LA
CASA TELLIER
Por Guy de Maupassant
I
Se iba allá, cada noche, alrededor de las once, como se va a un café,
simplemente.
Se
encontraban seis a ocho, siempre los mismos, no eran juerguistas sino hombres
honorables, comerciantes, jóvenes funcionarios de gobierno; tomaban su
chartreuse alegremente
con alguna de las muchachas, o bien charlaban seriamente con "Madame",
a quién todos respetaban.
Luego se
recogían a dormir antes de la media noche. Los jóvenes algunas veces se
quedaban.
La casa era de familia, pequeñita, pintada de amarillo, en la esquina de una
calle detrás de la iglesia de Saint-Etienne; por las ventanas, se veía la
bahía llena de barcos que descargaban, el gran pantano salado llamado "La
traba", detrás, el costado de la Virgen con su vieja capilla completamente
gris.
Madame,
provenía de una buena familia de campesinos del departamento del Eure, había
aceptado esta profesión igualmente como hubiera sido modista o sirvienta. El
prejuicio de deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en
las ciudades, no existe en la campiña Normanda. El campesino dice: - Es una
buena profesión - y enviarían a sus hijos a mantener un harem de mujeres como
los enviarían a dirigir un internado de señoritas.
Esta casa,
por lo demás, provenía de herencia de un viejo tío de la cuál era
propietario. Monsieur y Madame, anteriormente proxenetas cerca de Yvetot, lo
habían inmediatamente liquidado pensando que el negocio de Fécamp era más
ventajoso para ellos; habían llegado una bonita mañana a tomar la dirección
de la empresa que colapsaba en ausencia de sus dueños.
Eran buena
gente, que se hicieron querer inmediatamente por su personal y sus vecinos.
El señor Tellier murió de un ataque dos años más tarde. Su nueva profesión
lo mantenían entre la molicie y el sedentarismo, engordando demasiado, dañó
su salud.
Madame,
después de enviudar, era deseada, sin éxito, por los parroquianos del
establecimiento; se la reconocía como una persona absolutamente prudente, y las
propias asiladas no habían llegado a descubrir nada.
Era alta,
entrada en carnes, bien parecida. Su tez, pálida por la oscuridad de ese
albergue siempre cerrado, brillaba como bajo un barniz grasiento. Un delgado
adorno de
rulos, falsos y enroscados, rodeaban su frente y le daban un aspecto juvenil,
que contrastaba con la madurez de su figura. Siempre alegre y su cara animada,
atraía fácilmente, con un matiz de moderación que sus nuevas ocupaciones no
habían podido aún hacerla perder. Las palabras soeces le chocaban siempre un
poco; y cuando un muchacho mal educado se refería por su nombre propio del
establecimiento que ella dirigía, se enojaba, sublevada. En fin, tenía un alma
delicada, y, aunque que trataba a sus mujeres como amigas, repetía a menudo que
ellas " no eran harina de un mismo costal".
Algunas veces
durante la semana, partía en coche de arriendo con una fracción de su tropa; y
se iban a retozar en la hierba en la orilla del riachuelo que corre en los
extramuros de Valmont. Eran entonces un grupo de señoritas internas fugadas,
con carreras locas, con juegos infantiles, toda una alegría de reclusas
intoxicadas por el aire libre. Se comía la merienda sobre el césped bebiendo
cidra, se volvía a la caída de la noche con un cansancio delicioso, una dulce
emoción; y en el coche besaban a Madame como a una muy buena madre llena de
indulgencia y complacencia.
La casa
tenía dos entradas. En la esquina, una suerte de café de mala fama se abría
en la noche a la gente del pueblo y los marineros. Dos de las personas
encargadas del especial comercio del lugar eran exclusivamente destinadas a las
necesidades de esta parte de la clientela. Servían con la ayuda de un camarero
llamado Frédéric, un rubiecito imberbe y fuerte como un buey, las botellas de
vino y los jarros de cerveza sobre las mesas de mármoles inestables, y, con los
brazos lanzados al cuello de los bebedores, sentadas a través de sus piernas,
fomentaban el consumo.
Las otras
tres damas (eran solo cinco) formaban una suerte de aristocracia, y permanecían
reservadas a la clientela del primer piso, a menos que fueran requeridas abajo y
que el primero estuviese vacío.
El salón
Júpiter, donde se reunían los burgueses del lugar, estaba tapizado de papel
azul y ornamentado de un gran dibujo representando a Leda extendida bajo un
cisne. Se llegaba a este lugar por medio de
una escalera de caracol terminando en una puerta estrecha, humilde de
apariencia, dando a la calle, y sobre ella brillaba toda la noche, detrás de
una celosía, un pequeño farol como aquellos que alumbran aún en ciertas
ciudades a los pies de vírgenes empotradas en los muros.
El edificio,
húmedo y viejo, olía ligeramente a moho. Por momentos, un aroma de agua de
colonia pasaba por los pasillos, o bien una puerta entreabierta en el piso bajo
hacía escuchar en toda la casa, como una explosión de trueno, los gritos
populacheros de los hombres del piso bajo, y ponían en la cara de los señores
del primero una mueca inquieta y de disgusto.
Madame,
amable con sus clientes, sus amigos, no se movía del salón, y se interesaba de
las murmuraciones de la ciudad que les atañía. Su conversación seria,
contrastaba con los temas sin sentido de las tres mujeres; ella era como un
descanso de los chistes pícaros, de los peculiares panzones, que se decían
cada noche en esta orgía decente y mediocre de beber un vaso de licor en
compañía de mujeres públicas.
Las tres
damas del primero se llamaban Fernanda, Rafaela y Rosa la Jaca.
Como el
personal era poco, habían tratado que cada una de ellas fuera como una muestra,
un compendio de tipo femenino, a fin de que todo consumidor pudiera encontrar
allí, un poco más o menos, la realización de su ideal.
Fernanda representaba la bella rubia, muy gorda, casi obesa, fofa, hija del
campo cuyas pecas se rehúsan a desaparecer, y cuyo pelo ondea, corto, claro y
sin color, parecido a un cáñamo peinado, le cubría insuficientemente el
cráneo.
Rafaela, una
Marsellesa, puta de puertos, jugaba el rol indispensable de la bella Judía,
delgada, con los pómulos salientes enlucidos de maquillaje rojo. Sus cabellos
negros, brillantes como el espinazo de un buey, formaban unos ganchos sobre sus
sienes. Sus ojos hubiesen sido bellos si el derecho no hubiese estado marcado
por una nube. Su nariz arqueada caía sobre una mandíbula prominente donde dos
dientes nuevos, en alto, desentonaban al lado de aquellos, abajo, que habían
tomado al envejecer un tinte oscuro como las maderas viejas.
Rosa la Jaca,
una pequeña bola de carne toda en el vientre con dos piernas minúsculas,
cantaba de la mañana a la noche, con una voz cascada, unos versos
alternativamente obscenos o sentimentales, contaba unas historias interminables
y triviales, no cesaba de hablar callando solo para comer y de comer solo para
hablar, siempre agitada, ágil como una ardilla a pesar de su gordura y la
exigüidad de sus patas; y su risa, una cascada de gritos agudos, estallaban sin
cesar, aquí, allá, en el dormitorio, en la despensa, en el café, por todos
lados, sin ningún motivo.
Las dos
mujeres de abajo, Luisa apodada Cocote, y Flora, la columpio porque cojeaba un
poco, la una siempre vestida como La libertad con una cinta tricolor, la otra
como fantasía Española con unos cequíes de cobre que danzaban en su pelo
zanahoria con cada uno de sus pasos desnivelados, tenían el aire de cocineras
vestidas para un carnaval. Parecidas a todas las mujeres del pueblo, ni más
feas ni más bonitas, verdaderas sirvientes de posada, se les apodaba en el
puerto bajo el sobrenombre de las dos bombas.
Una paz
celosa, pero raramente perturbada, reinaba entre estas cinco mujeres, gracias a
la sabiduría de conciliación de Madame y a su inextinguible buen humor.
El
establecimiento, único en la pequeña ciudad, era frecuentado asiduamente.
Madame había dado al lugar una dignidad como si la tuviera; se mostraba tan
amable, tan atenta hacia todo el mundo; su buen corazón era tan conocido, que
una suerte de consideración la rodeaba. Los clientes la invitaban por cuenta de
ellos, exultados cuando ella les expresaba una amistad más marcada; y cuando se
encontraban durante el día por sus quehaceres, se decían: - Esta noche, donde
tú sabes, como diciendo: En el café, ¿no es cierto? después de comida.
En fin La
casa Tellier era una costumbre, y raramente alguno se perdía la cita cotidiana.
Sin embargo,
una noche, hacia fines del mes de Mayo, el primero en llegar, el Señor Poulin,
comerciante de maderas y ex-alcalde, encontró la puerta cerrada. El farolito,
detrás de su reja, no estaba encendido; ningún ruido salía del hospedaje, que
parecía muerto. Golpeó suavemente la puerta, luego con más fuerza; nadie
respondió. Caminó por la calle lentamente y cuando llegó a la plaza del
mercado se encontró con el señor Duvert, el armador, que se dirigía en la
misma dirección. Regresaron juntos sin mayor éxito. Pero una gran batahola se
escuchó repentinamente detrás de ellos, y a la vuelta de la casa, vieron un
grupo de marineros Ingleses y Franceses que aporreaban a golpes de puño las
persianas del café.
Los dos
burgueses se fueron inmediatamente para no verse comprometidos, pero un apagado
"pss´t" los contuvo: era el señor Tournevau, el salador de pescado,
que habiéndoles reconocido, los llamó. Le dijeron la novedad, no había nadie
más afectado que él, casado, padre de familia y muy dominado, no venía mas
que los sábados, "securitatis causa", decía, haciendo referencia a
una medida de control sanitario, que el doctor Borde, su amigo, le había
revelado se efectuaba periódicamente. Era precisamente su noche y de esta
manera estaría contenido por toda la semana.
Los tres
hombres hicieron un gran rodeo hasta el muelle, encontrando en el camino al
joven señor Philippe, hijo de un banquero, un parroquiano, y el señor Pimpesse,
el recaudador de impuestos. Todos juntos regresaron por la calle "de los
Judíos" para hacer una última tentativa. Pero los marineros enardecidos
sitiaban la casa, lanzaban piedras, dando alaridos; los cinco clientes del
primer piso, retornando a su camino lo más pronto posible, comenzaron a vagar
por las calles.
Se
encontraron con el señor Dupuis, el agente de seguros, después al señor Vasse,
el juez de los tribunales de comercio; e iniciaron un largo paseo que los llevó
primero al rompeolas. Se sentaron en línea sobre el pretil de granito y miraban
rizarse el oleaje. La espuma sobre la cresta de las olas, hacía en la sombra,
blancuras luminosas, extinguiéndose inmediatamente que aparecían, y el ruido
monótono del mar rompiendo contra las rocas se prolongaba en la noche a todo lo
largo del acantilado. Cuando los tristes caminantes hubieron descansado por un
rato, el señor Tournevau dijo: - Esto no es divertido.- No lo es, respondió el
señor Pimpesse; regresaron abatidos.
Después de
bordear la calle que domina la costa y que se llama: "Sous -le-Bois",
regresaron por el puente de madera sobre el "Retenue", luego
atravesaron la línea del ferrocarril y desembocaron nuevamente en la plaza del
mercado, donde comenzó de repente una discusión entre el recaudador, el señor
Pimpesse, y el salador, el señor Tournevau, a propósito de una seta comestible
que uno de ellos afirmaba haber encontrado en los alrededores.
Los ánimos
estaban agriados por el tedio, quizás habrían llegado a los puños si los
otros no hubiesen intervenido. El señor Pimpesse, furioso, se retiró. Y un
nuevo altercado se produjo entre el ex-alcalde, el señor Poulin y el agente de
seguros, el señor Dupuis, acerca del sueldo del recaudador y los beneficios que
podría procurarse. Los correspondientes insultos volaban de ambos lados, cuando
una tempestad de gritos formidables se desencadenó, y la tropa de marineros,
cansados de esperar en vano ante una casa cerrada, desembocaron en la plaza. Se
tomaban por el brazo, de dos en dos, formando una larga procesión, vociferando
furiosamente. El grupo de burgueses se ocultó bajo un portal, y la horda
aulladora desapareció en dirección a la abadía. Largo tiempo aún se escuchó
el clamor disminuyendo como un trueno que se aleja; y el silencio se
restableció.
El señor
Poulin y el señor Dupuis, indignado el uno con el otro, se fueron cada uno para
su lado sin despedirse.
Los otros cuatro reanudaron la marcha y volvieron a bajar instintivamente hacia
el establecimiento Tellier. Estaba completamente cerrado, mudo, impenetrable. Un
borracho, tranquilo y obstinado, daba pequeños golpes en la vitrina del café,
luego se detenía para llamar en voz baja al camarero Federico. Viendo que no le
contestaban, decidió sentarse en el umbral de la puerta, y esperar los
acontecimientos.
Los burgueses
iban a retirarse cuando un grupo bullicioso de hombres del puerto apareció al
final de la calle. Los marineros Franceses berreaban la Marsellesa, los Ingleses
la Rule Britania. Hubo una pateadura general contra los muros, después la marea
de rufianes reanudó su carrera hacia el muelle, donde una batalla se declaró
entre los marinos de ambas naciones. En la reyerta, un Inglés se quebró el
brazo, y un Francés se partió la nariz.
El borracho,
que permanecía delante de la puerta, lloraba ahora como lloran los borrachines
o los niños contrariados.
Finalmente
los burgueses se dispersaron.
Poco a poco
se restableció la calma en la ciudad perturbada. De vez en cuando, aún por
momentos, un ruido de voces se elevaba, para extinguirse en lontananza.
Solo un
hombre continuaba vagando, el señor Tournevau, el salador, afligido de esperar
hasta el próximo sábado; esperaba algún incidente, no comprendía; lo
exasperaba que la policía dejara cerrar así un establecimiento de utilidad
pública, que supervisa y tiene bajo su tuición.
Regresó
husmeando los muros, buscando el motivo; se dio cuenta que sobre el toldo estaba
pegado un cartel. Encendió rápidamente una cerilla alumbrando unas palabras en
una letra grande y desigual: "Cerrado por primera comunión".
Entonces se
fue, comprendiendo que no había caso.
El borracho
ahora dormía, tendido a lo largo y atravesado en la inhóspita puerta.
Al día siguiente, todos los parroquianos, uno después de otro, encontraron
motivos para pasar por la calle con unos papeles bajo el brazo para despistar;
con una mirada furtiva, todos leyeron el anuncio misterioso: "cerrado por
primera comunión".
II
Es que Madame tenía un hermano carpintero radicado en su pueblo natal, Virville,
en el Eure. En los tiempos que Madame era aún posadera en Yvetot, había
sostenido en la pila baustimal la hija de este hermano que la nombraron
Constanza, Constanza Rivet; siendo ella misma una Rivet por su padre. El
carpintero que sabía a su hermana en buena posición, no la perdía de vista,
aunque no se encontrasen a menudo, retenidos ambos por sus ocupaciones y
viviendo además lejos uno de otro. Pero como la niñita cumplía doce años,
hacía este año su primera comunión, él cogió la ocasión para un
reencuentro, y escribió a su hermana que contaba con ella para la ceremonia.
Los ancianos padres habían muerto, ella no podía negarse a su ahijada;
aceptó. Su hermano que se llamaba José, esperaba que a fuerza de atenciones
llegaría a obtener quizás que dejara un testamento a favor de la pequeña,
Madame no tenía niños.
La profesión
de su hermana no le turbaba en absoluto sus escrúpulos y el resto, las personas
del pueblo no sabían nada. Se decía solamente, cuando se hablaba de ella: - La
señora Tellier es una burguesa de Fécamp -, asumiéndose
que podía vivir de sus rentas. De Fécamp a Virville se contaban menos de
veinte leguas; veinte leguas de tierra para los campesinos son más difíciles
de cruzar que el océano para alguno de la ciudad. La gente de Virville no
había jamás pasado más allá de Rouen; nada atraería a los de Fécamp a un
villorrio de quinientos hogares, perdido en medio de la llanura y que era parte
de otro departamento. En fin, no se sabía nada.
A medida que
la época de la comunión se acercaba Madame sentía una gran inquietud. No
tenía un relevo, y no osaría de ninguna manera a dejar su casa, ni siquiera
durante un día. Todas las rivalidades entre las damas de lo alto y de los bajos
estallarían infaliblemente; luego Federico se emborracharía sin duda, y cuando
estaba achispado, fastidiaba a la gente por nimiedades. Por fin se decidió a
llevar a todo el mundo, excepto al camarero a quién le dio dos días de
licencia.
Consultado el
hermano no hizo ninguna objeción, y se encargó de alojar la compañía
completa por una noche. Así las cosas, el sábado por la mañana, el tren
expreso de las ocho llevaba a Madame y sus compañeras en un vagón de segunda
clase.
Hasta
Beuzeville fueron solas y parlotearon como unas cotorras. Pero en esta estación
subió una pareja. El hombre un viejo campesino, vestido con una blusa azul, con
un cuello plisado, las mangas amplias ajustada en los puños y adornadas de un
pequeño bordado blanco, tocado de un antiguo sombrero de copa alta donde el
pelo rojizo parecía cerda, tenía en una mano un inmenso paraguas verde, y en
la otra un canasto grande que dejaba asomar las cabezas alarmadas de tres patos.
La mujer, rígida en su atavío rustico, tenía una fisonomía de gallina con
una nariz puntiaguda como un pico, Se sentó al frente de su hombre y
permaneció sin moverse, impresionada de encontrarse en medio de una compañía
tan elegante.
Había en
efecto, dentro del vagón un resplandor de colores brillantes. Madame toda en
azul, en seda azul de pies a cabeza, llevaba encima un chal de falsa cachemira
Francesa, roja, relumbrante, fulgurante. Fernanda resoplaba dentro de un vestido
escocés cuyo corpiño apretado a toda fuerza por sus compañeras, levantaba sus
caídos pechos en una doble cúpula siempre agitada que parecía liquido bajo la
ropa.
Rafaela, con
un tocado emplumado simulando un nido lleno de pájaros, llevaba un vestido
lila, con lentejuelas doradas, con un aire oriental que se ajustaba a su
fisonomía de Judía. Rosa la Jaca, con falda rosa de amplios vuelos, parecía
una niña demasiado gorda, de una enana obesa; las dos bombas parecían estar
envueltas en ropas extrañas hechas de viejas cortinas de ventanales, de esas
viejas cortinas rococó de la época de la Restauración.
Tan pronto
que las damas dejaron de estar solas en el compartimiento, tomaron una
expresión grave, y se pusieron a hablar de cosas relevantes para dar una buena
impresión. Pero en Bolbec apareció un señor con patillas rubias, con unas
sortijas y una cadena de oro, que puso en el portaequipaje sobre su cabeza
muchos paquetes envueltos en tela de hule.
Tenía un
aspecto de bromista y niño bueno. Saludó, sonrió y preguntó con desenfado: -
¿ Las damas cambian de guarnición? - Esta pregunta dejó en el grupo una
confusión embarazosa. Madame una vez recuperado el aplomo, respondió
secamente, para vengar el honor del gremio: - Ud. Podría ser más educado - Él
se excusó: - Perdón, debí decir de convento - Madame no encontró nada que
replicar, o juzgó que la rectificación era suficiente, hizo un saludo digno
apretando los labios.
Entonces el
señor, que se encontraba entre Rosa la Jaca y el viejo campesino, se puso a
guiñarles los ojos a los tres patos cuyas cabezas salían del canasto; luego
cuando sintió que había interesado a su publico, comenzó a hacer cosquillas a
los animales bajo el pico, acompañándolo de dichos jocosos para divertir a la
concurrencia: - Nos han quitado nuestra la-lagunita ¡Cua! ¡cua! ¡cua! Para
encontrarnos con el asa-asador, ¡Cua! ¡cua! ¡cua!.
Los pobres
animales torcían el cuello para evitar las caricias, haciendo ingentes
esfuerzos para salir de su prisión de mimbre; luego repentinamente los tres al
mismo tiempo lanzaron un miserable grito de aflicción: - ¡Cua! ¡cua! ¡cua!
¡cua! - Entonces hubo una explosión de risas entre las mujeres. Se agachaban,
se empujaban para ver; se interesaron locamente en los patos; y el señor
redoblaba su gracia, su ingenio y sus bromas.
Rosa se
cruzó y se recostó entre las piernas de su vecino, besó a los tres animales
sobre el pico. Inmediatamente cada mujer quiso besarlos a su turno; y el señor
las sentaba sobre sus rodillas, las hacía saltar, las piñizcaba; pronto ya las
tuteaba.
Los dos
campesinos, mas espantados que sus aves, movían sus ojos enloquecidos sin osar
hacer el menor movimiento y sus viejos rostros arrugados no hacían una sonrisa
o una mueca.
Entonces el
señor que era vendedor viajero, ofreció como broma unos tirantes a las damas,
y, tomando uno de sus paquetes, lo abrió. Era una artimaña, el paquete
contenía ligas.
Las había en
seda azul, en seda roja, en seda violeta, en seda malva, en seda escarlata, con
unas hebillas de metal formadas por dos cupidos enlazados y dorados. Las chicas
lanzaron gritos de alegría, luego examinaron el muestrario, imbuidas de la
gravedad natural de toda mujer que palpa un objeto de vestir. Se consultaban con
la mirada o con una palabra cuchicheada, se respondían a sí mismas, y Madame
manipulaba con ansia un par de ligas naranjas, más grandes, más imponentes que
las otras: verdaderas ligas de patrona.
El señor
esperaba, alimentando una idea: - vamos, mis gatitas, dijo, debemos probarlas -.
Fue una tempestad de exclamaciones; y ellas se tiraron sus faldas entre sus
piernas como si hubiesen temido una violación. El tranquilo esperaba su hora.
Dijo: - Si ustedes no quieren, yo reempaco. Luego finalmente: - Yo regalaría un
par, a elección, a las que se probaran -. Pero ellas no querían, muy dignas,
con el talle levantado. Las dos Bombas sin embargo parecían tan tristes que
renovó la proposición. Flora Columpio sobretodo, torturada de deseo, dudaba
visiblemente. Él la presionó: - Vamos, mi hija, un poco de coraje, toma, el
par lila, irá bien con tu vestido-. Entonces se decidió y levantando su falda,
mostró una robusta pierna de vaquero, con una media burda mal estirada.
El señor, se
agachó, abrochó la liga bajo la rodilla primero, después más arriba; le
hacía cosquillas suavemente
a la muchacha, para hacerle emitir grititos con unos bruscos estremecimientos.
Cuando terminó, le dio el par lila y dijo: - ¿A quién le toca?. Todas
gritaron al mismo tiempo: - ¡A mí! ¡a mí!. Comenzó por Rosa La Jaca, que
descubrió una cosa informe, completamente redonda, sin tobillo, una verdadera
"salchicha de pierna", como decía Rafaela.
Fernanda fue
felicitada por el vendedor entusiasmado de sus poderosas columnas. Las flacas
tibias de la bella Judía fueron menos exitosas. Luisa Cocote, por broma,
cubrió al señor con su falda, y Madame se sintió obligada a intervenir para
terminar con esa farsa embarazosa. Por fin la propia Madame, estiró su pierna,
una bella pierna Normanda, gruesa y musculosa; y el vendedor, sorprendido y
encantado, se sacó galantemente su sombrero para saludar aquella ejemplar
pantorrilla, como un verdadero caballero Francés.
Los dos
campesinos, paralogizados inmovilizados por el estupor, miraban de lado, con un
solo ojo; se parecían tanto a los pollos que el hombre de las patillas rubias,
parándose, les hizo en la nariz - Co co r co -. Desatándose de nuevo un
huracán de risas.
Los viejos se
bajaron en Motteville, con su canasto, sus patos y su paraguas; y se escuchó a
la mujer decir a su marido al alejarse: - Son pécoras que van a ese diabólico
Paris-.
El simpático
vendedor Porteballe se bajó para Rouen, después de comportarse tan grosero que
Madame se vio obligada a ponerlo bruscamente en su lugar. Agregó como moraleja:
- Nos enseña a no hablar con el primero que venga.-
En Oissel,
cambiaron de tren, y en la estación siguiente encontraron al señor José Rivet
que les esperaba con una carreta grande llena de asientos y tirada por un
caballo blanco.
El carpintero
besó educadamente a todas las damas y les ayudó a subir en su carreta. Tres se
sentaron sobre las tres sillas del fondo; Rafaela, Madame y su hermano sobre
los tres asientos de adelante; y Rosa no halló donde sentarse, instalándose
como pudo en las rodillas de la gran Fernanda; luego el equipaje se puso en
marcha. Pero muy pronto, el trote brusco del caballo sacudía tan violentamente
el vehículo que las sillas comenzaron a bailar, tirando las pasajeras al aire,
a la derecha, a la izquierda, con unos movimientos de peleles, de muecas de
alarma, de gritos de terror, combinado de vez en cuando con unas sacudidas más
fuertes. Se aferraron a los costados del vehículo; los sombreros caídos en la
espalda, sobre la nariz o hacia los hombros; y el caballo blanco iba siempre,
alargando la cabeza, la cola erecta, una colita de ratón sin pelo con la cuál
se golpeaba las ancas de vez en cuando. José Rivet, con un pie apoyado en el
pescante, la otra pierna replegada sobre si mismo, los codos muy elevados,
sostenía las riendas, y de su garganta escapaban constantemente una suerte de
cloqueo que hacía parar las orejas al jaco, y apurar su trote.
De ambos
lados del camino la campiña verde se desbordaba. Las colzas en flor mostraban
de trecho en trecho un mantel amarillo ondulante de donde se elevaba un
saludable y fuerte aroma, un perfume penetrante y dulce, transportado desde muy
lejos por el viento. Entre el centeno ya crecido unos arándanos mostraban sus
pequeñas cabezas azul celeste que las mujeres
quisieron recoger, pero el señor Rivet no quiso detenerse.
Luego de vez
en cuando, un campo todo entero parecía regado de sangre de tanto que las
amapolas lo había invadido. Y al medio de esas praderas coloreadas así por las
flores de la tierra, la carreta, que pasaba llevando ella misma un ramo de
flores de colores más ardientes, pasaba al trote del caballo blanco,
desapareciendo detrás de los grandes árboles de una granja, para reaparecer al
fondo del follaje y caminar de
nuevo a través de los campos amarillos y verdes, salpicados de rojo o de azul,
la brillante carretada de mujeres que huían bajo el sol.
Dieron la una
cuando llegaron a la puerta del carpintero.
Estaban
exhaustas y pálidas de hambre, no habían tomado nada desde la salida. La
señora Rivet se abalanzó, las hizo descender una después de la otra, las
besaba inmediatamente que tocaban tierra; y no perdía oportunidad de besar a su
cuñada, que quería acaparar. Comieron en el taller desocupado de las mesas de
trabajo por el almuerzo del día siguiente.
Una tortilla
francesa casera seguida de una carne asada, regada de buena sidra burbujeante,
devolvió la alegría a todo el mundo. Rivet, para brindar, tenía tomado un
vaso, y su mujer servía, cocinaba, traía los platos, los retiraba, murmuraba
en la oreja de cada una: - ¿No quiere un poco más?. Una pila de tablas
apoyadas en las paredes y unos montoncitos de virutas barridos en la esquina
despedían un perfume de madera cepillada, un olor a carpintería, esa
inhalación resinosa que penetra al fondo de los pulmones.
Preguntaron
por la pequeña pero estaba en la iglesia, no regresó hasta la tarde.
El grupo
salió para hacer un paseo por el pueblo. Era un pueblito atravesado por una
calle ancha. Una decena de casas en fila a lo largo de esta única vía cobijaba
a los comerciantes del lugar, el carnicero, el abacero, el carpintero, el
tabernero, el zapatero y el panadero. La iglesia al fondo de esta suerte de
calle, estaba rodeada de un estrecho cementerio; y cuatro tilos inmensos,
plantados delante de su portal, la ensombrecían completamente. Estaba
construida en pedernal tallado, sin ningún estilo, y coronada de un campanario
de pizarra. Detrás de ella la campiña volvía a aparecer, recortada, aquí y
allá por arboledas escondiendo las granjas.
Rivet, por
etiqueta, aunque vestía ropa de trabajo, daba el brazo a su hermana que paseaba
majestuosamente. Su mujer, muy emocionada por el vestido de lentejuelas doradas
de Rafaela, se ubicó entre ella y Fernanda. Rosa la glotona trotaba detrás con
Luisa la Cocote y Flora Columpio, que cojeaba, extenuada.
Los vecinos
salían a las puertas, los niños detenían sus juegos, una cortina levantada
dejó entrever una cabeza tocada de un gorro de indiana; una vieja con muleta y
casi ciega se santiguó como al paso de una procesión; y todos seguían mirando
por largo tiempo las hermosas damas de la ciudad que habían venido de tan lejos
para la primera comunión de la pequeña de José Rivet. Una inmensa
consideración recaía sobre el carpintero.
Al pasar
delante de la iglesia, escucharon los cantos de los niños: un cántico gritado
hacia el cielo por unas vocecitas agudas; pero Madame les impidió entrar, para
no perturbar a aquellos querubines.
Después de
un paseo por la campiña, y después de enumerar las principales propiedades,
del rendimiento de la tierra y de la producción del ganado, José Rivet
retornó su rebaño de mujeres y lo instaló en sus alojamientos.
Como el lugar era muy pequeño, se les había repartido de dos en dos en las
habitaciones.
Rivet, por
esta vez dormiría en el taller sobre las virutas; su mujer compartiría su cama
con su cuñada, y en el dormitorio del lado, Fernanda y Rafaela descansarían
juntas, Luisa y Flora se encontraban instaladas en la cocina sobre unos
colchones tirados en el suelo y Rosa ocupaba un pequeño closet negro al lado de
la escalera, encontrado con un armario estrecho donde yacería esa noche la
comulgante.
Cuando la
niña regresó, le llegó una lluvia de besos; todas las mujeres la querían
acariciar, con esa necesidad de expansión tierna, esa actitud profesional de
cariño, que en el vagón les había hecho a todas besar los patos. Cada una la
sentó en sus rodillas, manosearon sus finos cabellos rubios, la estrecharon en
sus brazos con ímpetus de afección vehemente y espontáneos. La niña muy
prudente, compenetrada de piedad, como inconmovible por la absolución, se
dejaba hacer, paciente y contemplativa.
Como la
jornada había sido agotadora para todos, se acostaron muy pronto después de
cenar. Ese silencio infinito de los campos que parece casi religioso envolviendo
al pueblito, un silencio quieto, penetrante, y extenso hasta las estrellas. Las
muchachas, acostumbradas a las tumultuosas veladas del hotel galante, se
sentían emocionadas por este silencio de descanso de la campiña dormida.
Tenían escalofríos en la piel, no de frío, sino estremecimientos de soledad
que provenían de un corazón inquieto y turbado.
En seguida
que se acostaron, de dos en dos, se abrazaron como para protegerse de esta
invasión de calma y profundo sueño de la tierra. Pero Rosa la Jaca, sola en su
closet negro, y poco acostumbrada a dormir con los brazos vacíos, se sentía
embargada por una emoción vaga y dolorosa. Se revolvía en su cama sin poder
dormir, cuando escuchó, detrás del tabique de madera pegada a su cabeza, unos
débiles sollozos como los de un niño que llora. Temerosa, llamó débilmente,
y una vocecita entrecortada la respondió. Era la niña que dormía siempre en
el dormitorio de su madre, tenía miedo en su desván estrecho.
Rosa,
encantada, se levantó, y suavemente, para no despertar a nadie, fue a buscar a
la niña. La trajo a su cama cálida, la apretujó contra su pecho en un abrazo,
la mimó, la envolvió de su ternura de manifestaciones exageradas, luego, ya
calmada, se durmió. Al amanecer la comulgante reposaba su frente sobre el seno
desnudo de una prostituta.
A las cinco,
al Ángelus, la pequeña campana de la iglesia sonando a todo repique despertó
a estas damas que dormían normalmente la mañana entera, único descanso de sus
fatigas nocturnas. Los campesinos de la aldea estaban ya en pié. Las mujeres
del lugar iban afanosas de puerta en puerta, charlando animosamente, llevando
con cuidado unos vestidos cortos de muselina almidonada como cartón, o unos
cirios enormes, con un lazo de seda con franjas de oro en el medio. El sol ya
alto brillaba en un cielo completamente azul que mantenía en el horizonte un
tinte un poco rosado, como una huella tenue de la aurora. Familias de gallinas
se paseaban delante de sus casas, y, de vez en cuando, un gallo negro de cuello
brillante levantaba su cabeza coronada de púrpura, batía las alas, y lanzaba
al viento su canto de bronce que repetían los otros gallos.
Llegaron unos
carruajes de los municipios vecinos, descargando
en las pisaderas de las puertas las altas Normandas en vestidos oscuros, con el
chal cruzado sobre el pecho afirmado por una joya de plata antiquísima. Los
hombres habían puesto el guardapolvo azul sobre la levita o sobre el viejo
vestido de tela verde cuyos faldones asomaban por debajo.
Cuando los
caballos estuvieron en las pesebreras, había a lo largo de toda la el ancho
camino una doble línea de cacharros rústicos, carretas, cabrioles, tílburis,
carros con asientos, coches de todas las formas y de todas las edades, apoyados
de punta o bien con el culo por tierra y los varales al cielo.
La casa del
carpintero estaba llena de una actividad de colmena. Las damas en bata y enagua,
el pelo suelto sobre la espalda, unos cabellos ralos y cortos que se diría
descoloridos y raídos por el uso, se ocupaban de vestir a la niña.
La pequeña,
de pie sobre una mesa, no se movía, mientras que Madame Tellier dirigía su
batallón volante. La lavaron, la peinaron, le pusieron la toca, la vistieron y
con la ayuda de muchos alfileres, ordenaron los pliegues del traje, ajustaron el
talle demasiado ancho, arreglaron la elegancia del atuendo. Luego que
terminaron, se hizo sentar la paciente recomendándole no moverse; y la tropa de
mujeres nerviosas corrieron a ataviarse a su vez.
La pequeña iglesia volvía a llamar. Su tañido débil de campana pobre
ascendía perdiéndose en el cielo, como una voz demasiado feble, rápidamente
ahogada en la inmensidad azulada.
Las
comulgantes salían de sus casas, dirigiéndose hacia el edificio comunal que
contenía las dos escuelas y la alcaldía, situado a un extremo del pueblo,
mientras que " la casa de Dios" estaba al otro extremo.
Los parientes en tenida de gala con una expresión incómoda y unos movimientos
torpes de cuerpos siempre encorvados sobre el trabajo, seguían a sus retoños.
Las niñas desaparecían en una nube de tul blanco parecido a la crema batida,
mientras que los niños, parecían embriones de camareros de café, caminaban
con las piernas separadas para no manchar sus pantalones negros.
Era un honor
para la familia cuando un gran número de parientes, venidos de lejos, rodeaba
al niño: de esta manera el triunfo del carpintero era completo. El regimiento
Tellier, patrona a la cabeza, seguía a Constanza; el padre daba el brazo a su
hermana, la madre caminaba al lado de Rafaela, Fernanda con Rosa, y las dos
Bombas juntas, la tropa se desplegaba majestuosamente como un estado mayor en
uniforme de parada.
El efecto en
el pueblo fue pasmoso.
En la escuela
las niñas se organizaron bajo la toca de la monja los muchachos bajo el
sombrero del profesor, un hombre buen mozo que se las traía; partieron atacando
un cántico.
Los niños a
la cabeza formaban sus dos filas entre las dos líneas de coches sin caballos,
las niñas seguían en el mismo orden; como todos los vecinos habían cedido el
paso a las damas de la ciudad por respeto, ellas quedaron inmediatamente detrás
de los pequeños, prolongando aún más la línea de la procesión, tres a la
izquierda y tres a la derecha, con sus atavíos brillantes como un ramillete de
fuegos artificiales.
Su entrada en
la iglesia enloqueció a la población. Se empujaban, se daban vuelta, se
empinaban por verlas. Y las devotas hablaban demasiado alto, estupefactas por el
espectáculo de estas damas mas engalanadas que las casullas de los cabildos. El
alcalde ofreció su banca, la primera banca a la derecha junto al coro, y madame
Tellier se ubicó junto a su cuñada, Fernanda y Rafaela. Rosa la Jaca y las dos
Bombas ocuparon la segunda banca junto al carpintero.
El coro de la
iglesia estaba lleno de niños de rodilla, las niñas a un lado y los niños al
otro, y los largos cirios que sostenían en sus manos parecían lanzas
inclinadas en todas direcciones.
Ante el
facistol, tres hombres de pie cantaban a toda voz. Prolongaban interminablemente
las sílabas del latín sonoro, eternizando los Amén con unas a-a indefinidas
que el serpentón sostenía con su nota monótona impelida sin fin, bramado por
el instrumento de cobre de ancho hocico. La voz aguda de un niño replicaba, y
de vez en cuando, un sacerdote sentado en un sitial y tocado con una birreta
cuadrada se levantó, barbullando alguna cosa y sentándose de nuevo, mientras
que los tres cantores comenzaban nuevamente, los ojos fijos sobre el grueso
libro de cantos abierto ante ellos y sostenido por las alas desplegadas de un
águila de madera montada sobre el pedestal.
Luego se hizo
un silencio. Todos los presentes al mismo tiempo se pusieron de rodillas,
apareció el oficiante, anciano, venerable, con su pelo blanco, inclinado sobre
el cáliz que sostenía en su mano derecha. Delante de él caminaban los dos
monaguillos en sotanas rojas, y detrás apareció una muchedumbre de cantores
con gruesos zapatos que se alinearon a ambos lados del coro.
Una
campanilla sonó en medio de un gran silencio. El oficio divino comenzaba. El
sacerdote circuló lentamente delante del tabernáculo de oro, hizo unas
genuflexiones, salmodió con una voz cascada, temblorosa de vejez, las oraciones
preparatorias. En cuanto se callaba, todos los cantores y el serpentón rompían
al unísono, y los hombres también cantaban en la iglesia, con una voz mas
callada, más humilde, como deben cantar los feligreses.
De pronto el
Kyrie Eleison saltó hacia el cielo, empujado por todos los pechos y los
corazones. Unos granitos de polvo y fragmentos de madera carcomida cayeron
incluso de la antigua bóveda sacudida por esta explosión de gritos. El sol que
golpeaba sobre las tejas del techo hacía un horno de la pequeña iglesia; una
gran emoción, una expectante ansiedad, la proximidad del inefable misterio,
oprimía el corazón de los niños, apretando la garganta de sus madres.
El sacerdote
que se había sentado un rato, volvió hacia el altar, y, la cabeza descubierta,
cubierta de sus cabellos de plata, con unos gestos trémulos, se acercaba al
acto sobrenatural.
Se volvió
hacia los fieles, y, con las manos extendidas hacia ellos, pronunció: Orate,
fratres", " orad mis hermanos. Todos oraron. El anciano cura balbucía
las palabras misteriosas y supremas; la campanilla tintineó repetidamente, la
muchedumbre prosternada clamaba a Dios; los niños caían en una intensa
ansiedad.
Fue entonces
cuando Rosa, la frente en sus manos, se recordó de repente de su madre, la
iglesia de su pueblo, su primera comunión. Se creyó de vuelta a aquel día
cuando era pequeña, toda envuelta en su vestido blanco, y se puso a llorar.
Ella lloró quedamente primero; las lágrimas lentamente salían de sus
párpados, luego con sus recuerdos, su emoción en aumento, y, el cuello
hinchado, el pecho palpitando, sollozó. Había sacado su pañuelo, secado sus
ojos, se tapaba la nariz y la boca para no gritar; todo fue en vano; una especie
de gemido salió de su garganta, y otros dos suspiros profundos, desgarradores,
le respondieron; porque sus dos vecinas, abatidas junto a ella, Luisa y Flora
cogidas de los mismos recuerdos lejanos gemían también con torrentes de
lágrimas.
Como las
lágrimas son contagiosas, Madame, a su vez, sintió pronto sus párpados
húmedos, y, se volvió hacia su cuñada, vio que toda su banca lloraba
también.
El sacerdote
engendraba el cuerpo de Dios. Los niños ya no pensaban, lanzados sobre las
baldosas por una especie de miedo devoto, y, en la iglesia, de tanto en tanto,
una mujer, una madre, una hermana, tomada por la extraña simpatía de tiernas
emociones, perturbadas también por estas hermosas damas de rodillas que se
estremecían de emoción e hipos, empapaban sus pañuelos de indiana a cuadros y
con la mano izquierda, apretaban violentamente su corazón desbocado.
Como la
pavesa que salta esparce el fuego a través de un sembrado maduro, las lágrimas
de Rosa y sus compañeras se extendieron a toda la concurrencia. Hombre,
mujeres, viejos, jóvenes en blusón nuevo, todos pronto sollozaban, y sobre sus
cabezas parecía flotar una cosa sobrehumana, un alma expandida, el hálito
prodigioso de un ser invisible y todopoderoso.
Entonces, en
el coro de la iglesia, un pequeño golpe seco sonó: la monja, golpeando sobre
su libro, dio la señal de la comunión; y los niños, temblando de una fiebre
divina, se aproximaron a la santa mesa.
Toda una fila se arrodilló. El anciano cura, sosteniendo en la mano el cáliz
de plata dorado, pasaba delante de ellos, su ofrenda, entre dos dedos, la hostia
sagrada, el cuerpo de Cristo, la redención del mundo. Ellos abrían la boca con
unos espasmos, unas muecas nerviosas, los ojos cerrados, la cara totalmente
pálida; y la lengua plana extendida sobre sus barbillas temblorosas como el
agua que corre.
Súbitamente
en la iglesia una suerte de locura, un rumor de muchedumbre en delirio, una
tempestad de suspiros con unos gritos contenidos. Pasaba como esas ráfagas de
viento que abaten los bosques; y el sacerdote permanecía de pie, inmóvil, una
hostia en la mano, paralizado por la emoción, diciendo: - Es Dios, es Dios que
está entre nosotros, que manifiesta su presencia, que desciende a mi voz sobre
su pueblo arrodillado.- Y balbució unas oraciones atolondradas, sin encontrar
las palabras, unas plegarias del alma, en un ímpetu furioso hacia el cielo.
Terminó de
dar la comunión con tanta sobreexcitación de fe que sus piernas casi no lo
sostenían, y cuando el mismo bebió la sangre del Señor, se sumergió en un
acto de agradecimiento desesperado.
Detrás de
él la gente, poco a poco se calmó. Los cantores, elevados por la dignidad de
la sobrepelliz blanca, replicaban con una voz menos segura, aún húmeda; y el
serpentón también parecía ronco como si el instrumento mismo hubiese llorado.
Entonces el
sacerdote levantó las manos, en un signo de que se quedaran quietos, y pasando
entre las dos filas de comulgantes perdidos en éxtasis de bondad, se aproximó
a la baranda del coro.
La asamblea
estaba sentada en medio de un ruido de asientos, y todos se sonaban con fuerza.
Cuando percibieron al cura, se hizo un silencio, comenzó a hablar en un tono
muy bajo, vacilante, velado.
- Mis
queridos hermanos, mis queridas hermanas, mis niños, estoy agradecido desde el
fondo del corazón: Me han dado la más grande alegría de mi vida. Sentí que
Dios descendió sobre nosotros a mi llamado. Él vino, está presente, que
llenó vuestras almas, hizo desbordar vuestros ojos. Soy el más antiguo
sacerdote de la diócesis, soy también, hoy día, el más feliz. Un milagro se
ha hecho entre nosotros, un verdadero, un gran, un sublime milagro. Mientras
Jesucristo penetraba por primera vez en el cuerpo de estos pequeños, el
Espíritu Santo, la paloma celeste, el soplo de Dios, cayó sobre vosotros, se
apoderó de vosotros, ustedes se abrazaron, doblegados como cañas ante la
brisa-.
Luego, con
una voz más clara, se volvió hacia las dos bancas donde se encontraban las
invitadas del carpintero: - Gracias sobretodo a ustedes, mis queridas hermanas,
que han venido de tan lejos, y cuya presencia entre nosotros, cuya fe visible,
cuya piedad tan viva ha sido para todos un saludable ejemplo. Ustedes han sido
la edificación de mi parroquia; vuestra emoción ha enfervorizado los
corazones; sin ustedes, puede ser, esta gran jornada no habría sido de este
carácter verdaderamente divino. Ha sido suficiente algunas veces solo de una
pequeña elite para decidir al Señor a descender sobre el rebaño.
Se le quebró
la voz. Agregó: - Es la gracia que yo anhelo. Así sea. - Y se volvió hacia el
altar para terminar el oficio.
Ahora todos
tenían prisa por salir. Los propios niños se movían, cansados de la
prolongada tensión espiritual. Estaban famélicos, por lo demás, y los
parientes, poco a poco se iban, sin escuchar el último evangelio, para terminar
los preparativos de la comida.
Era una
muchedumbre a la salida, una muchedumbre bulliciosa, una mezcla de voces
ruidosas donde cantaba el acento normando. La gente formaba dos filas, y cuando
aparecían los niños, cada familia se precipitaba al suyo.
Constanza se encontró tomada, rodeada, abrazada por toda la familia de mujeres.
Rosa sobretodas no dejaba de abrazarla. Finalmente ella la tomó de una mano,
Madame Tellier se apoderó de la otra; Rafaela y Fernanda levantaban su larga
falda de muselina para que ella no la arrastrara por el polvo; Luisa y Flora
cerraban la marcha con la señora Rivet; y la niña, recogida, penetrada
totalmente por el Dios que ella portaba, se puso en camino en medio de esta
escolta de honor.
El banquete
estaba servido en el taller sobre grandes planchas sostenidas por unos
caballetes.
La puerta
abierta, dando sobre la calle, dejaba entrar toda la alegría del pueblo. Se
festejaba en todas partes. En cada ventana se veía unas mesas de gente
endomingada, y unos gritos salían de las casas en fiesta. Los campesinos en
brazos de camisa, bebían sidra vaciando las copas al seco, y en medio de cada
reunión se veían dos niños, aquí dos niñas, allá dos muchachos, comiendo
en cada una dos familias.
De vez en
cuando, bajo el pesado calor de mediodía, una carreta de bancos atravesaba el
lugar al trote saltarín de un viejo rocín, y el hombre en blusón que
conducía lanzaba una mirada de envidia sobre todo este despliegue de fiesta.
En la casa
del carpintero, la alegría guardaba un cierto aire de reserva, un resto de la
emoción de la mañana. Rivet solamente estaba en vena y bebía sin medida.
Madame Tellier miraba la hora a cada rato, porque para no tomar dos días
seguidos sin trabajar debían tomar el tren de las 3:55 que las dejaría en
Fécamp por la noche.
El carpintero
hacía toda clase de esfuerzos para distraer la atención y mantenerlas hasta el
día siguiente; pero Madame no se dejaba distraer; ella nunca bromeaba cuando se
trataba de negocios.
Inmediatamente terminado el café, ordenó a sus asiladas se prepararan
rápidamente; luego se volvió a su hermano: - Tú, te vas a aparejar ahora -; y
se fue a terminar sus últimos preparativos.
Cuando bajó,
su cuñada la esperaba para hablar acerca de la pequeña; y mantuvieron una
larga conversación en la cuál nada se resolvió. La campesina astuta,
falsamente enternecida, y Madame Tellier, que tenía a la niña en sus rodillas,
no se comprometía a nada, prometía vagamente; se ocuparía de ella, había
tiempo, se volverían a ver.
Mientras
tanto el coche no llegaba, y las mujeres no bajaban, se escuchaban grandes
risotadas, empujones, explosiones de gritos, aplausos. Entonces, mientras la
esposa del carpintero se dirigía al establo para ver si el vehículo estaba
listo, Madame, finalmente subió.
Rivet, muy
borracho y a medio desvestir, trataba, pero en vano, de violentar a Rosa que se
moría de la risa. Las dos Bombas lo retenían por los brazos, tratando de
calmarlo,
espantadas por esta escena después de la ceremonia de la mañana; pero Rafaela
y Fernanda lo incitaban, retorcidas de jolgorio, se mantenían a los lados;
lanzaban gritos agudos a cada uno de los esfuerzos inútiles del borrachín. El
hombre furioso, la cara roja, todo desguañangado, sacudía con violentos
esfuerzos las dos mujeres aferradas a él, y tiraba con toda sus fuerzas las
faldas de Rosa farfullando: -¿Puta, no quieres?- Pero Madame, indignada,
saltó, tomó a su hermano por los hombros, y lo tiró hacia atrás tan
violentamente que fue a golpear contra el muro.
Un minuto
más tarde, se le escuchó en el patio, bombeándose agua en la cabeza; cuando
subió a su carreta, estaba totalmente calmado.
Se pusieron
en camino como en la víspera, y el caballito blanco comenzó su paso vivo y
danzarín.
Bajo el sol
ardiente, la alegría dormida durante la comida se liberó. Las muchachas se
divertían ahora de las sacudidas del cacharro, empujando ellas mismas las
sillas de sus vecinas, estallando de risa en todo momento, recordando las vanas
tentativas de Rivet.
Una luz
salvaje llenaba los campos, una luz que enceguecía los ojos; y las ruedas
levantaban dos polvaredas que volaban largo tiempo detrás de la carreta sobre
la gran vía.
De repente
Fernanda que amaba la música, suplicó a Rosa que cantara; de aquí que ella
entonara vigorosamente "El gordo cura de Meudon". Pero Madame
inmediatamente la hizo callar, encontrando que era una canción poco conveniente
para ese día. Agregó: - Cántanos mejor alguna cosa de Béranger.- Entonces
Rosa después de haber dudado algunos segundos, hizo su elección, y con una voz
cansada comenzó "La abuela":
Mi
abuela, una noche de su santo
había bebido dos dedos de vino puro
Nos decía, meneando la cabeza:
Qué de amores yo tuve en aquellos tiempos
Cuanto extraño
Mi brazo tan rellenito
Mi pierna bien torneada
Y el tiempo ido
Y el coro de muchachas, que Madame personalmente dirigía, replicaba:
Cuanto
extraño
Mi brazo tan rellenito
Mi pierna bien torneada
Y el tiempo ido
- ¡Eso está bueno!- dijo Rivet, entusiasmado por el ritmo; y Rosa continuó:
Cómo,
mamita, tú no tenías recato
- ¡ No verdaderamente ! y mis encantos
Sola a los quince años, aprendí a usarlos
Porque, en la noche yo no dormía
Todos juntos coreaban el estribillo; Rivet golpeaba con el pie el pescante,
llevaba el ritmo con las riendas sobre las ancas del caballito blanco quién,
como si hubiera sido impulsado por el ritmo, se puso al galope, un galope
tempestuoso, precipitando a las damas unas sobre las otras en el fondo de la
carreta.
Ellas se
pusieron a reír como unas locas. Y la canción continuó, vociferada a grito
pelado a través de la campiña, bajo un cielo abrasador, en medio de unos
cultivos maduros, al paso furioso del caballito que aceleraba ahora a cada
repetición del estribillo, y picaba cada vez cien metros de galope, con gran
alegría de los viajeros.
De vez en cuando, algún cantero se enderezaba, y miraba a través de su
máscara de alambres a esta carreta furiosa y rugiente, seguida por la
polvareda.
Cuando
descendieron en la estación, el carpintero se emocionó: - Es una pena que
ustedes se vayan, lo habríamos pasado muy bien.-
Madame le
respondió sensatamente: - Cada cosa a su tiempo, no puede ser siempre solo
diversión. - Entonces una idea iluminó la mente de Rivet. - Vean , dijo, yo
las iré a ver a Fécamp el mes próximo. - Miró a Rosa con un aire astuto, con
ojos brillantes y de granuja. - Vamos, concluyó Madame, hay que ser bueno:
Puedes venir si tú quieres , pero no hagas tonterías.
No
respondió, y como se escuchó silbar al tren, se puso a besar a todas. Cuando
le tocó a Rosa, se empeñó en encontrar su boca que ella, riendo detrás de
sus labios cerrados, lo evitaba cada vez con un rápido movimiento de lado. La
tenía abrazada; pero no podía lograrlo, debido a su gran látigo que tenía en
su mano y que en sus esfuerzos, agitaba desesperadamente tras la espalda de la
muchacha.
- Los
pasajeros para Rouen, embarcarse -, gritó el asistente del conductor. Se
subieron.
Un corto
pitido se escuchó, repetido enseguida por el resoplido potente de la locomotora
que escupió ruidosamente su primer chorro de vapor mientras las ruedas
comenzaban a rodar lentamente con gran esfuerzo.
Rivet, solo
en el interior de la estación, corrió al andén para ver
una vez más a Rosa; y a medida que el carro lleno de mercancía humana pasaba
delante de él, se puso a restallar el látigo, saltando y cantando con toda sus
fuerzas:
Cuanto
extraño
Mi brazo tan rellenito
Mi pierna bien torneada
Y el tiempo ido
Luego miraba perderse a lo lejos un pañuelo blanco que alguien agitaba.
III
Durmieron hasta que llegaron, con un sueño apacible de conciencias satisfechas;
y cuando entraron al albergue, refrescadas, descansadas para el trabajo de la
noche, Madame no tuvo empacho en decir:- Es lo de menos, ya me aburría esa
casa.-
Cenaron
pronto, y cuando se hubieron puesto los trajes de combate esperaron a los
clientes habituales; y el pequeño farol iluminaba, el pequeño farol de virgen,
indicando a los transeúntes que en la majada estaba de vuelta el rebaño.
En un abrir y
cerrar de ojos la noticia se difundió, no se supo como, no se supo por qué el
Señor Philippe, el hijo del banquero, tuvo la amabilidad de avisar por un
mensajero al Señor Tournevau, prisionero en su familia.
El salador
tenía justamente cada domingo varios primos a cenar, estaban en el café cuando
un hombre se presentó con un mensaje en la mano, el señor Tournevau, muy
nervioso, rompió el sobre y se puso pálido: No había más que estas palabras
trazadas con un lápiz: " El cargamento de bacalaos regresó; el barco
entró a puerto; buen negocio para usted. Venga rápido -.
Buscó en sus
bolsillos, dio veinte centavos al mensajero, y enrojeciendo hasta las orejas: -
Es necesario, dijo, debo salir - Le entregó a su mujer la esquela lacónica y
misteriosa. Llamó, luego, cuando apareció la sirvienta: - Mi abrigo, pronto,
rápido y mi sombrero. - Apenas estuvo en la calle se puso a correr silbando una
melodía, y el camino le parecía dos veces más largo de tanto que era su
impaciencia.
El
establecimiento Tellier tenía un aire festivo. En el piso bajo las voces
ruidosas de los hombres del puerto hacían un ensordecedor griterío. Luisa y
Flora no sabían a quién atender, bebían con uno, bebían con otro, mereciendo
más que nunca sus sobrenombres de "las dos Bombas". Se las llamaba de
todas partes a la vez; no daban abasto para el trabajo, y la noche para ellas se
anunciaba ajetreada.
La tertulia
del primero estuvo completa a las nueve. El señor Vasse, el juez del tribunal
de comercio, el pretendiente habitual pero platónico de Madame, conversaba muy
bajito con ella en una esquina; y sonreían ambos como si a un entendimiento se
hubiera llegado esta vez. El señor Poulin, el ex-alcalde, tenía a Rosa a
caballo en sus piernas; y ella nariz con nariz con él, pasaba sus manos cortas
por las patillas blancas del viejecillo. Un extremo de muslo desnudo sobresalía
por debajo de la falda de seda amarilla levantada, cortando el paño negro del
pantalón, y las medias rojas estaban sujetas por unas ligas azules, regalo del
vendedor viajero.
La gorda
Fernanda, tendida sobre el sofá, tenía los dos pies sobre la
barriga del señor Pimpesse, el recaudador de impuestos, y el torso sobre el
chaleco del joven señor Philippe del cuál colgaba al cuello su mano derecha,
mientras en la izquierda tenía un cigarrillo.
Rafaela
parecía estar en tratos con el señor Dupuis, el agente de seguros, y ella
terminaba la conversación con estas palabras: - Sí mi amor, esta noche, esta
bien. - Luego, hizo sola un pie de vals rápido a través del salón: - Esta
noche todo lo que quieran - gritó ella.
La puerta se
abrió bruscamente y el señor Tournevau apareció. Unos gritos de entusiasmo
estallaron: ¡Viva Tournevau!. Y Rafaela, que seguía girando, fue a caer sobre
su corazón. Él la tomó en un abrazo formidable, y sin decir una palabra, la
levantó del piso como a una pluma, atravesó el salón, llegó a la puerta del
fondo, y desapreció en las escaleras a los dormitorios con su fardo viviente,
en medio de aplausos.
Rosa que
excitaba al ex-alcalde, lo besaba una y otra vez y le tiraba sus dos patillas al
mismo tiempo para mantener derecha su cabeza, aprovechando el ejemplo: - Vamos,
hace como él - decía. Entonces el viejecillo se levantó y ajustándose el
chaleco, siguió a la muchacha buscando en su bolsillo donde dormía su dinero.
Fernanda y
Madame quedaron solas con los cuatro hombres, y el señor Phillippe gritó: - Yo
pago la Champaña. Madame Tellier envíe a buscar tres botellas. - Entonces
Fernanda abrazándolo le dijo al oído: -¿Bailemos, quieres? él se levantó,
y, sentándose delante la espineta centenaria, dormida en una esquina, hizo
salir un vals, un vals ronco, lloroso, del vientre plañidero del instrumento.
La muchacha gorda abrazó al recaudador, Madame se abandonó en los brazos del
señor Vasse, y las dos parejas giraban intercambiándose besos. El señor Vasse,
que había sido antaño un gran bailarín, hacía figuras, y Madame le miraba
con ojos cautivadores, con esos ojos que responden - sí -, un - sí -, más
discreto y más delicioso que una palabra.
Federico
trajo el champaña. El primer corcho saltó y el señor Phillipe hizo la
invitación a una contradanza.
Los cuatro
bailarines la danzaron a la manera acostumbrada, adecuadamente, dignamente, con
afectación, reverencias y saludos.
Después se
pusieron a beber. Entonces el señor Tournevau volvió, satisfecho, confortado,
radiante. Gritó: - No sé que le pasa a Rafaela, pero ella está perfecta esta
noche. - Luego cuando le pasaron una copa, lo bebió de un trago murmurando: ¡
- Caramba, esto si que es lujo ! .
Sobre la
marcha, el señor Phillipe inició una ágil polca, y el señor Tournevau se
abrazó con la bella judía que tenía en el aire, sin dejar que sus pies
tocaran el suelo. El señor Pimpinesse y el señor Vasse habían vuelto con un
renovado impulso. De vez en cuando una de las parejas se paraba delante de la
chimenea para embucharse una copa de vino espumoso; el baile amenazaba con
eternizarse, cuando Rosa entornó la puerta con una palmatoria en la mano.
Estaba con el pelo suelto, pantuflas, en bata de noche, animadísima,
toda arrebolada: - Quiero bailar -, gritó. Rafaela preguntó : - ¿Y tú tío?
-. Rosa exclamó: - ¿Él? Duerme ya, el se duerme enseguida.- Cogió al señor
Dupuis que estaba libre sobre el diván, y la polca se reanudó.
Pero las
botellas estaban vacías : - Yo pago una - , dijo el señor Tourmevau; - Yo
también - anunció el señor Vasse. - Lo mismo yo -, concluyó el señor Dupuis.
Entonces todos aplaudieron.
La fiesta estaba armada. De vez en cuando, Luisa y Flora subían rápidamente,
hacían una apresurada vuelta de vals, mientras que sus clientes, abajo se
impacientaban; luego volvían corriendo a su café, con el corazón henchido de
pena.
A medianoche
se bailaba aún. Algunas veces una de las muchachas desaparecía, y cuándo se
la buscaba para un frente a frente, se daban cuenta en ese momento que un
hombre también faltaba.
- ¿De donde
vienen ustedes? Preguntó graciosamente, el señor Phillippe, justo en el
momento que el señor Pimpesse entraba con Fernanda. - De ver dormir al señor
al señor Poulin - contestó el recaudador. La frase tuvo un éxito enorme y
todos sucesivamente subían a ver dormir al señor Poulin con una u otra de las
señoritas que se mostraron de una complacencia inusual. Madame cerraba los
ojos; tenía largo ratos privados con el señor Vasse como para ultimar los
detalles de un affaire ya acordado.
Finalmente, a
la una, los dos hombres casados, el señor Tournevau y Pimpesse, dijeron que se
retiraban, y querían saldar sus cuentas. Se les cargó solamente el champaña,
y, más aún a seis francos la botella en vez de diez francos, el precio de
costumbre. Y como ellos se asombraron de esta generosidad, Madame, radiante, les
respondió:
- Por que no
todos los días es fiesta. -
G. de Maupassant, Mayo 1881
Selección
de imágenes y traducción
de Marcos P. Concha
Viña del Mar. Chile. , Marzo 2002.
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