el Estado otorga esos grados ) no debería conferir una autoridad particular a aquel que la ha recibido ?
      Pero no. El número imbecil solo es poderoso.
      Minemos los principios inmortales.
      Se exclamará: « Sus utopías son irrealizables. ¿Qué quiere usted entonces ? » - ¿ Qué es lo que quiero ? Cualquier cosa excepto ese principio absurdo porque es universalmente falso, - el de la igualdad.
      Quiero la representación proporcional. Es posible. Es más, todavía admitiría que cada profesión nombrase a sus representantes. Los tenderos nombrarían a un tendero, los fotógrafos a un fotógrafo, los farmacéuticos a un farmacéutico, etc. Se reirá; pero sería lógico.
      Por ejemplo, no veo en absoluto la necesidad de hacer por el TAS doscientos caballeros cualesquiera sin certificados de aptitudes ni diplomas de capacidad, que se encierran en un gran edificio para intercambiar insultos y molestar a las personas tranquilas.
      Es cierto que el TAS no se caracteriza mucho por su grito : « ¡ Ve a sentarte ! »
      Prefiero el gobierno proclamado antaño por el Sr. Rochefort:
      « Art. 1º- Nada.
      « Art. 2º- Nadie se ha encargado de la ejecución del presente decreto. »
      Si las personas timoratas temiesen por exceso este tipo de organización, todavía consentiría en que se elevase sobre el emplazamiento de las Tullerías una columna representando al Estado sobre la cual se escribiría una única palabra: « ¡ Libertad ! »
      Si los más tímidos se estremeciesen aún, aceptaría una pequeña Cámara tranquila, compuesta de personas poco capaces, a fin de que no sean demasiado ambiciosas, y viejos, y liberales hasta en las mejillas, una asamblea a los Jules Grévy. Y se les podría aún gritar: « ¡ Ve a sentarte ! », les sería prohibido deliberar.

      Pero estas verdades son inútiles y pueriles. ¿ Por qué me ha embargado esta indignación ? Por un motivo bien inocente y fútil. Es que, paseándome en medio de las ruinas de Hipona, a orillas de un río de África, acabo de leer, sobre una columna de la ciudad antigua, estas palabras trazadas por una mano novata de un ciudadano cualquiera, radical o reaccionario: « ¡Ohé ! ¡ Gambetta, ve a sentarte ! »
      Y eso me ha parecido fuera de lugar en ese sitio.

8 de septiembre de 1881

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre