EL PADRE
Guy de Maupassant

 

Jean de Valnoix es un amigo al que voy a ver de vez en cuando. Vive en una pequeña casa de campo, a orillas de un río, en el bosque. Se había retirado ahí tras haber vivido en París, una vida de loco, durante quince años. De repente, se hartó de los placeres, las cenas, los hombres, las mujeres, las cartas, de todo, y se vino a esta finca en la que había nacido.

Somos dos o tres los que vamos a pasar, alguna que otra vez, quince días o tres semanas con él. Desde luego está encantado de volver a vernos cuando llegamos y de volver a encontrarse solo cuando nos vamos.

Fui pues a su casa la semana pasada y me recibió con los brazos abiertos. Pasábamos las horas unas veces juntos, otras en solitario. Generalmente, él lee y yo trabajo durante el día; y cada noche hablamos hasta la medianoche.

El martes pasado, tras un día sofocante, estábamos ambos sentados, sobre las nueve de la noche, mirando como corría el agua del río, a nuestros pies e intercambiábamos ideas muy  vagas sobre las estrellas que se bañaban en la corriente y que parecían nadar delante de nosotros. Intercambiábamos ideas muy vagas, muy confusas, muy breves, ya que nuestras mentes son muy limitadas, muy simples, muy impotentes. Yo, me enternecía con el sol que muere en la Osa Mayor. Palidece tanto que sólo se puede ver cuando la noche está clara. Cuando el cielo está un poco nubloso, este agonizante, desaparece. Pensábamos en los seres que pueblan estos mundos, en sus modales inimaginables, en sus insospechadas facultades, en sus órganos desconocidos, en los animales, en las plantas, en todas las especies, en todos los reinos, en todas las esencias, en todas las materias, que el sueño del hombre ni siquiera puede atisbar.

De repente una voz gritó a lo lejos:

—¡ Señor, señor!

Jean contestó:

—Estamos aquí, Baptiste.

Y cuando el criado nos encontró, anunció.

—Es la bohemia del Señor.

Mi amigo se echó a reír, con un ataque de risa extraño en él, luego le preguntó:

—¿ Estamos pues a 19 de julio?

—Claro que sí, Señor.

—Muy bien. Dígale que me espere. Hágala cenar. Volveré a casa en diez minutos.

Cuando el hombre desapareció, mi amigo me cogió del brazo.

—Vamos tranquilamente, te voy a contar esa historia.

 

“ Hace ahora siete años, era el año de mi llegada aquí, salí una noche para dar un paseo por el bosque. Hacía buen tiempo, como hoy, y andaba despacio por debajo de los árboles, contemplando las estrellas a través de las hojas, respirando y bebiendo a pleno pulmón el fresco de la noche y del bosque.

Acababa de irme de París para siempre. Estaba harto, harto; más asqueado de lo que pudiera expresar por todas esas tonterías, bajezas, perrerías que había visto y en las que había participado durante quince años.

Fui lejos, muy lejos, por ese bosque profundo, siguiendo un camino vacío que llevaba al pueblo de Crouzille, a quince kilómetros de aquí.

De repente mi perro, Bock, un pastor alemán, grande, que no se separaba nunca de mí, se paró en seco y se puso a gruñir. Pensé que podía ser un zorro, un lobo o un jabalí, y avancé lentamente, de puntillas, para no hacer ruido; pero de repente oí gritos, gritos humanos, quejumbrosos, sofocados, desgarradores.     

Sin duda alguna, asesinaban a alguien en el bosquecillo, me puse a correr, apretando en mi mano derecha un pesado  bastón de roble, una auténtica maza.

Me acercaba a los gemidos que me llegaban ahora más nítidos, más extrañamente sordos. Parecía que salían de una casa, de una choza de carbonero tal vez. Bock, tres pasos delante de mí, corría, se paraba, volvía a irse, muy excitado, siempre gruñendo. De repente otro perro, un perro negro, grande, con ojos de fuego, nos cortó el camino. Veía perfectamente sus colmillos blancos que parecían brillar en su boca.

Corrí hacía él con el bastón en alto, pero Bock ya le había saltado encima y las dos bestias se revolcaban en el suelo, las bocas cerradas sobre los cuellos. Pasé y por poco tropiezo con un caballo tendido en el camino. Cuando me detuve, muy sorprendido, para examinar el animal, divisé un coche delante de mí, o mejor dicho una casa con ruedas, una de esas casas de saltimbanquis y de feriantes que van a nuestras aldeas de feria en feria.

Los gritos salían de ahí, horribles, continuos. Como la puerta estaba del otro lado, le di la vuelta a ese cacharro y subí bruscamente tres escalones de madera, dispuesto a precipitarme sobre el malhechor.

Lo que vi me pareció tan extraño que al principio no entendí nada. Un hombre, de rodillas, parecía rezar, mientras que en la cama que contenía esta caja, algo que me era imposible reconocer, un ser medio desnudo, deformado, torcido, al que no le veía el rostro, se movía, se agitaba y gritaba.

Era una mujer con  dolores de parto.

En cuanto comprendí el tipo de accidente que provocaba esas quejas, me presenté, y el hombre, una especie de marsellés preso del pánico, me suplicó que lo salvase, que la salvase, prometiéndome con palabras innumerables un reconocimiento increíble. Nunca había visto un parto, socorrido a un ser hembra, mujer, perra o gata, en estas circunstancias, y lo declaré ingenuamente al mirar con asombro lo que gritaba tan fuerte en la cama.

Luego cuando recuperé la calma, le pregunté al hombre atemorizado por qué no iba hasta el próximo pueblo. Su caballo al caer en una rodada se debía de haber roto la pierna y ya no podía levantarse.

—¡ Bien! , amigo mío, le dije, somos dos, ahora, vamos a arrastrar a su mujer hasta mi casa. 

Pero los aullidos de los perros nos obligaron a salir, y tuvimos que separarlos a bastonazos, a riesgo de matarlos. Luego, tuve la idea de atarlos con nosotros, uno a la derecha, el otro a la izquierda de nuestras piernas, para ayudarnos. En diez minutos todo estuvo listo, y el coche se puso en marcha lentamente, sacudiendo en los baches de las profundas rodadas a la pobre mujer con el costado desgarrado.

¡ Qué carretera, querido! Íbamos jadeando, refunfuñando, bañados en sudor, resbalando y cayendo a veces, mientras que nuestros pobres perros respiraban como fraguas en nuestras piernas.

Necesitamos tres horas para llegar al castillo. Cuando llegamos ante la puerta, los gritos habían cesado en el coche. La madre y el niño se encontraban bien.

Los acostamos en una buena cama, luego hice que engancharan los caballos para ir a buscar al médico, mientras que el marsellés, tranquilo, consolado, triunfante, comía hasta atragantarse y se embriagaba para celebrar el feliz nacimiento.

Era una niña.

Retuve a esta gente ocho días en mi casa. La madre, la Señorita Elmire, era una vidente sonámbula que me prometió una vida interminable e infinita felicidad.

Al año siguiente, el mismo día, cerca del anochecer, el criado que me llamó hace un momento vino a buscarme al fumadero después de cenar, y me dijo : “ Es la bohemia del año pasado que viene  darle las gracias al Señor”

Ordené que la hicieran entrar y me quedé asombrado al divisar a su lado un muchacho alto, gordo y rubio, un hombre del Norte que, tras haberme saludado, tomó la palabra, como jefe de la comunidad. Se había enterrado de mi bondad hacia la Señorita Elmire, y no había querido dejar pasar este aniversario sin mostrarme su agradecimiento y testimoniarme su reconocimiento.       

Les ofrecí de cenar en la cocina y hospitalidad para la noche. Se fueron al día siguiente.

Ahora bien, la pobre mujer vuelve todos los años, en la misma fecha con su hija, una chiquilla excepcional, y un nuevo... hombre cada vez... Sólo uno, uno auvernés  que me dio muy efusivamente las gracias, apareció dos años seguidos. La niña los llamaba a todos papá, como decimos señor en nuestro pueblo.”

 

Llegábamos al castillo y divisamos vagamente, delante de la escalinata, tres sombras que nos esperaban.

La más alta dio cuatro pasos, y con un gran saludo:

—Señor conde, hemos venido este día, sabe, a manifestarle nuestro reconocimiento...

¡Era un belga!

Después habló la pequeña, con esa voz afectada y artificial de los niños que recitan un cumplido.

Yo, haciéndome el inocente, me lleve aparte a la Señorita Elmire, y tras unas palabras, le pregunté:

—¿ Es el padre de su hija?

—¡Oh!, no, señor.

—Y el padre, está muerto.

—¡Oh! No, señor. Aún nos vemos algunas veces. Es gendarme.

—¡Ah! ¿Entonces no era el marsellés, el primero, él del parto?

—¡Oh! No, señor. Ese era un crápula que me robó mis ahorros.

—Y el gendarme, el verdadero padre, ¿conoce a su hija?

—¡Oh! Sí, señor, e incluso le tiene cariño; pero no puede encargarse de ella por que tiene otros hijos, con su mujer.

  

 

Traducción de María del Carmen Vigo Vales para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant