LA TÍA SAUVAGE
Por Guy de Maupassant
A Georges Pouchet.
I
Quince años habían pasado desde mi última visita a Virelogne. Esta vez fui
durante el otoño, para cazar, y me hospedé en el palacio de mi amigo Serval,
que los prusianos echaron abajo y que él acababa de reconstruir.
Me gustaba extraordinariamente aquel lugar. Existen en el
mundo rincones encantadores que proporcionan una delicia sensual a nuestros
ojos. Los queremos con amor carnal. Cuantos sentimos la seducción del campo,
conservamos un recuerdo emocionado de tal o cual fuente, de este o el otro
bosque, de algunas lagunas, de colinas determinadas, que hemos tenido ocasión
de ver muchas veces y que siempre nos han enternecido, como un acontecimiento
feliz. Hasta en ocasiones vuela nuestro pensamiento hacia un trozo de bosque, un
ribazo o un vergel salpicado de flores, que hemos visto una sola vez en un día
gozoso y que se grabaron en nuestro corazón como ciertas figuras de mujeres
ataviadas de vestidos claros y trasparentes, con las que nos cruzamos en la
calle una mañana de primavera y que nos dejan en el alma y en la carne un
anhelo insatisfecho e inolvidable, la sensación de que la dicha se ha rozado
con nosotros.
Me gustaba todo el campo de Virelogne, sembrado de
bosquecillos y surcado por arroyuelos que parecen venas que corren por el suelo
llevando la sangre a la tierra. ¡Qué cangrejos, truchas y anguilas se pescaban
en ellos! Era una suprema felicidad. Había sitios con profundidad para poder
bañarme, y en las orillas de las minúsculas corrientes crecían altas hierbas
de las que solían levantarse algunas becadas.
Iba yo caminando con la soltura de una cabra, observando a
mis dos perros, que avanzaban en descubierta delante de mí. Serval iba por mi
derecha, a cien metros de distancia, ojeando un alfalfar. Al dar vuelta a los
arbustos que sirven de límite al bosque de Saudres, distinguí una casucha
campesina en ruinas.
Y súbitamente se me apareció en la imaginación tal y como
yo la había visto la última vez que estuve allí, que fue hacia 1869, limpia,
con parras en su fachada y gallinas delante de la puerta. ¿Hay cosa más triste
que el espectáculo de una casa muerta, con su esqueleto en pie, siniestro y
ruinoso?
Recordé también que cierto día que yo iba muy fatigado
entré en ella y una buena mujer me dio a beber un vaso de vino. Serval,
entonces, me contó las vidas de sus moradores. El padre había sido un viejo
cazador furtivo y fue muerto por los gendarmes. El hijo, al que yo conocía de
vista, era un mozo corpulento, que tenía también fama de implacable destructor
de la caza. Los conocía todo el mundo con el nombre de los Sauvages. Ignoro si
se trataba de un mote o de un apellido.
Llamé a gritos a Serval, y éste vino hacia mí a grandes
zancadas. Y le pregunté:
-¿Qué ha sido de la gente de esa casa?
Entonces Serval me contó su aventura.
II
El mozo Sauvage, que tenía treinta y tres años al declararse la guerra, sentó
plaza, quedando su madre sola en casa. Como la gente sabía que la vieja
guardaba dinero, nadie tuvo lástima de ella.
Siguió, pues, viviendo completamente sola en aquella casa
aislada y muy lejos del pueblo, en la linde del bosque. Hay que decir que no
tenía miedo a nada, porque era del mismo temple que sus hombres: alta, enjuta y
ruda; pocas veces se la veía reír y jamás gastaba una broma. Conviene hacer
constar que las campesinas se ríen muy poco. ¡Eso queda para sus hombres! Como
su vida es triste y lúgubre, su alma es también melancólica
y limitada. El campesino se contagia en la taberna un poco de alegría
bulliciosa; pero su compañera no pierde nunca la seriedad y mantiene siempre
una expresión severa. Los músculos de su rostro no han aprendido los
movimientos de la risa.
La tía Sauvage siguió haciendo la vida ordinaria en su
casucha, que se vio muy pronto cubierta por las nieves. Una vez por semana
acudía al pueblo en busca de pan y un poco de carne, pero regresaba en seguida
a su choza. Oyendo hablar de que merodeaban lobos, empezó a salir de casa con
la escopeta del hijo, llena de herrumbre y con la culata desgastada por el roce
de la mano. Era un espectáculo curioso el de aquella mujer alta de estatura,
pero algo encorvada, caminando a grandes zancadas por la nieve, con el cañón
de la escopeta que sobresalía por encima de la cofia negra que se le ceñía
apretadamente a la cabeza, aprisionando sus cabellos blancos, que jamás había
visto nadie.
Y un día llegaron los prusianos, a los que se dio boleta de
alojamiento para todas las casas del pueblo, de acuerdo con la riqueza y
posibilidades de cada familia. A la vieja, considerada como rica, le enviaron
cuatro.
Eran cuatro mocetones de carnes sonrosadas, barbas rubias y
ojos azules; a pesar de las grandes fatigas que habían sufrido hasta entonces,
seguían siendo gordos, y aunque en país conquistado, eran buenos muchachos. Al
verse solos y en casa de una mujer entrada en años, se mostraron llenos de
atenciones con ella, ahorrándole hasta donde les fue posible trabajo y gastos.
Por la mañana hacían su aseo los cuatro alrededor del brocal del pozo, en
mangas de camisa, y en los días más crudos de nieve mojaban en agua abundante
su carne blanca y sonrosada de hombres del Norte, mientras la tía Sauvage iba y
venía, preparando sopa. Después se ocupaban en limpiar la cocina, frotar los
cristales, cortar leña, mondar las patatas, lavar la ropa y desempeñar todas
las tareas de la casa como cuatro buenos hijos alrededor de su madre.
Pero la vieja no dejaba un momento de pensar en el suyo
propio, en aquel hijo alto y enjuto, de nariz corva, ojos pardos y bigotes
tupidos, que formaban sobre sus labios un burlete de pelo negro. Y todos los
días iba preguntando a cada uno de los soldados alojados en su casa:
-¿Sabéis adónde ha ido el regimiento francés número
veintinueve de Infantería? En él sirve mi muchacho.
Ellos contestaban:
-No, nosotros no safemos; nosotros no safemos
nada.
Y pensando en las madres que habían dejado allá lejos,
comprendían el dolor y la inquietud de ésta, prestándole mil pequeños
servicios. Hay que decir que ella había tomado afecto a aquellos cuatro
enemigos. Los campesinos no sienten los odios patrióticos; esto se queda para
las clases superiores. Los humildes, los que pagan más que nadie porque son
pobres y toda carga nueva los abruma; los que se hacen matar en masa; los que
constituyen la verdadera carne de cañón, porque con ellos se forma la
cantidad; los que más cruelmente sienten las atroces desdichas de la guerra,
porque son los más débiles y de menos resistencia, no alcanzan a comprender
estos ardores belicosos, nuestro excitable sentido del honor y las pretendidas
combinaciones políticas que aniquilaban en seis meses a dos naciones, lo mismo
a la vencedora que a la vencida.
Cuando salía la conversación acerca de los alemanes
hospedados en casa de la tía Sauvage, solían decir las gentes del pueblo:
-Esos cuatro ya han encontrado su nido.
Pues bien: cierta mañana en que la vieja se encontraba sola
en su casa, distinguió a lo lejos en la llanura a un hombre que venía en
dirección a su casa. No tardó en ver que se trataba del peatón que
distribuía el correo. Este entregó a la tía Sauvage un papel doblado, y ella
sacó del estuche las gafas que empleaba para coser, y leyó:
"Señora Sauvage: Esta es para darle una noticia triste.
Ayer una bala de cañón ha matado a su hijo Víctor, cortándole en dos
pedazos. Yo estaba muy cerca de allí, porque en la compañía formamos uno al
lado del otro, y solía hablarme de usted diciéndome que si le ocurría alguna
desgracia se lo comunicase a usted sin tardar un solo día.
"Le retiré del bolsillo el reloj para llevárselo a
usted cuando termine la guerra.
"La saludo amistosamente,
Cesóreo Rivot
Soldado de 2ª clase del
29 de Infantería."
La carta estaba fechada tres semanas atrás.
No lloró. Se quedó inmóvil, tan sobrecogida y aturdida,
que aún no llegaba a sentir dolor. Pensaba solamente: "Ya está; han
matado a Víctor".
Después, y poco a poco, se le vinieron las lágrimas a los
ojos y el dolor invadió su corazón. Una después de otra, horribles,
martirizadoras, acudían las ideas a su cabeza. De modo que ya nunca más
podría dar un beso a su hijo, a su muchachote. Los gendarmes habían matado al
padre, y los prusianos, al hijo... Una bala de cañón lo había partido en dos.
Parecíale ver la realidad, la horrenda realidad: su cabeza, que caía con los
ojos muy abiertos, mientras se mordía el borde de su abultado bigote, como
solía hacerlo en los momentos en que estaba furioso.
¿Y qué habrían hecho después de su cadáver? ¡Si, al
menos, le hubiesen devuelto al hijo tal cual le devolvieron a su marido, con el
balazo en mitad de la frente!
Oyó en aquel instante rumor de voces. Eran los cuatro
prusianos que regresaban del pueblo. Ocultó rápidamente la carta y los
recibió tranquila, con su cara de siempre, después de enjugarse bien los ojos.
Los cuatro se reían con aire de satisfacción, porque
traían un hermoso conejo, que, sin duda, habían robado dando a entender por
gestos a la vieja que iban a comer cosa buena.
La señora Sauvage puso inmediatamente manos a la obra para
preparar la comida; pero, en el momento de matar el conejo, desfalleció. ¡A
pesar de que no era, ni mucho menos el primero! Uno de los soldados acabó con
él de un golpe detrás de las orejas.
Muerto el animal, lo despellejó, sacando el cuerpo rojo de
sangre; al manipularlo con sus dedos, al ver sus manos cubiertas de aquella
sangre tibia que se iba enfriando y coagulando, tembló de pies a cabeza, porque
se le representaba a su muchacho cortado en dos, rojo también de sangre, como
aquel animal que aún palpitaba.
Se sentó a la mesa con sus prusianos, pero no pudo comer ni
siquiera un bocado. Ellos se lo comieron sin prestarle atención. La vieja los
miraba de soslayo, sin hablar palabra, porque estaba madurando una idea, aunque
había tal impasibilidad en su semblante, que los prusianos no se dieron cuenta
de nada.
De improviso les preguntó:
-¿Cómo os llamáis? Va para un mes que estamos juntos, y
aún no sé vuestros nombres.
Aunque les costó algún trabajo, comprendieron lo que
quería, y se lo dijeron. Pero no se dio por satisfecha; hizo que se los
escribiesen en un papel, con las direcciones de sus familiares; se caló a
continuación las gafas en su prominente nariz y estuvo contemplando aquella
clase de letra desconocida para ella; dobló después la hoja de papel y se la
metió en el bolsillo, puesta dentro del pliegue de la carta en que le
comunicaban la muerte de su hijo.
Terminada la comida, dijo a los soldados:
-Voy a ocuparme de vosotros.
Y empezó a subir heno al granero en que dormían.
Se sorprendieron al principio; pero ella les explicó que
así tendrían menos frío, y se pusieron a ayudarla. Iban amontonando los haces
de heno, hasta que tocaban con el techo de bálago, acabando por formar de este
modo una especie de habitación cuadrada con sus cuatro paredes de forraje,
abrigada y bienoliente; allí se dormiría a maravilla.
A la hora de la cena, uno de los soldados se manifestó
intranquilo viendo que la tía Sauvage no probaba tampoco bocado. Ella les
contestó que se sentía atacada de cólicos. Encendió después una buena
fogata para calentarse. Los cuatro alemanes subieron a su dormitorio por la
escalera portátil de que se servían todas las noches.
En cuanto cerraron la trampa del granero, quitó la vieja la
escalera, abrió sin hacer ruido la puerta exterior y salió a buscar gavillas
de paja, llenando con ellas la cocina. Caminaba sobre la nieve con los pies
descalzos, tan silenciosamente que nadie podía oírla. De vez en cuando se
ponía a escuchar los ronquidos sonoros y desiguales de los cuatro soldados
dormidos.
Cuando le pareció que ya todo estaba a punto, echó en el hogar una de las
gavillas, y al verla ya bien encendida fue desparramándola por encima de las
otras. Después salió a la puerta y se quedó mirando.
Una violenta claridad iluminó en pocos segundos todo el
interior de la casucha, que quedó inmediatamente convertida en un espantoso
brasero, en un horno encendido, gigantesco, cuyos resplandores brotaban por la
estrecha ventana, arrojando su luz sobre la nieve.
Y de pronto estalló un chillido desgarrador en la parte
superior de la casa, y al chillido siguió un coro de aullidos humanos, de
gritos de socorro en que vibraban la angustia y el espanto. Al hundirse la
trampa, penetró en el granero un torbellino de fuego, que prendió en el tejado
de bálago y no tardó en subir hacia el cielo como la llama de una inmensa
antorcha. Toda la casa ardió.
Ya no se oía más que el chisporroteo del incendio, el
crujir de las paredes, la caída de las vigas. De repente se vino abajo todo el
techo, y la armazón en llamas de la casa lanzó al aire, entre una nube de
humo, un enorme penacho de chispas.
Los campos blancos, iluminados por el resplandor del fuego,
brillaban lo mismo que un mantel de plata teñido de rojo.
Una campana, a lo lejos, empezó a dar la alarma.
La tía Sauvage permanecía en pie, contemplando la
destrucción de su casa, y empuñando una escopeta, la de su hijo, por si alguno
de los hombres escapaba con vida.
Cuando vio que ya todo estaba consumido, arrojó el arma a
las brasas. Resonó un disparo.
Acudía la gente: campesinos, prusianos.
Encontraron a la dueña de la casa sentada en el tronco de un
árbol, tranquila y satisfecha.
Un oficial alemán, que hablaba el francés tan bien como un
hijo de Francia, le preguntó:
-¿Dónde están vuestros soldados?
La mujer extendió su delgado brazo hacia el rojo montón del
incendio, que se iba extinguiendo, y les contestó con voz firme y clara:
-¡Ahí dentro!
Todos la rodearon. El prusiano preguntó:
-¿Cómo empezó el incendio?
Ella dijo solemnemente:
-Fui yo quien prendió fuego a la casa.
Nadie creyó lo que decía, y se imaginaron que el desastre
la había enloquecido. Ella, entonces, viéndose rodeada de todos y que todos
estaban pendientes de sus palabras, contó desde el principio hasta el fin lo
sucedido; desde la llegada de la carta hasta el último grito de los hombres
cuando ya se quemaban dentro de la casa. No se calló un solo detalle de las
sensaciones que había experimentado, ni de lo que había hecho.
Cuando acabó de contarlo todo, sacó del bolsillo dos
papeles, y para distinguirlos bien, a los últimos resplandores del incendio,
volvió a calarse las gafas, y exclamó, mostrando uno de ellos:
-Este es el de la muerte de Víctor -enseñó después el
otro, y señalando las rojas ruinas con un gesto de su cabeza, agregó-: He
aquí sus nombres, para que se lo notifiquen a sus familias -alargó
tranquilamente la hoja al oficial, que la sujetaba por los hombros, y siguió
diciendo-: Escríbales usted todo lo ocurrido, y dígales a sus padres que soy
yo quien lo ha hecho; yo, Victoria Simón, la Sauvage. ¡No se olvide!
El oficial daba órdenes en alemán. Se apoderaron de ella,
la empujaron hacia el muro, caliente todavía, de su casa. Doce hombres formaron
rápidamente en línea frente a ella, a veinte metros de distancia. La tía
Sauvage no se movió. Había comprendido y esperó.
Se oyó una voz de mando, a la que siguió una larga
detonación. Luego un tiro, distanciado de los demás.
La vieja no cayó hacia adelante. Se desplomó verticalmente,
como si le hubiesen segado las piernas.
El oficial prusiano se acercó. La tía Sauvage estaba como
cortada en dos y conservaba en su mano crispada la carta, tinta en sangre.
Mi amigo Serval agregó:
-En represalia de este hecho, los alemanes destruyeron el
palacio del pueblo, que era de mi propiedad.
Pero yo sólo podía pensar en las madres de aquellos cuatro
buenos muchachos que perecieron quemados dentro de la casa, y en el atroz
heroísmo de aquella otra madre, fusilada de espaldas a la pared.
Recogí una piedrecilla, ennegrecida todavía por el fuego.
FIN
Ilustración de Dino
Battaglia
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