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EL
VIAJE DEL HORLA
Había
recibido, durante la mañana del 18 de julio, el siguiente telegrama:
“Buen tiempo. Continúan mis predicciones. Fronteras belgas. Salida
del material y del personal a mediodía, a la sede social. Comienzo de
maniobras a las tres. Así pues, os espero en la fábrica a partir de
las cinco. JOVIS.” A
las cinco en punto yo entraba en la fábrica de gas de la Villette.
Parecían las ruinas colosales de una ciudad de cíclopes. Enormes y
oscuras avenidas se abren entre los pesados gasómetros alineados uno
detrás del otro, semejantes a columnas monstruosas, truncadas,
inigualmente altas y que sin duda portaban en otra época algún
espantoso edificio de hierro. En
el patio de entrada, donde yacía el aerostato, un enorme disco de tela
amarilla, aplastado contra el suelo, bajo una red. Se le llama la
puesta en espera de la pesca; y de hecho tiene el aspecto de un
enorme pez pescado y muerto. Doscientas
o trescientas personas lo observan, sentadas o de pie, o bien examinan
la barquilla, una hermosa cesta cuadrada, una canasta de carne humana
que porta sobre su flanco, en letras doradas, en una placa de caoba:
“El Horla”. De
repente nos precipitamos, ya que al fin el gas penetra en el globo por
un largo tubo de tela amarilla que se arrastra sobre el suelo, se infla,
palpita como un desmesurado gusano. Pero otro pensamiento, otra imagen
golpea a todos los ojos y a todos los espíritus. Es así como la propia
naturaleza alimenta a los seres hasta su nacimiento. La bestia que
despegará pronto comienza
a sublevarse, y los asistentes del capitán Jovis, a medida que el Horla
crece, esparcen y colocan en su sitio la red que lo cubre, de forma que
la presión sea muy regular e igualmente repartida por todos los puntos. Esta
operación es muy delicada y muy importante, ya que la resistencia de la
tela de algodón tan delgada, de la que está hecho el aerostato, está
calculada en razón de la extensión de contacto de esta tela con la red
de mallas cortadas que llevará la barquita. El
Horla, por otra parte, ha sido diseñado por el Sr. Mallet, construido
bajo su atenta mirada y por él. Todo ha sido hecho en los talleres del
Sr. Jovis, por el personal activo de la sociedad, y nada fuera. Añadamos
que todo es nuevo en el aerostato, desde el barniz hasta la válvula,
dos cosas esenciales en la aerostática. Debe conseguir que
la tela sea impenetrable al gas, como los flancos de un navío
son impermeables al agua. Los antiguos barnices a base de aceite de lino
tenían el doble inconveniente de fermentar y quemar la tela que, en
poco tiempo, se deshacía como el papel. Las
válvulas presentaban el peligro de cerrarse de nuevo imperfectamente
una vez que hubieran sido abiertas y de que se quebrantara el
revestimiento, llamado cataplasma, con el que se les guarnecía. La caída
del Sr.Lhoste, en el medio del mar y en plena noche, ha constatado, la
semana pasada, la imperfección del viejo sistema. Podemos
decir, que los dos descubrimientos del capitán Jovis, principalmente el
del barniz, son de un valor inestimable para la aerostática. Por
otra parte, entre la muchedumbre se habla de ello y, hombres que semejan
especialistas, afirman con autoridad, que volveremos a caer antes de las
fortificaciones. Muchas otras cosas además son censuradas en este globo
de un modelo nuevo que vamos a experimentar con mucha suerte y éxito.
Siempre
crece, lentamente. Le descubrimos pequeños rasgones hechos durante el
transporte, y se le cierran, según la costumbre, con trozos de periódico
aplicados sobre la tela mojándolos. Este procedimiento de obstrucción
inquieta y emociona al público. Mientras
que el capitán Jovis y su personal se ocupan de los últimos detalles,
los viajeros van a cenar a la cantina de la fábrica de gas, según la
costumbre establecida. Cuando
salimos, el aerostato se balancea, enorme y transparente, prodigioso
fruto dorado, pera fantástica que continúan madurando, cubriéndola de
fuego, los últimos rayos de sol. Así
que, se ata la barquilla, se traen los barómetros, la sirena que
haremos gemir y bramar en la noche, también las dos bocinas, y las
provisiones alimenticias, los gabanes, todo el pequeño material que
puede contener, además de los hombres, esta cesta volante. Como
el viento empuja el globo sobre los gasómetros, tuvimos que, en
repetidas veces, alejarlo para evitar un accidente
durante la salida. De
repente el capitán Jovis llama a los pasajeros. El
lugarteniente Mallet trepa primero a la malla aérea entre la barquilla
y el aerostato, desde donde vigilará, durante toda la noche, la marcha
del Horla a través del cielo, como el oficial de guardia, de pie sobre
la pasarela, vigila la marcha del navío. El
Sr. Étienne Beer sube luego, después el Sr. Paul Bessand, después el
Sr. Patrice Eyriès, y después yo. Pero
el aerostato está demasiado cargado para la larga travesía que debemos
emprender, y el Sr. Eyriès debe, no sin gran pesar, abandonar su plaza. El
Sr. Jovis, de pie sobre el borde de la nave, ruega a las damas, en términos
muy galantes, que se aparten un poco ya que teme que elevándose, caiga
arena sobre sus sombreros; después ordena: —¡Soltad
amarras!— y cortando de un cuchillazo las cuerdas que suspenden a
nuestro alrededor el lastre accesorio que nos retiene unidos a tierra,
concede al Horla su libertad. En
un segundo partimos. No sentimos nada; flotamos, subimos, volamos
planeamos. Nuestros amigos gritan y aplauden, nosotros ya casi ni les oímos,
casi ni les vemos ¡Estamos ya tan lejos! ¡tan alto! ¡Como!¿acabamos
de abandonar allá abajo a toda esa gente? ¿Cómo es posible? Bajo
nosotros ahora, se extiende Paris, una plataforma
azul oscura, entrecortada por las calles, y desde donde se alzan,
de lugar en lugar, cúpulas, torres, atalayas; después, todo
alrededor, la llanura, la tierra que perfila los caminos extensos,
estrechos y blancos en el medio de los verdes campos, de un verde
delicado y profundo, y de los bosques casi negros. El
Sena semeja una gran serpiente enrollada, acostada inmóvil, de la que
no se percibe ni la cabeza ni la cola; viene desde allá abajo, se va
hacia allá abajo, atravesando Paris, y la tierra entera tiene aspecto
de una inmensa hondonada de prados y de bosques que encierra en el
horizonte una montaña pequeña, lejana y circular. El
sol que ya no percibíamos desde tierra, reapareció
para nosotros, como si se levantara de nuevo, y nuestro globo se
ilumina con esta claridad; a los que nos observan debe de parecerles un
astro. El Sr. Mallet, de segundo en segundo, arroja al vacío una hoja
de papel de liar y dice tranquilamente: —Ascendemos,
ascendemos continuamente,— mientras que el capitán Jovis, radiante de
alegría, se frota las manos repitiendo: —¿Cómo?,
este barniz, ¡eh!, este barniz. En
efecto, no se pueden apreciar los ascensos y los descensos más que
arrojando de vez en cuando una hoja de papel de liar. Si este papel, que
en realidad queda suspendido en el aire, parece caer como una piedra,
entonces el globo sube; si semeja por el contrario volar hacia el cielo,
es que el globo desciende. Los
dos barómetros indican alrededor de quinientos metros, y nosotros
observamos, con admiración entusiasta, esta tierra que abandonamos, a
la que no nos sujeta nada y que parece un mapa de geografía pintado, un
plano desmesurado de provincia. Todos
sus rumores sin embargo nos llegan distintos, difícilmente
reconocibles. Se escucha sobre todo el ruido de las ruedas sobre las
carreteras, el chasquido de los látigos, el traqueteo de los carreteros,
el recorrido y el pitido de los trenes, y las risas de los chiquillos
que corren y juegan en las plazas. Unos
hombres nos llaman; locomotoras silban; nosotros respondemos con la
sirena que emite gemidos quejumbrosos, horribles, suaves, voz real de un
ser fantástico errante alrededor del mundo. Se
encienden luces de sitio en sitio, fuegos aislados en las granjas,
rosario de gas en las ciudades. Vamos hacia el noroeste después de
haber planeado durante largo tiempo sobre el pequeño lago de Enghien.
Aparece un río: es el Oise. Entonces discutimos por saber dónde
estamos. Esta ciudad que brilla allá abajo, ¿es Creil o Pontoise? Si
estuviéramos sobre Pontoise, deberíamos de ver la unión del Sena y
del Oise; y
además ese fuego, ese enorme fuego sobre el margen izquierdo, ¿no es
el alto horno de Montataire? Nos
encontramos en realidad sobre Creil. El espectáculo es sorprendente,
sobre la tierra es de noche y nosotros
tenemos todavía luz, a las diez pasadas. Ahora escuchamos los ruidos
ligeros de los campos, sobre todo el doble grito de las codornices,
después el maullido de los gatos y los aullidos de los perros.
Verdaderamente, los perros huelen el globo, lo ven y dan la alarma. Se
les escucha, por toda la llanura ladrar hacia nosotros y gemir,
como gimen a la luna. Los bueyes, así mismo parecen despertarse en los
establos, porque mugen; todas las bestias asustadas se mueven delante de
este monstruo aéreo que pasa. Y
los aromas del suelo suben hacia nosotros deliciosos, olores del heno,
de flores, de la tierra
verde y húmeda, perfumando el aire, un aire ligero, tan ligero, tan
suave, tan sabroso que jamás en mi vida había respirado con tanta
dicha. Un bienestar profundo, desconocido, me invadía; bienestar del
cuerpo y del espíritu, pleno de indolencia, de reposo infinito, de
olvido, de indiferencia a todo y de esta sensación nueva de atravesar
el espacio sin sentir nada de eso que hace insoportable el movimiento,
sin ruido, sin sacudidas y sin vibraciones. Por
momentos ascendíamos y por momentos descendíamos. De minuto en
minuto, el lugarteniente Mallet, suspendido de su tela de araña, dice
al capitán Jovis: —Descendemos,
arrojad medio puñado. Y el capitán, que charla y ríe con nosotros,
con un saco de lastre entre su rodillas, agarra de dicho saco un poco de
arena y lo lanza por encima del borde. No
hay nada más divertido, más delicado y más apasionante que la
maniobra del globo. Es un enorme juguete, libre y dócil, que obedece
con sorprendente sensibilidad, pero que también es, antes que nada, el
esclavo del viento, al que nosotros no dominamos. Una
pizca de arena, la mitad de un periódico, algunas gotas de agua, los
huesos del pollo que acabamos de comer, arrojados hacia fuera, lo hacen
subir bruscamente. El
río o el bosque que atravesamos, soplándonos un aire húmedo y frío,
lo hace descender unos doscientos metros. Sobre los campos de trigo
maduro se mantiene, y sobre las ciudades, se eleva. La
tierra duerme en estos momentos, o más bien, el hombre duerme sobre la
tierra, pues los animales despiertos anuncian siempre nuestra cercanía.
De vez en cuando nos llega la circulación de un tren o el silbido de la
máquina. Sobre las zonas habitadas hacemos rugir la sirena y los
paisanos perturbados en sus camas deben de preguntarse temblando si se
trata del ángel del juicio final que pasa. Pero
un olor a gas, fuerte y continuo, nos golpea: hemos vuelto a encontrar
sin duda una corriente cálida, y el globo se infla, perdiendo su sangre
invisible por el tubo de escape, que denominamos apéndice y que se
cierra él solo tan pronto como cesa la dilatación. Ascendemos.
La tierra ya no nos reenvía el eco de nuestras bocinas; hemos ya
sobrepasado los seiscientos metros. No vemos lo suficiente para
consultar los instrumentos, únicamente sabemos que las hojas de papel
de arroz caen bajo nosotros como mariposas muertas, que continuamente
subimos, permanentemente. Ya no distinguimos la tierra; brumas ligeras
nos separan de ella y sobre nuestras cabezas la multitud de estrellas
tintinean. Pero
un fulgor apareció delante de nosotros, un resplandor plateado que hace
palidecer el cielo; y de repente, como si se elevara desde las
desconocidas profundidades del horizonte inferior, la luna apareció
sobre el borde de una nube. Parece venida de abajo, mientras que
nosotros la observamos desde muy alto, acodados en nuestra cesta como
espectadores sobre un balcón. Ella, reluciente y redonda, se libera de
las nubes que la envolvían, y asciende hacia el cielo con lentitud. La
tierra ya no está, la tierra está ahogada bajo los vapores lechosos
que se asemejan a un mar. Así pues, ahora estamos solos con la luna, en
la inmensidad, y la luna parece un globo que viaja en frente de
nosotros; y nuestro globo que brilla parece una luna más grande que la
otra, parece un mundo errante en el medio del cielo, en el medio de los
astros, en medio de la superficie infinita. Ya no hablamos, ya no
pensamos, ya no vivimos; vamos, deliciosamente inertes, a través del
espacio. El aire que nos transporta ha hecho de nosotros seres que se le
asemejan, seres mudos, alegres y locos, embriagados por esta grandeza
prodigiosa, curiosamente alertas aunque inmóviles. Ya no sentimos la
carne, ya no sentimos los huesos, ya no sentimos palpitar el corazón,
nos hemos convertido en algo inexplicable, pájaros a los que ni merece
la pena aletear. Todo
recuerdo ha desaparecido de nuestras almas, toda preocupación ha
abandonado nuestros pensamientos, ya no tenemos penas, proyectos ni
esperanzas. Observamos, sentimos, disfrutamos perdidamente de este fantástico
viaje; ¡nadie más que la luna y nosotros en el cielo! Somos un mundo
vagabundo, un mundo en marcha, como nuestros hermanos los planetas; y
este pequeño mundo en marcha lleva cinco hombres que han abandonado la
tierra y ya casi la han olvidado. Ahora se ve como en pleno día; nos
miramos sorprendidos por esta claridad, ya que no tenemos más que mirar
que a nosotros y algunas nubes plateadas que flotan más abajo. Los barómetros
indican mil doscientos metros, después mil trescientos, después mil
cuatrocientos, después mil quinientos; y las hojas de papel de arroz
caen siempre a nuestro alrededor. El
capitán Jovis afirma que la luna a menudo ha hecho acelerar demasiado
a los aerostatos y que el viaje en altura va a continuar. Ahora
estamos a dos mil metros; subimos todavía a dos mil trescientos
cincuenta metros, el globo por fin se detiene. Y
hacemos sonar la sirena, sorprendidos de que no nos respondan las
estrellas. Ahora,
descendemos, muy rápido, sin desconfiar; el Sr. Mallet grita sin cesar: —¡Arrojad
lastre, arrojad lastre! Y el lastre que precipitamos al vacío, arena y
piedras mezcladas, nos vuelven a la cara, como si subiera despedido
desde abajo hacia los astros, así de
rápida es nuestra caída. ¡He
ahí la tierra! —¿Dónde
estamos? Este pico en el aire ha durado más de dos horas. Pasa de la
medianoche y atravesamos un gran país seco, bien cultivado, lleno de
carreteras, muy poblado. Aquí una ciudad, una gran ciudad a la derecha,
otra a la izquierda más lejos. Pero, de repente, en la superficie del
suelo, una luz resplandeciente, mágica, se enciende y se apaga, después
reaparece, se extingue de nuevo. Jovis, a quien embriaga el espacio,
grita: —Mirad,
mirad ese fenómeno de la luna en el agua. No se puede ver nada más
hermoso en la noche. Nada,
en efecto, puede hacer imaginar cosa parecida, nada puede dar la idea
del estallido prodigioso de esas placas de claridad que no son fuego,
que no parecen reflejos, que nacen bruscamente aquí o allá y se
extinguen igualmente rápido. Sobre
los arroyos que serpentean, esos focos ardientes aparecen al mismo
tiempo en cada giro del curso del agua; pero como el globo pasa tan rápido
como el viento, a penas tenemos tiempo de verlos. Ahora
estamos tan cerca de la tierra que nuestro amigo Beer grita: —¡Mirad!
¿qué es lo que corre allá abajo en el campo? ¿No es un perro? Algo
corre en efecto sobre el suelo con una prodigiosa velocidad, y esta cosa
parece atravesar las zanjas, las carreteras, los árboles con tal
facilidad que no llegábamos a comprender. El capitán se reía: —Es
la sombra de nuestro globo,—dijo. Va creciendo a medida que
descendamos. Escuché
claramente un enorme ruido de fragua en la lejanía, y como no habíamos
parado en toda la noche de dirigirnos hacia la estrella polar, que a
menudo yo he mirado y analizado desde el puente de mi pequeño yate
sobre el Mediterráneo, indudablemente nos dirigíamos hacia Bélgica. Nuestra
sirena y nuestras dos bocinas vociferan sin parar. Algunos gritos nos
responden, gritos de carretero que se detiene, grito de bebedor
rezagado. Nosotros vociferamos: —¿Dónde
estamos? Pero
el globo va tan deprisa que jamás el hombre estupefacto tiene tiempo de
respondernos. La sombra amplificada
del Horla, dilatada como una pelota de niño, huye delante de
nosotros, sobre los campos, las carreteras, los trigales y los bosques.
Avanza, avanza, precediéndonos medio kilómetro; y en estos momentos,
escucho, inclinado por fuera de la cesta, el enorme ruido del viento en
los árboles y sobre las cosechas. Digo
al capitán Jovis: —¡Cómo
sopla! Él
me responde: —No,
son sin duda saltos de agua.— Insisto, seguro de mi oído que reconoce
bien el viento por haberlo escuchado muy a menudo soplar en los cabos.
Entonces Jovis me da un codazo; tiene miedo de alterar a sus pasajeros
alegres y tranquilos, ya que sabe perfectamente que una tormenta se
acerca. Un hombre finalmente nos ha comprendido y responde: —Norte. Otro
nos dice la misma palabra. Y
de repente una ciudad considerable, dada la extensión de su nube de
contaminación, aparece justo delante de nosotros. Tal vez sea Lille. A
medida que nos aproximamos
a ella aparece bajo nosotros, de repente, una tan sorprendente lava de
fuego, que me creo transportado a un país fabuloso donde se fabrican
piedras preciosas para los gigantes. Es
una fábrica de ladrillos, parece. Hay más, dos, tres. Los materiales
en fusión hierven, tintinean, arrojan resplandores azules, rojos,
amarillos, verdes, reflejos de diamantes monstruosos, de rubíes, de
esmeraldas, de turquesas, de zafiros, de topacios. Y cerca de allí, las
grandes forjas exhalan su aliento estridente, parecido a los rugidos del
león apocalíptico; las altas chimeneas arrojan al viento sus penachos
de llamas, y oímos ruidos de metal que rueda, de metal que suena, de
martillos enormes que retumban. —¿Dónde
estamos? Una
voz, voz de farsante o de loco, nos responde: —En
un globo. —¿Dónde
estamos? —Lille No
nos habíamos equivocado en absoluto. Ahora ya no veíamos la ciudad y a
la derecha aparecía Roubaix, además de campos bien cultivados,
regulares, en tonos diferentes según los cultivos y que todos parecen
amarillos, grises o castaños en la noche. Pero
nubes se están aglutinando por detrás de nosotros, cubriendo la
luna, mientras que por el Este el cielo se aclara, volviéndose de un
azul claro con reflejos rojos. Es el alba. Crece rápidamente mostrándonos
ahora todos los pequeños detalles de la tierra, los trenes, los
arroyos, las vacas, las cabras. Y todo esto pasa bajo nosotros a una
prodigiosa velocidad; no tenemos tiempo de mirar, a penas tiempo de ver
como otros prados, otros campos, otras casas ya han huido. Los gallos
cantan, pero la voz de los canarios lo domina todo de modo que se diría
que el mundo está poblado de ellos, repleto, por el ruido que hacen. Los
paisanos matutinos agitan los brazos gritándonos: —¡Dejaos
caer!— Pero nosotros avanzamos continuamente, sin subir ni bajar,
inclinados al borde de la cesta y mirando deslizarse el universo a
nuestros pies. Jovis
señala otra ciudad, muy lejos. Se aproxima, arrebatadora, dominada por
antiguas campanas, vista así desde lo alto. Discutimos. ¿Es Courtrai?
¿Es Gand? Ya
estamos muy cerca y vemos que está rodeada de agua, atravesada en todos
los sentidos por canales. Se diría una Venecia del Norte. Justo en el
momento en que pasamos sobre el campanario, tan cerca que nuestro
cabo—guía, larga cuerda colgante bajo la cesta, ha estado a
punto de tocarlo, el campanario flamenco se pone a dar las tres. Sus
sonidos ligeros y vertiginosos, suaves y claros, parecen surgidos para
nosotros de este delgado techo de piedra rozado en nuestra carrera
errante. Es un buen día, fascinante, un buen día amigo que nos
proporciona la Flandre. Respondemos con la sirena cuya horrible voz
resuena por las calles. Se
trataba de Bruges; pero a penas la habíamos perdido de vista, cuando mi
vecino Paul Bessand me pregunta: —¿No
ve usted nada a la derecha y delante de nosotros? Se diría que es un río. Delante
de nosotros, en efecto, se extiende a lo lejos una línea luminosa bajo
la claridad del alba. Sí, eso
tiene aspecto de un río, de un inmenso río, con sus islas. —Preparemos
el descenso,—dice el capitán. Hace volver a la nave al Sr.
Mallet siempre colgado de su cuerda; a continuación atamos los barómetros
y todos los objetos duros que podrían hacernos daño con las sacudidas. El
Sr. Bessand grita: —Pero
ahí se ven mástiles de navíos a la izquierda. Estamos sobre el mar. Las
brumas nos lo habían escondido hasta ahora. El mar estaba por todas
partes, a la izquierda y en frente, mientras que a nuestra derecha el
Escaut, fusionado al Meuse, extendía hasta el mar sus bocas más
inmensas que un lago. Había
que descender en un minuto o dos. La
cuerda de la válvula, religiosamente encerrada en una bolsita de tela
blanca y colocada bien a la vista para que no fuese tocada por nadie,
fue desenrollada, y el Sr. Mallet la sostiene en la mano, mientras que
el capitán Jovis busca en la lejanía un lugar favorable. Detrás
de nosotros el trueno crece, y ningún pájaro se atrevería a seguir
nuestra loca carrera. —¡Tirad!,—grita
Jovis. Pasábamos
sobre un canal. La nave tembló dos veces y se inclinó. El cabo—guía
ha tocado los enormes árboles de las dos orillas. Pero
nuestra velocidad es tal que la larga cuerda que arrastra ahora no
parece ralentizarla, y llegamos con una rapidez de bala sobre una enorme
granja, cuyos pollos, palomas, patos asustados vuelan en todos los
sentidos, mientras que los terneros, gatos y perros huyen, perturbados,
hacia la casa. Nos
queda justo medio saco de lastre. Jovis lo tira, y el Horla se alza
ligeramente por encima del tejado. —¡La
válvula!, gritó de nuevo el capitán. El
Sr. Mallet se suspende de la cuerda y descendemos como una flecha. De
un cuchillazo, la amarra que retiene el ancla es cortada y la dejamos
atrás en un enorme campo de remolacha. Aquí
están los árboles. —¡Atención!¡
Enganchaos! ¡Cuidado con las cabezas! Pasamos
de nuevo por encima; a continuación una fuerte sacudida nos zarandea.
El ancla ha picado. —¡Atención!
¡Sujétense bien! Levántense con la fuerza de los puños. Vamos a
tocar tierra. La
nave toca, en efecto. Y después se eleva de nuevo. Vuelve a caer,
rebota y, finalmente, se posa sobre tierra, mientras que el globo se
resiste furiosamente, con esfuerzos agonizantes. Acudían
paisanos pero no osaban en ningún momento aproximarse. Estuvieron mucho
tiempo decidiéndose antes de venir a liberarnos, ya que no podemos
poner pie en tierra sin que el aerostato esté casi completamente
desinflado. Además,
al mismo tiempo que los estupefactos hombres, algunos de los cuales
saltaban de asombro con gestos salvajes, todas las vacas que pasaban
sobre las dunas se acercaban a nosotros, rodeando nuestro globo en un
extraño y cómico círculo de cuernos, de enormes ojos y de narices
soplantes. Con
la ayuda de los paisanos belgas, complacientes y hospitalarios, pudimos,
en poco tiempo, empaquetar todo nuestro material y llevarlo a la estación
de Heyst donde volvíamos a tomar a las ocho el tren para Paris. El
descenso había tenido lugar a las tres y quince minutos de la mañana,
precediéndonos no más que de algunos segundos la lluvia torrencial y
los resplandores cegadores de la tormenta que nos daba caza delante de
nosotros. Pudimos, pues, gracias al capitán Jovis, de cuya intrepidez mi colega Paul Ginisty me había hablado ya hacía mucho tiempo, ya que ellos habían caído juntos y voluntariamente en pleno mar, en frente de Menton, nosotros hemos podido pues, en una sola noche, ver, desde lo alto del cielo, la puesta de sol, la elevación de la luna y la vuelta del día e ir de Paris a las bocas del Escaut a través del aire. Traducción
de María Rodríguez Fernández para |