VENECIA
( Venise )
Publicado en el Gil Blas, el 5 de mayo de 1885

       ¡ Venecia ! ¿ Hay una ciudad que haya sido más admirada, más celebrada, más cantada por los poetas, más deseada por los enamorados, más visitada y más ilustre ?
      ¡ Venecia ! ¿ Hay una palabra en las lenguas del hombre que haya hecho soñar más que esta ? Es bella, sonora y dulce: evoca de un golpe en el espíritu, un brillante desfile de magníficos recuerdos y todo un horizonte de encantadores pensamientos.
      ¡ Venecia ! Esa única palabra parece hacer brotar del alma una exaltación, excitando todo lo que hay de poético en nosotros, provocando todas nuestras facultades de admiración. Y cuando llegamos a esta singular ciudad, la contemplamos infaliblemente con ojos prevenidos y radiantes, la miramos con nuestros sueños.
      Pues es casi imposible, al hombre que va por el mundo, no mezclar su imaginación con la visión de las realidades. Se acusa a los viajeros de mentir y de confundir a aquellos que los leen. No, no mienten, pero ven con su pensamiento más que con su mirada. Basta una novela que nos haya encantado, veinte versos que nos hayan emocionado, un relato que nos haya cautivado, para prepararnos al especial lirismo de los caminantes, y cuando estamos de este modo excitados, desde lejos, por el deseo de un país, él nos seduce irresistiblemente. Ningún rincón de la Tierra ha dado lugar, más que Venecia, a esta conspiración del entusiasmo. Cuando entramos por primera vez en la laguna tan alabada, resulta casi imposible reaccionar ante nuestro sentimiento anticipado, de sufrir una desilusión. El hombre que ha leído, que ha soñado, que sabe la historia de la ciudad donde él entra, que está penetrado por todas las opiniones de aquellos que lo han precedido, lleva con él casi todas sus impresiones predeterminadas; sabe lo que le debe gustar, lo que debe despreciar, lo que debe admirar.
      El tren atraviesa en primer lugar una llanura, acribillada de charcos de agua. Se diría una especie de mapa con los océanos y los continentes; luego el suelo desaparece poco a poco; el convoy corre, sobre un talud al principio y pronto se lanza sobre un desmesurado puente arrojado en el mar y que permite dirigirse hacia la ciudad abajo percibida, elevando sus campanas y sus monumentos encima del manto inmóvil e ilimitado de las aguas. Algunos islotes aparecen de ven en cuando, a la derecha o a la izquierda.
      Llegamos a la estación. Unas góndolas esperan a lo largo del andén. Larga, delgada y negra, dirigiendo las puntas de sus extremos y llevando en su parte anterior una proa extraña y hermosa, en acero brillante, la fina góndola merece su gloria. Un hombre, de pie, detrás de los viajeros, la gobierna con un solo remo que lleva y que sostiene una especie de brazo de madera torcido, fijado sobre el costado derecho de la embarcación. Ella tiene un aire coqueto y severo, amoroso y guerrero, y se mece de un modo delicioso extendido sobre una especie de silla larga. La dulzura de ese lugar, el exquisito balanceo de esas barcas, su velocidad rápida y tranquila, non producen una inesperada y adorable sensación. Sin hacer nada, uno va y descansa y se ve acariciado por ese movimiento, acariciado en el espíritu y en la carne, penetrado por un súbito y continuo goce físico y por un profundo bienestar del alma. Cuando llueve, se ajusta una pequeña cámara de madera esculpida en medio de esas embarcaciones, adornada de cobres, y cubierta de un paño negro. Las góndolas entonces se deslizan, impenetrables, como ataúdes flotantes revestidos de crespón. Parecen llevar misterios de muerte o de amor, y muestras a veces una hermosa figura de mujer detrás de su estrecha ventana.
      Descendemos por el gran canal. Uno se sorprende al principio por el aspecto de esta ciudad donde las calles son ríos... unos ríos o más bien unas alcantarillas a cielo abierto.
      Es la auténtica impresión que da Venecia después de pasado el primer asombro. Parece que unos ingenieros graciosos hayan hecho saltar la bóveda de albañilería y de pavés que recubre esas corrientes de aguas sucias en todas las otras ciudades del mundo, para obligar a los habitantes a navegar sobre sus alcantarillas.
      Y sin embargo algunos de esos canales, los más estrechos, son a veces deliciosamente extraños. Las viejas casas carcomidas por la miseria, reflejan allí sus muros desteñidos y ennegrecidos, y mojan sus pies, sucios y agrietados, como unos pobres andrajosos que se lavaran en unos arroyuelos. Los puentes de piedra atraviesan esta agua y reflejando en ella su parte interna, la encuadran en una imagen con una doble bóveda de la que una es falsa y la otra verdadera. Uno sueña en una amplia ciudad de inmensos palacios, tan grande es el renombre de esta antigua reina de los mares. Uno se asombra de que todo sea pequeño, pequeño, pequeño ! Venecia no es más que una figurilla, una vieja filigrana de arte encantadora, pobre, arruinada, pero orgullosa de una bella dignidad de antigua gloria.
      Todo parece en ruinas, todo parece a punto de hundirse en esta agua que lleva una ciudad gastada. Los palacios tienen las fachadas asoladas por el tiempo, manchadas por la humedad, comidas por la lepra que destruye las piedras y los mármoles. Algunos están levemente inclinados sobre la orilla, dispuestos a caer, cansados de permanecer desde hace tanto tiempo de pie sobre sus pilares. De pronto el horizonte se amplia, la laguna se alarga; allá abajo, a la derecha, aparecen unas islas cubiertas de casas, y, a la izquierda, un admirable monumento de estilo morisco, una maravilla de gracia y de imponente elegancia, es el palacio de los Duches.
      No describiré la Venecia de la que todo el mundo ha hablado. La plaza de San Marcos se parece a la del Palais-Royal, la fachada de la iglesia tiene el aspecto de un escaparate de café-concert en cartón piedra, pero el interior es lo más absolutamente bello que pueda concebirse. La penetrante armonía de las líneas y de los tonos, los reflejos de los viejos mosaicos de oro con los resplandores suavizados, en medio de severos mármoles, las maravillosas proporciones de las bóvedas y desde la lejanía, un yo no sé que de divino que se  encuentra en el conjunto, que a la entrada tranquila del día convierte lo religioso, en torno a esos pilares, en la sensación que los ojos arrojan al espíritu, la fuente de San Marcos, la cosa más completamente admirable que haya en el mundo.
      Pero contemplando esa incomparable obra maestra del arte bizantino, uno se pone a pensar comparándola con otro monumento religioso, sin igual él también, tan diferente sin embargo, obra maestra del arte gótico, edificado todavía en medio de las olas grises de los mares del Norte, en esa joya monstruosa de granito que se erige sola en la inmensa bahía del Monte Saint-Michel.
     Lo que hace Venecia absolutamente sin par, es la Pintura. Fue la patria, la madre de algunos maestros de primer orden que uno no puede conocer más que visitando sus museos, sus iglesias y sus palacios. Tiziano, Paulo Veronés no se revelan verdaderamente más que en Venecia en su esplendor genial. Aquellos, al menos, poseen la gloria en toda su pujanzaa y toda su extensión.  Hay otros que nosotros desconocemos en Francia y que tienen casi el mismo valor de estos artistas, tales como Carpaccio y sobre todo Tiepolo, el primero de los pintores de plafones, pasados, presentes y futuros. Nadie como él ha sabido plasmar sobre una pared la gracia de los líneas humanas, la seducción de los matices que estremecen sensualmente la mirada y el encanto de lo soñado en esa especie de extraña embriaguez que el arte comunica al espíritu. Elegante y coqueto como Watteau o Boucher, Tiepolo posee sobre todo un admirable e invencible poder para encantar. Se puede admirar a otros más que a él, con una admiración razonada, pero no lo iguala nadie. La ingeniosidad de sus composiciones, el imprevista poderío y belleza de su dibujo, la variedad de su ornamentación, el inalterable y único frescor de su colorido, hacen nacer en nosotros una singular necesidad de vivir siempre bajo uno de esos techos inestimables que su mano ha adornado.
      El palacio Labbia, una ruina, muestra tal vez el más admirable trabajo que ha dejado este gran artista. Ha pintado una sala entera, una sala inmensa.  Ha hecho el techo, las paredes, la decoración y la arquitectura, con su pincel. El tema, la historia de Cleopatra, una Cleopatra veneciana del siglo XVIII, continúa sobre las cuatro paredes de la habitación, pasa a través de las puertas, bajo los mármoles, detrás de las columnas imitadas. Los personajes están sentados sobre las cornisas, apoyan sus brazos o sus pies sobre las ornamentaciones, pueblan ese lugar con su multitud encantadora y colorida. Se dice que El palacio que contiene esta obra maestra está a la venta. ¡ Como se viviría dentro !

5 de mayo de 1885
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant

Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre