ANÁLISIS
DEL CUENTO "LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO" DE GUY DE MAUPASSANT
Traducción
efectuada del Francés desde:
Guy de Maupassant : L'épave.
Texte publié dans Gil Blas du 1er janvier 1886, puis dans le recueil La petite Roque.
Numérisation et mise en forme HTML (28 décembre 1997) : Thierry
Selva
Traducción
efectuada por: Marcos P. Concha. Se efectuó una traducción literal, considerando
los usos y costumbres de la época en que se escribió el cuento.
Objeto: El
presente análisis tiene por objeto descubrir el oficio y virtuosismo literario
que hacen de Maupassant uno de los "Maestros" entre los escritores de
cuentos. Si se logra descubrir y
tomar conciencia de cada uno y todos los detalles que hacen que la obra sea una
obra maestra, el escritor novato podrá, en el futuro, aplicar las técnicas al
crear sus propios cuentos. No se trata de copiar estilos, sino aprender un
estilo para aplicarlo de acuerdo a nuestra propia creatividad. Este análisis es
sólo una introducción y no tiene mayor excelencia académica que la de un
aficionado en el tema.
Claves:
Glosario: Las palabras
vinculadas se encuentran explicadas en el glosario al final del cuento. Estas
palabras son las que el autor del análisis no sabía su significado o no las
comprendía totalmente. Con sorpresa comprobó que no tenía una comprensión
completa del significado de varias palabras. Las palabras usadas por Maupassant
son exactas para lo que quiere transmitir el autor al lector. Se comprobó también
que los términos usados para describir el ambiente marítimo son precisos, con
lo que se establece que Maupassant sabía del tema. Una vez que se lee el
significado de la palabra en el glosario, vincula nuevamente al lugar donde se
estaba leyendo en el texto. El significado de la mayoría de las palabras está
tomado de la Enciclopedia textual permanente Salvat Editores, S.A. 1999.
(Programa computacional).
ESTRUCTURA
Desde *********
Hasta ******** se encuentra la introducción del cuento.
Desde ++++++
Hasta +++++ se encuentra el nudo del cuento.
Desde ++++++
Al final se encuentra el desenlace del cuento.
TURQUESA:
El autor del análisis consideró el "AMOR" a primera vista como un
sentimiento extraordinariamente bien expresado o definido en el cuento. Este
color resalta los sentimientos experimentados por George respecto de la mayor de
las jóvenes Inglesas.
FUCCIA:
Resalta la descripción de la marea vaciante y llenante. Este fenómeno de
mareas en lecho marino arenoso de mínima pendiente debe ser digno de observar.
Maupassant lo describe perfectamente y hace que el lector se lo imagine con
facilidad.
AMARILLO:
Resalta la descripción de un velero de tres palos, varado y abandonado.
Marcos P. CONCHA les solicita efectúen los
comentarios que deseen, tanto a la traducción como al análisis, así como todo
aquello que ayude a un mejor estudio de la obra.
Los
restos del naufragio
*********Era
ayer, 31 de Diciembre.
Acababa
de almorzar con mi viejo amigo Georges Garin. El sirviente le entregó una carta
cubierta de sellos y estampillas extranjeras.
Georges me
dijo:
- ¿Me
permites?
- Por
supuesto.
Y se puso a
leer ocho páginas de un manuscrito inglés grande, cruzado en todas las
direcciones. Las leía lentamente, con una atención grave, con aquel interés
que ponemos a las cosas que nos
tocan el corazón.
Luego puso
la carta en la repisa de la chimenea y dijo:
- ¡Ahí
tienes una historia curiosa que nunca te conté, sin embargo, una aventura sentimental que me sucedió!. ¡Ah!
¡Ése fue un Día de Año Nuevo extraordinario. ¡Han pasado veinte años,
porque tenía entonces treinta años y ahora tengo cincuenta!.
Era
entonces inspector de seguros marítimos de la compañía
que dirijo actualmente. Me había propuesto pasar en París la fiesta del
primero de Enero, de acuerdo a la costumbre de hacer de ese día un día
festivo, cuando recibí una carta del gerente, ordenándome partir
inmediatamente para la Isla de Ré dónde se había varado un velero de tres palos de
Saint-Nazaire, asegurado por nosotros. Eran las ocho de la mañana. Llegué
a la oficina a las diez para recibir las instrucciones y esa misma tarde tomé
el expreso que me dejó en La Rochelle al día
siguiente el 31 de Diciembre.
Tenía dos
horas antes de embarcar en el barco a Ré, el Jean-Guiton. Hice un paseo por la
ciudad. Es verdaderamente una ciudad peculiar y de gran carácter
La Rochelle, con sus calles enmarañadas como un laberinto, y las veredas
que corren bajo interminables galerías,
galerías bajo arcadas como aquéllas de la calle de Rivoli, pero más bajas,
galerías y arcadas aplastadas, misteriosas,
que parecen construidas y permanecen como
escenario de conspiradores,
el escenario antiguo y notable de guerras de otros tiempos, unas guerras de
religión heroicas y salvajes. Es la antigua ciudad Hugonote,
seria, discreta, sin ninguno de los admirables monumentos que hacen de Rouen tan
magnífica, pero extraordinaria por toda su fisonomía severa, un poco
silenciosa también, una ciudad de pendencieros
obstinados, dónde debe florecer el fanatismo, la ciudad donde se exalta la fe
de los Calvinistas y donde nació el complot de los Cuatro Sargentos.
Después
de que había vagado durante algún tiempo por esas interesantes calles, me
embarqué en un pequeño barco de vapor, negro y panzudo, que debía llevarme a
la Isla de Ré. Zarpó silbando, con un aire de enojo, pasó entre los dos torreones
antiguos que protegen el puerto, atravesó la bahía y salió
del dique construido por Richelieu,
en el cual se ve a flor de
agua las enormes piedras, encerrando la ciudad como un inmenso collar; luego el
barco cayó a estribor. **************
++++++++Era
uno de esos días tristes que oprimen, aplastan la mente, aprietan el corazón y
disminuyen toda nuestra fuerza y energía; un día gris, glacial frío, sucio
por una llovizna pesada, húmeda como la lluvia, tan frío como la
escarcha, pestilente para respirar como hedor de un albañal.
Bajo
este techo de niebla baja y triste, la mar amarilla, poco profunda y arenosa de playas inmensas, estaba sin una onda, sin un movimiento, sin
vida, una mar de agua turbia, de agua grasienta, de agua estancada. El Jean-Guiton
navegaba balanceándose un poco por hábito,
cortando esa masa opaca y lisa, dejando atrás algunas olas, algunas
salpicaduras, algunas ondulaciones que pronto se aquietaban.
Me puse a
charlar con el capitán, un hombre pequeño de piernas cortas, tan redondo como
su barco y balanceándose de la misma manera. Quise saber algunos detalles del siniestro
que iba a constatar. Un gran velero tres palos con aparejo de velas
cangrejas, el Marie-Joseph, de Saint-Nazaire, había encallado en una
noche de temporal, en los bajos arenosos de la Isla de Ré.
La
tempestad había arrastrado tan lejos el carguero, escribía el armador, que había
sido imposible reflotarlo y que tuvieron que desembarcar con mucha prisa todo lo
que podía removerse. No obstante yo debía examinar la situación de los restos
del naufragio, estimar cuál debió ser su estado antes del naufragio y juzgar
si todos los esfuerzos habían sido intentados para reflotarla. Yo venía como
agente de la compañía para testimoniar después como contraparte, si fuera
necesario, en el proceso.
Al recibir
mi informe, el gerente debería tomar las medidas que juzgara necesarias para
proteger nuestros intereses.
El capitán
del Jean-Guiton sabía perfectamente el asunto, había sido llamado a tomar
parte, con su buque, en las tentativas de salvataje.
Me contó
la historia del siniestro,
muy simple por lo demás. El Marie-Joseph, empujado por un ventarrón violento,
perdido en la noche, navegando sin rumbo, en un mar encrespado - "un mar de
sopa de leche", dijo al capitán - había
venido a encallar en esos inmensos bancos de arena que cambian las costas de
esta región en Saharas infinitos,
a las horas de marea baja.
Mientras
hablábamos, yo mirada a mi alrededor y hacia adelante. Entre el océano y el
cielo amenazador había una claridad dónde el ojo podía ver a lo lejos. Estábamos
navegando hacia una costa. Pregunté:
- ¿Es esa
la Isla de Ré?
- Sí, señor.
- Y de repente el
capitán extendió su mano derecha hacia adelante nuestro, mostrándome, en
medio del mar, una cosa casi imperceptible, y me dijo:
- Vea, allá
está su buque.
- ¿El
Marie-Joseph?
- Sí.
Estaba asombrado.
Ese punto negro, casi invisible, que lo habría tomado por un arrecife, me parecía
que estaba a tres kilómetros por lo menos de la costa.
-Continué:
-
Pero, capitán, debe haber cien brazas de agua en el lugar que usted me indicó.
Se
puso a reír.
-¡Cien
brazas, mi amigo! …¡no más de dos, debo decirle! ….
Era un Bordelés.
Continuó:
Estamos
en pleamar, son las nueve y cuarenta minutos. Baje a lo largo de la playa con
las manos en sus bolsillos después del almuerzo del Hotel Dauphin, y yo le
prometo que a las dos y cincuenta o a las tres a lo mas, usted tocará los
restos sin mojar sus pies, mi amigo, y tiene
una hora cuarenta cinco a dos horas para estar a bordo, pero no más, o
usted sería atrapado. Mientras más lejos el mar se retira, más rápido
regresa. ¡Esta costa es tan plana como una tachuela!. Volviendo a las
cuatro cincuenta, créame, usted regresará a las siete y media a bordo del
Jean-Guiton que lo dejará esta misma noche en el muelle de La Rochelle. Agradecí
al capitán y fui a sentarme en la proa del vapor para mirar la pequeña
ciudad Saint-Martin, a la cuál nos acercábamos rápidamente.
Se parecía
a todos los pequeñísimos puertos que sirven de capitales de las pequeñas
islas esparcidas a lo largo de la costa. Era una caleta de pescadores grande, un
pie en el mar y uno en tierra, subsistiendo de pescados y de aves de corral, de
verduras y mariscos, rábanos y mejillones. La isla es muy baja y poco
cultivada, y parece sin embargo estar muy poblada; pero no entré al interior.
Después de
almorzar, subí un pequeño promontorio; luego como la mar bajaba rápidamente, caminé por las
arenas hacia una suerte de piedra negra que divisaba sobre la superficie del
agua, lejos, lejos.
Caminé
rápido por la llanura amarilla. Era elástica, como la carne y que parecía
sudar bajo mi pie. El mar se alejaba a cada instante. Ahora yo lo percibía a lo
lejos, huía perdiéndose de vista, ya no podía distinguir la línea que
separaba la arena del océano. Creí estar en un mundo encantado gigantesco y
sobrenatural. El Atlántico había estado delante de mí y de repente desapareció
en la arena, así como la escenografía desaparece en los escenarios; y yo
estaba caminando ahora en medio de un desierto. Sólo la sensación, el hálito
de agua salada, permanecía en mí. Percibía el olor de las algas, el
olor del mar, el olor fuerte y bueno de las costas. Caminé rápido; No
tenía frío. Miraba los
restos varados que crecían a medida que avanzaba, y se parecía a una enorme
ballena náufraga.
Parecía
salir del suelo y tomaba, sobre ese
inmenso plato amarillo extendido, unas proporciones sorprendentes. Lo alcancé
por fin, después de una hora de camino. Recostado sobre su costado, reventado, destrozado,
exhibiendo como el costado de un animal, sus huesos rotos, sus huesos de madera
alquitranada agujereadas con clavos enormes. La arena ya lo había invadido,
entrando por todas las grietas, y lo apresaba, lo poseía, negándose a
liberarlo. Parecía haber echado raíces en la arena. La proa había entrado
profundamente en esta playa dulce y traicionera, mientras la popa, suspendida en
el aire, parecía lanzar al cielo, como, un grito de socorro desesperado, esas
dos palabras blancas sobre el coronamiento
negro: Marie-Joseph.
Trepé
al cadáver del barco por el costado más bajo; luego, habiendo alcanzado la
borda, entré a sus entrañas. La luz del día entraba por las puertas
desquiciadas y las fisuras de los costados, aclarando tristemente esa suerte de
cuevas largas y oscuras, llenas de maderaje demolido. No contenían nada mas que
arena, que servía de suelo a este subterráneo de tablones.
Me puse a
tomar notas sobre el estado de la nave. Me senté en un barril vacío y quebrado, escribía
a la luz de una gran grieta por donde yo podía percibir la extensión infinita
de la playa. Un extraño estremecimiento de frío y soledad recorría mi piel de
vez en cuando; paraba de escribir por un momento para escuchar los ruidos vagos
y misteriosos del naufragio: ruido de cangrejos rascando el entablado con sus
pinzas ganchudas, el ruido de mil animalitos del mar, instalados ya en este cadáver,
y también el ruido suave y regular de la broma
que roe sin cesar, con su molienda de taladro, toda la vieja armazón, ahuecándola
y devorándola.
De repente,
muy cerca de mí, escuché voces humanas. Salté como si hubiera visto un
fantasma. Creí realmente, durante un segundo, que iba a ver levantarse, del
fondo de la bodega dañada, los dos ahogados que me contarían como murieron.
Ciertamente, no me tomó mucho tiempo para trepar a la cubierta a fuerza de puño.
Vi de pie, por la proa del buque, un señor alto con tres
jóvenes muchachas, o más bien un Inglés alto con tres misses.
Seguramente ellos estaban aún más asustados que yo, al ver surgir esta aparición
repentina en el velero de tres palos abandonado. La muchacha más joven huyó,
las otras dos se tomaron de los brazos de su padre. En cuanto a él, abrió su
boca; ese fue el único gesto que dejó ver de su emoción.
Luego,
después de varios segundos, dijo:
- Señor,
¿usted es el dueño de esta nave?
- Sí, Señor.
- ¿La
puedo visitar?
-
Sí, Señor.
Pronunció,
entonces una larga frase en inglés en la que yo sólo distinguí la palabra
'"gracious" varias veces repetidas. Como el estaba buscando un lugar
para trepar le mostré la manera más fácil, y le di una mano. Subió. Después
ayudamos a las tres muchachas, ya calmadas. Ellas
eran encantadoras, sobre todo la mayor, una rubia de dieciocho años, lozana
como una flor, y muy fina y preciosa. Verdaderamente las inglesas bonitas tienen
el aire tierno de los frutos del
mar. Uno habría dicho que acababa de salir de las arenas y que sus cabellos habían
guardado el color. Hacen pensar, con su lozanía exquisita, en los colores
delicados de las conchas rosadas y las perlas nacaradas, extraordinarias,
misteriosas, escondidas en las profundidades ignotas
de los océanos.
Ella
hablaba mejor francés que su padre y nos servía de intérprete. Tuve que
relatar el naufragio en sus mínimos detalles, que inventé, como si hubiera
estado presente en el accidente. Luego,
toda la familia bajó al interior de los restos abandonados. En cuanto
penetraron en esa cavidad obscura, apenas alumbrada, profirieron
exclamaciones de asombro y admiración; Inmediatamente el padre y sus tres hijas
tuvieron en sus manos los cuadernos de bocetos, que habían traído protegidos
indudablemente en sus impermeables, y comenzaron todos al mismo tiempo cuatro
croquis a lápiz de ese lugar triste y peculiar.
Se sentaron
lado a lado en una viga
saliente, y los cuatro cuadernos, sobre las ocho rodillas, se cubrían de
pequeñas líneas negras
que debían representar las entrañas entreabiertas del Marie-Joseph.
Mientras
trabajábamos, la mayor de las jóvenes conversaba conmigo mientras yo
continuaba inspeccionando el
esqueleto de la nave.
Supe que
estaban pasando el invierno en Biarritz y que habían venido rápidamente a la
Isla de Ré a contemplar el velero de tres palos varado. No tenían nada de la
usual arrogancia inglesa; eran
simples y valientes soñadores, de esos vagabundos eternos con que Inglaterra
cubre el globo. El padre era largo, seco, con una cara roja encuadrada por
patillas blancas, verdadero sandwich viviente, una lonja de jamón tallada en
una cabeza humana, entre dos cojines de pelo.
Las hijas, de piernas
largas como de pequeñas cigüeñas en crecimiento, secas también, excepto la
mayor. Las tres agradables, pero sobre todo la mayor.
Tenía
una manera cómica de hablar, de decir, de reír, de comprender y de no
entender, de subir sus ojos para preguntar, unos ojos azules como el agua
profunda, de dejar de dibujar para observar, de volver a trabajar y de decir
"si" o "no", que yo habría permanecido eternamente escuchándola
o contemplándola.
De repente,
murmuró:
-Siento un
pequeño movimiento en este barco.
Puse
atención; y distinguí
inmediatamente un ligero ruido, extraño, continuo. ¿Qué era eso?. Me levanté
par ir a mirar por la grieta y di un grito violento. El mar nos había alcanzado
nuevamente; ¡nos iba a rodear!.
Nos fuimos
al puente inmediatamente. Era demasiado tarde. El agua nos rodeaba y corría hacia la costa con una
velocidad prodigiosa. No, no corría, se deslizaba, se arrastraba, se extendía
como una mancha inmensa. Apenas algunos centímetros cubrían la arena, pero ya
no se veía la línea creciente de la imperceptible marea.
El inglés quiso saltar.
Lo detuve. Escapar era
imposible debido a los charcos profundos que habíamos evitado cuando vinimos y
donde podríamos caer al volver.
Hubo, en
nuestros corazones, un minuto de horrorosa angustia. Entonces la pequeña
muchacha inglesa se puso a sonreír y murmuró:
-
Ahora somos nosotros los náufragos.
Intenté reírme,
pero el miedo me invadió, un miedo despreciable, espantoso, vil y traicionero
como la marea. Todos los peligros que nosotros corríamos se me
aparecieron a un tiempo. Quise gritar: - Socorro-. ¿Pero a quién?
Las dos
muchachas más jóvenes estaban aferradas a su padre que miraba con ojos
consternados el mar inmenso
alrededor nuestro.
La noche caía
tan rápidamente como el océano subía, una noche pesada, húmeda, helada.
Dije:
- No hay nada mas
que hacer que quedarse en este barco:
El inglés
contestó:
- ¡Ah!, ¡Yes!.
Esperamos
un cuarto de hora, media hora, de hecho no sé cuánto tiempo, mirando
alrededor de nosotros, esa agua amarilla que se arrastraba, arremolinaba, parecía
hervir, parecía jugar sobre la inmensa playa reconquistada.
Una de las
jovencitas tuvo frío, y tuvimos la idea de volver a bajar para protegernos del
viento suave pero helado, que nos arañaba y nos aguijoneaba la piel. Me
apoyé en el escotillón. La nave estaba llena de agua. Debimos entonces
acurrucarnos contra la borda de popa que nos protegía un poco.
La oscuridad,
ahora, nos envolvió, y permanecimos apretados unos contra otros, rodeados de
sombras y de agua. Sentía
temblar, contra mi hombro, el hombro de la joven inglesa, sus dientes castañeteaban
de vez en cuando. Pero también
sentía el calor dulce de su cuerpo a través de las ropas, y ese calor me era
tan delicioso como un beso. No hablamos más; nos manteníamos inmóviles,
mudos, agachados como los animales en una cueva
cuando arrecia el temporal. No
obstante, a pesar de todo, a pesar de la noche, a pesar del peligro terrible y
creciente, yo empecé a sentirme feliz
de estar allí, feliz del frío y el peligro, feliz de las largas horas de
oscuridad y angustia que yo debía pasar sobre esa cubierta tan cerca de esta
hermosa y exquisita muchacha. Me pregunté el por qué de esta extraña sensación
de bienestar y de alegría que me inundaba.
¿Por
qué? ¿Se sabe? ¿Porque ella estaba allí? ¿Quién? ¿Ella, la muchacha
Inglesa desconocida?. No la amaba, no la conocía siquiera, y me sentía
emocionado, conquistado. ¡Quería salvarla, sacrificarme por ella, hacer mil
locuras! ¡Cosa extraña! ¿Cómo es que la presencia de una mujer nos trastorna
de esa manera? ¿Es el poder de su encanto que nos envuelve? ¿Es la seducción
de su belleza y juventud que nos embriagan como el vino?
"¿No es más bien una suerte de toque del Amor, del
misterioso Amor que busca sin cesar unir los seres, que prueba su fuerza en el
momento que pone cara a cara al hombre y la mujer, y que los penetra de emoción,
de una emoción confusa, secreta, profunda, como se moja la tierra para hacer
crecer las flores.
El silencio
de la oscuridad se puso aterrador, el silencio del cielo, porque escuchábamos a nuestro alrededor,
vagamente, un susurro suave, infinito, el rumor sordo de la mar que subía y el
monótono chapoteo de la corriente contra el barco.
De repente
escuché unos sollozos. La más joven de las Inglesas lloraba. Su padre
intentaba consolarla, se pusieron a hablar en su propia lengua, que yo no
comprendí. Adiviné que la consolaba y que ella tenía mucho miedo.
Le pregunté
a mi vecina:
-
¿No tiene usted mucho frío, miss?
- ¡Ah!, Sí.
Tengo mucho frío.
Le ofrecí darle
mi abrigo; se negó. Pero me lo había sacado y la cubrí con él contra su
voluntad. En el momentáneo
forcejeo su mano tocó la mía y sentí un escalofrío delicioso en todo el
cuerpo.
Después de
algunos minutos, el viento aumentó, el chapoteo del agua golpeó más fuerte
contra los costados. Me levanté; una ráfaga de viento pasó por mi cara.
¡El
viento aumentaba!.
El inglés
se dio cuenta al mismo tiempo que yo, él dijo simplemente:
- Esto es
malo para nosotros, esto….
Realmente era
malo, era la muerte segura si el oleaje, aún las olas débiles, atacaban y
sacudían los restos del naufragio, tan golpeado y dividido que a la primera ola
violenta lo pulverizaría.
Así
nuestra angustia aumentaba a cada momento con las rachas cada vez más recias.
Luego, el mar rompía un poco, y vi en la oscuridad unas líneas blancas que
aparecían y desaparecían, líneas de espuma, las olas que golpeaban el casco
del Marie- Joseph, lo movían con un corto estremecimiento que nos llegaba al
corazón.
La
joven inglesa temblaba. Sentía que se estremecía contra mí. Y yo tenía un
deseo salvaje de estrecharla en mis brazos.
Abajo,
delante, a la izquierda, a la derecha, detrás de nosotros, los faros brillaban
a lo largo de la costa, los faros blancos, amarillos, rojos, girando, parecidos
a ojos enormes, a ojos de gigantes que nos miraban, nos observaban, esperando ávidamente
que desapareciéramos. Uno de ellos sobre todos, me irritó. Se apagaba cada
treinta segundos para volver a encenderse. Era de hecho un ojo, con su párpado
continuamente cerrado cubriendo su mirada ardiente.
De vez en cuando
el inglés encendía un fósforo para ver la hora; luego volvía a poner su
reloj en su bolsillo. De repente él me dijo, por encima de las cabezas de sus
hijas, con una solemne formalidad:
- Señor,
Un feliz año nuevo.
Era la
media noche. Le tendí mi mano que él apretó, luego pronunció una frase en
inglés, inesperadamente él y sus hijas empezaron a cantar "God save the
Queen", qué ascendió a través del aire nocturno, del aire silencioso y
desapareció a través del espacio.
Al principio sentí
deseos de reír; luego me cogió una emoción poderosa, extraña.
Era algo siniestro
y extraordinario, este canto de los náufragos, de los condenados, algo como una
oración y también algo más grande, algo comparable al antiguo "Ave,
Caesar, morituri te salutant ".
Cuando
terminaron, le pedí a mi vecina que cantara sola una balada, una folclórica,
algo que le gustara, para hacernos olvidar nuestras angustias. Ella consintió,
e inmediatamente su voz clara y joven voló en la noche. Cantó algo
indudablemente triste, porque las notas se arrastraban mucho tiempo, salían
lentamente de su boca, y aleteaban, como pájaros heridos sobre las olas.
El mar subía,
golpeando ahora nuestro naufragio. En cuanto a mí, yo pensaba sólo en esa voz. Pensaba también en las
sirenas. ¿Si una nave hubiera pasado cerca de nosotros, qué habrían dicho los
marineros? ¡Mi espíritu atormentado se perdió en el ensueño! ¡Una sirena!
¿No era en efecto una sirena, esta hija del mar que me había retenido en este
barco carcomido y quién estaba a punto de hundirse conmigo en las olas?.
Pero de repente todos
rodamos bruscamente sobre el puente, porque el Marie-
Joseph se acomodó sobre estribor.
La inglesa cayó sobre mí, la
estreché entre mis brazos y frenéticamente, sin saber, sin comprender,
creyendo que venía mi último momento, besé con toda mi boca su mejilla, su
sien y su cabello. El barco no se movió más, y nosotros también, permanecimos
inmóviles.
El padre
dijo, - ¡Kate! La que yo retenía contestó: - "Yes" e hizo un
movimiento para librarse. Ciertamente,
en ese momento yo habría deseado que el barco se partiera en dos
para caer al agua con ella.
El inglés
continuó:
- Un pequeño
balance, no es nada. Tengo mis tres hijas seguras.
Sin ver a
la mayor, la creyó perdida en el mar.
Me paré
lentamente, y de repente vi una luz en el mar muy cerca de nosotros. Grité;
contestaron. Era un bote que nos buscaba, el dueño del hotel había adivinado
nuestra imprudencia.
Fuimos
rescatados.+++++++ Yo estaba desolado. Nos recogieron desde nuestra balsa salvavidas y
nos devolvieron a San-Martin.
El inglés,
ahora, se frotaba las manos y murmuraba:
- ¡Una
buena cena! ¡Una buena cena!
Cenamos,
efectivamente. Yo no estaba
contento. Echaba de menos al Marie-Joseph.
Debimos
separarnos al día siguiente, después de muchos apretones de manos y promesas
de escribirnos. Ellos partieron a Biarritz. Poco faltó que yo no los siguiera.
Estaba
chalado. Quise pedirle a esta jovencita que
nos casáramos. ¡Ciertamente, si nosotros hubiéramos pasado ocho días juntos,
nos casamos!. ¡De qué manera el hombre,
a veces, es débil e incomprensible!.
Dos años pasaron sin que escuchase una palabra de ellos. Después recibí una
carta de Nueva York. Ella estaba casada y me lo decía. Desde entonces nos
escribimos todos los años, en el Día de Año Nuevo. ¡Ella me cuenta sobre su
vida, me habla de sus niños, de sus hermanas, nunca de su marido! ¿Por qué?.
¡Ah! ¿Por qué?
….. En cuanto a mí, yo hablo sólo del Marie-Joseph. Quizás sea la única mujer que he amado…no…que
habré amado. ¡Ah, bien! ¿Quién puede decir?… Los acontecimientos lo
arrastran a uno. Y luego….Y luego…todo pasa. Debe estar vieja,
ahora…no la reconocería. ¡Ah! ¡Ella la de aquel tiempo… ella la del
naufragio… que criatura divina!. Me escribe que sus cabellos están todos
blancos…Dios mío…me causó una pena horrible ¡Ah! Sus cabellos rubios. No,
la mía no existe más. ¡Que triste es… todo eso!
1º
Enero 1886
Guy de Maupassant
.Traducción de Marcos P. CONCHA. 25 Enero 2002
GLOSARIO
conspirar
intr.
1 Unirse varias personas
contra alguien, especialmente contra quien manda o gobierna.
2 fig. Concurrir
varias cosas a un mismo fin.
pendenciero,
ra adj.
Propenso
a riñas o pendencias.
hugonote,
ta, adj. y s.
Nombre
de los calvinistas franceses.
calvinismo m.
Escuela de pensamiento teológico, seguidora de las ideas de
Calvino. En el calvinismo, el hombre está completamente sometido a la voluntad
divina, lo que le conduce a la predestinación absoluta, para el cielo o el
infierno, para el bien o para el mal. Es Dios quien concede la gracia y elige a
los predestinados. La única regla de fe es la Biblia; el Papa, los obispos y
sacerdotes no son obra de Jesucristo; el culto a imágenes es idolatría; el
purgatorio no existe; los únicos sacramentos son el bautismo y la eucaristía,
en la que no hay presencia de Cristo.
albañal
m.
1
Canal que conduce las aguas residuales a la cloaca principal.
2 fig. Lugar sucio o repugnante.
siniestro,
tra adj.
1
Izquierdo.
2 fig. Malintencionado, perverso.
3 fig. Funesto, desgraciado.
4 m. Inclinación a lo malo.
5 Daño, destrucción o pérdida que sufren las personas o las
propiedades por causa de muerte, accidente, incendio, etc.
6 f. Mano izquierda.
constatar
tr.
Comprobar un hecho, establecer su veracidad o dar constancia de él.
coronamiento
m.
1 Remate de una cosa.
2 Adorno que remata
la parte superior de un edificio.
3 Parte de borda que
corresponde a la popa del buque.
ignoto,
ta adj.
No
conocido ni descubierto.
arrogante
adj.
1
Orgulloso, insolente.
2 Apuesto, gallardo.
broma
f.
1
Molusco lamelibranquio que carcome la madera de los buques.
2 Bulla, algazara, diversión.
3 Chanza, burla.
4 Suceso o cosa que, sin aparentarlo, engendra malas consecuencias.
5 de, o en, broma De mentira, sin mala intención.
6 ni en broma De ninguna manera, en absoluto.
Ave,
Caesar, morituri te salutant.
" Salve, César,
los que van a morir te saludan". Salutación de los gladiadores Romanos al
emperador, antes de comenzar la lucha.
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