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UN VIEJO Todos
los periódicos habían insertado este anuncio: “La nueva estación
balneario de Rondelis ofrece ventajas deseables para una estancia
prolongada e incluso para una permanencia definitiva. Sus aguas
ferruginosas, reconocidas como las primeras del mundo contra todas las
afecciones de la sangre, parecen poseer además cualidades particulares,
propias para prolongar la vida humana. Este resultado singular es tal
vez debido en parte a la situación excepcional del pequeño pueblo,
edificado en plena montaña, en el medio de un bosque de abetos. Pero
desde siempre han
existido casos de longevidad extraordinarios.” Y
el público asistía en masa. Una
mañana, el médico de las aguas fue requerido por un nuevo viajero, el
Sr. Daron, llegado hacía unos días y que había alquilado una casa
encantadora, en el límite del bosque. Era un anciano de ochenta y seis
años, todavía joven, enjuto, bien parecido, activo y que tenía una
preocupación infinita por disimular su edad. Hizo
sentar al médico y le interrogó rápidamente: —Doctor,
si estoy bien, es gracias a la higiene. Sin ser demasiado viejo, tengo
ya una cierta edad, pero evito todas las enfermedades, todas las
indisposiciones, todos los más ligeros malestares gracias a la higiene.
Se dice que el clima de este país es muy bueno para la salud. Estoy
dispuesto a creerlo, pero antes de establecerme aquí, quiero pruebas.
Le rogaría pues, que viniese a visitarme una vez por semana para darme
exactamente los siguientes informes: Primero
deseo la lista completa, muy completa, de todos los habitantes de la
ciudad y de los alrededores que han pasado de los ochenta años.
Necesito también algunos detalles físicos y psicológicos de ellos.
Quiero conocer su profesión, su forma de vida, sus costumbres. Cada vez
que una de estas personas muera, usted deberá avisarme, e indicarme la
causa precisa de su muerte, así como las circunstancias. A
continuación, añadió graciosamente: —Espero,
doctor, que llegaremos a ser buenos amigos— y tendió su pequeña mano
arrugada que el médico apretó prometiéndole su servicial cooperación. El
señor Daron siempre había temido a la muerte de una forma extraña. Se
había privado de casi todos los placeres porque eran peligrosos, y
cuando alguien se extrañaba de que no bebiera vino, ese vino que da sueño
y alegría, él respondía con un tono que detonaba miedo: —Amo
mi vida. Y
pronunciaba ese MI, como si esta vida, SU vida, tuviera un valor
ignorado. Ponía en ese MI una diferencia tal entre su vida y la de los
otros que no había nada qué añadir. Por
lo demás, poseía una forma muy particular de acentuar los pronombres
posesivos que designaban todas las partes de su persona, o incluso las
cosas que le pertenecían. Cuando decía: ”Mis ojos, mis piernas, mis
brazos, mis manos”, se notaba perfectamente que no había lugar a
dudas, que esos órganos no eran en absoluto los de todo el mundo. Pero
donde aparecía sobre todo esta distinción era cuando hablaba de su médico:
“Mi doctor”. Se diría que este doctor era exclusivo de él, nada más
que de él, hecho para él solo, para ocuparse de sus enfermedades y de
nada más, y superior a todos los médicos del universo, a todos, sin
excepción. Jamás
había considerado a los otros hombres más que como una especie de
peleles creados
para amueblar la naturaleza. Los diferenciaba en dos clases: los que
saludaba, porque una casualidad lo había puesto en contacto con ellos,
y los que no saludaba. Por otro lado, estas dos categorías de
individuos le resultaban igualmente indiferentes. Pero
a partir del día en que el médico de Rondelis le trajo la lista de los
diecisiete habitantes del pueblo que pasaban de los ochenta años, sintió
despertar en su corazón un interés nuevo, una interés desconocido
hacia estos ancianos que había visto caer uno tras otro. No
los quiso conocer, pero se hizo una idea muy clara de sus personas, y no
hablaba más que de ellos con el médico que cenaba con él cada día.
Le preguntaba: -Y
bien, Doctor, ¿cómo va hoy Joseph Poinçot? Lo habíamos dejado un
poco convaleciente la semana pasada. Y
cuando el médico había hecho el boletín de salud de la enfermedad, el
Sr. Daron proponía modificaciones al régimen, pruebas, formas de
tratamiento que podría rápidamente aplicarse a él mismo si tenían éxito
sobre los demás. Eran, estos diecisiete ancianos un campo de
experimentación del que él extraía conocimientos. Una
tarde, el doctor, entrando, anunció: —Rosalía
Tournel murió. El
Sr. Daron se estremeció y rápidamente preguntó: —¿De
qué? —De
una angina. El
viejecito emitió un “ah” de alivio. Continuó: —Estaba
demasiado gorda, demasiado fuerte. Debía de comer mucho esta mujer.
Cuando tenga su edad me vigilaré más. (Él era dos años más viejo
pero no confesaba más que setenta años). Algunos
meses después fue el turno de Henri Brissot. El Sr. Daron se emocionó
mucho. En este caso se trataba de un hombre delgado, justo de su edad
con una diferencia de tres meses. Él no era capaz de preguntar,
esperando que el médico hablara, y se quedó inquieto. —¡Ah!¿se
murió así, de repente? Estaba muy bien la semana pasada, habrá
cometido alguna imprudencia, ¿no, Doctor? El
doctor, que se estaba divirtiendo, respondió: —No
creo. Sus hijos me han dicho que siempre había sido muy sensato. Entonces,
no conteniéndose más, lleno de angustia, el Sr. Daron preguntó: —Pero...
pero... entonces de qué se ha muerto? —De
una pleuresía. Esto
supuso una alegría, una auténtica alegría. El viejecito golpeó sus
secas manos una contra la otra. —¡Pues
claro, bien que le dije a usted que él había cometido alguna
imprudencia! No se coge una pleuresía sin motivo alguno. Habrá querido
tomar el aire después de cenar. Y el frío le habrá afectado al pecho.
¡Una pleuresía! Eso es un accidente, eso no es una enfermedad. ¡Solo
los locos mueren de pleuresía! Y
cenó alegremente hablando de los que quedaban. —Ahora
ya no son más que quince, pero son fuertes ¿no? Toda la vida es así,
los más débiles caen primero; las personas que pasan de los treinta
tienen muchas posibilidades de llegar a los sesenta; los que pasan de
sesenta llegan a menudo a ochenta; y los que pasan de ochenta alcanzan
casi siempre el centenario, porque estos son los más robustos, los más
prudentes, los más vigorosos. Dos
más desaparecieron de nuevo durante el año, uno de una disentería y
el otro de un sofoco. Al Sr. Daron le hizo mucha gracia la muerte del
primero y sacó la conclusión de que él había seguramente comido la víspera
algo excitante. —La
disentería es la enfermedad de los imprudentes; qué diablos, Doctor,
usted habría debido vigilar su higiene. En
cuanto al que se lo había llevado un sofoco, éste solo podía provenir
de una enfermedad del corazón mal controlada hasta ese momento. Pero
una noche el médico anunció el óbito de Paul Timonet, una especie de
momia del que se esperaba hacer una especie de centenario-propaganda
para el balneario. Cuando
el Sr. DAron preguntó según su costumbre: —¿De
qué murió? —el médico respondió: —En
verdad que no lo sé. —¿Cómo
que no lo sabe? Siempre se sabe. ¿No tenía alguna lesión orgánica? El
doctor movió la cabeza: —No,
ninguna —¿Tal
vez alguna afección al hígado o los riñones? —En
absoluto, todo eso estaba sano. —¿Había
observado si el estómago funcionaba regularmente? Un ataque proviene a
menudo de una mala digestión. —No
ha tenido ataque El
Sr. Daron muy perplejo, se agitaba: —Pero
veamos, ¡de algo tuvo que morir! ¿De qué, según usted? El
médico levantó los brazos: —No
sé nada, absolutamente nada. Murió porque murió, ya está. El
Sr. Daron entonces, con voz emocionada, preguntó: —¿qué
edad tenía justamente? Ya no me acuerdo. —Ochenta
y nueve años. Y
el viejecito con aspecto incrédulo y seguro, gritó: —¡Ochenta
y nueve años! ¡Entonces no es la vejez! Traducción de María Rodríguez Fernández |