LA
SEÑORITA PERLA
Por Guy de Maupassant
I
Que extraordinaria idea había tenido, realmente, esa noche, de elegir por reina
a la Señorita Perla. Voy todos los años a celebrar Noche de Reyes a la casa de
mi viejo amigo Chantal. Mi padre que era su camarada más íntimo me llevaba allá
cuando yo era un niño. He
continuado y continuaré sin duda mientras yo viva y en tanto exista un Chantal
en este mundo.
Los Chantal, por
lo demás, llevan una existencia peculiar; viven en París como si vivieran en
Grasse, Evetot, o Pont-un-Mousson.
Son dueños de una
casa con jardín junto al observatorio. Viven allí como si estuvieran en
provincia. De París, del verdadero París, no saben nada, no sospechan nada; ¡ellos
están lejos, muy lejos!. De vez en cuando, sin embargo,
hacen un viaje, un largo viaje. La señora Chantal va a las grandes
provisiones, como se dice en familia. He aquí como se hace el gran
aprovisionamiento.
La señorita Perla
que tiene las llaves del armario de la cocina (porque los armarios de la ropa
blanca son administrados por la propia Señora dueña de casa), verifica si el
azúcar está a punto de terminarse, si las conservas se han agotado y que no
queda gran cosa en el fondo de la bolsa de café.
Así en guardia
contra la hambruna, la Señora Chantal
pasa la inspección a lo que queda, tomando notas en una libreta. Luego que ha
anotado muchos números, se entrega, en primer lugar a largos cálculos y a
continuación mantiene largas discusiones con la Señorita Perla. Finalmente,
sin embargo, se ponen de acuerdo y fijan la cantidad de cada cosa que se
aprovisionarán para tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, mermeladas,
latas de arvejitas, de porotos, de mariscos, de pescado ahumado o salado, etc.
Después de lo cuál
se fija el día de compras, van en un coche, un coche de dos pisos, a una gran
tienda de comestibles al otro lado del río en los barrios nuevos.
La señora Chantal
y la señorita Perla hacen este viaje juntas, misteriosamente, y vuelven a la
hora de cenar, extenuadas aunque todavía excitadas, agitadas y apretujadas en
el cupé, donde el techo está cubierto de paquetes y bolsas, como en un carro
de mudanzas.
Para los Chantal
toda la zona de París situada al otro lado del Sena está constituida por los
barrios nuevos, barrios habitados por una población singular, ruidosa, poco
honorable, que pasa los días en vicios y placeres, las noches en juerga, y qué
tira el dinero por las ventanas. De vez en cuando, sin embargo, llevan a las jóvenes
hijas a la Opereta Cómica en el Teatro Francés, cuando la obra está
recomendada en el periódico que lee el Señor Chantal.
Las jóvenes
tienen diecinueve y dieciséis años. Son dos hermosas muchachas, altas y
saludables, muy bien educadas, demasiado bien educadas que pasan inadvertidas
como dos bonitas muñecas. Jamás tendría la idea de flirtear o cortejar a las
señoritas Chantal. Apenas se atreve uno a hablarles siendo ellas tan
inmaculadas. Casi se teme ser mal educado al saludarlas.
En cuanto al
padre, es un hombre encantador, muy culto, muy franco, muy amable, pero que ama
ante todo el reposo, la calma, la tranquilidad, y ha contribuido poderosamente
así, a momificar su familia por vivir a su gusto en una inmovilidad
paralizante. Lee mucho, charla con agrado, y se conmueve con facilidad. La
ausencia de contactos y de no abrirse paso a codazos en el mundo ha hecho muy
sensible y delicada su epidermis, su epidermis moral. La menor cosa le conmueve,
le excita, y le hace sufrir.
Sin embargo los
Chantal tienen relaciones, pero relaciones restringidas, elegidas con cuidado en
el vecindario. Intercambian también dos o tres visitas por año con parientes
que viven lejos.
En cuanto a mí,
yo voy a cenar a su casa el quince de agosto y el Día de Reyes. Es parte de mis
deberes como la Comunión Pascual para los Católicos.
El 15 de agosto,
se invita a algunos amigos, pero en Reyes, soy el único convidado extraño.
II
Así que, este año, como los años
anteriores, me invitaron a cenar a la casa de los Chantal para festejar Epifanía.
Según la
costumbre, abracé al señor Chantal, a la Señora Chantal y la señorita Perla,
e hice un gran saludo a las señoritas Luisa y Paulina. Me interrogaron sobre
miles de cosas, sobre los acontecimientos en los paseos públicos, sobre la política,
sobre lo que piensa la opinión pública de los negocios de Tonkin,
y sobre nuestros parlamentarios. La Señora Chantal, una señora gorda,
cuyas ideas siempre me dan la impresión de ser cuadradas como baldosas, tenía
la costumbre de emitir esta frase como conclusión a toda discusión política:
— Todo es mala semilla para mas tarde. — ¿Por qué siempre imaginé
que las ideas de la señora Chantal eran cuadradas?. No sé; pero todo lo que
ella dice toma esta forma en mi mente: un cuadrado, un cuadrado grande, con
cuatro ángulos simétricos. Hay otras personas cuyas ideas siempre me parecen
redondas y ruedan como unos aros. En cuanto empiezan una frase sobre cualquier
cosa, ruedan, sin parar, saliendo diez, veinte, cincuenta ideas redondas,
grandes y pequeñas, qué yo veo correr una detrás de la otra, hasta el final
del horizonte. Otras personas tienen también ideas puntiagudas…En fin, eso
importa poco. Nos sentábamos a la mesa y la cena terminaba sin haber dicho nada
excepcional.
Al postre se trae
la Torta de Reyes. Todos los años el Señor Chantal era el rey. Si esto era
efecto de un azar continuado o una tradición familiar, yo no sé, pero él
encontraba infaliblemente el fríjol en su pedazo de pastel, y él proclamaba
Reina a la Señora Chantal. Por consiguiente, me quedé estupefacto cuando sentí
en un bocado de pastel algo tan duro, qué casi me hizo romper un diente. Saqué
suavemente esta cosa de mi boca y vi
que era una pequeña muñeca de porcelana, no más grande que una judía. La
sorpresa me hizo exclamar:
— ¡Ah!
Todos me miraban,
y Chantal exclamaba aplaudiendo:
— ¡Es Gastón!
¡Es Gastón! ¡Viva el rey! Viva el rey! — Todos repetían en coro:— ¡Viva
el rey!. — Me ruboricé hasta la punta de mis orejas, como sucede a menudo sin
razón, en situaciones que son un poco tontas. Yo permanecí con los ojos bajos,
sujetando entre dos dedos esta semilla de porcelana, esforzándome a reír sin
saber qué hacer o decir, cuando Chantal prosiguió:
— Ahora, debe
elegir una reina.
Entonces yo estaba
aterrorizado. En un segundo mil pensamientos y suposiciones cruzaron mi mente.
¿Querían que yo escogiera una de las señoritas Chantal? ¿Era este un truco
para hacerme decir cuál de ellas prefería? ¿Era una suave, ligera presión
indirecta de los padres hacia un posible matrimonio? Las ideas de matrimonio
rondan sin cesar en las casas con hijas casaderas, y toman todas las formas,
todos los disfraces, y todos los medios. Un miedo atroz de comprometerme me
invadió, y también una extrema timidez ante la actitud obstinadamente correcta
y reservada de las Señoritas Luisa y Paulina. Elegir a una de ellas en
detrimento de la otra me parecía tan difícil como escoger entre dos gotas de
agua; Y entonces el miedo de aventurarme en un asunto donde yo sería conducido
al matrimonio a pesar mío, suavemente, por medios discretos e imperceptibles y
también tranquilos como este
reinado intrascendente, me perturbaba horriblemente.
Pero, de repente
tuve una inspiración, y le ofrecí a la Señorita Perla la muñeca simbólica.
Al principio todo el mundo se sorprendió, luego apreciaron sin duda mi
delicadeza y discreción, porque ellos aplaudieron furiosamente. Gritaban:
— ¡Viva la
reina!¡Viva la reina!
En cuanto a ella,
la pobre solterona, había perdido toda su serenidad;
temblaba, tartamudeaba y balbucía:
—No…no…¡Ah!
No…yo no…por favor… yo no …por favor……
Entonces, por
primera vez en mi vida, miré a la Señorita Perla y me pregunté quién era
ella.
Estaba
acostumbrado a verla en esta casa, así como uno ve los viejos sillones
tapizados en los cuales ha estado sentándose desde la niñez sin fijarse nunca
en ellos. Un día, sin saber por qué, tal vez
un rayo de sol que cae sobre el sillón, y uno piensa de repente: Vaya,
es muy interesante este mueble; y entonces descubre que la madera ha sido
trabajada por un verdadero artista y
que el tapiz es notable. Nunca me
había fijado en la Señorita Perla.
Era parte de la
familia Chantal, eso era todo. ¿Pero cómo? ¿A título de qué?. Era una
persona alta, delgada que se esforzaba en pasar desapercibida, pero que no era
apocada. Se le trataba amigablemente, mejor que una ama de llaves, menos que a
un pariente. Observé de repente, una cantidad de matices
que yo nunca había asociado hasta ahora.
La Señora Chantal
decía: "Perla" Las jóvenes: "Señorita Perla", y Chantal sólo
la llamaba "Señorita", quizás con un aire de respeto mayor.
Me puse a
observarla. ¿Qué edad tenía? ¿Cuarenta años? Sí, Cuarenta años. No era
vieja, era joven, ella se envejecía. Me sorprendí de repente por este hecho.
Ella se peinaba, se vestía, se presentaba ridículamente, y a pesar de todo,
ella no era en lo más mínimo ridícula, tanto que tenía una gracia simple,
natural, una gracia velada, cuidadosamente escondida. ¡Qué extraordinaria
criatura, verdaderamente! ¿Cómo no la había observado mejor?. Se peinaba de
una manera grotesca con ricitos de
solterona, de lo más absurdos; y bajo esta cabellera de virgen retocada, se veía
una gran frente serena, atravesada por dos arrugas profundas, dos arrugas de
larga tristeza, luego dos ojos azules, grandes y tiernos, tan tímidos, tan
vergonzosos, tan humildes, dos bellos ojos que permanecían tan ingenuos, plenos
de asombros infantiles, de sensaciones jóvenes y también de penas que habían
entrado enterneciéndolos sin turbarlos.
Todo el rostro era
fino y mesurado, uno de esos rostros que se extinguen sin haber sido usados o
marchitados por las fatigas o las grandes emociones de la vida.
¡Que boca tan
bonita¡ ¡Qué dientes tan bellos! Pero se podía decir que no se atrevía a
sonreír.
Y, repentinamente,
la comparé con la Señora Chantal. Indudablemente la Señorita Perla era mejor,
cien veces mejor, más fina, más noble, más elegante.
Estaba
estupefacto de mis observaciones. Sirvieron el champaña. Dirigí mi vaso a la
reina bebiendo a su salud con un cumplido bien estudiado. Quiso, yo me di
cuenta, esconder su cara detrás de la servilleta. Entonces, cuando mojaba sus
labios en el vino transparente, todos gritamos:
— ¡La reina
bebe! ¡La reina bebe!
Ella se puso roja
y se atragantó. Nos reímos; Aprecié bien, cuanto la amaban en esa casa.
III
En cuanto terminamos la cena
Chantal me tomó por el brazo. Era la hora de su puro, una hora sagrada. Cuando
estaba solo, salía a fumar a la calle; cuando había un invitado a cenar, subían
a la sala de billar y fumaba mientras jugaba. Esa noche se había encendido la
chimenea por ser Noche de Reyes; mi viejo amigo tomó su taco, uno muy fino, que
lo frotó con tiza con gran cuidado; entonces dijo:
— ¡Te toca, mi
muchacho!
Me tuteaba, aunque
yo tenía veinticinco años, pero él me había conocido desde niño.
Empecé el juego;
hice algunas carambolas. Fallé algunas, pero como la imagen de la Señorita
Perla rondaba en mi cabeza, yo le pregunté de repente:
— ¿A propósito,
Señor Chantal, la Señorita Perla es pariente suyo?
Dejó de jugar,
muy sorprendido, y me miró.
—¿Qué no
sabes? ¿No conoces la historia de la Señorita Perla?
— No
— ¿Tu padre no
te la contó nunca?.
— No.
— ¡Vaya, vaya,
que raro! ¡Realmente raro! Porque, es toda una aventura.
Hizo una pausa, y
luego continuó:
Y si supieras, cómo
es de especial, que me preguntes hoy día, en Noche de Reyes.
— ¿Por qué?
¡Ah!.¿Por qué?,
Escucha. Sucedió hace cuarenta y un años, hoy día, el día de Epifanía.
Nosotros vivíamos entonces en Rouy-le-Tors, en las fortificaciones; pero
primero tengo que describirte la casa para que puedas entender bien. Rouy se
construyó en una colina, o más bien, sobre un promontorio que domina una vasta
región de praderas. Nosotros teníamos una casa allí con un bello jardín
colgante, sostenido en el aire por los viejos muros de las fortificaciones. La
casa miraba hacia el pueblo y la calle, mientras el jardín dominaba la llanura.
Había también una puerta de salida del jardín a la campiña, al final de una
escalera secreta que descendía por dentro de los muros, como se encuentra en
las novelas. Un camino pasaba delante de esta puerta que estaba provista de una
campana grande, para que los campesinos, evitando un rodeo, entregaran por allí
las provisiones.
— ¿Te imaginas
bien los lugares, verdad? Bien, ese año, antes de Reyes, había estado nevando
durante una semana. Uno podría decir que era el fin del mundo. Cuando fuimos a
los baluartes para contemplar la llanura, sentimos frío en el alma, esta
inmensa región blanca, toda blanca, helada y que brillaba como si estuviera
barnizada. Se podría decir que el buen Dios había empaquetado la tierra para
enviarla al granero de los mundos antiguos. Puedo asegurarte que era muy triste.
Vivíamos en
familia en aquel tiempo, numerosa, muy numerosa: mi padre, mi madre, mi tío y
mi tía, mis dos hermanos y mis cuatro primas; eran unas lindas niñitas; Me casé
con la más joven. De toda esa muchedumbre, sólo hay tres sobrevivientes: mi
mujer, yo y mi cuñada que vive en Marsella. ¡Cristo!, Cómo desaparece una
familia, me hace temblar cuando pienso. Yo tenía entonces quince años, y ahora
cincuenta y seis.
Así, íbamos a
celebrar Noche de Reyes, estábamos muy contentos, muy felices. Todos esperábamos
la cena en el salón, cuando mi hermano mayor, Santiago, dijo:
— Hay un perro
que aúlla en la llanura hace diez minutos, debe ser una pobre bestia perdida.
No había
terminado de hablar cuando la campana del jardín sonó. Tenía el sonido
profundo de una campana de iglesia que hace pensar en los muertos. Todo el mundo
se estremeció. Mi padre llamó al sirviente y le dijo que fuera a ver. Estábamos
en completo silencio; pensábamos en la nieve que cubría toda la tierra. Cuando
el hombre volvió, afirmó que no había visto nada. El perro se mantenía
aullando sin cesar, y su aullido no
cambiaba de lugar.
Nos sentamos a la
mesa; pero estábamos un poco intranquilos, sobre todo los jóvenes. Todo anduvo
bien hasta el asado, cuando la campana empezó a sonar de nuevo, tres veces
continuadas, tres golpes pesados, largos, que hicieron vibrar hasta la punta de
nuestros dedos y qué nos cortó el aliento, violentamente. Sentados, mirándonos,
con el tenedor en el aire, todavía escuchando, y sobrecogidos por una especie
de miedo sobrenatural.
Mi
madre por fin habló:
— Es extraño
que hayan esperado tanto para volver a llamar. No vaya solo, Bautista; uno de
estos señores lo acompañará.
Mi tío Francisco
se levantó. Era una especie de Hércules, muy orgulloso de su fuerza, y no temía
a nada en el mundo. Mi padre le dijo:
— Toma un arma.
No se sabe que puede ser. Pero mi tío sólo tomó un bastón y salió
inmediatamente con el sirviente.
Nosotros continuábamos
temblando de terror y angustia, sin comer, sin hablar. Mi padre intentó
tranquilizarnos:
— Ya verán—,
dijo, que es algún mendigo o algún viajero perdido en la nieve.
Después de llamar la primera vez, ya que la puerta no fue abierta
inmediatamente, intentó encontrar su camino de nuevo, y
como no fue posible, volvió
a nuestra puerta.
La ausencia de
nuestro tío pareció durar una hora. Él volvió, por fin, furioso,
maldiciendo:
— Nada, nada en
absoluto; es un bromista. Nada más que ese perro condenado que aúlla
a cien metros del muro. Si yo hubiera llevado un fusil, lo habría matado
para hacerle callar.
Volvimos a la
cena, pero todos estábamos angustiados; sentíamos muy bien que esto no había
terminado, que pasaría alguna cosa, que la campana, en cualquier momento sonaría
otra vez.
Y sonó justo en
el momento de cortar el pastel de Reyes. Todos los hombres se levantaron al
mismo tiempo. Mi tío Francisco que había bebido Champaña, afirmó con tanta
fuerza, que lo masacraría, que mi madre y mi tía se lanzaron sobre él para
evitarlo. Mi padre, muy calmado y un poco desvalido (él cojeaba de una pierna
desde que se había caído del caballo), dijo, a su vez, que él deseaba saber
de que se trataba y que él iría. Mis hermanos, de dieciocho y veinte años,
corrieron a buscar sus fusiles; y como nadie se fijaba en mí yo cogí una
carabina del jardín, disponiéndome también a acompañar la expedición.
Partimos
inmediatamente. Mi padre y mi tío caminaban adelante con Bautista que portaba
una linterna. Mis hermanos, Santiago y Pablo, les seguían, y yo iba detrás a
pesar de los ruegos de mi madre, que estaba con su hermana y mis primas en el
umbral de la puerta de la casa.
Había estado
nevando de nuevo durante la última hora, y los árboles estaban cargados. Los
pinos estaban doblados bajo el pesado
vestido pálido, parecían pirámides blancas, enormes panes de azúcar, apenas
se percibían, a través de las cortinas grises de copos menudos y apresurados,
los arbustos más pequeños, todos pálidos en la sombra. La nieve caía tan
espesa que no veíamos a más de diez pasos de nosotros. Pero la linterna
proyectaba una gran claridad delante de nosotros. Cuando empezamos a bajar la
escalera de caracol del muro yo me asusté verdaderamente.
Sentía
como si alguien estuviera caminando detrás de mí, iba agarrarme por los
hombros y llevarme, sentía un fuerte deseo de volver; pero, como tendría que
volver a cruzar todo el jardín solo, no me atreví. Escuché abrir la puerta
que daba al campo; mi tío empezó a jurar de nuevo:
— Por la
gran…. ¡Se ha ido de nuevo! ¡Si yo viera su sombra no se escaparía, el
cerdo!.
Era
siniestro ver la llanura, o más bien, de sentirla delante de nosotros, porque
no podíamos verla; podíamos ver sólo un velo espeso, interminable de nieve,
en lo alto, en el suelo, al frente, al lado derecho, a la izquierda, por todas
partes.
Mi tío continuó:
— Escuchen
de nuevo el perro que aúlla; le enseñaré cómo disparo. Al menos algo
ganaremos.
Pero mi padre que
era de buen corazón, dijo:
— Será mucho
mejor buscar a ese pobre animal que llora de hambre. Ladra por ayuda, pobre
infeliz; llama como un hombre en peligro. Vamos por él.
Así
nos pusimos en marcha a través de la cortina, a través de esta caída continua
y espesa de nieve que llenaba la noche y el aire, que se agitaba, flotaba, caía
y enfriaba la carne, derritiéndose, la enfriaba con una sensación ardiente,
como un dolor penetrante y fugaz sobre la piel, a cada toque de los pequeños
copos blancos.
Nos
hundíamos hasta las rodillas en esa masa suave y fría; teníamos que levantar
muy altas las piernas para caminar. A medida que avanzábamos, el aullido del
perro se hacía mas claro, mas fuerte. Mi tío gritó:
—
¡Aquí está!
Nos detuvimos para
observarlo, como se debe hacer enfrente de un enemigo que se encuentra por la
noche. Yo no veía nada, entonces me uní a los otros, y lo vi; era espantoso y
fantástico ver ese perro, un perro
negro grande, un perro pastor con pelo largo y la cabeza de un lobo, parado en
sus cuatro patas, al final del largo sendero luminoso de la linterna sobre la
nieve. No se movió; se calló; y nos miró.
Mi tío dijo:
—
Es extraño, no avanza ni retrocede. Mejor le pego un tiro de fusil.
Mi
padre contestó con voz firme:
— No, debemos
agarrarlo.
Entonces mi
hermano Santiago agregó:
— Pero no está
solo. Hay algo a su lado.
Había
una cosa detrás de él, en efecto, algo gris, imposible distinguir. Reanudamos
la marcha con precaución.
Cuando
nos vio acercarnos el perro se sentó sobre sus cuartos traseros. No tenía un
aire amenazante. Parecía más bien, contento
de haber llamado la atención de la gente.
Mi padre fue
derecho a él y lo acarició. El perro lamió sus manos. Estaba amarrado a la
rueda de un cochecito, una suerte de coche de juguete envuelto completamente en
tres o cuatro mantas de lana. Levantamos la ropa con cuidado y cuando Bautista
acercó su linterna al frente del pequeño vehículo que se parecía a una casa
de perro rodante, vimos en él, un bebé que dormía.
Quedamos tan
sorprendidos que no podíamos decir palabra. Mi padre fue el primero en
reaccionar, y como tenía un gran corazón y un alma un poco exaltada, extendió
la mano sobre el techo del coche y dijo:
— Pobre expósito
abandonado, tu serás nuestro.— Y
ordenó a mi hermano Santiago que empujara delante de nosotros nuestro hallazgo.
Mi padre continuó,
pensando en voz alta:
— Un niño, hijo
del amor cuya pobre madre ha venido a tocar a mi puerta en esta noche de Epifanía
en memoria del Niño de Dios.
Se detuvo y con
toda su fuerza, gritó cuatro veces, a través de la noche hacia los
cuatro rincones del cielo:
— Lo hemos
encontrado
Luego poniendo su
mano en el hombro de su hermano, murmuró:
— ¿Sí hubieras
disparado al perro, Francisco?
Mi tío
no contestó, pero hizo, en la sombra, un gran signo de la cruz; era muy
religioso a pesar de sus actitudes fanfarronas.
Se había soltado
al perro y nosotros lo seguíamos.
¡Ah!
Pero lo que fue digno de ver fue la vuelta a la casa. Al principio fue difícil
subir el coche por la escalera de caracol del muro; pero tuvimos éxito para
llevarlo rodando hasta el vestíbulo.
Que excitada, contenta y sorprendida estaba mamá, y mis cuatro primas
pequeñas (la más joven tenía sólo seis años), parecían cuatro gallinas
alrededor de un nido. Finalmente sacamos al bebé del coche, aún dormía. Era
una niña de seis semanas de edad, aproximadamente. Encontramos, en su ropa,
diez mil francos en oro, sí, diez mil francos en oro, qué papá ahorró para
su dote. Por consiguiente, no era un niño de gente pobre, pero, quizás, el niño
de algún noble y una campesina del pueblo... o quizás... hicimos mil
suposiciones y nunca supimos algo... ni
una pista. El perro mismo, no fue reconocido por nadie. Era un extraño en la
comarca. De todos modos, la persona que tocó
tres veces a nuestra puerta conocía bien a mis padres, para haberlos
elegidos de ese modo.
Así es como, la Señorita Perla entró, a la edad de seis semanas, en la casa
de los Chantal.
Sólo
más tarde se le llamó Señorita Perla. Fue bautizada al principio: “María,
Simona, Clara”. Clara más adelante le serviría como nombre de pila.
Puedo
asegurarte que nuestra vuelta al comedor fue muy divertida, con la criatura
despierta que miraba las personas y luces a su alrededor con ojos grandes,
azules y curiosos.
Nos sentamos a la
mesa y se repartió el pastel. Yo fui el rey, y tomé por Reina a la Señorita
Perla, así como usted, ahora. Ella no se dio cuenta, ese día, del honor que le
hacíamos.
Así, la niña fue
adoptada y criada en la familia. Ella creció, los años volaron. Era paciente,
dulce y obediente. Todo el mundo la amaba tanto que la habrían mimado
abominablemente si mi madre no lo hubiese impedido.
Mi madre era una
mujer de disciplina y gran respeto
a las distinciones jerárquicas. Consintió en tratar a la pequeña Clara como a
sus propios hijos, pero trataba, no obstante, que la distancia que nos separaba
fuera bien marcada y la situación bien establecida. Por consiguiente, en cuanto
la niña pudo comprender, le hizo conocer su historia y le hizo penetrar,
dulcemente, tiernamente, en la
mente de la pequeña que, para los Chantal, ella era una hija adoptada, acogida,
pero no obstante, una extraña.
Clara entendió la
situación con una inteligencia singular y con un instinto sorprendente; y supo
tomar y guardar el lugar que le habían asignado, con tanto tacto, gracia y
bondad que emocionaba a mi padre hasta hacerlo llorar.
Mi madre misma se
emocionó tanto por la gratitud apasionada y la devoción un poco tímida de
esta amable y tierna criatura que ella comenzó llamándola: 'Mi hija.' A veces,
cuando la pequeña había hecho alguna cosa buena, mi madre levantaba sus lentes
sobre su frente, algo que indicó siempre una emoción en ella, y repetía:
— Pero si es una
perla, una verdadera perla, esta niña.
Este
nombre se quedó para la pequeña Clara y vino a ser y permaneció para nosotros
como la Señorita Perla.
IV
El Señor Chantal se
detuvo. Estaba sentado en el borde de la mesa de billar, los pies colgando, y
manipulando una pelota con su mano izquierda, mientras con su derecha arrugaba
un trapo que servía para borrar los puntos sobre la pizarra y que llamábamos
“el trapo de la tiza”. Un poco rojo, la voz sorda, hablaba consigo mismo,
perdido en sus recuerdos, avanzando suavemente, a través de las cosas antiguas
y los viejos sucesos que despertaron en su pensamiento, así cuando atravesamos
caminando los antiguos jardines de la familia, dónde fuimos criados y donde
cada árbol, cada sendero, cada planta, cada seto puntiagudo, los laureles
perfumados, los tejos, cuyas semillas rojas y grasosas triturábamos entre los
dedos, hacen surgir a cada paso un pequeño acontecimiento de nuestra vida
pasada, uno de esos pequeños sucesos insignificantes y deliciosos que forman el
fondo mismo, la trama de la existencia.
Yo estaba frente a
él, apoyado contra la muralla, mis manos descansando en mi taco de billar
ocioso.
Él continuó al
cabo de un minuto:
¡Jesús, Qué
bonita era ella a los dieciocho años... y graciosa... y perfecta... ¡Ah! ¡Hermosa...
hermosa... hermosa y buena... y muy buena…una muchacha encantadora… Tenía
los ojos…los ojos azules…transparente…claros…como yo nunca había visto
parecidos…Jamás!
Se
calló nuevamente. Yo pregunté:
— ¿Por qué
nunca se casó?
Respondió,
no a mí, sino a la palabra en pasado "casó".
—¿Por qué? ¿Por
qué? No ha querido…nunca ha querido. Tenía, sin embargo, treinta mil francos
de dote, y fue solicitada muchas veces…ella nunca ha querido. Parecía triste
en aquella época. Eso era cuando yo me casé con mi prima, la
pequeña Carlota, mi mujer, con quien estuve comprometido durante seis años.
— Miré al Señor
Chantal, y me pareció que yo penetraba en su alma, y que yo penetraba
repentinamente en uno de esos humildes y crueles dramas de corazones honrados,
de corazones sinceros, de corazones sin culpa, uno de esos dramas inconfesables,
inexplorados, que la gente no sabe, incluso las propias silenciosas y resignadas
víctimas. Una curiosidad precipitada me impelió de repente, y
pronuncié:
— ¿Es usted con
quién debió casarse, Señor Chantal?
Se
estremeció, me miró y dijo:
— ¿Yo? ¿Casarme
con quién?
— La Señorita
Perla.
— ¿ Por qué?
— Porque usted
la amaba más que a su prima.
Me miró fijamente
con ojos extraños, redondos, espantados, luego tartamudeó:
— ¿Yo la he
amado…yo? … ¿Cómo? ¿Quién te dijo eso? …
— Porque,
cualquiera puede ver que… y es la misma causa por la que usted tardó tanto
tiempo en desposar a su prima que había estado esperando durante seis años.
Dejó caer la
pelota que él tenía en su mano izquierda, y tomando a dos manos el trapo de la
tiza, y cubriéndose la cara, comenzó a sollozar en él. Lloraba de una manera
desconsolada y ridícula, como llora una esponja que se aprieta, por los ojos,
la nariz y la boca al mismo tiempo. Tosía, escupía, se sonaba en el trapo de
la tiza, se secaba los ojos, estornudaba; volvieron a fluir de nuevo las lágrimas
por todas las arrugas de su cara, con un ruido de garganta que hacía pensar en
gárgaras.
Yo me sentía
asustado, avergonzado; Quise correr lejos, y no supe qué decir, que hacer, que
intentar.
De repente la voz
de la Señora Chantal resonó en la escala.
— ¿Terminaron
ya de fumar?
Abrí la puerta y
grité:
—
Sí señora, ya bajamos.
Entonces me
precipité hacia su marido, y tomándolo por los codos:
— Señor Chantal,
mi amigo Chantal, escúcheme; su mujer nos está llamando; serénese, domínese
rápido. Debemos bajar; cálmese. Tartamudeó:
—
Sí... Sí... Yo voy... pobre muchacha... voy... dile que voy.
— Comenzó a
limpiar cuidadosamente su cara con el trapo, que después de dos o tres años
borrando la tiza de la pizarra, le dejó medio blanco y medio rojo la frente y
la nariz, las mejillas y la barbilla pintarrajeados de tiza, sus ojos hinchados
aún, llenos de lágrimas.
Lo tomé por las
manos y lo arrastré a su dormitorio, mientras murmuraba:
— Le pido perdón,
le pido mil perdones, Señor Chantal, por haberle causado esta pena... pero...
pero... yo no sabía... usted... usted entiende.
Apretó mi mano:
— Sí...
sí... hay momentos difíciles...
Entonces
sumergió la cara en su lavatorio. Cuando se levantó, no me pareció
suficientemente presentable; pero ideé una estratagema. Como se angustiaba más
mirándose en el espejo, le dije:
Todo lo que debe
decir es que tiene una mota de polvo en el ojo y puede llorar delante de todos
tanto como usted desee.
Bajó
frotándose los ojos con su pañuelo. Todos se preocuparon; todos querían
buscar la mota que no existía; y se contaron las historias de casos similares dónde
había sido necesario llamar a un médico.
Me reuní junto a
la Señorita Perla y la miré, atormentado por una curiosidad abrasadora que
devenía en sufrimiento. Ella debió ser muy bella en efecto, con sus dulces
ojos, tan grandes, tan tranquilos, tan grandes que parecía que nunca los
cerraba, como lo hacían los otros humanos. Su vestido era un poco ridículo, un
verdadero vestido de solterona, que le sentaba mal sin parecer torpe.
Me
parecía que veía dentro de ella, como hacía poco había visto el alma del Señor
Chantal; me di cuenta, de principio a fin, de esta vida humilde, simple y
sacrificada. Pero una necesidad me vino a los labios, una necesidad irresistible
de preguntarle, de saber si ella también lo había amado; si ella había
sufrido, como él este largo, sufrimiento secreto, profundo, que no se ve, que
no se sabe, que no se supone, pero que aparece en la noche, en la soledad del
dormitorio oscuro. La miraba, y veía latir su corazón bajo su blusa bordada, y
me pregunté si esta dulce cara inocente había llorado, cada noche, en
la profundidad suave de la almohada, y sollozado, su cuerpo sacudido de
sobresaltos, por la fiebre del lecho ardiente. Le dije en voz baja, como hacen
los niños que rompen una joya para ver lo que hay dentro:
— Si
usted hubiera visto llorar al Señor Chantal, hace un momento, le habría tenido
lástima.
Ella
se estremeció:
—
¿Qué? ¿Estaba llorando?
—¡Ah!,
¡Sí, estaba llorando!
—¿Y
por qué?
Parecía
muy conmovida. Yo le contesté:
—
Por su culpa.
—
¿Por mi culpa?
— Sí.
Me contó cuánto la había amado en el pasado; y cuánto le había costado
casarse con su prima en lugar de usted.
Su
cara pálida pareció alargarse un poco; sus ojos que siempre permanecían
abiertos, sus ojos tranquilos se cerraron repentinamente tan rápido que pareció
que se cerraban para siempre. Se resbaló de su silla al suelo, y se
desplomó, suavemente, lentamente, como lo habría hecho una bufanda al caer. Yo
grité:
— ¡Socorro!¡Socorro!
La Señorita Perla se siente mal. La Señora Chantal y sus hijas vinieron en su
ayuda, y mientras ellas buscaban agua, una toalla y vinagre, tomé mi sombrero y
me puse a salvo. Me alejé a grandes pasos,
mi corazón agitado, mi conciencia llena de remordimientos y pesar. Y a veces
también me sentía contento; sentía que había hecho algo loable y necesario.
Me
preguntaba: — ¿Hice mal?¿Hice bien? . Ellos tenían eso en su alma como se
guarda una bala de plomo en una herida cerrada. ¿No serán ahora más felices?.
Era demasiado tarde para que recomenzaran su tortura y bastante temprano para
que ellos se recordaran con
ternura.
Y
puede ser que una tarde de la próxima primavera, conmovidos por un rayo de la
luna que cae sobre la hierba, a sus pies, a través de las ramas, se tomarán y
apretarán la mano en memoria de todo este sufrimiento opresivo y cruel; y quizás
también, este corto contacto les puede infundir en sus venas un poco de esta
emoción que no habían conocido, y dará a esas dos almas resucitadas, en un
segundo, la rápida y divina sensación de esa embriaguez, de esa locura que da
a los enamorados más felicidad en un estremecimiento, que no pueden
experimentar en toda su vida, otros hombres.
Guy de Maupassant
16 Enero de 1886
Traducido por Marcos P. Concha. Viña del Mar (Chile)
1° de Enero del 2002.
|