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EL REPARTIDOR DE
AGUA BENDITA
Guy de Maupassant
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En otros tiempos vivía a la entrada del pueblo, en una casita al lado de una
gran carretera. Se había establecido como carretero después de su matrimonio
con la hija de un granjero de la comarca, como ambos trabajaban duro, llegaron a
amasar una pequeña fortuna. Lo único que les apesadumbraba era no tener hijos.
Por fin tuvieron uno al que llamaron Jean a quien acariciaban constantemente,
arropándolo con su amor, amándolo con tal ternura que no podían pasar una
hora sin verlo.
Cuando Jean tenía cinco años,
pasaron por la región unos saltimbanquis que montaron sus barracas en la plaza
del ayuntamiento.
Él, que los había visto, se escapó
de casa, y su padre, después de haberlo buscado durante bastante tiempo, lo
encontró lanzando grandes risotadas, sentado en las rodillas de un viejo
payaso, entre las cabras sabias y los perros acróbatas.
Tres días más tarde, a la hora de
la cena, justo en el momento de sentarse a la mesa, el carretero y su mujer se
dieron cuenta de que su hijo no estaba en casa. Lo buscaron por el jardín y,
como no lo encontraron, el padre, se puso al borde de la carretera y gritó con
todas sus fuerzas: "¿Jean?" -La noche se echaba encima; el horizonte
se llenaba de una bruma oscura que empujaba los objetos hacia una lejanía
tenebrosa y amedrentadora. Muy cerca de allí, tres grandes pinos parecían
llorar. Nadie respondía; pero parecía como si en el aire se percibieran unos
gemidos confusos. El padre los escuchó durante largo tiempo siempre queriendo
creer que se oía algo, unas veces a su derecha, otras a su izquierda, y como si
hubiera perdido la cabeza, se sumergía en la noche llamando sin cesar:
"¿Jean?" "¿Jean?"
Así dio vueltas toda la noche,
llenando con sus gritos las tinieblas, espantando a los animales vagabundos,
asolado por una terrible angustia y creyendo enloquecer por momentos. Su mujer
se quedó llorando, sentada en el quicio de la puerta, hasta el amanecer.
Su hijo no apareció.
A partir de aquel momento empezó
para ellos la rápida vejez de una tristeza sin consuelo.
Al final acabaron vendiendo su casa y
se lanzaron directamente a la búsqueda.
Preguntaron, en los pueblos a los
campesinos y a las autoridades en las ciudades. Pero hacía ya mucho tiempo que
su hijo estaba perdido; nadie sabía nada; sin duda él mismo habría ya
olvidado su nombre y el de su pueblo; y ellos aun sin esperanza, seguían
llorando.
Llegó un momento en el que el dinero
se acabó; entonces se pusieron a trabajar de jornaleros en las granjas y las
posadas para suplir sus modestas necesidades, viviendo de los restos de los
demás, durmiendo en suelo duro y pasando frío. Pero como a costa de tantas
fatigas se habían debilitado cada vez más ya nadie los quería para trabajar
por lo que se vieron obligados a mendigar por los caminos. Se acercaban al paso
de los viandantes con la cara triste y voz suplicante; imploraban un mendrugo de
pan a los segadores que comían al mediodía bajo un árbol en medio de la
llanura; y comían en silencio, sentados al borde de la cuneta.
Un día un mesonero, a quién habían
relatado su desgracia, les dijo: "yo conocía también a uno que había
perdido a su hija y la encontró en París".
Inmediatamente se pusieron en camino
hacia París.
Cuando entraron en la gran ciudad se
quedaron impresionados por su inmensidad y por la multitud que pasaba.
Entonces se dieron cuenta de que él
debía de encontrarse en medio de todos aquellos hombres pero no sabían como
arreglárselas para buscarlo. Además temían también no reconocerlo pues
hacía ya catorce años que no lo habían visto.
Recorrieron todas las plazas, todas
las calles, se pararon en todos los amontonamientos que vieron, esperando un
encuentro providencial, algún prodigio del azar, la piedad del destino.
A menudo andaban al paso de la gente, uno al lado del otro, con un aspecto tan
triste y pobre que les daban limosnas sin haberlo pedido.
Todos los domingos se pasaban el día
en la puerta de las iglesias, buscando en los rostros de la gente algún lejano
parecido. Varias veces creyeron reconocerlo, pero siempre se equivocaban.
En el umbral de una de las iglesias
que frecuentaban había un repartidor de agua bendita que se hizo amigo suyo. Su
historia era también muy triste y la pena que sentían por él hizo nacer una
gran amistad. Acabaron viviendo los tres juntos en un cuchitril en lo alto de
una casa grande situada a las afueras en pleno campo, y el carretero a veces
sustituía a su nuevo amigo en la iglesia cuando éste estaba enfermo. Llegó un
invierno muy duro. El pobre aspergista murió y el cura de la parroquia que era
conocedor de su desgracia, designó al carretero para reemplazarlo.
A partir de aquel entonces venía
todas las mañanas a sentarse en el mismo sitio, en la misma silla, sobando con
el frote de su espalda la columna en la que se apoyaba. Miraba fijamente cada
hombre que veía entrar, y esperaba el domingo con la impaciencia de un escolar
porque ese día la iglesia estaba siempre a rebosar.
Se hizo muy viejo, se debilitaba
todavía más con la humedad de aquellas bóvedas; y su esperanza se hacía
migas cada día.
Ahora conocía ya a todos los que
venían a los oficios; conocía la hora, las costumbres, reconocía sus pasos
sobre las losas.
Su existencia era tan encogida que la
entrada de un extraño en la iglesia era para él todo un acontecimiento. Un
día entraron dos señoras, una anciana y una joven. Probablemente madre e hija.
Detrás de ellas apreció un hombre
que las seguía. Los saludó a la salida y, desp7ués de ofrecerles el agua
bendita, tomó por el brazo a la anciana.
"Debe de ser el prometido de la
joven" pensó el carretero.
Y estuvo todo el día buscando entre
sus recuerdos dónde podía haber visto él un hombre del mismo parecido. Pero
aquel que le venía a la memoria debía de ser ahora ya un anciano, porque le
parecía que lo había conocido en su juventud.
Este mismo hombre volvió a menudo a
acompañar a las dos damas, y este parecido vago, alejado y familiar que no
conseguí recordar molestaba tanto al repartidor de agua bendita, que hizo venir
a su mujer con él para ayudar a su debilitada memoria.
Una tarde, al anochecer, los
extraños entraron los tres juntos. En cuanto hubieron pasado:
"¡Que¡ ¿lo conoces?"
dijo el marido.
La mujer inquieta trataba también de
acordarse. De repente dijo en voz baja:
"Sí...sí...pero es más
moreno, más grande, más fuerte y va vestido como un señor; y sin embargo,
padre, si te fijas, es tu cara cuando eras joven."
El viejo se sobresaltó.
Era verdad; se le parecía, y se
parecía también a su hermano que ya había muerto, y a su padre a quién
además había conocido joven. Estaban tan emocionados que no podían decir una
palabra. Las tres personas estaban saliendo. Él tocó el hisopo con un dedo.
Entonces el viejo con la mano tan temblorosa que salpicaba el suelo de agua
bendita, pronunció: "¿Jean?"
El hombre se paró mirándolo.
Repitió más bajo:
"¿Jean?"
Las dos mujeres lo miraban sin
comprender.
Entonces dijo por tercera vez con voz
entrecortada:
"¿Jean?"
El hombre se inclinó hacia él,
acercándosele a la cara, e iluminado por un recuerdo infantil, respondió:
"¡Papá Pierre, Mamá Jeanne!".
Se había olvidado de todo, el
apellido de su padre y el nombre de su pueblo; pero todavía recordaba esas dos
palabras que tantas veces había repetido: "¡Papá Pierre, Mamá Jeanne!"
Se agachó, la cara contra las
rodillas del anciano, y lloraba, y abrazaba a uno y a otro, su padre y su madre,
sofocados por una alegría desmesurada.
Las dos damas también lloraban,
comprendiendo que algo maravilloso se estaba produciendo.
Entonces se pusieron todos en marcha
hacia la casa del hombre y allí éste les relató su historia.
Los saltimbanquis lo habían raptado. Durante tres años recorrió con ellos
muchos países. Después la compañía se separó, y un día, en un palacio, una
anciana que lo había encontrado agradable, pagó para quedarse con él. Como
era inteligente, lo mandaron al colegio, después al instituto, y como la
anciana no tenía descendencia, le había dejado toda su fortuna. También él
había buscado a sus padres; pero como sólo se acordaba de sus nombres:
"Papá Pierre, Mamá Jeanne", no había podido encontrarlos. Ahora iba
a casarse, y les presentó a su prometida que era muy buena y muy hermosa.
Después de haberle contado todas sus
penas y fatigas, los dos ancianos lo abrazaron otra vez; y se quedaron hasta muy
entrada la noche, sin atreverse a acostarse, por miedo a que, después de tanto
tiempo, se les escapara la felicidad mientras dormían.
Pero ellos habían ya desgastado la
tenacidad de la desgracia, y fueron felices hasta su muerte.
Traducción de María
José Tiscar Santiago.
Pontevedra. Noviembre 2001
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