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HISTORIA
CORSA Guy
de Maupassant Dos
gendarmes habían sido asesinados aquellos últimos días mientras
conducían un prisionero corso de Corte a Ajaccio. Ahora bien, cada año,
en esta clásica tierra de bandolerismo, tenemos gendarmes destripados
por los salvajes lugareños de esta isla, refugiados en las montañas
después de alguna vendetta. El legendario matorral esconde en estos
momentos, según la apreciación de los propios señores magistrados, de
ciento cincuenta a doscientos vagabundos de este tipo que viven en las
cumbres, entre las rocas y la maleza, alimentados por la población,
gracias al terror que infunden. No
hablaré de los hermanos Bellacoscia cuya situación de bandoleros es
casi oficial y que ocupan el Monte de Oro, a las puertas de Ajaccio,
bajo la mirada de la autoridad Córcega es un departamento francés,
esto ocurre pues en plena patria; y nadie se inquieta por esta provocación
lanzada a la justicia. ¡Sin embargo cómo hemos tenido continuamente en
mente las incursiones de algunos bandoleros kroumirs, tribu
errante y bárbara, en la frontera
casi indeterminada de nuestras posesiones africanas! Y
hete aquí, que a propósito de este crimen, me viene el recuerdo de un
viaje a esta magnífica isla y de una
sencilla, muy sencilla, pero muy típica aventura, donde capté el espíritu
propio de esta raza consagrada intensamente a la venganza. Yo
tenía que ir de Ajaccio a Bastia, primero por la costa y después por
el interior, atravesando el salvaje y árido valle del Niolo, que allí
denominan la ciudadela de la libertad, porque, en cada invasión de la
isla por los Genoveses, los Moros o los Franceses, fue en este lugar
inabordable donde los partisanos corsos se refugiaron siempre sin que
jamás se les pudiera dar caza o dominar. Yo
tenía cartas de recomendación para el camino, ya que los propios
albergues son todavía desconocidos en esta tierra, y hace falta
demandar hospitalidad como en los viejos tiempos. Después
de haber subido en un primer momento el golfo de Ajaccio, un golfo
inmenso, tan rodeado de altas cimas que parece un lago, el camino pronto
se hundía en un valle, dirigiéndose hacia las montañas. A menudo
atravesábamos torrentes casi secos. Una especie de arroyo circulaba
todavía entre las piedras : se le escuchaba correr sin verlo. El país, inculto, parecía desnudo. Las
ondonadas de los montes próximos estaban cubiertas de altas hierbas
amarillentas en esta ardiente estación. A veces me encontraba con un
habitante, a pie, o montado sobre un flaco caballo; y todos llevaban el
fusil sobre su espalda, siempre listos para matar a la menor apariencia
de insulto. El
penetrante perfume de las plantas aromáticas de las que la isla está
cubierta, colmaba el aire, parecía hacerlo pesado, volverlo palpable; y
el camino iba, elevándose lentamente, por el medio de los grandes
repliegues de monte escarpado. Algunas
veces, sobre las pendientes muy empinadas, percibía algo gris, como un
montón de piedras desplomadas de la cima. Era un pueblo, un pueblecito
de granito, suspendido allá, enganchado, como un auténtico nido de pájaro,
casi invisible sobre la inmensa montaña. A
lo lejos, bosques de castaños enormes semejaban matorrales, hasta tal
punto las ondulaciones de la tierra levantada son gigantes en este país;
y el monte bajo, formado por encinas, enebros, madroños, lentiscos,
aladiernas, brezo, durillos, mirtos y boj que se entrecruzan entre
ellos, enredándolos como cabellos, las clemátides entrelazantes, los
helechos monstruosos, las madreselvas, los romeros, las lavandas, cubrían
la superficie de las
tierras, a las que me
aproximaba, de un enmarañado pelaje. Y
siempre, por encima de este verdor rampante, los granitos de las altas
cimas, grises, rosas o azulados, parecen elevarse hasta el cielo. Yo
había traídos algunas provisiones para comer, y me senté al lado de
uno de estos manantiales desecados, frecuentes en los países montañosos,
hilo delgado y resuelto de agua clara y helada que sale de la roca y
fluye hasta el extremo de una hoja puesta allí por un transeúnte para
llevar la fluyente bebida hasta su boca. Al
gran trote de mi caballo, un animalito siempre tembloroso, de mirada
irascible, crines erizadas, rodeé el extenso valle de Sagone y atravesé
Cargèse, el pueblo griego fundado allí por una colonia de fugitivos
expulsados de su patria. Jóvenes muy hermosas, con dorsos elegantes,
manos largas, rostro delicado, singularmente graciosas, formaban un
grupo cerca de una fuente. Al cumplido que les vociferé sin detenerme,
respondieron con una voz cantarina en la lengua armoniosa del abandonado
país. Después
de haber atravesado Piana, penetré de súbito en un fantástico bosque
de granito rosa, un bosque de picos, de columnas, de figuras
sorprendentes, erosionadas por el tiempo, por la lluvia, por los
vientos, por la espuma salada del mar. Estos
extraños peñascos, a veces de cien metros de alto, como obeliscos,
cubiertos como champiñones o recortados como plantas, o sinuosos como
troncos de árboles, con aspecto de seres, de hombres prodigiosos, de
animales, de monumentos, de fuentes, de maneras humanas petrificadas, de
pueblo sobrenatural aprisionado en la piedra por el deseo secular de algún
genio, formaban un inmenso laberinto de formas inverosímiles, rojizas o
grises con unos tonos azules. Se distinguían unos leones echados,
monjes de pié en sus atuendos caídos, obispos, diablos espeluznantes,
pájaros desmesurados, bestias apocalípticas, toda género de fieras
fantásticas del sueño humano que nos atormenta en nuestras pesadillas. Tal
vez no exista en el mundo nada más inverosímil que estas
“Calanches” de Piana, nada más curiosamente labrado por el azar. Y
de repente, saliendo de allá, descubrí el golfo de Porto,
completamente rodeado de una muralla sangrante de granito rosa reflejado
en el mar azul. Después
de haber escalado penosamente el siniestro valle de Ota, llegué,
cayendo la noche, a Evisa, y llamé a la puerta del señor Paoli
Calabretti, porque tenía una carta de un amigo. Era
un hombre de gran estatura, un poco encorvado, con el aspecto taciturno
de un tuberculoso. Me condujo a mi habitación, una triste habitación
de piedra sin adornos, pero hermosa para este país al que toda
elegancia le resulta extraña, y me expresaba en su lenguaje, galimatías
corso, dialectal gargajeante, puré de francés e italiano, me expresaba
su placer por recibirme, cuando una voz clara lo interrumpió y una
mujercita morena, con grandes ojos negros, una piel cálida de sol, una
cintura estrecha, dientes siempre fuera en un reír contínuo, se lanzó,
me agarró la mano: —¡Buenas
señor!, ¿todo bien? Sacó
mi sombrero, mi bolso de viaje, arregló todo con un solo brazo, ya que
tenía el otro en cabestrillo y después nos hizo salir rápidamente
diciendo a su marido: —Lleva
a dar un paseo al señor hasta la cena. El
señor Calabretti se puso a caminar a mi lado, arrastrando sus pasos y
sus palabras, tosiendo frecuentemente y repitiendo con cada acceso de
tos: —Es
el aire del valle, que es fresco, que me ha atacado al pecho. Me
guió por un sendero perdido bajo los castaños inmensos. De repente, se
paró y, con su acento monótono, dijo: —Es
aquí donde mi primo Jean Rinaldi fue asesinado por Mathieu Lori. Mire,
yo estaba allí, muy cerca de Jean, cuando Mathieu apareció a diez
pasos de nosotros: “Jean, gritó él, no vayas a Albertacce, no vayas
allí, Jean, o te mato, te lo prometo.”
Yo tomé por el brazo a Jean: “No vayas allí, Jean, él lo hará”
( Era por una chica que perseguían los dos, Paulina Sinacoupi). Pero
Jean se puso a gritar: “ Iré Mathieu, no serás tú quien me lo
impida”. Entonces Mathieu bajó su fusil antes de que yo hubiera
podido apuntar con el mío, y disparó. Jean dio un gran salto con sus
dos pies, como un niño que salta a la cuerda, sí, señor, y cayó de
lleno sobre mi cuerpo, de manera que mi fusil se me fue de las manos y
rodó hasta el grueso castaño, allá abajo. Jean tenía la boca muy
abierta, pero no dijo ni una palabra. Estaba muerto. Yo
miré estupefacto, al tranquilo testigo de aquel crimen. Y pregunté: —¿Y
el asesino? Paoli
Calabretti tosió largo rato, y después continuó: —Se
fue a la montaña. Fue mi hermano quien lo mató, al año siguiente. ¿Sabe
usted, mi hermano, Calabretti, el famoso bandolero?... Balbuceé: —¿Su
hermano?..¿Un bandolero?... El
apacible corso mostró un rasgo de orgullo: —Sí,
Señor, era una celebridad; ha derribado a catorce gendarmes. Murió con
Nicolas Morali, cuando fueron sitiados en Niolo, después de seis días
de lucha e iban a perecer de hambre. Añadió
con aire resignado: —Es
el país el que quiere esto.—con el mismo tono que decía hablando de
su tuberculosis: “es el aire del valle, que es fresco”. Al
día siguiente, para retenerme, habían organizado una partida de caza,
y al día siguiente otra. Recorrí los barrancos con los ágiles montañeros
que me contaban sin parar aventuras de bandoleros, de gendarmes
degollados, durante interminables vendettas hasta la exterminación de
una raza. Y a menudo añadían, como mi anfitrión: “es el país quien
quiere esto”. Me
quedé cuatro días, y la joven corsa, un poco pequeña de más sin
duda, pero encantadora, mitad campesina y mitad dama me trató como un
hermano, como a un íntimo y viejo amigo. En
el momento de dejarla la atraje hasta mi habitación, y haciendo constar
muy minuciosamente que en ningún caso quería hacerle regalo alguno,
insistí, enfadándome incluso, para enviarle de Paris, a mi regreso, un
recuerdo de mi travesía. Ella
resistió mucho tiempo, no queriendo aceptar. Al final, consintió. —Y
bien,—dijo—envíeme un pequeño revólver, uno muy pequeño. Yo
abrí los ojos desmesuradamente. Ella añadió bajito,
confidencialmente, como se confía un grato e íntimo secreto: —Es
para matar a mi cuñado. Esta
vez quedé atónito. Entonces ella desenrolló rápidamente las vendas
que ya no necesitaba y que envolvían el brazo, mostrándome la carne
regordeta y blanca atravesada de parte a parte por un estiletazo casi
cicatrizado: —Si
no hubiera sido tan fuerte como él,—dijo— me habría matado. Mi
marido no es celoso, él me conoce, y además está enfermo, sabe usted,
y eso le calma la sangre. Por otra parte, yo soy una mujer honesta, yo,
señor, pero mi cuñado cree todo lo que le dicen. Es celoso por mi
marido y ciertamente volverá a empezar. Entonces, si tuviera un pequeño
revólver, estoy segura de que lo mataría. Yo
le prometí que le enviaría el arma y he cumplido mi promesa. He hecho
gravar sobre la culata: “Para su venganza” Traducido
por María Rodríguez Fernández Especialmente
para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant I.E.S.
A Xunqueira I. Pontevedra. Diciembre 2003 |