LA GUERRA

Extraído del diario "Sur l'eau"
Traducción de María Rodríguez Fernández

        Cuando únicamente pienso en esa palabra, la guerra, me entra un azoramiento como si se hablara de brujería, de inquisición, de una cosa lejana, acabada, abominable, monstruosa, contra natura.
        Cuando se habla de antropófagos, sonreímos con orgullo proclamando nuestra superioridad sobre esos salvajes, los auténticos salvajes. ¿Los que se baten por comer a sus vencidos o los que se baten por matar, nada más que por matar?
        Los soldaditos de infantería que corren allá abajo están destinados a la muerte como los rebaños que empuja un carnicero por las carreteras. Irán a caer en una llanura, la cabeza rajada por un sable o el pecho atravesado por una bala; y se trata de jóvenes que podrían trabajar, producir, ser útiles. Sus padres son viejos y pobres; las madres, que durante veinte años los han amado, adorado, como adoran las madres, aprenderán en seis meses o un año tal vez, que el hijo, el niño, el nieto educado con tanto trabajo, con tanto dinero, con tanto amor, fue arrojado dentro de un agujero como un perro reventado, después de haber sido destripado por una bala y pateado, aplastado, hecho papilla por las cargas de la caballería. ¿Por qué han matado a su chico, tan buen mozo, su única esperanza, su orgullo, su vida? Ella no sabe. Si, ¿por qué?
        ¡La guerra!...batirse! degollar!...masacrar a los hombres!..Y nosotros tenemos, en nuestra época, conjuntamente con nuestra civilización, con el alcance de la ciencia y el grado de filosofía a donde creemos llegado el genio humano, escuelas donde se aprende a matar, a matar desde muy lejos, con perfección, mucha gente a la vez, a matar inocentes hombres, pobres diablos, cargados de familia y sin ninguna credencial.
        Y lo más asombroso es que el pueblo no se levanta contra el gobierno. ¿Qué diferencia hay pues entre las monarquías y las repúblicas? Lo sorprendente es que toda la sociedad no se rebele ante la palabra guerra.
        ¡Ah! Viviremos siempre bajo el peso de las viejas y odiosas costumbres, de los criminales prejuzgados, de las ideas feroces de nuestros bárbaros antepasados; ya que somos bestias, permaneceremos bestias, que el instinto domine y que nada cambie.
        ¿Nadie más que Víctor Hugo se habría avergonzado y lanzado ese gran grito de liberación y de verdad?
        "Hoy, la fuerza se llama violencia y comienza a ser juzgada; la guerra se convierte en algo reprobable. La civilización, bajo la denuncia del género humano, instruye el proceso y prepara el gran dossier criminal de los conquistadores y los generales. Los pueblos llegan a comprender que la magnitud de un crimen no le hace menor; que si matar es un crimen, matar mucho no puede ser una circunstancia atenuante; que si robar es una vergüenza, invadir no debería ser una gloria.
        ¡Ah! Proclamemos estas verdades absolutas, deshonremos la guerra!"

        Vana cólera, indignación de poeta. La guerra es más venerada que nunca.
        Un artista hábil en esta partida, un masacrador de genios, M. De Moltke, he aquí las extrañas palabras que un día respondió a los delegados de la paz:
        -La guerra es santa, de institución divina; es una de las leyes sagradas del mundo; ella salvaguarda en los hombres todo lo grande, los nobles sentimientos: el honor, el desinterés, la virtud, el valor, y les impide, en una palabra, caer en el más repulsivo materialismo.
        Así, reunirse en rebaños de cuatrocientos mil hombres, caminar día y noche sin descanso, no pensar en nada ni estudiar, ni nada aprender, ni leer, no ser útil a nadie, pudrirse de suciedad, dormir sobre el fango, vivir como las bestias en un  continuo embrutecimiento, saquear las ciudades, quemar los pueblos, arruinar a los pueblos, después encontrar otra aglomeración de carne humana para abalanzarse encima, hacer lagos de sangre, llanuras de carne apiladas mezcladas con la tierra fangosa y enrojecida, montones de cadáveres, los brazos o las piernas arrancadas, el cerebro aplastado sin beneficio para nadie, y morir en la esquina de un campo, mientras que vuestros viejos padres, vuestra esposa y vuestros niños mueren de hambre; ¡a esto es a lo que llamamos no caer en el más espantoso materialismo!
Los hombres de la guerra son el azote del mundo. Luchamos contra la naturaleza, la ignorancia, contra los obstáculos de todo tipo, para hacer menos dura nuestra miserable vida. Unos cuantos hombres, unos benefactores, unos salvadores consumen su existencia trabajando, buscando aquello que puede ayudar, que puede socorrer, lo que puede aliviar a sus hermanos.
        Van entregados intensamente a su útil tarea, acumulando los descubrimientos, engrandeciendo el espíritu humano, difundiendo la ciencia, dando a la inteligencia cada día una suma de saber nuevo, dándole cada día a su patria bienestar, satisfacción, fuerza.
        La guerra llega. En seis meses, los generales han destruido veinte años de esfuerzos, de paciencia y de genio.
Esto es  lo que se llama no caer en el más horrible materialismo.
        Hemos visto la guerra. Hemos visto a los hombres transformarse en brutales, enloquecidos, matar por placer, por terror, bravuconería, por ostentación. Cuando el derecho ya no existe, la ley está muerta, toda noción de lo justo desaparece, nosotros hemos visto fusilar a inocentes hallados en una carretera y convertidos en sospechosos porque tenían miedo. Hemos visto matar perros encadenados a la puerta des sus amos para probar revólveres nuevos, hemos visto ametrallar por placer vacas tumbadas en un campo, sin ninguna razón, por el mero hecho de disparar su fusil y por puro divertimento.
        He aquí a lo que llamamos no caer en el más fanático materialismo.
        Entrar en un país, degollar al hombre que defiende su casa porque está vestido con una blusa y no tiene un quepis sobre la cabeza, quemar las habitaciones de miserables que ya no tienen pan, destrozar unos muebles, robar otros enseres, beber el vino hallado en las bodegas, violar a las mujeres encontradas por las calles, quemar millones de francos en pólvora y, dejar detrás de si la miseria y la ira.
        He aquí a lo que llamamos no caer en el más espantoso materialismo.
        ¿Pues, qué han hecho los hombres de la guerra por demostrar, a pesar de todo, un poco de inteligencia? Nada. ¿Qué han inventado? Cañones y fusiles. Eso es todo.
        El inventor de la carretilla, ¿ no ha hecho más por el hombre, con esta simple y práctica idea de ajustar una rueda a dos palos, que el inventor de las modernas fortificaciones?
        ¿Qué nos queda de Grecia? De los libros, de los mármoles. ¿ Es grande porque ha vencido o por lo que ha producido? ¿Es la invasión de los Persas quien le ha impedido caer en el más aterrador materialismo? ¿Son las invasiones de los Bárbaros las que han salvado a Roma y la han regenerado? ¿Es Napoleón 1º el que continuó el gran movimiento intelectual comenzado por los filósofos al final del último siglo?
        ¡Y bien! si, puesto que los gobiernos usan así el derecho de muerte sobre los pueblos, no hay nada de insólito en que los pueblos cojan a veces el derecho de muerte sobre los gobiernos.
        Se defienden, tienen razón. Nadie tiene el derecho absoluto de gobernar a los demás. Solo se puede hacer por el bien de los que son gobernados. Cualquier gobierno tiene tanto el deber de evitar una guerra como un capitán de navío tiene el de evitar un naufragio.
        Cuando un capitán ha perdido su buque, se le juzga y se le condena si es reconocido culpable de negligencia o incluso de incapacidad.
        ¿Por qué no calificar a los gobernantes después de cada guerra declarada? Si los pueblos comprendieran esto, si ellos mismos reprobaran a los poderes homicidas, si rechazaran el dejarse asesinar sin razón, si se valieran de sus armas contra los que se las han dado para masacrar, ese día la guerra habría muerto....Pero ese día no llegará nunca.