EL TESTAMENTO
Por Guy de Maupassant
Hacía poco tiempo que conocía a aquel muchacho que
se llamaba René de Bourneval. Su trato era amable, aunque un poco triste;
parecía desengañado de todo, sumamente escéptico, de un escepticismo mordaz,
hábil sobre todo para poner de manifiesto, con una sola palabra, las
hipocresías humanas. Con frecuencia le oía decir: " En la vida no hay
hombres honrados o al menos no lo son sino relativamente a los tunantes".
Tenía dos hermanos con quienes no trataba nunca, y yo
suponía que su madre se había casado dos veces en vista del distinto apellido
de aquellos.
En algunas ocasiones había oído decir que en aquella
familia había ocurrido una extraña historia, pero no me daban de ella ningún
detalle.
Las condiciones morales de aquel hombre me gustaban y bien
pronto nos hicimos amigos.
Una noche, después de haber comido los dos solos en su casa,
le pregunté, no sé por qué: ¿Usted nació del primero o del segundo
matrimonio de su madre? Le vi palidecer un poco, después sonrojarse y
permaneció algunos segundos sin hablar, visiblemente turbado.
Al fin, con la sonrisa dulce y melancólica que le era
peculiar, dijo: "Mi querido amigo, si no le fastidio a usted voy a darle
sobre mi origen algunos detalles bien singulares. Sé que es usted un hombre
inteligente y no temo que su amistad por mi disminuya al saberlos; si lo temiera
así, no sentiría el gusto y la satisfacción que siento teniéndole por
amigo."
Mi madre era una mujer bondadosa y tímida, y por cuya
fortuna, bastante considerable, Mr. Courcils la hizo la corte y acabó por
casarse con ella.
Toda su vida fue un martirio. De alma delicada, temerosa y
amante, fue maltratada por aquel que debió ser mi padre, hombre de noble cuna,
que no era por su aspecto ni por sus inclinaciones sino un palurdo zafio y
grosero. Al cabo de un mes de matrimonio, tenía por querida una criada de la
casa, sin dejar por eso de perseguir y hacer el objeto de sus torpes amores a
las hijas y mujeres de sus colonos.
Nada de esto le impidió tener dos hijos de su mujer;
debería decir tres, comprendiéndome a mi. Mi madre nada decía; en aquella
casa llena de ruido y algazara, vivía mi madre como esos ratoncillos que se
ocultan debajo de los muebles.
Asustada, acobardada, estremecida, miraba a la gente con sus
ojos claros e inquietos, siempre moviéndolos de un lado a otro, con los ojos
propios de una persona azorada, dominada siempre por el miedo. Era bonita, sin
embargo; muy bonita, rubia, de un rubio gris, un rubio tímido, por decirlo
así, como si sus cabellos se hubiesen descolorido por sus incesantes temores.
Entre los amigos de Mr. de Coureils, que venían
constantemente al castillo se encontraba un antiguo oficial de caballería,
viudo, hombre temible, de carácter a un tiempo tierno y violento y capaz de las
más enérgicas resoluciones: Mr. de Rousseau y hubiera podido asegurarse que
había heredado algo de aquellas resoluciones de su antepasado. Sabía de
memoria el Contrato social, la Nueva Eloisa y todos esos libros filosóficos que
han ido poco a poco preparando y realizando la transformación de nuestros
antiguos usos, de nuestros prejuicios, de nuestras rancias y antiguas leyes, de
nuestra moral estúpida e imbécil.
Amó a mi madre y fue por ella correspondido. Aquellas
relaciones permanecieron secretas hasta el punto de que nadie las sospechó. La
pobre mujer, abandonada y triste, debió unirse a aquel hombre de una manera
desesperada, y adquirir con su trato su mismo modo de pensar: teorías del libre
sentimiento, audacias de amor independiente; pero como era tímida hasta el
punto de no osar levantar la voz, todas aquellas teorías fueron encerradas,
condensadas, prensadas en su corazón, que no se abría jamás.
Mis dos hermanos habían sido duros, ariscos con ella como su
padre; nunca la acariciaban, y acostumbrados al poco caso que de ella se hacia,
a lo poco que se le consideraba en la casa, la trataban casi corno a una criada.
Yo fui el único de sus hijos que la quiso verdaderamente y a
quien ella también amó.
Murió cuando yo tenía 18 años. Debo añadir para que usted
comprenda lo que voy a contarle que por consejo judicial se había pronunciado
en el matrimonio una separación de bienes en provecho de mi madre, que había
conservado gracias a los artificios de la ley y a los buenos oficios de un
notario que la era adicto el derecho de testar a su capricho.
Fuimos, pues, prevenidos de la existencia de un testamento en
casa de aquel notario e invitados a asistir a su lectura.
Me acuerdo de aquella como si fuera ayer. Fue una escena
grandiosa, dramática, burlesca, sorprendente, producida por la protesta, por la
indignación y la revelación póstuma de aquella muerta, por aquel grito de
libertad, aquella reivindicación desde el fondo de la tumba, de aquella mártir
oprimida por nuestras costumbres durante su vida y que lanzaba desde su sepulcro
un grito desesperado de independencia.
El que pasaba por ser mi padre, un hombre grueso, sanguíneo,
cuyo aspecto despertaba la idea de un carnicero, y mis hermanos, dos muchachones
con veinte y ventidós años, respectivamente, esperaban tranquilamente sentados
la lectura del documento. Mr. de Bourneval, invitado a presenciar el acto,
entró colocándose detrás de mi. Estaba vestido con una larga y ajustada
levita negra que hacia resaltar notablemente su intensa palidez, y con un
movimiento nervioso mordisqueaba su bigote que comenzaba a blanquear;
indudablemente sabía lo que allí iba a suceder.
El notario cerró la puerta con llave y comenzó la lectura,
después de haber roto en nuestra presencia el sobre sellado con cera encarnada
y del cual ignoraba el contenido.
Bruscamente mi amigo calló, y levantándose de su asiento
se acercó a la mesa y de uno de sus cajones tomó un papel amarillento, lo
desplegó y besándolo con respeto, con verdadera devoción, repuso : -He aquí
el testamento de mi adorada madre.
"Yo, la abajo firmante, Ana Catalina, Genoveva-Matilde
de Croiluxe, esposa legítima de Juan Leopoldo-José Gontrán de Coureils, sana
de cuerpo y alma, expreso aquí mis últimas voluntades.
"Pido perdón a Dios, primero, y después a mi hijo
René del acto que voy a realizar. Creo a mi hijo dotado de bastante buen
corazón para comprenderme y perdonarme. He sufrido horriblemente toda mi vida.
He sido casada por cálculo; después despreciada, desconocida, oprimida,
engañada sin cesar por mi marido.
"Yo le perdono, pero no le debo nada.
"Mis hijos mayores no me han querido, no me han
consolado con sus caricias, con sus cuidados; apenas me han tratado como a una
madre.
"Yo he sido para ellos, durante mi vida, lo que debía
ser; no les debo tampoco nada después de mi muerte. Los lazos de la sangre no
existen sin la afección constante, sagrada, de cada día. Un hijo ingrato es
menos que un extraño; es un culpable, porque no tiene el derecho de ser
indiferente con su madre.
"Yo he temblado siempre ante los hombres, ante sus leyes
injustas e inicuas, sus costumbres inhumanas sus infames prejuicios. Ante Dios
no temo nada. Muerta ya, arrojo de mi la vergonzosa hipocresía; me atrevo a
decir mi pensamiento, declarar y firmar el secreto de mi corazón.
"He dejado en depósito toda la parte de mi fortuna de
que la ley me permite disponer a mi amante Pedro Germer-Simón de Bourneval, a
quién adoro, para que sea entregada en seguida a nuestro querido hijo René.
("Esta voluntad está formulada de una manera más
precisa en un acta notarial.)
"Y ante el Juez Supremo que me escucha declaro que
habría maldecido al cielo y a la existencia, sino hubiese encontrado la
afección profunda, constante, tierna de mi amante, si en sus brazos no hubiese
comprendido que el Creador ha hecho los seres para amarse, sostenerse,
consolarse y llorar juntos en las horas de amargura.
"Mis dos hijos mayores tienen por padre a Mr. de
Courcils; René sólo debe la vida a Mr. de Bourneval. Yo ruego a Dios, amo y
señor de todos los hombres y de sus destinos, que coloque por encima de los
prejuicios sociales al padre y al hijo, que les inspire un mutuo y eterno
cariño y respeto hacia mi memoria.
"Tal es mi último pensamiento y mi postrer deseo.
"Matilde de Croiluxe."
Mr. de Courcils se había levantado, gritando:
-"Ese es el testamento de una loca."
Entonces Mr. de Bourneval avanzó un paso y con voz fuerte,
con voz cortante, pronunció estas palabras:
-"Yo, Simón de Bourneval, declaro que este escrito no
encierra sino la estricta verdad. Estoy pronto a probarlo por cartas que
conservo en mi poder."
Mr. de Courcils marchó hacia él.
Yo creí que iban a lanzarse uno sobre otro. Y estaban allí
frente a frente, grandes los dos, delgado y pálido el uno, grueso y apoplético
el otro, ambos estremecidos de furor. El marido de mi madre, con voz alterada
por la rabia, balbuceó; "¡Es usted un miserable!" El otro pronunció
con el mismo tono vigoroso y seco: "En otro lado nos entenderemos." Ya
le hubiera a usted abofeteado y provocado hace mucho tiempo si no me hubiese
preocupado, ante todo, la tranquilidad y el sosiego durante su vida de la pobre
mujer a quien tanto ha hecho usted sufrir."
Después, volviéndose hacia mí, me dijo: "Usted es mi
hijo. ¿Quiere usted seguirme? Yo no tengo el derecho de llevarle a usted
conmigo; pero me lo tomo si usted quiere acompañarme."
Yo estreché su mano sin pronunciar palabra.
Y salimos juntos.
Dos días más tarde Mr. de Bourneval mataba en duelo a Mr.
Courcils. Mis hermanos, por temor a un terrible escándalo se han callado. Yo
les he cedido y ellos han aceptado la mitad de la fortuna dejada por mi madre.
Yo he tomado el nombre de mi verdadero padre, renunciando al
que la ley me daba y que no era el mío.
Mr. de Bourneval murió hace cinco años y yo no me he
consolado de su muerte.
Se levantó, dio algunos pasos, y colocándose delante de
mí: "Y bien, yo digo que el testamento de mi madre es uno de los actos
más hermosos, más leales, más grandes que una mujer puede realizar. ¿No
piensa usted lo mismo?" -
Yo le alargué mis dos manos, y estrechando fuertemente las
suyas, exclamé con toda la sinceridad de mi alma: "¡Oh, sí, ciertamente,
amigo mío!"
FIN
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