SAN ANTONIO
Por Guy de Maupassant
Le llamaban "San Antonio" porque, además de llamarse Antonio, era
bondadoso, alegre, bromista, buen bebedor y vigoroso perseguidor de mozas, a
pesar de sus sesenta. años.
Labriego en la comarca de Caux, de color arrebatado, ancho
pecho y voluminoso vientre, parecía encaramado sobre sus largas piernas,
excesivamente delgadas para las anchuras de su cuerpo.
Viudo, vivía sólo con su criada y dos criados en la casa de
labranza cuyos trabajos dirigía, echando una mano en toda ocasión, atento
siempre a sus conveniencias, muy entendido en sus asuntos, en la cría de
ganados y en el cultivo de las tierras. Sus dos hijos y sus tres hijas, casados
todos ventajosamente, vivían también en los contornos de Caux, y una vez al
mes iban a comer con su padre. Su vigor era celebrado por cuantos le conocían,
repitiéndose allí, como un proverbio, esta frase: "Tal o cual, es fuerte
como "San Antonio"." Cuando llegó la invasión
prusiana, "San Antonio", en la taberna, prometió comerse un
ejército, porque era charlatán como un verdadero normando, bastante mandria y
fanfarrón. Daba puñetazos en las mesas, que retemblaban, haciendo, saltar las
tazas y los vasos, y gritaba, con el rostro enrojecido y la mirada socarrona con
la exaltación mentirosa de un hombre satisfecho:
-¡Voy a tragármelos! ¡ Por vida de...!
Imaginaba que los prusianos jamás - llegarían a Tanneville;
pero en cuanto supo que se habían apoderado, ya de Rautot, se encerró en su
casa y desde la ventana de la cocina miraba constantemente hacia la carretera,
esperando el momento en que brillarían a distancia los fusiles.
Una mañana, mientras "San Antonio" almorzaba con sus criados, se
abrió la puerta y apareció el señor Chicot, alcalde. seguido de un soldado
que llevaba sobre la cabeza un casco negro con punta dorada. "San
Antonio" se levantó de un brinco, y sus criados lo miraron creyendo que se
arrojaría sobre el prusiano para descuartizarlo; pero se limitó a ofrecer la
mano al alcalde, que le decía:
-Un alojado para ti, "San Antonio". Han llegado por
la noche. No hagas tonterías, que pudieran comprometernos, pues amenazan con
fusilar a todo el mundo y abrasarlo todo al menor desmán. Te lo aviso. Dale de
comer; parece un buen muchacho. Adiós. Voy a hospedar a los otros. Hay para
todos los vecinos.
Y se fué, dejando allí al soldado.
"San Antonio", lívido, miró a su prusiano. Era un
buen mozo, grueso y blanco; tenía los ojos azules, el pelo rubio, mucha barba y
una expresión idiota y tímida de infeliz. El malicioso normando lo comprendió
al punto, y, tranquilizándose, le indicó por señas que tornase asiento. Luego
le preguntó:
-¿Quieres comer?
El alemán no comprendía. Entonces Antonio tuvo un golpe de
audacia, y poniéndole bajo las narices un plato lleno de comida exclamó:
-Toma; trágate esto, cochino.
El soldado se puso a comer con ansia, mientras el campesino,
comprendiendo que había reconquistado su reputación, hizo un guiño a sus
criados, que ponían unas caras muy particulares, a un tiempo medrosos y con
ganas de reír.
Cuando el soldado consumió lo que tenía en el plato,
"San Antonio". le sirvió nuevamente, y el alemán hizo desaparecer la
segunda ración con la misma ligereza; pero rechazó el tercer plato que le
ofrecía el campesino con insistencia, repitiendo:
-Vaya, te cabe más en el vientre; quiero engordarte, quiero
engordarte; quiero que seas el mayor de todos: mi cerdo.
Y el soldado, entendiendo solamente que le ofrecían más
comida, satisfecho, reía e indicaba por señas que ya estaba lleno.
Entonces Antonio, con un movimiento familiar, le dio unos
golpecitos en la barriga, diciendo:
-Si que tiene repleta la panza mi cerdo.
Y de pronto, retorciéndose de risa, se arrebató como si le
amagara un ataque; ni pudo hablar. Una idea muy graciosa le divertía,
enloqueciéndole.
-¡Claro que sí! ¿No me llaman San Antonio? San Antonio
tiene un cerdito... Ahí tenéis mi cerdo.
Y los tres criados rieron a carcajadas.
El viejo estaba tan satisfecho, que hizo llevar aguardiente
superior y todos bebieron; Brindaron con el prusiano, que se relamía para
mostrar su agradecimiento, y "San Antonio" gritaba:
-¿Eh? Cosa fina. En vuestra tierra no bebéis así; no te
dan aguardiente como éste, cerdo mío.
Desde aquel día no salió Antonio a la calle sin su prusiano. Había resuelto
su problema, imaginando una venganza propia de su carácter socarrón. Y toda la
comarca, poseída por el miedo, reía bárbaramente a espaldas de los
vencedores, con la burla de "San Antonio".
Verdaderamente, la broma no tenía igual; no había otro para inventar cosas
como aquélla.
Recorría cada tarde varias casas de sus vecinos, apoyándose
en el brazo del alemán, al que presentaba en todas partes alegremente, dándole
unos golpecitos en el hombro:
-Ahí le tenéis: mi cerdo; mirad cómo engorda este
animalito.
Y los campesinos le admiraban. ¡Era tan bromista y tan
ocurrente aquel maldito Antonio!...
-Te lo vendo, César; pero has de pagármelo bien.
-Te lo compro, Antonio, y te convido a comer las morcillas
que hagamos.
-Dale un tiento en la barriga y verás cómo tiene buena
manteca.
Y todos guiñaban un ojo; pero sin atreverse a reír mucho,
temiendo que, al fin, el prusiano adivinara la burla. Solamente Antonio,
atreviéndose más de día en día, le pellizcaba los muslos diciendo:
-Magnífica manteca. -Le daba golpecitos en las nalgas,
advirtiendo-: Tocino superior. -Y le alzaba entre sus brazos de viejo coloso,
exclamando-: Pesa ya seiscientos y no tiene merma.
Había establecido la costumbre de que dieran de comer a
"su cerdo" en todas las casas adonde iba. Era la gran diversión de
todos los días.
-Dadle cualquier cosa; lo traga todo.
Y ofrecían al soldado pan y manteca, patatas cocidas,
guisado frío y embuchado; atreviéndose a decir:
-De tu propia carne; de carne de los tuyos.
El soldado, estúpido y dulzón, comía por no despreciar los
ofrecimientos, que juzgaba corteses; agradecido a tantas atenciones, prefería
una indigestión a una negativa, y engordaba mucho, hasta el punto de quedarle
estrecho el uniforme, lo cual llenaba de gozo a "San Antonio" y le
hacía exclamar:
-Cerdo mío, será necesario hacerte otra jaula.
Con todo esto, eran los mejores amigos del mundo, y cuando el
viejo recorría la comarca resolviendo sus negocios, el prusiano le acompañaba
por el solo gusto de ir con él.
El tiempo era crudo; helaba fieramente, y el invierno de 1870 parecía lanzar
sobre Francia todos sus rigores.
Antonio, que preparaba las cosas con tiempo y aprovechaba las
ocasiones, previendo que le faltarían abonos para las labores de la primavera,
compró el estercolero de un vecino que se hallaba necesitado. Convinieron que
iría todas las tardes a llenar un carro, para trasladarlo poco a poco a su
corral.
Diariamente, al anochecer, se ponía en camino hacia la
masía de Los Sauces, distante media legua; "su cerdo" le acompañaba.
Y cada tarde resultaba más divertido el "pienso" que ofrecía al
"animal". Todos los campesinos de las cercanías acudían allí como
van a misa el domingo.
El soldado comenzó a recelar, y cuando todos reían
bárbaramente, los miraba con inquietud; a veces asomaba la cólera a sus ojos.
Una tarde, cuando había comido hasta satisfacerse,
negándose a tomar un bocado más, trató de levantarse para irse. Pero
"San Antonio" le detuvo, poniendo sus pesadas manos sobre los hombros
del soldado y haciéndole sentar de nuevo con violencia tal, qué la silla
crujió, rompiéndose.
Aquello produjo una carcajada, y Antonio, radiante, ayudó a
"su cerdo", que se incorporaba difícilmente, frotándole como si le
curara, y dijo:
-Ya que no quieres comer, beberás. ¡Por vida de...!
Y fueron a buscar una botella de aguardiente.
El soldado lanzaba sobre todos miradas coléricas; pero,
aguantándose, bebió, bebió cuanto le ofrecieron, y "San Antonio" le
sostenía la cabeza, con gran regocijo y algazara de los presentes.
El normando, rojo como un tomate y con los ojos encandilados,
llenaba las copas y brindaba, paladeando:
-¡A tu salud!
El prusiano, sin decir una palabra, bebía una tras otra las
copas de coñac.
Era una lucha, una batalla, un desquite. A ver quién
resistía más... Ninguno de los dos podía ya con su alma cuando acabaron la
botella de litro; pero ninguno de los dos quedaba derrotado. Se fueron
apoyándose mutuamente. Sería preciso volver al otro día. Salieron
tambaleándose y andaban junto al carro del estiércol, arrastrado lentamente
por dos caballos.
Comenzaba a nevar, y la noche sin luna se iluminaba
tristemente con los reflejos blanquecinos de la llanura muerta. El frío
aumentaba la embriaguez de los dos hombres, y "San Antonio",
descontento de no haber triunfado, se complacía empujando a su contrincante
para hacerle caer en la cuneta. El otro evitaba estos ataques haciéndose fuerte,
y pronunciaba palabras alemanas, en tono irritado, que hacían reír al
campesino. Al fin, el prusiano se decidió, y cuando Antonio le daba nuevamente
con el hombro para tirarle, recibió un terrible, puñetazo que le descompuso.
Inflamado por el aguardiente, Antonio agarró al soldado por
la cintura, le zarandeó como hubiera hechó con un chiquillo y, empujándole
con brío, lo hizo caer al otro lado de la cuneta. Satisfecho de su obra, se
cruzó de brazos para reír.
Pero el soldado se incorporó ágilmente, con la cabeza
desnuda, porque el casco había rodado, y desenvainando el sable se precipitó
sobre "San Antonio". Al. ver esto el campesino, cogió por la punta su
látigo de acebo, fuerte y flexible como un vergajo.
El prusiano acometió, con la cabeza baja y el sable tendido,
seguro de matar; pero el viejo, apartando con el brazo la hoja cuya punta debía
agujerearle el vientre, dio un golpe tan violento con el puño del látigo en la
cabeza de su enemigo, que rodó éste sin conocimiento.
Después contempló aterrado, estúpido, sorprendido, aquel
cuerpo inmóvil. Se inclinó, lo sacudió, lo examinó durante un rato. El otro
no abría los ojos, y un hilillo de sangre le surcaba la frente. A pesar de que
la noche era oscura. Antonio veía la mancha de sangre sobre la nieve.
Se quedó allí anonadado, mientras los dos caballos
avanzaban tranquilamente con su carga.
¿Qué hacer? ¡Le fusilarían! Quemarían, su casa y
asolarían la comarca. Ocultar el crimen, esconder el cadáver, engañar a los
prusianos.... ¿Cómo? Resonaron lejanas voces en el silencio de. la nieve.
Entonces, apresurado, recogió el-casco, lo puso en la cabeza de la víctima y,
cargando con el cuerpo inerte, corrió con él hasta el carro y lo dejó sobre
el estiércol.
Iba despacio, y, aunque se devanaba los sesos, nada se le
ocurría que aclarase su difícil situación. Se consideraba perdido. Entró en
el corral. Una luz brillaba en una ventana; la criada no estaba dormida, sin
duda. Entonces hizo retroceder el carro hasta el borde del foso donde depositaba
el estiércol, y pensó que volcándolo allí, el cuerpo. colocado encima,
cayendo primero y con más fuerza, quedaría debajo de la carga.
Como lo había previsto, el alemán quedó enterrado en el
estiércol. Antonio allanó la superficie con el.,horcón, que luego clavó en
la tierra. Llamó a su criado para que desenganchara las bestias y las llevase a
la cuadra y se retiró a su alcoba.
Se acostó pensando qué partido debería tomar; pero
ninguna. idea le iluminaba, y su espanto crecía en la inmovilidad del lecho.
¡Fusilado! Sudaba de miedo; castañeaban sus dientes y se incorporó temblando:
no podía parar en la cama.
Bajó a la cocina, cogió la botella de coñac y volvió a su
cuarto; pero al aumentar su embriaguez no disminuía su angustia. ¡Se había
lucido, como hay Dios, realizando aquella torpeza!
Paseaba de un extremo a otro buscando astucias, explicaciones
y engaños, y de cuando en cuando tomaba un sorbo de coñac para reanimar su
espíritu decaído.
Pero no se le ocurría nada: nada.
Hacia medianoche, su perro guardián, una especie de lobo al
cual llamaba "Devorador", comenzó a dar aullidos de muerte. "San
Antonio" sintió frío en los huesos, y cada vez que el animal repetía su
gemido lúgubre y prolongado, un temblor pánico corría por la piel del viejo.
Se había dejado caer sobre una silla, fatigado, abatido. sin
alientos para nada, esperando con ansiedad que "Devorador" aullara de
nuevo y sacudido por todos los sobresaltos con, que el miedo hace vibrar
nuestras fibras.
En el reloj de abajo dieron las cinco. El campesino
enloquecía. Se levantó para que se alejase, para no oírle. Bajó, abrió la
puerta y avanzó en la oscuridad nocturna.
Seguía nevando. Todo estaba cubierto de nieve. "San
Antonio" se acercó a la caseta del perro y lo desató. Entonces
"Devorador" saltó y se detuvo con el pelo erizado, las patas
extendidas, mostrando los colmillos, tendiendo las narices hacia el estercolero.
"San Antonio", temblando de pies a cabeza,
balbució:
-¿Qué te pasa, maldito? -y avanzaba, penetrando con los
ojos la oscuridad incolora del corral.
Y descubrió un bulto: ¡ la forma de un hombre sentado en el
estercolero!
Mirándole se sentía presa de invencible angustia, sin
fuerzas para moverse ni hablar; pero de pronto, viendo clavado en la tierra el
horcón, le empuñó, y arrancándole y esgrimiéndole, en uno de esos arrebatos
que hacen temerarios a los más cobardes, avanzó decidido para ver lo que
tenía delante.
Era el prusiano, que, habiéndose reanimado por el calor del
estiércol, apartó la inmunda capa que le cubría, sentándose maquinalmente,
quedando allí bajo la nieve, atontado aún por la borrachera, aturdido por el
golpe y extenuado por la pérdida de sangre.
Al ver a "San Antonio" hizo un movimiento para
levantarse. Pero el viejo, al reconocerle, rugía como una fiera rabiosa.
-¡ Cochino! ¡ Cochino! ¡ Aun no estás muerto! ¡ Aun
vives! ¡Y vas a denunciarme!... ¡ Aguarda, cochino aguarda!
Y lanzándose contra el alemán, esgrimiendo como una lanza
el horcón, hundió las cuatro puntas de hierro en el pecho del soldado. Este
cayó de espaldas, lanzando un suspiro de agonía, mientras' el viejo campesino,
arrancado el arma de las heridas, la hundió de nuevo en el vientre y en la
garganta después, golpeando como un loco, desde los pies a la cabeza, el pobre
cuerpo, ensangrentado y palpitante.
Luego se detuvo, fatigado, por la violencia de su trabajo,
respirando con ansia el aire frío, satisfecho del crimen realizado.
Y como los gallos cantaban ya, y como el día clareaba, se
decidió a enterrar a su víctima.
Hizo un hoyo en el estercolero, hasta encontrar en el fondo tierra; siguió
ahondando con furia, con toda la energía de sus brazos y de su cuerpo.
Cuando el hoyo fue bastante profundo empujó el cadáver con
el mango del horcón, lo cubrió con tierra primero,. apisonándola; luego puso
el estiércol encima y sonrió, viendo que la nieve completaba su obra,
cubriendo los rastros con su velo blanco.
Clavó el horcón sobre el estiércol y volvió a su cuarto.
La botella de coñac, mediada, le saltó a los ojos, y vaciándola de un trago
se acostó y durmió profundamente.
Al despertar ya no estaba borracho, y su espíritu en calma podía juzgar el
caso y prevenir los acontecimientos.
Recorrió la comarca preguntando a todo el mundo por su
huésped. Visitó a los oficiales para enterarse de los motivos que tuvieron
para retirarle el soldado.
Como era conocida su intimidad, ninguno sospechó y el mismo
"San Antonio" dirigía las pesquisas, afirmando que su alemán iba
todas las noches a caza de aventuras amorosas.
Un gendarme retirado, que tenía una posada en un pueblo
cercano y una hija hermosa y joven, fue detenido y fusilado.
FIN
Ilustración de Dino
Battaglia
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