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CRÓNICA ¡En fin!¡En
fin!... Demos la bienvenida a la justicia en nuestro país, que resulta
ser casi asombrosa. En quince días ha hecho dos arrestos sorprendentes. Ha
condenado a un año de prisión a una joven bárbara que había
destrozado con ácido sulfúrico el rostro de su rival. Después,
ocho días más tarde, castigó con la misma pena a un marido,
complaciente primero, celoso a continuación, que había alojado una
bala de revólver en el vientre de su feliz rival. Esta
nueva manera de apreciar este género de delitos es seguramente
preferible a la antigua. Sin embargo, deja mucho que desear. En
el primer caso, un médico, pasando de una morena a una rubia, es la
causa de esta horrible
venganza que es peor que la muerte. Una pobre chica, desfigurada,
llegando a ser horrorosa, llevará hasta sus últimos días las
horribles marcas de la infidelidad, muy excusable, de un hombre. ¿Cual
es pues el culpable, si es que hay uno? ¡Indudablemente el
hombre! Sin
embargo éste viene simplemente como testigo a declarar sobre los
hechos. Ahora
bien, la única, la auténtica condenada, la gran castigada, es la
inocente. Un
año de prisión; muy bien. Eso no es nada. Así que, por un año de
prisión, podemos arrancar la nariz y las orejas y quemar los ojos de
una rival cuya belleza nos molesta. La única manera de castigar esta
confusión en la elección de la víctima y este error sobre el
culpable, ¿no sería condenar a reparaciones pecuniarias, las únicas
que realmente afectan profundamente a la humanidad? ¿No deberíamos
ordenar que, durante seis años, veinte años, hasta la muerte, puesto
que las atroces heridas quedarán hasta la descomposición final, que la
que ha mutilado así a su rival, en lugar de castigar a la amante, le
pague una pensión, le pase una renta, le de, si es obrera, la mitad de
lo que gane y, si es rica, una suma considerable?
La
otra podrá ofrecérsela a los pobres si quiere. En
el segundo caso, el marido, un obrero, había tolerado todas las
escapadas de su mujer. Diez veces él la había perdonado y diez veces
ella se volvió a marchar.
El mismo había llegado al extremo de la complacencia hasta abrir la
puerta diciendo: “ Te doy ocho horas, no más. En ocho horas tienes
tiempo de saciar tu capricho. Después volverás y te comportarás de
forma muy honesta”. Ella
respondió: “ Sí, mi hombre”. Hizo su bolsita para una semana,
luego se puso en marcha, el corazón contento, en la creencia de la
palabra jurada. Entrando
en casa de su amigo, le dijo sin dudar: “¿Sabes?..., tengo ocho días”. Él
debió de responder: “ ¡Vale, mucho mejor! Tu marido es muy gentil.
Le ofreceré una copa la próxima vez que nos encontremos.” Este
hombre también dormía tranquilo. Ahora bien, una mañana, se encuentra
frente al esposo. Va hacia él, la mano extendida, para proponerle
entrar en la taberna de enfrente. ¿Qué podía temer? ¡Todavía le
quedaban tres días! Pero
el marido, violando su palabra, violando el trato hecho con su mujer,
traidor como un general, que, durante el armisticio, mientras que la
bandera blanca se balancea sobre los muros, dispara sobre el enemigo
confiado y sin defensa, el marido le da la mano armada con un revólver
y dispara. Veamos,
¿es esto honesto y leal?¿esto? Y
la culpable, la única culpable, la verdadera culpable, la esposa
infiel, vuelve tranquilamente al domicilio conyugal. Además, ¡ella va
a tener un año de libertad! ¡Los
señores del jurado la recompensan, al fin! El marido daba ocho días;
¡ellos dan un año! ¡Pero en estas condiciones, todo favorece
la infidelidad a su
marido! Yo sé de esto, mujeres, que van a reflexionar...y tal vez... Sin
embargo, deducimos que, desde hace seis meses, la moral ha cambiado en
Francia. Las chicas que usan ácido sulfúrico y los maridos que usan
pistola están expuestos ahora a
ir a dormir durante algún tiempo sobre la paja húmeda de los
calabozos. Bueno, ¡tanto
mejor! ¿Quién
sabe? Dentro de un año tal vez les condenarán a trabajos forzosos, y,
en cinco años, al ya no estar el señor Grévy, les aguillotinarán. Así
que, lo que era perfectamente
excusable no hace mucho, ya no lo es. No caigamos jamás bajo la mano de
la justicia, hermanos. Lo
interesante, por ejemplo, sería saber qué detenciones dictarían, ante
los mismos hechos y las mismas circunstancias, los jueces de los
principales pueblos del mundo. ¿Cómo
sería tratado este marido
contradictorio por un tribunal inglés, por un tribunal español, por
los tribunales italianos, alemanes, rusos, musulmanes, daneses o
escandinavos? Apostaría
uno contra cien a que el mismo hombre, por este mismo crimen, sería
condenado a muerte aquí, absuelto allá, amonestado simplemente bajo
tal latitud y felicitado bajo tal otra. El
acto es el mismo, pero la manera de juzgar difiere tanto, por tantas
razones, a través de las tierras y las costumbres que el Juez errante,
por ejemplo, no debe saber nunca si ha hecho algo bien o mal, si merece
un estímulo o un castigo. Recuerdo
haber leído un día el relato de un crimen espantoso, de un crimen
contra natura, cometido en Italia, y me vino este pensamiento,
recorriendo los horribles detalles: ese crimen es muy italiano, es
perfectamente el producto que la herencia de una raza puede hacer nacer. Un
criminal inglés, un criminal francés, todos también crueles, pero
diferentes, éste con un escepticismo insolente, aquel con un cinismo
oscuro, no habrían tenido este tipo de fanatismo supersticioso, esta
crueldad convencida. Yo
iba de Gênes a Marsella, solo en mi vagón. Era primavera, hacía
calor. Los soplos deliciosos de los naranjos, de los limoneros, y de los
rosales de los cuales esta costa está cubierta, entraban por las
portezuelas bajadas, adormecedoras y embriagadoras. Dos
señoras, que se habían bajado en Bordighera, habían dejado sobre el
banco un viejo periódico roto, un periódico italiano, del mes de
agosto de 1882. De
casualidad lo cogí y le eché un vistazo. Y hete aquí lo que encontré
en el informe de los tribunales: En
los alrededores de San Remo vivía una viuda con su único hijo. La
mujer era mayor y no era rica, y amaba a su pequeño como a la única
cosa que tenía en el mundo. Cayó
enfermo, de una enfermedad desconocida que los médicos no determinaron.
Se debilitaba, cada día estaba más pálido y más débil. Se moría. Por
fin fue desahuciado, juzgado perdido, sin esperanza. La madre, loca de
dolor, había llamado a todos los curanderos del país, rogado a todas
las madonnas, rezado rosarios en todas las capillas. Al
final, fue a encontrar a una especie de hechicero, un viejo hombre
temible que echaba suertes, practicaba la magia y la medicina, daba a la
gente todos los servicios ocultos que la ley perseguía, y que poseía,
decían, secretos maravillosos. Ella
le suplicó que viniera, prometiendo darle todo lo que él quisiera de
ella si curaba a su pobre hijo, todo, incluso su vida, prodigando las
ofertas exaltadas, tan fáciles en las horas de perturbación, y
naturales, por otra parte, del amable pueblo italiano, que usa en toda
ocasión los adjetivos calificativos más expresivos. El
brujo la siguió. Y, fuese que él hubiera sido más clarividente que
los médicos, fuese el azar que le ayudó, el niño se curó, gracias a
sus cuidados o, tal vez, a pesar de sus cuidados. Cuando
ella lo vio de nuevo levantado, caminando, corriendo y contento como
antaño, la madre, delirante de alegría, volvió a junto su
salvador: — —Vengo
a mantener mi promesa—dijo— ¿Qué quiere que yo le dé? Él
exigió todo lo que ella poseía, todo. Campo, jardín, casa,
mobiliario, dinero, todo, sin exceptuar nada salvo los trapos que la
mujer y su pequeño llevaban puestos. Ella
se quedó aterrada delante de esta pretensión imprevista y feroz. —¡Pero
yo no puedo darle todo! Soy vieja, no puedo trabajar. Él, él es
demasiado joven para hacer algo todavía. Así que, nos haría falta
mendigar. Ella
le suplicó, le mostró como esto sería la muerte para ellos: para ella
debilitada, para el niño apenas todavía curado; que ella no podía
llevarle así por los caminos, tomándole la mano, sin un techo por la
noche, sin una silla para sentarse, sin una mesa para comer. Ella
le ofreció la mitad de sus bienes, las tres cuartas partes, reservándose
únicamente de qué vivir durante algunos años, hasta que el hijo fuera
mayor. El
hombre, obstinado, inflexible, rechazó y la despidió amenazándola con
su próxima venganza— “que le haría llorar sangre”— le decía. Regresó
a su casa horrorizada. Algunos
días más tarde, le trajeron a su hijo agonizante, retorciéndose de
horribles dolores. Murió después de haber balbuceado que el hechicero,
habiéndole encontrado en la calle, le había hecho tomar unas
pastillas. El
hombre fue arrestado. Confesó su crimen con seguridad, con orgullo. —Si—dijo—
yo le envenené. Me pertenecía ya que yo le había salvado. ¿Qué se
me puede reprochar? La madre no mantuvo su promesa; entonces yo deshice
lo que había hecho, yo he
cogido la vida de su niño que ella me debía. Era mi derecho. Se
intentó hacerle comprender que acción horrible, monstruosa, había
cometido. Permaneció
inquebrantable en su razonamiento. “El
niño me pertenecía, puesto que yo lo había salvado”. ................................. El
tribunal, había aplazado para dentro de ocho días su decisión. No he
sabido la sentencia. Una
causa parecida, en Francia, habría llegado a ser una causa célebre,
como la de La Pommerais o de la Sra. Lafarge. En Italia, ha pasado
desapercibida. Aquí, este hombre habría sido sin duda condenado a
muerte. Allá, tal vez ha sido condenado a un año de prisión como el
que se le ha adjudicado a la del sulfúrico o al marido este mes aquí. Traducción de María Rodríguez Fernández para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant en Pontevedra, febrero 2004 |