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Un
mes a solas, un mes de vida en común con alguien, de una vida en pareja
completa, de conversación a todas las hora del día y de la noche.¡Diablos! Estar
con una mujer durante un mes, es verdad, no es tan grave como tenerla de
por vida; pero es de por sí mucho más serio que estar con ella
por una noche. Sé que podré devolverla, con algunos cientos de luises;
¡pero entonces permaneceré solo en Loëche, lo que no es nada
divertido! La
elección será difícil. No quiero ni una coqueta ni una espabilada. Es
necesario que no me sienta ni ridículo ni orgulloso de ella. Quiero que
se diga: “El marqués de Roseveyre está de buena suerte”; pero no
quiero que se cuchichee: “ Ese pobre marqués de Roseveyre!”. En
suma, tengo que exigir a mi pasajera compañera todas las cualidades que
exigiría a mi compañera
definitiva. La única diferencia que se puede establecer es aquella que
existe entre el objeto nuevo y el objeto de ocasión.¡Bah!, ¡se puede
encontrar, voy a pensar en ello! 14
DE JUNIO.—¡Berthe!...He
aquí mi acompañante. Veinte años, guapa, recién salida del
Conservatorio, esperando un papel, futura estrella. Buenos modales,
altivez, carácter y...amor. Objeto de ocasión pudiendo pasar por
nuevo. 15
DE JUNIO.—
Está libre. Sin compromiso de negocios o de corazón, ella acepta, yo
mismo he encargado sus vestidos, para que no tenga aspecto de jovencita. 20
DE JUNIO.—
Basilea. Duerme. Voy a comenzar mis notas de viaje. De
hecho, ella es encantadora. Cuando llegó a la estación delante de mi,
no la reconocía, hasta tal punto tenía aspecto de mujer de mundo.
Verdaderamente tiene porvenir esta niña....en el teatro. Me
pareció cambiada en sus modales, en su andar, en su actitud y sus
gestos, en la forma de sonreír, en la voz, en todo, irreprochable, en
fin.¡Y peinada!¡oh! Peinada de una forma divina, de una manera
encantadora y sencilla, en una mujer que ya no tiene que atraer las
miradas, que ya no tiene que agradar a todos, cuyo papel ya no es
seducir, a primera vista, a los que la vean, sino que
quiere gustar a uno solo, discretamente, y únicamente. Y esto se dejaba
ver en todo su aspecto. Se mostraba tan finamente y tan
completamente, la metamorfosis me pareció tan absoluta y hábil, que le
ofrecí mi brazo como hubiera hecho con mi mujer. Ella lo tomó con
soltura como si se tratara de mi mujer. Frente
a frente en el portalón permanecimos en un primer momento inmóviles y mudos. Después
ella levantó su velo y sonrió...Nada más. Un sonreír de buen tono.¡Oh!
Me daba miedo besarla, la comedia de la ternura, el eterno y banal juego
de las jóvenes. Pero no, ella se contuvo. Es fuerte. Más
tarde hemos charlado un poco como dos jóvenes esposos, un poco como dos
extraños. Era amable. Muchas veces sonreía mirándome. Era yo ahora
quien tenía ganas de abrazarla. Pero permanecí tranquilo. En
la frontera, un funcionario abrió bruscamente la puerta y me preguntó: —¿Su
nombre, señor? Me
sorprendió. Respondí: —Marqués
de Roseveyre. —¿A
dónde se dirige usted? —A
las termas de Loëche, en le Valais. Escribió
en un registro. Respondió: —¿La
señora es su mujer? ¿Qué
hacer? ¿Qué responder? Levanté los ojos hacia ella dudando. Ella
estaba pálida y miraba a lo lejos... Sentí
que iba a ofenderla muy gratuitamente. Y además, en fin, sería mi
compañía durante un mes. Dije: —Sí,
señor. De
repente la vi enrojecer. Me sentí feliz. Pero
en el hotel, llegando aquí, la propietaria le tendió el registro. Ella
me lo pasó muy rápidamente; me di cuenta de que ella me estaba mirando
mientras escribía. ¡Era nuestra primera noche de intimidad!...¿Una
vez pasada la página, quien leería este registro? Yo escribí:
“Marqués y marquesa de Roseveyre, dirigiéndose a Loëche.” 21
DE JUNIO.—
Seis de la mañana. Bâle. Salimos para Berne. Decididamente tengo buena
mano. 21
DE JNIO.—
Diez de la noche. Jornada singular. Estoy un poco emocionado. Esto es
tonto y divertido. Durante
el trayecto, hemos podido hablar un poco. Se había levantado un poco
temprano; estaba cansada; dormitaba. Tan
pronto estuvimos en Berne, quisimos contemplar ese panorama de los Alpes
que yo no conocía en absoluto; y he aquí que salimos por la ciudad,
como dos recién casados. Y
de repente percibimos una llanura desmesurada, y allá abajo, allá
abajo, los glaciares. De lejos, así, no parecían inmensos, y sin
embargo aquella vista me produjo un escalofrío en las venas. Un
resplandeciente sol poniente caía sobre nosotros; el calor era
terrible. Fríos y blancos permanecían ellos, los montes helados. El
Jungfrau, el Vierge, dominando a sus hermanos, extendía su ancha falda
de nieve, y todos, hasta perderse de vista, se alzaban a su alrededor,
los gigantes de cabeza blanca, las eternas cimas heladas que el
agonizante día hacía más claras, como plateadas, sobre el azul oscuro
de la noche. Su
infinidad inerte y colosal daba la sensación de comienzo de un mundo
sorprendente y nuevo, de una región escarpada, muerta, petrificada pero
atrayente como el mar, llena de un poder de seducción misteriosa. El
aire que había acariciado sus cimas siempre heladas parecía venir
hacia nosotros por encima de los campos estrechos y floridos, muy
diferente al aire fecundante de las llanuras. Tenía algo de desapacible
y de poderoso, de estéril, como un aroma de espacios inaccesibles. Berthe,
ensimismada, observaba sin cesar, sin
poder pronunciar ni una palabra. De
repente me cogió la mano y la apretó. Yo mismo sentía en el alma esa
especie de fiebre, esa exaltación que nos sobrecoge delante de ciertos
espectáculos inesperados. Agarré esa pequeña mano temblorosa y la
llevé a mis labios; y la besé, a fe mía, con amor. Permanecí
un poco turbado.¿Pero por quien? ¿Por ella o por los glaciares? 24
DE JUNIO.—Loëche,
diez de la noche. Todo
el viaje ha sido delicioso. Hemos pasado medio día en Thun,
contemplando la ruda frontera de montañas que debíamos franquear al día
siguiente. Al
amanecer, atravesamos el lago, el más hermoso de Suiza tal vez. Unas
mulas nos esperaban. Nos sentamos sobre sus lomos y partimos. Después
de haber desayunado en un pueblecito, comenzamos a escalar, entrando
lentamente en la garganta que sube poblada de árboles, siempre dominada
por las altas cumbres. De territorio en sitio, sobre las pendientes que
parecen venir del cielo; se distinguen puntos blancos, chalets
construidos allí no se sabe cómo. Atravesamos torrentes,
percibimos, a veces, entre dos puntiagudas cimas y cubiertas de abetos,
una inmensa pirámide de nieve que parecía tan próxima que hubiéramos
jurado alcanzarla en diez minutos, pero que apenas habríamos llegado en
veinticuatro horas. A
veces atravesábamos caos de piedras, estrechas llanuras tapizadas de
rocas desprendidas como si dos montañas se hubieran enfrentado en esta
contienda, dejando sobre el campo de batalla los restos de sus miembros
de granito. Berthe,
extenuada, dormía sobre su animal, abriendo de vez en cuando los ojos
para ver de nuevo. Acabó por adormecerse, y yo la sujetaba por una
mano, feliz de su contacto, de sentir a través de su vestido el suave
calor de su cuerpo. Llegó la noche, todavía subíamos. Nos paramos
delante de la puerta de un
pequeño albergue perdido en la montaña. ¡Dormimos!¡Oh!¡Dormimos! Al
amanecer, corrí a la ventana, y prorrumpí en un grito. Berthe llegó a
mi lado y se quedó estupefacta y embelesada. Habíamos dormido en la
nieve. Todo
a nuestro alrededor, montes enormes y estériles cuyos huesos grises
sobresalían bajo su abrigo blanco, montes sin pinos, sombríos y
helados, se elevaban tan alto que parecían inaccesibles. Una
hora después de estar en ruta de nuevo, percibimos, al fondo de este
embudo de granito y de nieve, un lago negro, sombrío, sin una onda, que
durante largo tiempo habíamos seguido. Un guía nos trajo algunos
edelweiss, las flores blancas de los glaciares. Berthe hizo un ramillete para su blusa. De
repente, la garganta de peñascos se abrió delante de nosotros,
descubriendo un horizonte sorprendente: toda la cadena de los Alpes
piamonteses más allá del valle del Ródano. Las enormes cumbres, de
lugar en lugar, dominaban la multitud de cimas menores. Eran el monte
Rose, arduo y macizo; el Cervin, recta pirámide donde muchos hombres
han muerto, el Dent-du-Midi; otros cientos de puntos blancos,
relucientes como cabezas de diamantes, bajo el sol. Pero
bruscamente el sendero que seguíamos se detuvo al borde de un
precipicio, y en el abismo, en el fondo del agujero negro de dos mil
metros, encerrado entre cuatro muros de rectos peñascos, sombríos,
salvajes, sobre una capa de hierba, percibimos algunos puntos blancos
con bastante parecido a corderos en un prado. Eran las casas de Loëche. Fue
necesario dejar las mulas, siendo el camino tan peligroso. El sendero
desciende a lo largo de la roca, serpentea, gira, va, vuelve, sin jamás
perder de vista el precipicio, y siempre también el pueblo que crece a
medida que nos acercamos. Es a lo que se le llama el pasaje de la Gemmi,
uno de los más bellos de los Alpes, sino el más bello. Berthe,
apoyándose en mi, prorrumpía gritos de alegría y gritos de pavor,
feliz y temerosa como un niño. Como estábamos a algunos pasos de los
guías y ocultos por un voladizo de la roca, me abrazó. Yo la abracé... Yo
me había dicho: —En
Loëche, pondré cuidado en hacer entender que no estoy con mi mujer. Pero
por todos lados yo la había tratado como tal, en todas partes la había
hecho pasar por la marquesa de Roseveyre. No podía ahora inscribirla
bajo otro nombre. Y además la habría herido en el corazón, y
verdaderamente era encantadora. Pero
le dije: —Querida
amiga, llevas mi apellido, la gente me cree tu marido; espero que te
comportes con todo el mundo con una extrema prudencia y una extrema
discreción. Nada de conocidos, de charlas, de relaciones. Que te crean
noble, peor actúa de forma que nunca tenga que reprocharme lo que he
hecho. Ella
respondió: —No
tenga miedo, mi pequeño René. 26
DE JUNIO.—
Loëche no es triste. No. Es salvaje, pero muy hermosa. Este muro de
rocas altas de dos mil metros, de donde se deslizan cientos de torrentes
semejantes a hilillos de plata; este ruido eterno del agua que discurre;
este pueblo sepultado en los Alpes desde donde se ve, como desde el
fondo de un pozo, el solo lejano atravesar el cielo; el glaciar vecino,
muy blanco en la escotadura de la montaña, y ese pequeño valle lleno
de arroyos, lleno de árboles, pleno de frescura y de vida, que
desciende hacia el Ródano y deja ver en el horizontes las cimas nevadas
del Piémont: todo esto me seduce y me encandila. Tal vez si...si Berthe
no estuviera aquí?... Es
perfecta, esta niña, reservada y distinguida mas que nadie. Yo escucho
decir: —¡Qué
hermosa es, esta marquesita!... 27
DE JUNIO.—
Primer baño. Descendemos directamente de la habitación a las piscinas,
donde veinte bañistas tiemblan, ya vestidos con largos vestidos de
lana, juntos hombres y mujeres. Unos comen, otros leen, otros charlan.
Mueven delante de si pequeñas tablas flotantes. A veces juegan al
anillo, lo que no siempre es decoroso. Vistos a través de las galerías
que rodean el baño, tenemos aspecto de gruesos sapos en una tinaja. Berthe
ha venido a sentarse a esta galería para charlar un poco conmigo. La
han mirado mucho. 28
DE JUNIO.—
Segundo baño. Cuatro horas de agua. Las tomaré de ocho en ocho horas.
Tengo por compañeros bañistas el príncipe de Vanoris (Italia), el
conde Lovenberg (Austria), el barón Samuel Vernhe (Hungría u otra
parte), además una quincena de personajes de menor importancia, pero
todos nobles. Todo el mundo es noble en las villas termales. Ellos
me piden, uno tras otro, ser presentados a Berthe. Yo respondo: “¡Si!”
y me retiro. Me creen celoso, ¡qué tontería! 29
DE JUNIO.—
¡Diablos! ¡diablos! La princesa de Vanoris ha venido ella misma en
persona a buscarme, deseando conocer a mi mujer, en el momento en que
entrábamos en el hotel. Yo le presenté a Berthe, pero le he rogado con
delicadeza que evitara encontrarse con esta dama. 2
DE JULIO.—
El príncipe nos ha agarrado del cuello para llevarnos a su apartamento,
donde los bañistas insignes tomaban el té. Berthe era, sin duda
alguna, mejor que todas las damas; ¿pero qué hacer? 3
DE JULIO.—
¡A fe mía, qué le vamos a hacer! Entre estos treinta hidalgos, ¿no
se encuentran al menos diez de fantasía? ¿Entre estas dieciséis o
diecisiete mujeres, están más de doce seriamente casadas, y de estas
doce, más de seis irreprochables? ¡Tanto peor para ellas, tanto peor
para ellos!¡Ellos lo han querido!
10
DE JULIO.—
BERTHE es la reina de Loëche!
¡Todo el mundo está loco por ella; la celebran, la miman, la adoran!
Por otra parte, ella es soberbia en gracia y distinción. Me envidian. La
princesa de Vanoris me ha preguntado: —¡Ah!
Marques, ¿dónde ha encontrado este tesoro? Yo
tenía deseos de responder: —¡Primer
premio del Conservatorio, curso de comedia, contratada en el Odeón,
libre a partir del 5 de agosto de 1880! ¡Qué
cara hubiera puesto, Dios mío! 20
DE JULIO.—
Berthe es realmente sorprendente. Ni una falta de tacto, ni una falta de
gusto; ¡una maravilla! 10
DE AGOSTO.—
Paris. Se acabó. Tengo el corazón hecho polvo. La víspera de la
partida creí que todo el mundo iba a llorar. Decidimos
ir a ver amanecer sobre el Torrenthon, luego de volver a
descender a la hora de nuestra partida. Nos
pusimos en marcha hacia media noche, sobre unas mulas. Los guías
portaban faroles: y la larga caravana se extendía por el camino sinuoso
del bosque de pinos. Luego atravesamos los pastos donde rebaños de
vacas erraban en libertad. Después alcanzamos la región de las rocas,
donde la misma hierba desaparecía. A
veces, en la sombra, se distinguía, sea a derecha, sea a izquierda, una
masa blanca, un amontonamiento de nieve en un agujero de la montaña. El
frío llegaba a ser mordiente, pinchaba los ojos y la piel. El viento
desecante de las cimas soplaba, quemando las gargantas, aportando los hálitos
helados de cien lugares de picos congelados. Cuando
llegamos a nuestro destino era ya de noche. Desembalamos todas las
provisiones para beber el champán al amanecer. El
cielo palidecía sobre nuestras cabezas. Vimos de pronto un obstáculo a
nuestros pies; luego, a unos cientos de metros, otra cima. El
horizonte entero parecía lívido, sin que se distinguiera nada todavía
a lo lejos. Pronto
descubrimos, a la izquierda, una enorme cima, el Jungfrau, después
otra, después otra. Aparecían poco a poco como si fueran levantándose
a lo largo del nacimiento del día. Y nosotros quedábamos estupefactos
de encontrarnos así en el medio de estos colosos, en este país
desolado de nieves eternas. De repente, en frente, se nos mostró la
desmesurada cadena del Piémont. Otras cumbres aparecieron al norte.
Realmente era el inmenso país de los grandes montes de frentes helados,
desde el Rhindenhorn, pesado como su nombre, hasta el fantasma a penas
visible del patriarca de los Alpes, el Mont Blanc. Unos
eran orgullosos y rectos, otros acuclillados, otros deformes, pero todos
homogéneamente blancos, como si algún Dios hubiera arrojado sobre la
jorobada tierra un sábana inmaculada. Unos
parecían tan cerca que habríamos podido saltar sobre ellos.; otros
estaban tan lejos que apenas les distinguíamos. El
cielo se volvió rojo; y todos enrojecieron. Las nubes parecían sangrar
sobre ellos. Era maravilloso, casi pavoroso. Pero
pronto la nube encendida palideció, y toda la armada de cumbres
insensiblemente se volvió rosa, de un rosa suave y tierno como los
vestidos de una jovencita. Y
el sol apareció por encima de la capa de nieves. Entonces, de repente,
el pueblo entero de los glaciares se hizo blanco, de un blanco
brillante, como si el horizonte estuviera lleno de una multitud de cúpulas
de plata. Las
mujeres, extasiadas, miraban. Se
estremecieron; un tapón de champán acababa de saltar; Y el
príncipe de Vanoris, ofreciendo un vaso a Berthe, gritó: —¡Bebo
por la marquesa de Roseveyre! Todos
clamaron: “ ¡Yo bebo por la marquesa de Roseveyre!” Ella
montó encima de su mula y respondió: —¡Yo
bebo por todos mis amigos! Tres
horas más tarde, cogimos el tren para Ginebra, en el valle del Ródano. Tan
pronto estuvimos a solas Berthe, tan feliz y contenta hace un rato, se
puso a sollozar, el rostro entre sus manos. Yo
me lancé a sus rodillas: —¿Qué
tienes? ¿Qué tienes? Dime, ¿qué tienes? Ella
balbuceó entre sus lágrimas: —¡Es...
es..es pues que se ha acabado ser una mujer honesta! ¡Verdaderamente,
en ese momento estuve a punto de cometer una tontería, una gran tontería...! No
la hice. Dejé
a Berthe entrando en Paris. Tal vez más tarde habría sido demasiado débil. (El
diario del marqués de Roseveyre no ofrece ningún interés durante los
dos años siguientes. En la fecha 20 de julio de 1883 encontramos las líneas
siguientes). 20
DE JULIO DE 1883.—
Florencia. Triste recuerdo dentro de poco. Me paseaba por los Cassines
cuando una mujer hizo parar su coche y me llamó. Era la princesa de
Vanoris. Tan pronto me tuvo al alcance de la voz: —¡Oh!,
marqués, mi querido marqués, ¡qué contenta estoy de reencontrarle! Rápido,
rápido, deme noticias de la marquesa; es realmente la mujer más
encantadora que he visto en toda mi vida!. Me
quedé sorprendido, no sabiendo qué decir y golpeado en el corazón de
una forma violenta. Balbuceé: —No
me hable nunca de ella, princesa, hace tres años que la he perdido. Ella
me cogió la mano. —¡Oh!
¡Cómo lo siento, amigo mío! Se
fue. Me sentí triste, descontento, pensando en Berthe, como si acabáramos
de separarnos. ¡El
Destino muy a menudo se equivoca! Cuántas
mujeres honestas habían nacido para ser mujerzuelas, y lo demuestran. ¡Pobre
Berthe! Cuántas otras habían nacido para ser mujeres honestas...y ésta...más
que las demás...tal vez....En fin, no pensemos más.
Traducción de María Rodríguez Fernández especialmente para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant I.E.S. A Xunqueira I. Pontevedra (España). Diciembre
2003 |