EL ÁNGELUS
(Novela inacabada)
Por Guy de Maupassant
 

I


      En el reloj de péndulo sonaron las seis y la condesa de Brémontal, apartando los ojos del libro que leía, los levantó hacia la bonita esfera estilo Luís XVI colgada en la pared; luego, con lenta mirada, recorrió su gran salón, sombrío a pesar de las lámparas, dos sobre la mesa, donde se amontonaban muchos libros, y dos sobre la chimenea. Un fuego de leños, crepitando en el hogar, un fuego de campo, un fuego de castillo, arrojaba también su luz a resplandores intermitentes sobre las paredes, iluminando unas tapicerías decoradas con personajes, cuadros dorados, retratos de familia y las altas cortinas, de un rojo intenso, que velaban y cubrían las ventanas. A pesar de todas estas luces, la amplia pieza era triste, un poco fría, invadida por el invierno. Se podía sentir afuera el severo rigor del aire y el silbido del viento, helado por la alfombra de nieve extendida sobre la tierra, que hacía crujir los árboles del parque. La condesa se levantó; tras unos breves pasos, lentamente, un poco arrastrados de joven mujer embarazada, yendo a sentarse delante del hogar y dirigiendo sus pies hacia la llama. Los leños al rojo le arrojaron a la cara la emanación de su intenso calor, una especie de caricia ardiente e incluso un poco brutal, mientras ella sentía al mismo tiempo su espalda, sus hombros y su nuca estremecerse todavía bajo el escalofrío de la atmósfera de muerte, de la que ese terrible invierno envolvía Francia. Esa sensación de frío se deslizaba en ella por todas partes, introduciéndose tanto en su alma como en su cuerpo, y a esa angustia física, se añadía la de la inmensa catástrofe abatida sobre la patria. Torturada por sus nervios, sus preocupaciones, sus atroces presentimientos, la Sra. de Brémontal se levantó de nuevo. ¿Dónde estaría a esta hora él, su marido, del qué no había recibido ninguna noticia desde hacía cinco meses? ¿Prisionero de los prusianos o muerto? ¿Torturado en una fortaleza enemiga o enterrado en un agujero en un campo de batalla, con tantos otros cadáveres cuya carne descompuesta se mezclaba con la de los vecinos y todas las osamentas confundidas. ¡Oh! ¡qué horror! ¡qué horror!
      Caminaba ahora a largas zancadas por el gran salón silenciosos, sobre esas mullidas alfombras que mitigaban el leve ruido de sus pasos. Nunca había sentido pesar sobre ella un desamparo tan espantoso. ¿Qué iba a suceder ahora? ¡Oh! el horroroso invierno, invierno del fin del mundo que destruía un país entero, matando a los hijos mayores de las pobres madres, esperanza de sus corazones y su último sostén, y a los padres de los niños sin recursos, y a los maridos de las jóvenes mujeres. Ella los veía agonizantes y mutilados por el fusil, el sable, el cañón, la pata herrada de los caballos que les había pasado por encima, y sepultados en noches semejantes, bajo ese sudario de nieve manchada de sangre.
      Sintió que iba a llorar, que iba a gritar, abrumada por el miedo a la incertidumbre del día siguiente, y volvió a mirar la hora de nuevo. No, no esperaría sola el momento en el qué su padre, el cura del pueblo y el médico llegasen, pues ellos debían cenar con ella. ¿Pero podrían salir de sus casas y llegar al castillo? Sobre todo le preocupaba su padre. Él debía seguir en su cupé la orilla del Sena, durante varios kilómetros. El cochero era viejo y seguro, conociendo el camino como la conocía su caballo, pero esta noche parecía predestinada a las desgracias. Los otros dos invitados, habituales casi todas las noches, tenían que pasar el río en barco, lo cual era peor aun. La helada nunca detenía la corriente en ese sitio donde la ola del mar, que a nada se resiste, subía a cada marea, pero enormes témpanos a la deriva en los remolinos descendían desde la alta Francia y podían hacer zozobrar la barca.
      La condesa volvió hacia la chimenea, tomó el cordón de la campanilla y dio un tirón.
      Un viejo criado apareció. Ella le dijo:
      – ¿No duerme todavía el pequeño?
      – No lo creo, señora condesa.
      – Di a Annette que me lo traiga, tengo ganas de besarlo.
      – Sí, señora condesa.
      Cuando el criado salía, ella lo llamó:
      – ¡Pierre!
      – ¿Señora condesa?
      – ¿No será peligroso que el Sr. Boutemart venga bordeando el río en coche, con un tiempo como este?
      El viejo normando respondió:
      – Ninguno, señora condesa. El cochero Philippe y su caballo Barbe son muy tranquilos ambos y conocen sobradamente el camino.
      Tranquilizada por la suerte de su padre, preguntó todavía:
      – Y las personas de La Bouille, el cura y el doctor Paturel, ¿pueden atravesar el río sin peligro en medio de los témpanos que flotan?
      –Sí, sí, señora condesa: el padre Pichard es un bribón que no teme los bancos de hielo. Y además tiene un sólido barco de invierno en el que hace pasar una vaca o un caballo a la primera ocasión.
      –Bueno, dijo ella. Haga bajar a mi pequeño Henri.
      Se volvió a sentar ante su mesa, y abrió un libro.
      Se trataba de Las Contemplaciones y cayó, por casualidad, sobre estos versos, al final de La Fiesta en casa de Thérèse:

Llega la noche; todo se disipa; las llamas se apagan;
En los sombríos bosques las fuentes se lamentan;
El ruiseñor, oculto en su tenebroso nido,
Canta como un poeta y como un enamorado.
Cada uno se dispersa bajo los profundos follajes,
Las locas riendo arrastran a los prudentes;
La amante se va en la sombra con el amante;
Y, turbados como se está en sueños, vagamente,
Sienten por momentos mezclarse en su alma,
En sus discursos secretos, en sus miradas encendidas,
En su corazón, en sus sentidos, en su debilitada razón,
El claro de luna azul que bañaba el horizonte.

      El corazón de la condesa se encogió con el pensamiento de que existían esas noches, y otras como esta. ¿Por qué estos contrastes, esta dulzura encantadora y esta ferocidad de la naturaleza?
La puerta se abrió. Se levantó y una joven criada, una hermosa normanda de carnes sonrosadas, hizo entrar, llevándolo de la mano, a un muchachito de cuatro años cuyos cabellos en bucle y rubios, lo coronaban como una aureola bajo el reflejo de las lámparas.
      – Se quedará conmigo hasta la llegada de esos caballeros, dijo la condesa.
      Y cuando la joven hubo salido, ella sentó sobre sus rodillas al niño y le miró a los ojos. Se sonrieron con esa sonrisa única, inexpresable, que transmite el amor entre la madre y el hijo, con ese amor que es el único indestructible, que no tiene ni igual ni rival.
      Luego, abriendo sus brazos, ella le tomó la cabeza y lo besó. Lo besó en los cabellos, en los párpados, en la boca, estremeciéndose, desde la nuca a la yema de los dedos, con esa alegría deliciosa donde vibran las fibras de las auténticas madres.
      Luego lo balanceó mientras él la agarraba por el cuello. Con su voz fina él preguntó:
      – Dime mamá, ¿vendrá pronto papá?
     Ella lo estrechó contra sí, como para defenderlo, protegerlo de ese peligro monstruoso y lejano de una guerra que podría reclamarlo a su vez. Y murmuró besándolo todavía:
      – Sí, querido mío, dentro de poco tiempo. ¡Oh! mi amor, que suerte que seas tan pequeño! Ellos todavía no pueden tomarte, los miserables.
      ¿De qué miserables hablaba? No habría sabido decirlo.
      Pero he aquí que el niño, cuyo oído era muy fino, distinguió a lo lejos en la noche un ligero ruido de campanillas.
      – ¡El abuelo!, dijo
      – ¿Dónde ves al abuelo? dijo la madre.
      – Es el cascabel de su caballito.
      Ella oyó también y, con una inquietud menos en su corazón, extendió las piernas, como aliviada, descansada de pronto.
      Ahora ambos escuchaban los tintineos más nítidos y los golpes de fusta estrepitosos del cochero sobre la nieve, que anunciaban su llegada.
      Un minuto más tarde, la puerta se abrió ante un viejo caballero que había conservado un aspecto fresco en su bella persona cuidada, sus mejillas claras y sus patillas blancas que brillaban como la plata.
      Era alto, un poco grueso, con aspecto de adinerado. Se le llamaba todavía el guapo Boutermat. Era el tipo de comerciante, de industrial normando que había amasado una gran fortuna. Nada apagaba su buen humor, su inalterable sangre fría, su absoluta confianza en si mismo. Desde la guerra, una sola cosa lo atraía profundamente, era no ver más que humear en el cielo las cuatro chimeneas de sus dos grandes fábricas con las que se había enriquecido gracias a los productos químicos. Al principio había creído en la victoria con esa sólida y jactanciosa confianza de chovinista del que todo burgués francés estaba hinchado antes de este fatal año de 1870. Ahora, tras esas derrotas sangrientas, esas debacles, esas retiradas, él murmuraba con la convicción inquebrantable de un hombre que ha tenido éxito sin cesar en sus proyectos:”¡Bah!, es una dura prueba, pero Francia siempre se levanta.”
      Su hija corrió hacia él con los brazos abiertos, mientras que el pequeño Henri le tomaba de la mano. Muchos besos fueron intercambiados.
      Ella preguntó:
      – ¿Nada nuevo?
      – Sí. Se dice que los prusianos han entrando en Ruán hoy. El ejército del general Briant se ha replegado hacia El Havre por la orilla izquierda. Debe estar ahora en Pont Audemer. Una flota de chalanas y de barcos a vapor lo espera en Honfleur para transportarlo al Havre.
      La condesa se estremeció. ¡Cómo! ¡los prusianos estaban tan cerca, en la región, en Ruán, a algunas leguas!
      Murmuró:
      – ¿Pero, no corremos un gran peligro, papá?
      Él respondió:
      – Es cierto que no estamos completamente seguros. Pero tienen la orden de respetar siempre al habitante inofensivo y las casas que no han sido abandonadas. Sin esta regla, siempre observada por ellos, vendría a instalarme aquí. Pero un anciano como yo no te serviría gran cosa y puedo salvar mis fábricas. Que me encuentren o no cerca de ti, como no hay que resistir ni hacerse el héroe, hay más riesgos en dejar Dieppedalle que venir aquí.
      Ella murmuró, asustada:
      – Pero yo, completamente sola en este castillo, perdería la cabeza en medio de esos salvajes.
Comprendiendo realmente que era imposible dejar a su hija sola bajo esta terrible e inminente amenaza, pues todavía no lo había pensado, y esta idea le golpeaba con fuerza por primera vez, respondió:
      – Tienes razón. Esta noche no hay peligro, pues no van a aventurarse en la noche de su llegada en una región desconocida. Regresaré a Dieppedalle a tomar todas mis disposiciones, mañana, vendré a dormir aquí y me quedaré hasta el final de la ocupación. Ella lo abrazó, sabiendo por su fina intuición de mujer, que lo conocía tan bien, qué inmenso sacrificio hacía abandonando sus fábricas, y dijo:
      – Gracias, papá.
      La criadita Annette entró a buscar el niño, y la mirada del Sr. Boutemart sobre ella, más discreta, casi imperceptible, como la sagacidad normanda demandaba, hicieron enrojecer un poco las pálidas mejillas de la condesa, pues comenzaba a sospechar la atención de su padre por la sirvienta, y el consentimiento de ésta.
      Desde la muerte de su esposa, acaecida hacía justo nueve años, el Sr. Boutemart, que no abandonaba jamás Dieppedalle y sus empresas químicas, había tenido en la comarca algunas relaciones, descubiertas por casualidad, revelando en él gustos fáciles, casi vulgares, y con los que la Sra. de Brémontal sufría mucho, en su orgullo de hija y en esa pequeña vanidad nobiliaria, muy leve, introducida en ella cuando se convirtió en condesa y aristócrata de la región.
      El pequeño Henri besó a su madre y a su abuelo, luego se fue enviando todavía unos besos con su manita.
      Como salía, la campana de la entrada de la puerta sonó, anunciando la llegada de los dos últimos invitados. Aparecieron. El abad Marvaux entró en primer lugar, alto, delgado, muy recto, con un rostro surcado por profundas arrugas sobre la frente y las mejillas. Se veía, se adivinaba que ese hombre había sufrido mucho, que debía estar también corroído por un alma de pensador triste, una de esas almas que provocan temprano en los rostros máscaras de fatiga.
      De origen noble, pues se llamaba Sr. de Marvaux, era un poco primo, muy lejano, de los Brémontal. Había comenzado su vida en la carrera militar, tanto para ocupar su ociosidad como para responder a una necesidad violenta de acción, de lucha y de vago heroísmo, que sentía en él. Instruido, alimentado de filosofía, pronto experimentó una gran decepción en la existencia ociosa de los acuartelamientos, y con placer partió, en 1859, para la campaña de Italia. Participó con valor en varias batallas, pero por un insólito giro de espíritu, por una de esas extrañas anomalías que provocan en los seres los instintos más opuestos y los más contradictorios, a la vista de esas masacres, de esos tropeles de hombres destrozados por las metrallas, le produjeron de inmediato un asco y un horror hacia la guerra. Sin embargo fue destacado, condecorado, y obtuvo el rango de capitán, pero una vez finalizada la campaña, presentó su dimisión.
      Tras algunos años de vida libre, ocupado por estudios y lecturas, y algunos textos publicados, pues amaba las cuestiones del pensamiento, conoció a una joven viuda que le gustó y la hizo su esposa. Tuvo una hija, luego la madre y la niña murieron en la misma semana de fiebre tifoidea.
      ¿Qué pasó por él? ¿Qué extraño misticismo se despertó en su espíritu después de ese lúgubre acontecimiento? Ingresó en las órdenes y se hizo sacerdote; pero a partir del día que se vistió con sotana negra, jamás volvió a llevar su cinta roja ganada en el campo de batalla, y la llamaba su mancha de sangre.
      Habría podido tener, en esta nueva carrera, un buen futuro sacerdotal; prefirió permanecer como cura rural en su región de origen. Quizás también la independencia de su carácter, la audacia de su palabra, dieron que sospechar al obispo. En varias ocasiones se había enfrentado al obispo en discusiones teológicas y dogmáticas, y, como era muy erudito y elocuente, triunfó en esas luchas.
      Sin ambición, de vuelta de todo, se decidió o se resignó a vivir en esa hermosa comarca a la qué adoraba, y, como poseía una cierta fortuna, hizo mucho bien. Se le quería y respetaba. Se convirtió en un sacerdote generoso, socorriendo a todos, único en la comarca, a quién la veneración popular protegió y defendió contra la malevolencia creciente y las suspicacias de sus superiores. El doctor Paturel, que le seguía, era un hombrecillo barrigón, que habría estado completamente calvo si no hubiese conservado sobre las sienes, al borde del cráneo, dos bandas de cabellos blancos rizados semejantes a dos borlas de polvos de arroz.
      En el momento que entraron, se anunció que la cena estaba servida, y la condesa de Brémontal, tomando el brazo del médico, se dirigió al comedor.
      Una vez sentado ante su plato de potaje, el sacerdote preguntó:
      –¿Saben ustedes que están en Ruán?
      Unos “sí” murmurados le respondieron. Luego el Sr. Boutemart interrogó:
      – ¿Tiene usted detalles recientes?
      – Algunos. Los tres cuerpos del ejército invasor se han presentado, justo en el mismo momento, en las tres puertas de la ciudad, y las vanguardias se han encontrado en el Hotel de Ville, casi en el mismo minuto. El médico añadió:
      – Ayer yo estaba en Bourg-Achard cuando vi pasar al ejército francés en retirada.
      Y discutieron sobre un montón de detalles, a media voz, como si hubiesen sentido de algún modo a su alrededor la temible presencia de los vencedores.
      – Hoy, dijo el sacerdote, he aquí la primera vez, desde que dejé el ejército, que lamento no ser ya soldado.
      La joven mujer preguntó, sacudida de angustia:
      –¿Cree usted que vendrán por aquí?
      El abad Marvaux afirmó, luego dijo:
      –¿Sigue usted aún sin noticias de su marido, señora condesa?
      Ella murmuró, desesperada:
      Si, señor cura.
      Pero Boutemart, siempre convencido de que los acontecimientos que le afectaban acabarían por dar un giro favorable, añadió:
      – ¡Bah!, está prisionero. Volverá después de la guerra.
      La condesa balbucía:
      –Prisionero... o muerto.
      Su padre, a quién irritaban las ideas tristes, tuvo un estremecimiento de impaciencia.
      –¿Por qué te imaginas semejantes cosas? Vives a la espera de la desgracia como si no hubiese más que eso sobre la tierra.
      El abad Marvaux murmuró:
      – No hay mucho más, sin embargo, señor, cuando se mira bien de cerca. Piense en Francia en este momento.
      Boutemart no consentía.
      – No, no: míreme, yo nunca he sido desgraciado.
      Su hija le dijo tristemente:
      –Es que tú no has deseado y buscado más que la fortuna. La has tenido.
      Él se echó a reír.
      –¡Por Dios! Uno tiene todo con la fortuna. Lo demás son bagatelas. Pero, en el caso que nos ocupa, es indudable que las listas de muertos han sido casi todas establecidas y han sido ya comunicadas las familias. En cuanto a los prisioneros, no se puede saber.
      Ella gimió:
      – También hay desaparecidos.
      Y Bouternart, al respecto, replicó:
      Esos son los resucitados de mañana.
      El médico tomó parte en la conversación.
      – Yo tengo bastante suerte, dijo, se donde se encuentra mi hijo. Está en el ejército de Faidherbe, e intercambiamos cartas. Luego he tenido aún la fortuna de que fuese titulado doctor antes de la guerra, y los médicos no tienen gran cosa que temer en el ejército. Pero todo lo que digo no impide a mi esposa estar en un estado de pavor, de tanto que ama a su querido Jules.
      Elogió a su hijo, cuyos estudios de medicina en París habían sido tan brillantes que sus profesores, después de haber pasado el doctorado, lo habían alentado unánimemente a continuar hasta la agregación. ¡Ah! he aquí a uno que no se pudriría en provincias. Sería un gran médico, un gran médico de la capital.
      Y la conversación derivó sobre temas diversos, paralizada por esta idea de la invasión que planeaba.
Después de que los hombres hubieran tomado su café y fumado sus cigarros, volvieron al salón, cerca de la condesa, que calentaba sus pies al fuego. Sin embargo tenía frío, frío por todas partes, en el corazón y en el cuerpo.
      El Sr. Boutemart habló el primero de irse. Sus fábricas le preocupaban y solicitó su coche a las nueve y media con el pretexto que con ese tiempo no convenía regresar demasiado tarde. Los otros dos lo imitaron, calzándose una especie de botas para alcanzar, a través de la nieve, el trasbordador del Sena, y la condesa quedó sola.
      Ojeó algunos libros sin tomar interés en ellos, comprendiendo apenas lo que leía. Eligió entre sus poetas favoritos los versos a los cuales volvía con más frecuencia. Le parecieron banales, inútiles, descoloridos; y se volvió a sentar ante el fuego. ¿Se iría a acotar? No, no todavía, pues no dormiría; y ella conocía esos interminables insomnios que miden, haciéndolos dolorosos como una agonía nocturna del alma y del cuerpo, los regulares tintineos del timbre del péndulo.
      Entonces pensó. Unos recuerdos volvían, de ella y de antaño, esos recuerdos íntimos, evocados en las horas lúgubres, confidencias sobre sí misma, que uno no se hace más que a sí.
      Recordaba su infancia en esa misma región, en la casa de los padres en Dieppedalle, construida ante las fábricas, a su madre, su buena madre, su madre querida, a la que había visto morir. Y lloraba con los ojos bajo sus manos.
      Su padre, pequeño comerciante al principio, heredero de un gran terreno a orillos del Sena, y de una fábrica de ácidos y de vinagres artificiales, había acabado por ganar una gran fortuna con los productos químicos. Se había casado con la hija de un oficial del Primer Imperio, joven bonita, independiente y poética, como se era en esa época. Un poco melancólica, también, después de esta unión que no contentaba en absoluto su sueño de juventud, se consoló en un amor de lo que se llamaba entonces “la Naturaleza”, dando a esta palabra un sentido hoy casi olvidado. Amó ese país soberbio, plantado de árboles y anegado de agua, esa costa, al pie de la que humeaban las chimeneas de su marido, pero que llevaba también sobre su cima el admirable bosque de Roumare yendo desde Ruán hasta Jumièges. Se hizo además con una biblioteca de novelas, de filósofos, de poetas, y pasó su vida leyendo y pensando. Por la noche, al crepúsculo, paseándose a lo largo del Sena lleno de islas verdes repletas de grandes álamos, recitaba a media voz, para ella misma, para ella sola, versos de Chénier y de Lamartine. Luego se entusiasmó con Victor Hugo y adoraba a Musset. Habiéndose convertido en madre de una niña, la educó con una ternura ardiente, una ternura aumentada sentimentalmente por toda la literatura de la que estaba imbuida.
      La niña creció, muy parecida a su madre, encantadora e inteligente. Se las envidiaba en Ruán y se decía de la Sra. Boutemart: “Es una persona de gran valor.”
      La chiquilla, a la que educaba con un cuidado apasionado, ayudada por una institutriz, era ya a los dieciséis años una jovencita que tenía aspecto de mujer, una morenita con los ojos violetas, del color exacto de las malvas, con ese matiz tan raro.
      Y la niña casi adulta, a quién su madre había permitido muchas lecturas ya desarrollaba del mismo modo su joven alma y su naciente sensibilidad. Abría a veces, a escondidas, los otros libros, aquellos que no se le permitían, y ella sabía ya por corazón algunos versos que le parecían dulces como perfumes, sonidos musicales o soplidos de viento.
Esas personas eran felices completamente o casi completamente, cuando, en un invierno muy frío, la Sra. Boutemart, tras un paseo demasiado largo por el bosque lleno de nieve, debió tomar cama, afectada de una fluxión de pecho que se la llevó en una semana.
      Solo con su hija, el padre se preguntó si no haría falta tenerla cerca de él, pues estaría muy solo, muy abandonado, en ese campo, en medio de sus obreros y de sus máquinas.
      Pero su hermana, viuda sin hijos de un ingeniero de Puentes y Caminos, y rica con suficiente holgura, consintió en dejar París durante algunos meses para pasarlos cercad de él y atenuar así las primeras consecuencias del temor y del aislamiento.
      Era una mujer de espíritu ponderado tanto como su hermano y de sentido sereno, que siempre había tomado de los acontecimientos y de las cosas el mayor partido posible. Tranquila sobre su suerte, habiendo pasado la cuarentena y dotada de una naturaleza calma, no pedía nada más al destino.
      Enseguida se prendó de su sobrina, y cuando Boutemar le habó de dejar a la joven cerca de él, ella le disuadió con todas sus fuerzas haciéndole ver que Germaine se volvería a la edad casadera, en una persona muy solicitada. Era necesario ante todo acabar su instrucción y su educación tan perfectamente como fuese posible. Eso no podía hacerse más que en París. Sería un muy buen partido y hacía falta que no ignorase nada de lo que debía saber, como serios conocimientos para comenzar, y luego artes del encanto, danza, música, y tantas cosas aún que completan la dote de una chica rica. La matricularía en una gran casa de educación, y la tía se encargaría de ir a verla a menudo, muy a menudo, de hacerla salir todas las semanas, e incluso de tenerla algunos días con ella, de vez en cuando.
      Esta mujer cuyo marido había cumplido altas funciones en el Ministerio de obras públicas, conservaba en su viudedad muy buenas relaciones, y estaba muy bien vista. Su hermano, comprendiendo todas las ventajas de esta combinación, aceptó, y la tía, a comienzos de primavera, llevó a su sobrina con ella.
      La hizo entrar en una de esas elegantes pensiones mundanas donde se educan a los huérfanos bien nacidos, y donde se cuida a los extranjeros opulentos mientras sus padres viajan. Ella tuvo un bonito alojamiento, una ama de llaves, y profesores de primera. Siguió también cursos en la ciudad, cursos para señoritas, donde la mitad de las jovencitas de París se encuentran y entablan amistad para más adelante, las de la burguesía y las de la nobleza, las medio ricas, las ricas y las muy ricas.
      Su tía la vino a buscar para dar paseos, distraerla, mostrarle la ciudad, los monumentos, los museos. La cruel melancolía de la que Germaine estaba afectada desde la muerte de su madre pareció finalmente mitigarse un poco. Sus hermosos ojos malva, bajo los párpados vueltos a menudo rojos de lágrimas por el recuerdo de su amada mamá, recuperaron su frescor violeta.
      Sin embargo pensaba mucho en su casa de Dieppedalle, y en su padre que había quedado solo, y echaba de menos el espacio, el campo y la libertad.
      Conoció ya esa pequeña nostalgia invencible de los desplazados, lo que sufren cuando están prisioneros en las ciudades, por su deber o su profesión, casi todos aquellos cuyos pulmones, ojos y piel han tenido como primer alimento el gran cielo y el aire puro de los campos y cuyos pequeños pies han corrido al principio por los caminos de los bosques, los senderos, los prados y la hierba. Del mismo modo que los niños de Paris exiliados en profesiones o funciones provincianas sufren, toda su vida, como de una privación física, de la irresistible necesidad de las aceras y de las grandes calles pobladas de gente.
      Cuando llegó el momento de las vacaciones, Germaine partió con alegría para Normandía; y fue una pena para su corazón, cuando, en el otoño, regresó a París. Pasó allí tres inviernos, desde los dieciséis a los diecinueve años. El Sr. Boutemart la recuperó a fin de dulcificar su aislamiento de viudo.
      Luego un proyecto de matrimonio se había planteado para su hija. Él sabía su pronunciado gusto por el campo en el que ella había sido educado, y él mismo encontraba una gran ventaja, una ventaja de bienestar, de afecto, de sentimiento, de golosina, de egoísmo satisfecho hasta el fin de su vida, si descubría el medio de fijarla y conservarla en su proximidad.
      Ahora bien, él era de ordinario hábil en descubrir por todas partes a su alrededor, los medios de los que tenía necesidad.
      Conocía desde hacía tiempo por una relaciones del Consejo general, del que eran miembros ambos, por vecindad y afición a la caza, a uno de sus vecinos, el conde de Brémontal, propietario del castillo de Bec, en Sahurs, frente a La Bouille, a algunos kilómetros solamente de Dieppedalle. Era un hombre de veintiocho años, huérfano de padre y madre, dueño de una muy hermosa fortuna en terrenos, muy buena persona, excelente jinete y gran cazador. Toda su ambición y placer en la vida consistían en administrar sus amplias propiedades, en los criaderos y en la cultura. Se le daba muy bien, animado por este amor al terruño tan fuerte en los corazones normandos. Tenía espíritu, el espíritu del país, un poco torpe, pero alegre, y un aspecto muy como debe ser, incluso distinguido, de gentil hombre campesino, capaz de mantener el tipo en cualquier parte.
      Boutemart lo mimó, lo cameló, lo sedujo, se hizo su amigo, su compañero de caza y de placer. Cenaron a menudo el uno con el otro, y cuando la joven muchacha regresó definitivamente a casa de su padre, se encontró allí con aquel agradable vecino instalada casi como en su casa.
      A él le pareció muy bien. Le parecía encantadora. Montando los dos a caballo juntos hicieron largas excursiones por el bosque de Roumare, siempre seguidos de un criado para respetar todos los prejuicios.
      Se organizaron paseos, jornadas de campo, fiestas campestres con todas las familias de bien de la comarca. Finalmente él se prendó de ella, la cortejó y pronto se despertó en ella ese deseo de gustar, de seducir, de conquistar, que duerme en el corazón de las jovencitas. Ella fue amable, luego coqueta, y él la amó muy ardientemente como hombre simple que era. Hizo su petición de matrimonio tras seis meses de atenciones. Germaine admitió la petición, y el padre dijo “sí” de todo corazón.
Fue una buena pareja a quién llegó un hijo solamente después de cinco años de unión.
      La condesa se prendó por su hijo con un amor maternal extremo. Fue en ella la revelación de un poderoso instinto, insospechado hasta ese momento en su carne, y ella deseó más.
      Tenía ganas sobre todo de una niña, para educarla al dictado de su alma, sus gustos, su ideal de mujer.
      Al no realizarse su deseo pronto, se entristeció, se preocupó, y, trastornada por este inalcanzable sueño, dirigió al Cielo su plegaria de esposa. Una especie de devoción particular y mística la empujó hacia María, patrona de las madres. No le imploraba como lo hacen las fanáticas, con palabras y fórmulas, sino que le enviaba desde el fondo de su corazón una constante y tierna oración.
      No era una devota; incluso ni era una ardiente creyente, habiendo sido educada entre un padre indiferente a esas cosas y una madre casi incrédula. La Sra. Boutemart, en efecto, nacida en la época en la que las grandes disputas morales, filosóficas y religiosas de la Revolución habían hecho desaparecer las creencias piadosas en muchas familias, conservó toda su vida las opiniones independientes que le había inculcado su padre.
      Su hija Germaine fue sin embargo bautizada e hizo su primera comunión, pero no recibió a continuación de su madre ninguna doctrina y ningún fervor religioso.
      Ahora bien, cuando ella se vio huérfana y fue a pasar tres años en la elegante pensión de París donde completó su educación en todos los géneros, se le impartió fe cristinas como historia o música. El sacerdote director, encargado de conducir hacia Dios las almas de esas señoritas, era un hombre hábil, insinuante, persuasivo y dominante. Cuando descubrió las creencias indecisas e indolentes de Germaine, se dispuso a convertirla con una tenacidad de misionero. Consiguió únicamente en hacerla medio ferviente, quién pronto creyó con todo su corazón y su imaginación en la tan conmovedora leyenda cristiana.
      Ella tuvo accesos de ternura sentimental y de dulces impulsos de piedad hacia el Salvador y su madre, la Virgen, pero jamás fue dominada por las prácticas del culto, que estimaba hechas para el pueblo. Sin embargo siguió la misa del domingo, y cumplió con sus deberes obligatorios tanto por conciencia como por compostura.
      Entonces, a la Virgen María, madre de Cristo, ella le pedía un hijo, una niña; no fue exactamente atendida, y la guerra de 1879, declarada bruscamente, tuvo más influencia para satisfacer ese deseo que sus imploraciones al Cielo.
      Aunque liberado de las obligaciones del servicio militar, el Sr. de Brémontal, patriota ardiente, quiso enrolarse y partir a la primera noticia de Francia en peligro. Germaine que lo amaba, sin gran pasión, pero como fiel y abnegada compañera, más madre que esposa, fue presa de un miedo horroroso a perderlos, pues no deseaba otra cosa que acabar su vida cerca de él, en ese castillos que le gustaba, en ese país que adoraba, con unos hijos a su alrededor.
      El pensamiento de los peligros que iba a correr, la posibilidad de su muerte, la inquietud con la que sufriría durante esta peligrosa ausencia, le hicieron decidirse a intentar por todos los medios, por todos los ardides, por todos los argumentos, disuadirlo de su resolución.
      ¿Qué hizo? Lo que toda mujer bonita y joven hubiese hecho; se volvió cariñosa, con sutilidades y coqueterías tan ligeras que él fue arrojado a un nuevo amor. Ella encontró, para el marido, lo que su corazón consideraba un gran deber, seducciones inesperadas de esposa, que se aferra y se entrega como una amante apasionada.
      Ella nunca había sido eso para él, nunca había sentido salir de ella esa seducción turbadora, ese encanto tan cautivador de los besos que hacen olvidar todo y consentir todo. Y él descubrió de pronto ese abandono apasionado en su esposa con un radiante asombro. Conquistado, cedió al principio a todas las ternuras, a todas las caricias, a todas las señales de amor con las que ella lo enlazaba y lo encadenaba.
      Pero, cuando la derrota de los franceses, se convirtió en irreparable, cuando los grandes desastres se supieron, cuando la ruina del país fue inminente, su corazón de gentil hombre patriota latió más fuerte que su corazón de amante. Hijo de viejos señores normandos, heredero de su bravura y de su audacia aventurera, sintió, comprendió que debía dar el ejemplo del valor a su alrededor, y se fue bruscamente una mañana, con lágrimas en los ojos y desesperación en el alma. Durante varias semanas ella recibió cartas de su marido, y supo que había podido reunirse con el ejército del general Chanzy que todavía luchaba. Luego cesó toda noticia. Ella cayó enferma, y he aquí que un día, lo que en otro momento le hubiese parecido una gran alegría, le fue revelado por el doctor Paturel, llamado en consulta. Estaba embarazada.
      ¡Oh! qué meses terribles pasó, cinco meses de angustias espantosas durante las que no recibió nada de él. ¿Estaba muerto o prisionero?
      Esta frase, siempre la misma, acosaba su pensamiento, la obsesionaba noche y día.
      Y ahora todavía la repetía, caminando de un extremo al otro del salón.
      Las horas y las medias sonaban una tras otra en el timbre de la esfera, y la condesa no se decidía a subir. Un desamparo más desgarrador que otras noches, una especie de presentimiento siniestro oprimía su alma. Se sentó, se volvió a levantar, se dedicó a pensar, luego, cansada de espíritu como de cuerpo, llevó los cojines del diván e hizo con su gran sillón una especie de cama ante el fuego para tratar de dormitar allí algún tiempo aún, ya que su habitación le daba miedo. Por fin sus ojos se hicieron pesados y su pensamiento se hundió en esa confusión de la vida que se adormece, del ser mitigado por el descanso, cuando un extraño ruido, desconocido, la hizo sobresaltar y la incorporó.
      Escuchaba, jadeante. Eran voces que se aproximaban, voces de hombres. Entonces, corriendo hacia la ventana, la entreabrió para oír mejor detrás del tejadillo. Distinguió huellas de caballos en la nieve, un ruido de hierros, de sables chocando; y las voces, cada vez más próximas, pronunciando palabras extranjeras.
      ¡Ellos! ¡Eran los prusianos!
      Se arrojó hacia el cordón de la campanilla y tiró, tiró con todas sus fuerzas, haciéndola sonar como se toca a rebato en los peligros inmediatos. Luego la imagen de su hijo, de su pequeño Henri, golpeándola como una bala en el corazón, la lanzó escaleras arriba hacia su habitación.
      Los criados, despertados, corrían, con una bujía en la mano, apenas vestidos: el mayordomo, el cochero, una sirviente, una cocinera y la criada del niño.
      La condesa gritaba:
      ¡Los prusianos! ¡Los prusianos!
      En el mismo instante, un golpe tan fuerte estremeció la gran puerta, que se hubiese dicho un golpe de ariete, y una voz poderosa grito desde fuera una orden en alemán, que nadie comprendió dentro.
      Entonces la Sra. de Brémontal ordenó a sus dos viejos criados:
      – No debemos resistir, para evitar violencias. Id rápido a abrirles, y darles lo que quieran. En cuanto a mí, me encierro con mi hijo. Si os hablan de mi, decidles que estoy enferma, incapaz de bajar.
      Otro golpe estremeció la puerta, e hizo vibrar todo el castillo. Otro aún lo siguió, luego otro, luego otro. Sonaban en el corredor como un cañón. Voces aullaban bajo las paredes, se hubiese dicho que un asedio comenzaba.
      La condesa desapareció con Annette en la habitación del pequeño, mientras que los dos hombres descendían presurosos para abrir a los invasores, y la cocinera y la criada, desesperadas de miedo, quedaban de pie sobre los descansillos de la escalera a fin de esperar los acontecimientos, y huir por cualquier salida abierta.
      Cuando la Sra. de Brémontal levantó las sábanas de la cama de Henri, éste dormía, no habiendo oído nada en sus sueños sin preocupaciones. Su madre, despertándolo, no sabía que decirle sin asustarlo o aterrorizarlo anunciándole la presencia de hombres malvados que estaban abajo con armas.
      Cuando él abrió los ojos bajo sus besos, ella le contó que unos soldados pasando por la región habían entrado en el castillo, y como él había oído a menudo hablar de la guerra, preguntó:
      – ¿Son soldados enemigos, mamá?
      – Sí, hijo mío, soldados enemigos.
      – ¿Sabes si han visto a papá?
      Ella recibió en el corazón una terrible conmoción y respondió:
      – No lo sé, querido.
      Lo vistió con Annette, aprisa, y lo cubrió con sus ropas de abrigo, pues no podiá saber ni prever nada.
      Los golpes de ariete habían cesado. No se oía ahora más que un gran rumor de voces y de chasquidos de sables en el interior del castillo. Era la toma de posesión, la invasión del edificio, la violación de la intimidad sagrada de la vivienda.
      La condesa se sobresaltaba oyéndolos, y sintiendo despertar en ella una ola furiosa de cólera e indignación. Su casa. Estaban en su casa, esos odiosos prusianos, dueños absolutos, libres de hacer lo que quisieran, pudiendo incluso matar.
      De pronto unos golpes de dedos golpearon a su puerta.
      Preguntó:
      ¿Quién es?
      La voz de su mayordomo respondió:
      –Soy yo, señora condesa.
      Abrió. El criado apareció, y ella balbució:
      –¿Y bien?
      – ¡Y bien! Quieren que la Señora baje.
      – No quiero.
      – Han dicho que si la Señora no quiere, subirán a buscarla.
      Ella no tuvo miedo. Le había vuelto toda su sangre fría, y un valor de mujer exasperada. Era la guerra, pues bien, ella se comportaría como un hombre.
      – Diles que no tengo por que recibir órdenes suyas y que me quedo aquí.
      Pierre vacilaba, habiendo comprendido que el oficial comandante era un bruto.
      Pero ella repitió con tono firme: “Vete”, a lo que él obedeció. No giró la llave, para no dar la sensación de ocultarse, y esperó, palpitante.
      Unos pesados pasos subieron enseguida por la escalera, eran de varios hombres, y, de nuevo, su puerta fue golpeada.
      Ella preguntó:
      –¿Quién es?
      Una voz extranjera pronunció:
      – Un oficial prusiano.
      – Entre, dijo ella.
      Un hombre joven muy alto se presentó, saludó, y, en buen francés, casi sin acento:
      – Le ruego me perdone, señora, si ejecuto la orden de mi superior, que me ha encargado que la lleve junto a él. ¿Quiere usted bajar voluntariamente? Es lo mejor que puede hacer, por usted y por nosotros.
      Ella dudó un segundo, luego:
      – Sí, señor, lo sigo.
      Y, llamando a su criado de pie detrás del oficial:
      – Coge al niño en brazos y sígueme. No quiero separarnos.
      El hombre obedeció y la siguió, llevando a su hijo. Entonces ella pasó ante el prusiano y bajó a paso lento, molesta por su altura, sosteniéndose a la rampa, y Annette quedó sola en la habitación, demasiado paralizada de terror para hacer el menor movimiento.
      Llegando a la entrada del salón percibió siete u ocho oficiales, instalados ya como en su casa, estando la tropa en el pueblo. Fumaban, estirados en los sillones, con los sables depositados sobre la mesa, sobre los libros, sobre los poetas, mientras que dos ordenanzas custodiaban la puerta.
      En un primer vistazo distinguió al jefe, de espaldas al fuego, con las suela de una bota dirigida a la llama. Había quitado su capucha del uniforme, y en su rostro barbudo parecían relucir la alegría de la victoria y el placer de tener calor.
      Viéndola entrar hizo un ligero saludo militar con la mano sin descubrirse, impertinente y breve, luego dijo con esa pronunciación alemana que parece dicha con la boca llena de choucrout y de salchichas:
      – Ef ufte la dama de este caftillo?
      Ella estaba de pie ante él, sin haber devuelto su insolente saludo, y respondió un “sí” tan seco que todos los ojos fueron de la mujer al soldado.
      Sin inmutarse él dijo:
      – ¿Cuanfftas perffonas hay aquí?
      – Tengo dos viejos criados, tres criadas y tres jornaleros.
      – ¿Qué hace fu marido? ¿Donde efftá?
      Ella respondió apresuradamente:
      –Es soldado, como usted, y lucha.
      El oficial replicó con insolencia:
      – ¡Ffien! entonces está venffido.
      Y se rió con una gran carcajada de barbudo. Luego, cuando hubo reído, dos o tres rieron, también torpemente, con diferentes timbres, que daban la medida de las francachelas teutonas. Los demás se callaban examinando con atención esa valiente francesa .
      Entonces ella dijo, desafiando al jefe con una intrépida mirada:
      – Señor, usted no es un caballero, viniendo a insultar a una mujer en su casa, como usted hace.
      Se hizo un gran silencio, bastante largo, terrible. El soldado germano permanecía impasible, riendo siempre, como el amo de la situación que puedo querer todo a su gusto.
      – No, dijo, uffte no efftá en fu casa; uffte efftá en nuefftra casa. No hay naadie en ffu casa en Francia.
      Y continuó riendo todavía, con la radiante certeza de haber afirmado una verdad incuestionable y asombrosa.
      Ella respondió exasperada:
      – La violencia no es un derecho. Es un crimen atroz. Usted no es más que un ladrón en una casa desvalijada.
      Una cólera iluminó los ojos del prusiano.
      – Yo foy a demofftrarle que uffted no efftá en su casa. Pues yo le ordeno que abandone effta casa, o la hago encerrar.
      Al ruido de esta desafiante voz, dura y fuerte, el pequeño Herni, más sorprendido que asustado por esos hombres, se puso a emitir unos gritos penetrantes.
      Oyendo llorar al niño, la condesa perdió la cabeza y la idea de las brutalidades a las que esa soldadesca se podía librar, de los peligros que su querido hijo podía correr, impulsó a su corazón súbitamente con unas ganas locas, irresistibles, de irse, de huir no importaba a donde, a una choza del pueblo. Se la echaba fuera. ¡Tanto mejor!

II

[Descripción del doctor Paturel hijo]

      Su rostro recordaba un poco la delgada máscara de Voltaire y de Bonaparte. Tenía la nariz curvada y puntiaguda, la mandíbula fuerte, los huesos marcados bajos las orejas, y el mentón afilado, ojos gris pálido, con la mancha negra de la pupila en medio, y tal aire de autoridad en sus palabras y en sus demostraciones profesionales que inspiraba a todo el mundo una gran confianza. Curó a personas reputadas luego de largo tiempo incurables, reumatismos, anquilosados de los campos, inválidos por la humedad, mediante métodos higiénicos, de alimentación y ejercicio, y unos polvos que le proporcionaron gran fama; curaba las plagas antiguas con antisépticos nuevos, y perseguía el microbio según los procedimientos más recientes. Luego, cuando había curado a un enfermo, parecía dejar tras el la limpieza en la casa. Prosperó, se le llamaba de muy lejos, y el dinero llegó, pues cobraba las visitas según las distancias y las fortunas.

[Conversación del doctor Paturel hijo, el abad Marvaux y André, segundo hijo minusválido de la Sra. de Brémontal]

      – Ha sido usted el primer médico del departamento... la fortuna, todo.
      – Pero vivo aquí, dijo él, aquí me carcomo, pierdo mi vida, todo lo que amo y todo lo que deseo, no lo tengo. ¡Ah! ¡Paris, París!... ¿Acaso puedo trabajar para mí, aquí, trabajar por la ciencia? ¿Tengo los laboratorios, los hospitales, los sujetos raros, todas las enfermedades desconocidas y conocidas del mundo entero bajo los ojos? ¿Luego hacer experimentos, relaciones, convertirme en miembro de la Academia de medicina? Aquí, no tengo nada de eso, ni futuro, ni distracciones, ni placer, ni mujer con quién casarme o amar, ni gloria a alcanzar, nada, nada más que una gloria provinciana. Yo curo, sí, curo a la gente, a los burgueses avaros que pagan en plata, a veces en oro, y nunca en billetes. Curo la pequeña miseria del más común de los hombres, pero nunca a príncipes, a embajadores, a ministros, a grandes artistas, cuya cura repercute y es conocida hasta en el extranjero. Cuido y curo, en una palabra, en el interior de una provincia, el deshecho de la humanidad.
      El sacerdote lo escuchaba con un aire un poco crispado, un poco ofendido. Murmuró:
      – Eso es tal vez más noble, más grande y más hermoso.
      Pero el médico, rabioso, replicó:
      – Yo no vivo para los demás, vivo para mí, señor cura.
      El abad sintió agitarse su alma de apóstol. Añadió:
      – Cristo murió por los débiles.
      Y el médico gruño:
      – Pero yo no soy Cristo, ¡nombre de perro! soy el doctor Paturel, agregado de la Facultad de Medicina de París.
      El abad respondió con calma, habiendo pasado en algunos segundos por un ciclo de ideas, llegando casi a los límites del pensamiento humano, pues percibía todas las grandezas y las pequeñeces del ideal. Y concluyó:
      – Quizás tanga usted razón. Desde su punto de vista, está usted en lo cierto. Y para usted eso es lo único bueno.
      –¡Caramba!, dijo el médico con voz clara, que sonó en el aire seco.
      Luego el sacerdote añadió:
      – Sin embargo tiene usted un gran corazón, pues permanece aquí por su madre.
      El doctor se sobresaltó, se había tocado su herida, su pena, su íntima ternura.
      – Sí, nunca la abandonaré.
      Sus ojos cayeron juntos sobre el minusválido que los escuchaba con todos sus oídos y los comprendía muy bien.
      Y las miradas de los dos hombres habiéndose encontrado de repente se dijeron cosas misteriosas sobre el destino y el porvenir de ese niño, comparado con los suyos. Él era el miserable.
      Pero el pensamiento de Cristo acosaba al abad. Retomó la conversación:
      – Yo adoro a Cristo.
      El médico respondió:
      – Señor cura, desde que el mundo existe, todos los dioses concebidos por el pensamiento humano son unos monstruos. ¿No fue Voltaire quién dijo: Las Escrituras pretenden que Dios hizo el hombre a su imagen, y el hombre lo ha reflejado bien?
      Acumulaba las pruebas, las injusticias, las ferocidades, los perjuicios de la Providencia. Añadió:
      –Yo, que soy médico de las pobres personas, veo esos perjuicios, los constato todos los días. Usted también, además, que cuida sus almas. Si tuviese que escribir un libro, una antología de documentos al respecto, la titularía: El Dossier de Dios: y sería terrible, señor cura.
      El abad Marvaux suspiró:
      – No podemos penetrar en esas cuestiones y en esos misterios fuera de nuestras facultades cerebrales. Yo, no creo que comprenda a Dios. Él es demasiado extenso y demasiado universal para nuestros espíritus. La palabra Dios representa una concepción y una explicación cualquiera, un refugio contra las dudas, un asilo contra el miedo, un consuelo contra la muerte, un remedio contra el egoísmo. Es una fórmula de la fraseología religiosa. Dios: eso no es un Dios... Nosotros hombres, no podemos amar más que a un Dios tangible y visible. El otro, el desconocido, el inalcanzable, el inmenso, no habiéndonos sido concedido un sentido para comprenderlo, por piedad, por nuestros corazones, nos envío a Cristo.
      El sacerdote, alucinado, se calló, luego, siguiendo su único pensamiento, murmuró:
      – ¿Quién sabe? Quizás Cristo también haya sido confundido por Dios en su misión, como lo estamos nosotros. Pero se ha convertido en el mismo Dios para la tierra, para nuestra tierra miserable, para nuestra pequeña tierra cubierta de sufrimientos y de villanos. Es Dios, nuestro Dios, mi Dios, y yo lo amo con todo mi corazón de hombre y con toda mi alma de sacerdote. ¡Oh, maestro crucificado en el Calvario, soy tuyo, tu hijo y tu servidor!
      El médico sorprendido, murmuró:
      – ¡Que extraño que diga usted eso!
      – Sí, dijo el sacerdote, Cristo debe ser también una víctima de Dios. Él ha recibido una falsa misión, la de ilusionarnos mediante una nueva religión. Pero el divino Enviado ha cumplido tan bien esta misión, tan magnífica, tan devota, tan dolorosa, tan inimaginablemente grandiosa y enternecedora, que ha tomado para nosotros la plaza de su Inspirador. ¿Qué es Dios, palabra vaga, ante Cristo? ¿Nosotros que no sabemos nada y no estamos relacionados con nada excepto por nuestros pobres órganos, podemos adorar esas letras, de las que no comprendemos el sentido, ese Dios tenebroso del que no nos figuramos nada, ni la existencia, ni la intención, ni el poder, del que no conocemos más que un pequeño intento de creación torpe, despreciable, la tierra, especie de bañera para las almas atormentadas de saber, y para los cuerpos de mala salud? No, no podemos amar eso. Pero Cristo, en el que todo es piedad, todo es grandeza, todo es filosofía, todo el conocimiento de la humanidad ha descendido no se sabe de donde, él, que fue más desgraciado que los más miserables, que nació en un establo y murió clavado a un tronco de árbol, dejándonos a todos la única palabra de verdad que haya sido sabia y consoladora para vivir en este triste lugar, ese es mi Dios, ese es mi Dios.
      Un suspiro a su lado le hizo callar. André lloraba en su coche de minusválido.
      El sacerdote le beso en la frente. El jovencito balbucía:
      – ¡Como me gusta oírlo hablar! Yo le comprendo perfectamente.
      Y el sacerdote le respondió:
      Pobre pequeño, tú también, tú has recibido del implacable destino una triste suerte. Pero tendrás al menos, creo, en compensación de todas las alegrías físicas, las únicas hermosas cosas que están permitidas a los hombres, el sueño, la inteligencia y el pensamiento.

[Meditación imprecatoria sobre Dios]

      Eterno asesino que parece no disfrutar más que con el placer de producir, tan solo para saborear incansablemente su pasión encarnizada de matar de nuevo, de recomenzar sus exterminios a medida que crea seres. Asesino hambriento de muerte emboscado en el Espacio, para crear seres y destruirlos, mutilarlos, imponerles todos los sufrimientos, golpearlos con todas las enfermedades, como un destructor infatigable que continúa sin cesar su horrible tarea. Ha inventado el cólera, la peste, el tifus, todos los microbios que corroen el cuerpo. Solamente, sin embargo, los animales son ignorantes de esta ferocidad, pues ellos desconocen esta ley de la muerte que los amenaza tanto como a nosotros. El caballo que brinca al sol en una pradera, la cabra que escala sobre las rocas con su forma ligera y flexible, seguida del macho, los pichones que ronronean sobre los tejados, las palomas pico con pico bajo el verdor de los árboles, semejantes a dos amantes que se dicen sus ternuras, y el ruiseñor que canta al claro de luna junto a su hembra que incuba, desconocen la eterna masacre de ese Dios que los ha creado. El cordero que...

      El texto finaliza aquí.

Traducción de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant