|
RESTOS
DEL NAUFRAGIO
Me
gusta el mar en diciembre, cuando los extranjeros se han marchado, pero
me gusta, lógicamente de un modo sobrio. Acabo de pasar tres días en
lo que se llama una ciudad costera. En
el pueblo, tan lleno de parisinos no hace mucho, tan ruidoso y alegre,
no hay más que pescadores que pasan en grupo, caminando con pesadumbre,
con sus grandes botas marineras, el cuello envuelto por la lana,
llevando en una mano una botella de aguardiente y en la otra la linterna
del barco. Las nubes llegan del norte y corren alocadas en un cielo
ensombrecido; el viento sopla. Las extensas redes están extendidas en
la arena, cubierta de restos devueltos por las olas. Y la playa tiene un
aspecto penoso, ya que los botines de las mujeres ya no dejan marcados
los profundos agujeros de sus altos tacones. El mar, gris y frío, con
un borde espumoso, sube y baja sobre este arenal desierto, ilimitado y
siniestro. Al
llegar el atardecer, todos los pescadores llegan a la misma hora. Dan
vueltas durante largo tiempo alrededor de las barcazas encalladas, que
semejan pesados peces muertos; guardan en sus bolsas pan, algo de
mantequilla, un vaso, luego empujan hacia el agua la pesada mole que
pronto se balancea, abre sus alas marrones y desaparece en la noche, con
una pequeña luz en el extremo del mástil. Unos grupos de mujeres que
habían permanecido hasta la salida del último pescador, regresan al
pueblo adormecido, y sus voces turban el profundo silencio de las calles
apaciguadas. Yo
mismo iba a regresar cuando divisé un hombre: estaba solo, envuelto en
un abrigo oscuro; caminaba deprisa y recorría con la mirada la extensa
soledad del arenal, escrutando el horizonte, buscando a alguien. Me
vio, se acercó, me saludó y lo reconocí horrorizado. Me iba a dirigir
la palabra, sin duda, pero otras personas hicieron su aparición.
Llegaban apretadas para tener menos frío. El padre, la madre, las tres
hijas; todo el conjunto ataviado con gabanes, impermeables antiguos,
mantones de los que se entreveía nada más que la nariz y los ojos. El
padre estaba enrollado en una manta de viaje, que le subía hasta la
cabeza. Entonces el paseante solitario se encaminó hacia ellos; fuertes
apretones de manos fueron intercambiados y se pusieron a andar con idas
y venidas en la terraza del casino, ahora cerrado. ¿Quiénes
son estas gentes que habían permanecido ahí cuando todo el mundo se
había marchado? Son
los restos del naufragio del verano. Cada playa tiene los suyos. El
primero es un gran hombre. Entendámonos, un gran hombre de esos que se
bañan en el mar. Un grupo numeroso. Quién
de nosotros que, llegando en pleno verano a lo que se da en llamar
"una ciudad costera", no ha encontrado un amigo cualquiera o
un simple conocido llegado hace algún tiempo y que conoce todos los
rostros, los nombres, todas las historias, todos los cotilleos. Damos
juntos una vuelta por la playa. De repente encontramos un señor de
frente, observando como los demás bañistas se dan la vuelta para
contemplarlo de espaldas. Parece una persona muy importante; sus
cabellos largos, cubiertos artísticamente con una boina de marinero,
ensucian algo el cuello de su chaquetón; se contornea andando rápido,
los ojos vacíos, como si se dedicara a un trabajo mental importante, y
se diría que está como en su casa, que se sabe simpático. En
definitiva, está posando. Vuestro
compañero os presiona el brazo: -Es
Rivoil Preguntáis
ingenuamente: -¿Quién
es Rivoil? Vuestro
amigo se para bruscamente y os mira a los ojos fijamente, indignado: -¡Ah!,
¿De dónde salís, querido amigo? ¿No conocéis a Riveil, el
violinista?; ¡esto es muy fuerte! Pero si es un artista de primera
categoría, un genio, no se puede ignorarlo. Uno
se calla, ligeramente humillado. Cinco
minutos más tarde, se trata de una persona pequeña y fea como un oso,
obesa, sucia, con gafas y un aire estúpido; este es Prosper Glosse, el
filósofo que toda Europa conoce. De Baviera o suizo-alemán
naturalizado, su origen le permite hablar un francés un tanto vulgar,
el equivalente a aquel que le ha servido para escribir un volumen de
inconcebibles bobadas con el título de Mélanges. Fingís no
ignorar nada de la vida de este macaco del que nunca habíais oído
hablar. Os
tropezáis también con dos pintores; un hombre de letras, redactor de
un periódico ignorado; y también con un jefe de oficina del cual se
dice: "Es el Sr. Boutin, director del ministerio de obras públicas.
Se encarga de uno de los servicios más importantes de la Administración:
la sección de caraduras. No se compra una cerradura para los edificios
públicos sin que el asunto no pase por sus manos." Aquí
están los grandes hombres; y su renombre se debe únicamente a la
regularidad de sus regresos. Desde hace doce años aparecen regularmente
por la misma fecha; y como todos los años algunos bañistas del año
anterior regresan, heredándose de un verano para otro esas reputaciones
locales que, por efecto del tiempo, han llegado a ser verdaderas
celebridades, eclipsando en la playa elegida a todas las reputaciones
pasajeras. Solo
una clase de hombres los hace estremecer: los académicos; y cuanto más
desconocido sea, más temida será su llegada. Estalla en la ciudad
costera como un obús. Uno
está preparado siempre para la llegada de un hombre famoso. Pero el
anuncio de un académico que todos desconocen produce el efecto súbito
de un descubrimiento arqueológico sorprendente. Uno se pregunta: "¿Qué
ha hecho? ¿Quién es?" Todos hablan del asunto como si hubiese que
dar solución a un jeroglífico, y el interés que suscita se incrementa
cuanto menos se sepa de él. Este
es el enemigo. Y la lucha se inicia entre el gran hombre oficial y el
gran hombre local. Cuando
los bañistas se marchan, queda el gran hombre; permanece mientras quede
una sola familia. Aún por unos días será un gran hombre para esta
familia. Esto le basta. Y
también permanece igualmente una pobre familia de la ciudad vecina con
tres hijas casaderas. La familia viene cada verano; y las señoritas
Bautamé son tan conocidas en el lugar como el gran hombre. Desde hace
diez años protagonizas su particular "pesca" del marido (sin
resultados por otra parte) al igual que los marineros hacen su temporada
del arenque. Pero envejecen. Los habitantes del pueblo conocen su edad y
lamentan su soltería. Son bien afables, sin embargo. Y
así, después de la huida del mundo elegante, cada otoño la familia y
el hombre famoso se reencuentran cara a cara. Permanecen ahí un mes,
dos meses, viéndose cada día, y sin decidirse a dejar la playa en la
cual viven sus sueños. En la familia hablan de él como si fuera Víctor
Hugo; a menudo cena con ellos en el hotel triste y vacío. El
no es bello, ni joven ni adinerado. Pero aquí, en la región, es
Monsieur Rivoil, el violinista. Cuando se le pregunta porque no regresa
a París, allí donde le esperan tantos éxitos, responde de modo
rutinario: "A mí me encanta la naturaleza solitaria. Esta región
me gusta sólo cuando se queda desierta". Un
marinero que me había reconocido, se me acercó. Después de hablarme
de la pesca que no estaba en sus mejores momentos, que el arenque se había
vuelto escaso en aquellos parajes, que los de Terra-Nova que habían
regresado y de la cantidad de bacalao recogido, me mostró con un guiño
a los paseantes, y añadió: -"¿Sabe
que Monsieur Rivoil se va a casar con la última de las señoritas
Bautané.? En
efecto, paseaba solo a su lado, detrás del conjunto familiar. Y
me sobrecogí pensando en esos restos de naufragio de la vida, en esos
tristes seres perdidos, en ese matrimonio "fuera de temporada"
después de esa última esperanza esfumada, en ese gran hombre "de
bisutería", aceptado como un ruiseñor por esa incauta muchacha,
la cual, sin él, habría sido prontamente una mujer como el pescado
salado lo es al fresco. Y
cada año, similares reuniones han tenido lugar, acabada la temporada en
esas ciudades costeras abandonadas. Animo,
ánimo jóvenes doncellas Buscad
marido frente al mar. Decía
el poeta. Desaparecieron
en la oscuridad. La
luna ascendía en el cielo; primero roja, luego palidecía a medida que
iba subiendo, y proyectaba sobre la espuma de las olas unos pálidos
resplandores, a veces apagados, a veces iluminados. El
ruido monótono del reflujo estremecía el espíritu, y una tristeza
desmesurada me llegaba de la soledad infinita de la tierra, del mar y
del cielo. De
repente, unas voces jóvenes me despertaron y dos chicas altas,
descomunales, aparecieron inmóviles mirando el océano. Sus cabellos
volaban al viento; y enfundadas en impermeables grises, semejaban postes
telegráficos que hubieran tenido melenas. Reconocí
unas inglesas. De
todos los restos del naufragio, esos son los más abaneados. En
todos los confines de la tierra los hay varados, están presentes en
todas las ciudades por las que la gente pasa. Se
reían con su risa grave, hablaban alto con voces de hombres serios, y
me preguntaba que singular placer tienen estas chicas que uno encuentra
por doquier en las playas desiertas, en los bosques profundos, en las
ciudades ruidosas y en los grandes museos llenos de obras de arte; en
experimentar la contemplación sin pausa de cuadros, monumentos de
largos paseos melancólicos y olas algodonosas bajo la luna sin jamás
llegar a comprenderlo totalmente. Traducción
de José Miguel Fernández Fernández, para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant I.E.S. A
Xunqueira I. Pontevedra. Diciembre 2003 |