EL VAGABUNDO
Por Guy de Maupassant
Llevaba más de un mes caminando en busca de trabajo por todas partes. Por
falta de él había dejado su país, Ville-Avaray, en la Mancha. Maestro
carpintero, de unos veintisiete años, honrado trabajador, había estado
durante dos meses sosteniendo a su familia, por ser el mayor de los hijos,
teniendo que cruzarse de brazos ante la escasez de todo. El pan empezó a
faltar en la casa; las dos hermanas trabajaban a jornal, pero sus ganancias
eran escasas, y él, Santiago Randel, el más fuerte, no hacía nada porque no
tenía nada en qué emplearse y había de comerse la ración de los otros.
Entonces se presentó en la Alcaldía y el secretario le dio esperanzas de
encontrar trabajo en el Departamento Central. Partió, pues, provisto de
papeles y certificados, con siete francos en el bolsillo y llevando al hombro,
en un pañuelo azul sujeto al extremo de un palo, un par de zapatos de
repuesto, un pantalón y una camisa.
Había caminado sin descansar, ni de día ni de noche, por
interminables caminos, bajo el sol y la lluvia, sin llegar nunca a ese país
misterioso donde encuentran trabajo fácilmente los obreros.
Se había empeñado, desde un principio, en que no debía
trabajar más que de carpintero, puesto que ese era su oficio. Pero en todos
los talleres en que se presentaba le respondían que acababan de despedir
obreros por falta de demandas, y terminó por decidirse, al encontrarse falto
de recursos, a aceptar la primera colocación que le saliera al encuentro. En
poco tiempo fue picapedrero, mozo de cuadra, empedrador, leñador, pocero,
albañil, cestero y hasta pastor, todo mediante una mezquina retribución, que
él mismo proponía para tentar la codicia de aldeanos y patrones, que a pesar
de todo, una vez terminado su trabajo, se deshacían de él. Luego, durante
una semana, si no encontraba nueva ocupación, consumía lo que tenía y
muchas veces sólo comía un pedazo de pan, gracias a la caridad de algunas
mujeres, a quienes pedía desde el umbral de las puertas a su paso por las
calles. Llegaba la noche, y Santiago Randel, harapiento, con el estómago
vacío, las piernas destrozadas y el alma angustiada, marchaba descalzo sobre
la hierba por el borde del camino, para conservar el último par de zapatos,
pues los primeros hacía tiempo no existían.
Era un sábado a fines de otoño. Espesas, nubes grises
cruzaban el cielo rápidamente, arrastradas por el viento que gemía entre los
árboles. El tiempo amenazaba lluvia; el campo estaba desierto, porque había
oscurecido y era víspera de fiesta. De trecho en trecho, en medio de la
huerta, se elevaban, semejantes a grandes hongos amarillos, montones hacinados
de paja trillada; las tierras, desnudas de toda vegetación, ocultaban en su
seno la simiente de la próxima cosecha. Randel sintió hambre, un hambre
brutal, una de esas hambres que arroja al lobo sobre el hombre. Extenuado,
alargaba el paso para llegar antes; y con la cabeza pesada, sintiendo el
zumbido de la sangre en los oídos, los ojos inyectados, la boca seca,
apretaba su palo convulsivamente, sintiendo el vago deseo de apalear al primer
transeúnte que encontrase entrando en su casa a cenar.
Miraba los bordes del sendero, sin apartar de su memoria la
imagen de un montón de patatas desenterradas y esparcidas por el suelo. Si
hubiera encontrado unas cuántas, hubiera reunido unas ramas secas y allí, en
el mismo barranco, después de hacer fuego, se hubiera proporcionado una buena
cena con aquellos redondos tubérculos, bien asados, que con seguridad
hubieran hecho desaparecer el frío que le crispaba las manos.
Pero la época de la patata había pasado y habría de
contentarse con roer, como había hecho la víspera, una remolacha cruda
arrancada de uno de aquellos surcos.
Dos días después hablaba en voz alta consigo mismo,
alargando el paso. por la obsesión de sus ideas. No había pensado hasta
entonces nada en concreto; todas sus facultades, su inteligencia entera, la
había puesto al servicio de su profesión.
Pero la fatiga, la encarnizada persecución de un trabajo
que no hallaba, las repulsas, las malas acogidas, las noches pasadas sobre la
hierba, el ayuno y el desprecio. que notaba por parte de los bien acomodados
que le tomaban por vagabundo; el consejo diariamente recibido: "¿Por
qué salió usted de su pueblo?"; la tristeza de no poder ocupar en nada
sus robustos y forzudos brazos; el recuerdo de sus padres abandonados en el
pueblo, sin recursos casi, iban acumulándola poco a poco en su corazón una
sorda cólera, amasada cada día, cada hora, cada minuto con nuevos ultrajes y
que iba saliendo a la superficie a pesar de él, traduciéndose en frases
cortas e irritadas.
Al tropezar continuamente en los guijarros que rodaban bajo sus pies
descalzos, refunfuñaba: "¡ Desgracia... miseria ... montón de
cochinos..., dejar reventar de hambre a un hombre ... a un trabajador...
montón de cochinos..., ni cuatro cuartos ... ni un céntimo... y ahora a
llover ... eso faltaba ... cochinos, más que cochinos!"
Y se indignaba con las injusticias de la suerte, tomando
por testigos a todos los hombres, de que la naturaleza, nuestra madre común,
era ciega, injusta, pérfida y feroz. Y repetía entre dientes:
"¡Montón de marranos!", contemplando al mismo tiempo la pequeña
nube de humo gris que salía de los tejados de una aldea cercana a aquella
hora, que era la de cenar. Y sin reflexionar en la otra injusticia humana, que
se llama violencia y robo, sentía ardientes deseos de correr hacia el pueblo,
entrar en una de sus casas, aplastar a los habitantes y sentarse en su lugar a
la mesa.
"Yo tengo el derecho de vivir -decía-, y ahora con
mas razón, puesto que me dejan reventar de hambre... ¡cochinos! ... yo no
pido más que trabajo, nada más, ¡cochinos!" Y el dolor de sus
miembros, el dolor de su estómago, el dolor de su corazón se le subía a la
cabeza como una especie de formidable borrachera, haciendo nacer en su cerebro
esta idea sencilla: "¡Tengo el derecho de vivir, puesto que el aire es
de todos! ¡No hay derecho alguno que pueda privarme del pan que necesito para
alimentarme!"
Caía una lluvia fría, espesa y helada. Se detuvo,
murmurando: "¡ Miseria..., desgracia ... todavía un mes de camino para
volver a casa!" ... Y en efecto, volvía allá pensando en que era más
fácil encontrar pronto en qué ocuparse en su pueblo natal, donde era
conocido, que en aquellas carreteras en las que a todos se hacía sospechoso.
Puesto que la carpintería no prosperaba, seria peón de
albañil, yesero, picapedrero, cualquier cosa. Aunque no ganara más que
veinte sueldos diarios, tendría, por lo menos, para comer.
Se arrolló al cuello lo que restaba de su último
pañuelo, un pingajo, a fin de impedir que el agua fría se escurriese por el
pecho y la espalda; pero pronto sintió que atravesaba la delgada tela de sus
ropas e instintivamente lanzó a su alrededor una angustiosa mirada, en la que
se retrataba el dolor de no encontrar un sitio donde guarecerse, donde
resguardar su cuerpo, donde apoyar su cabeza.
Llegó la noche, cubriendo de sombra los campos; Allá
lejos, en un prado, percibió una mancha oscura sobre la hierba; era una vaca.
Atravesó el barranco y se dirigió hacia allí sin darse cuenta de lo que
hacía. Cuando llegó cerca de ella, el animal levantó al verle su gruesa
cabeza. "Si siquiera tuviera un cacharro -pensó--, podría beber un poco
de leche". Miraba a la vaca, que, a su vez, no separaba los ojos de él;
le dio un puntapié en el vientre, diciéndole: "jArriba!", y el
pobre animal se levantó lentamente, dejando al descubierto las colgantes y
pesadas ubres; se acostó entre las patas del animal, tendiéndose boca
arriba, y bebió con avidez largo tiempo, estrujando con ambas manos el tibio
pezón que aún olía a establo. Y bebió tanto, que se hartó de leche en
aquella fuente vivificadora.
La lluvia caía ahora más espesa y glacial y en toda la
llanura desierta no había un abrigo donde refugiarse. Tenía frío; de cuando
en cuando veía brillar entre los árboles la luz que filtraban las ventanas
de una casa.
La vaca se había vuelto a acostar pesadamente. Se sentó a
su lado, acariciándole la cabeza, agradecido del alimento que le había
proporcionado. El aliento tibio y fuerte del animal saliendo de su hocico como
dos chorros de vapor, acariciaba la cara del trabajador, que le decía:
"¡No debes tener frío ahí dentro, como yo!" Y le daba palmaditas
en el pecho e introducía sus manos bajo las patas para buscar calor. Entonces
tuvo una idea; acostarse y pasar la noche arrimado a aquel tibio y grueso
vientre; buscó un sitio donde acomodarse, y por fin recostó su cabeza sobre
las voluminosas ubres que acababan de prestarle su alimento. Quebrantado de
fatiga, no tardó en dormirse. Se despertó varias veces con el pecho o la
espalda helados, según el costado que aplicaba al vientre del animal;
entonces daba una vuelta para calentarse y secar la parte del cuerpo que
había quedado expuesta al relente de la noche y se dormía otra vez
pesadamente.
El canto de un gallo le hizo ponerse en pie. Amanecía; no
llovía ya y el cielo aparecía puro y despejado. 'La vaca descansaba aún con
el hocico pegado al suelo; se inclinó, apoyándose sobre las palmas de las
manos, y besando el húmedo y caliente hocico, le dijo:
-Adiós, hermosa ... hasta otra vez; eres un animal
caritativo ... Adiós.
Y después que se hubo calzado, emprendió su marcha.
Durante dos horas avanzó por el mismo camino de siempre, hasta que el
cansancio le produjo una lasitud tan grande que se vio precisado a tomar
asiento sobre la hierba. Ya había salido el sol; las campanas de las iglesias
repicaban; mujeres con blanca cofia, unas a pie y otras en carritos,
comenzaban a pasar por el camino en dirección a los pueblos vecinos, a
festejar el domingo con sus amigos o parientes.
Vio un aldeano, ya de edad, que conducía delante de é1 un
rebaño de corderos que balaban inquietos, y que un perro hacía marchar
agrupados, corriendo tras los revoltosos que pretendían separarse de sus
compañeros.
-¿No tendría trabajo para un obrero muerto de hambre? -preguntóle
Randel, levantándose y saludando.
-No tengo trabajo para la gente que encuentro por los
caminos -contestó, el pastor, midiendo de pies a cabeza al vagabundo con
recelosa mirada.
Y el carpintero volvió a sentarse al borde del camino.
Allí esperó largo tiempo, viendo desfilar delante de él a los campesinos y
buscando una buena cara, un rostro compasivo, para volver a formular su
petición. Al fin, se decidió a dirigirse a una especie de burgués, bien
abrigado, con un largo gabán desabrochado que dejaba ver una cadena de oro
cruzando su pecho.
-Busco trabajo hace dos meses -le dijo-: no encuentro nada
y no tengo ni un céntimo en el bolsillo.
-Debías haber leído -le contestó el burgués- el bando
fijado a la entrada del pueblo prohibiendo la mendicidad en el territorio de
la comuna. Soy el alcalde, y si no te marchas pronto, de prisa, te haré
detener.
Randel, a quien empezaba a dominar la cólera, murmuro:
-Hágame detener, si quiere, tal vez será mejor para mí;
al menos no me moriré de hambre.
Y se volvió a sentar sobre la senda.
Aún no había transcurrido un cuarto de hora, cuando dos
gendarmes aparecieron en el camino. Marchaban despacio, juntos, bien vestidos;
sus sombreros de hule relucían al sol; brillaban los ribetes amarillos de sus
trajes y los botones de metal como si desde lejos quisieran espantar a los
malhechores y hacerles huir.
El carpintero, a pesar de estar persuadido de que venían
por él, no se movió; estaba poseído de una sorda rabia y de un gran deseo
de desafiarlos, de ser cogido y de vengarse mas tarde de ellos.
Los gendarmes se aproximaron sin parecer percatarse de él,
marchando con ese paso marcial zambo y pesado como el de un ganso. De pronto,
al pasar a su lado, hicieron ademán de haberlo descubierto, y parándose,
empezaron a mirarle de pies a cabeza con gesto amenazador y furioso.
-¿Qué hace usted aquí? -le preguntó el cabo, avanzando
hacia él.
-Descansar -respondió Santiago tranquilamente.
-¿De dónde, viene?
-Si fuera a enumerarle todos los pueblos por donde he
pasado, tendría para más de una hora.
-¿A dónde va usted ahora?
-A Ville-Avaray.
-¿ Dónde está eso?
-En la Mancha.
-¿Es el pueblo de usted?
-Es mi pueblo.
-¿Por qué se ha marchado usted de él?
-Para buscar trabajo.
El cabo se volvió hacia su compañero y con el tono
colérico del que está cansado de oír la misma superchería, exclamo:
-Todos estos granujas dicen lo mismo. Conozco el sistema.
-¿Tiene usted sus papeles en regla? -dijo, volviéndose al
carpintero.
-Sí, señor.
-Muéstrelos.
Randel sacó de su bolsillo sus papeles, sus certificados,
pobres y mugrientos documentos que estaban hechos pedazos, y los alargó al
gendarme.
Este los deletreó mascullando. Después convencido de que
estaban al corriente, se los devolvió, con el aire descontento del hombre a
quien se le acaba de jugar una mala partida.
-¿Lleva dinero encima? -preguntó de nuevo, después de
unos momentos de reflexión.
-No.
-¿Nada?
-Nada.
-¿Ni un céntimo siquiera?
-Ni un céntimo.
-Entonces, ¿de qué vive usted?
-De lo que me dan.
-¿Mendigando?
-Cuando puedo -respondió Randel, resueltamente.
Entonces el gendarme con tono solemne declaró:
-Ha sido, sorprendido usted en flagrante delito de vagancia
y de mendicidad sobre el camino, y le ordeno que me siga.
-Adonde quiera -contestó el carpintero, levantándose.
Y colocándose entre los gendarmes, antes de recibir la
orden, añadió:
-Préndame; al menos estaré bajo techo cuando llueva. Y se
dirigieron hacia el pueblo, del que se veían los tejados, a través de los
árboles desprovistos de hojas, desde un cuarto de legua de distancia.
Era la hora de la misa mayor cuando atravesaron el pueblo.
La plaza estaba llena de gente formando calle para ver pasar al malhechor, al
que seguían corriendo una nube de chiquillos. Aldeanos y aldeanas le
contemplaban al verle pasar, y en sus miradas se notaba el ardiente deseo de
apedrearlo, de arañarlo, de magullarlo a patadas. Unos decían que era un
ladrón; otros aseguraban que un asesino. El carnicero, antiguo sargento,
afirmaba que era un desertor; el estanquero creía reconocer en él a un
pordiosero que le había pasado aquella misma mañana una moneda de dos reales
falsa, y el quincallero apostaba a que aquél era el misterioso asesino de la
viuda Malet, que la policía buscaba hacia seis meses.
En la sala del Concejo Municipal, donde le hicieron entrar
sus guardianes, Randel encontró al alcalde sentado ante la mesa-despacho,
teniendo a su lado al secretario.
-¡Hola, hola! -exclamó el magistrado-. ¡Ya estás aquí,
valiente! ¿No te dije que te haría encerrar? ¿Qué ha sucedido, cabo?
-Un vagabundo sin casa ni hogar, señor alcalde -respondió
éste-, sin recursos y sin dinero encima, según é1 mismo afirma, arrestado
en pleno ejercicio de mendicidad y vagancia, provisto de certificados de buena
conducta y de documentos en regla.
-Vamos a ver esos papeles -dijo el alcalde.
Los cogió, los leyó y releyó, y después de
devolvérselos, ordenó:
-Regístrenlo.
Los gendarmes lo registraron, sin encontrar nada. El
alcalde, perplejo, preguntó al obrero:
-¿Qué hacías esta mañana sobre el camino?
-Buscaba trabajo.
-¿Trabajo?..: ¿En el camino?
-¿Cómo había de encontrarle si me escondiera en el
bosque?
Y se contemplaron los dos con un odio de animales
pertenecientes a dos especies distintas:
-Voy a ponerte en libertad -dijo el alcalde-; ¡pero
cuidado con que te vuelva a encontrar!
-Mejor quiero que me encierre -dijo el carpintero-; estoy
cansado de correr por los caminos.
-Cállate -ordenó el alcalde con severidad.
-Y volviéndose a los gendarmes:
-Lleven a este hombre -les dijo- hasta doscientos metros
del pueblo y déjenlo continuar su camino.
-Denme de comer siquiera -murmuró el obrero.
-¡No faltaba más! -exclamó el alcalde, indignado-. No
tengo obligación de alimentarte. ¡Estaría bueno!
-Si me dejan marchar hambriento -repitió Randel con tono
firme- me obligarán a que haga una barbaridad. Tanto peor para ustedes, los
satisfechos.
-¡Llévenselo en seguida, porque acabaré por incomodarme!
- dijo el alcalde levantándose.
Los gendarmes cogieron entonces por ambos brazos al
carpintero y lo arrastraron. Se dejó llevar así hasta las afueras del
pueblo, donde siguiendo el mismo camino, y una vez llegados al poste
kilométrico que señalaba los doscientos metros convenidos, dijo el cabo:
-Aquí es; andando y de prisa; que no lo vuelva a ver más
en el pueblo, o sabrá quién soy yo.
Randel se puso en marcha sin responder y sin saber a punto
fijo dónde se dirigía. Durante quince o veinte minutos caminó, embrutecido
de tal modo, que no se le ocurría ni una idea ni un pensamiento.
De pronto, al pasar por frente a una casita, cuya ventana
estaba abierta, percibió un olor de comida tan agradable, que le hizo
detenerse junto a la puerta. Sintió hambre, un hambre feroz, devoradora,
enloquecedora, que le atraía como a una bestia inconsciente hacia aquella
casa solitaria.
-¡Por Cristo vivo! -exclamó en voz alta e irritada-, es
preciso que me den de comer cualquiera cosa esta vez.
Y empezó a golpear la puerta fuertemente con su palo;
nadie respondió; aporreó con más fuerza, gritando:
-¿No hay nadie en esta casa? ¡Abran por favor! ... ¡Eh,
abran!
-Nadie se movía en el interior; aproximándose a la
ventana la empujó y el aire encerrado en la cocina, un ambiente tibio y lleno
de olores de carne cocida, de sopa exquisita y de coles hervidas le acarició
el estómago hambriento, escapándose luego arrastrado por el viento frío del
exterior.
De un salto el carpintero entró en la casa; sobre una mesa
había colocados un par de cubiertos; sin duda los propietarios habían ido a
misa y dejado a punto, sobre el fuego, la comida, el buen guisado del domingo,
con la sopa de legumbres substanciosas.
Un pan tierno se veía sobre la chimenea, entre dos
botellas llenas al parecer. Randel se arrojó violentamente sobre el pan y lo
mordió con tanta violencia como si tratase de estrangular a un hombre; luego
empezó a tragar con avidez grandes trozos; el olor de la carne cerca de él
le atrajo hacia la chimenea, y después de levantar la tapa de la olla metió
en ella un tenedor y sacó un gran pedazo de ternera atada con un bramante.
Después de esto, cogió unas berzas, unas zanahorias, algunas cebollas, y
cuando llenó una silla de provisiones, lo puso todo sobre la mesa y
sentándose enfrente cortó la ternera en cuatro partes y empezó a comer como
si estuviera en su casa. Cuando hubo devorado casi todo el pedazo de carne y
una buena cantidad de aquellas legumbres, notó que tenía sed y cogió las
dos botellas que había sobre la chimenea. Apenas vertió el líquido en su
vaso, conoció que era un vino excelente. Tanto mejor; aquello era caliente,
le encendería la sangre, que buena falta le hacía después de haber tenido
tanto frío; y bebió.
A pesar de haber perdido la costumbre, encontró buena la
bebida y se sirvió un vaso lleno, vaciándolo en dos sorbos. Y casi
repentinamente se sintió alegre, resucitado por el alcohol, contento y
decidor como si dentro de su estómago sintiese un gran consuelo. Y continuó
comiendo con más tranquilidad, mojando pedazos de pan en el caldo. Las sienes
le latían con fuerza, la piel se le iba poniendo ardiente. Sintió a lo lejos
el tintineo de una campana; era que la misa había concluido. Y obedeciendo al
instinto más que al miedo, a ese instinto de. conservación que guía y hace
perspicaces a los que se encuentran en peligro, se levantó de su asiento y
después de introducir en sus bolsillos el resto del pan y una de las botellas
de vino saltó por la ventana al camino.
Aún no se divisaba nadie. Entonces se puso en marcha, pero
en vez de seguir el camino real tomo a través del campo, en dirección a un
bosque que desde allí se divisaba.
Se sentía fuerte, alegre, contento de lo que acababa de
hacer y tan ágil que saltaba a pies juntos de un solo salto las zanjas de la
huerta.
Cuando llegó bajo los árboles, sacó de su bolsillo la
botella y se puso a beber a grandes tragos, sin interrumpir su marcha.
Empezaban a embrollarse sus ideas, a turbársele la vista y sus piernas
entorpecidas le hacían dar frecuentes traspiés. Luego lanzó al aire una
antigua canción popular.
Marchaba entonces sobre una espesa alfombra de húmeda y
fresca hierba. Aquel dulce tapiz le produjo una loca alegría y un deseo
infantil de hacer cabriolas. Tomó carrera y después de cada voltereta
volvía a cantar la misma canción.
De pronto se encontró al borde de un camino en desmonte, y
vio venir hacia él una mujer ya madura, una criada que volvía al pueblo,
llevando un garrafón de leche en cada mano, separados del cuerpo por un aro
de cuba. Randel la esperó, inclinado, con los ojos encendidos como los de un
perro a la vista de una codorniz.
Al llegar junto a él, alzó la vista la mujer y se echó
reír gritándole:
-¿Era usted el que cantaba?
Sin responder palabra, el carpintero saltó al camino, a
pesar de la altura del talud, que no bajaba de seis pies.
-¡Que susto me ha dado usted! -dijo ella al verle su lado.
El desgraciado no la oía; estaba borracho, loco, poseído
de otra rabia más voraz que el hambre; poseído de la fiebre alcohólica y de
la furia de un hombre que ha carecido de todo durante dos meses y que es
fuerte y joven; poseído de todos los apetitos del macho, de todas las
necesidades de la carne.
La mujer retrocedía ante él, asustada de su semblante, de
su mirada, de su boca entreabierta, de sus brazos extendidos. Randel la cogió
por los hombros y sin decirle una palabra la tumbó sobre el camino. Los
garrafones cayeron, rodando con estrépito y vaciándose por completo, y la
mujer empezó a gritar hasta que, convencida de que no había de servirle de
nada llamar en aquel desierto, y comprendiendo que no se trataba de un
asesinato, cedió sin gran pena, sin incomodarse, porque aunque brutal, el
joven era fuerte y viril. Pero al levantarse y ver sus garrafones vacíos,
sintió tal furor, que arrojándose a su vez sobre el hombre y quitándose un
zapato, le amenazó con romperle la cabeza si no le pagaba la leche.
Pero Randel, despreciando este ataque violento y
sintiéndose un poco despejado, echó a correr con toda la ligereza de sus
piernas, asustado, espantado de lo que acababa de hacer, mientras que ella le
arrojaba piedras, algunas de las cuales le alcanzaron en la espalda.
Corrió largo tiempo, hasta que sintiéndose cansado de un
modo extraordinario y viendo que sus piernas se negaban a continuar, se
acostó al pie de un árbol; sus ideas eran confusas, había perdido el
recuerdo de todo y la facultad de pensar.
A los cinco minutos dormía profundamente. Un gran golpe le
despertó y al abrir los ojos vio dos tricornios de hule inclinados sobre él
y conoció los dos gendarmes de aquella mañana, que le estaban atando los
brazos.
-Ya sabía yo que nos volveríamos a ver -le dijo
burlonamente el cabo.
Randel se levantó sin responder palabra. Los gendarmes lo
sacudían, prontos a tratarlo con más rudeza si hacía un gesto, porque desde
aquel momento era suyo; ya era prisionero; una especie de pieza cobrada por
estos cazadores de criminales que no soltarían ya.
-¡En marcha! -ordenó el gendarme.
La noche se aproximaba, extendiendo sobre la tierra el velo
pesado y siniestro de una crepúsculo de otoño. Al cabo dé una media hora
llegaron al pueblo. Todas las puertas estaban abiertas, pues ya se sabía lo
sucedido. Aldeanos y aldeanos, poseídos de cólera, como si ellos hubieran
sido los robados, como si ellas hubieran sido las violadas, querían ver
entrar al miserable para insultarle y maltratarle. Fue una gritería que
empezó en la primera casa para terminar en la Alcaldía, donde el alcalde,
deseando vengarse también del vagabundo, esperaba con impaciencia.
-¡Hola, valiente! ¡Ya estamos aquí! ... -le gritó desde
lejos.
Y se frotaba las manos, contento como nunca.
-Ya lo había dicho yo; ya lo habla dicho yo -repetía-,
con sólo verlo en el camino.
Y en un desbordamiento de alegría, exclamó:
-¡Ah, miserable, granuja, pillo, indecente: ya tienes
techo por lo menos para veinte años!
FIN |