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PETICIÓN DE UN
VIVIDOR A SU PESAR (Guy de
Maupassant)
SEÑORES
PRESIDENTES DE LOS TRIBUNALES, SEÑORES
MAGISTRADOS, SEÑORES
MIEMBROS DE JURADOS. Ahora
que ya estoy desinteresado del asunto, vista mi edad y mis cabellos
blancos, vengo a protestar contra sus juicios, contra la parcialidad
indignante de sus decisiones, contra este tipo de galantería ciega que
os empuja a pronunciaros siempre a favor de la mujer contra el hombre,
cada vez que un asunto amoroso es llevado delante de un tribunal. Soy
viejo, señores, he amado mucho, o mejor dicho, amado a menudo. Mi pobre
corazón maltrecho, se estremece todavía recordando antiguos amores. Y
en las tristes noches solitarias en las que la vida pasada no se nos
aparece más que como un estado de ilusión finita, donde las lejanas
aventuras, marchitas como los tapices desdibujados, nos dan de repente
sacudidas de tristeza, y hacen saltar lágrimas dolorosas que se
derraman sobre lo irreparable, abro, temblando, una humilde caja de
nogal donde yacen mis lamentables prendas de amor, donde ahora duerme mi
vida consumada, donde se remueve, cuando allí sumerjo las manos, el
polvo muerto de todo lo que he adorado sobre la tierra. Y
sollozo sobre
el botín, el fino botín de satén, hoy amarillo, pero que fue blanco y
que yo saqué de su pie, en el jardín, aquella noche, para impedirle
volver al baile. Beso
los guantes, los cabellos rubios o negros, sus tres ligas de seda y el
pañuelo de encaje maculado de sangre, de esa sangre que parece una pálida
mancha de herrumbre y de la que un día contaré la historia. Pero
en absoluto es de esto de lo que pretendo hablaros. Simplemente he
querido demostrar que hubo hacia mí muchas... flaquezas -aunque soy el
más tímido, el más indeciso, el más dubitativo de los hombres. Soy
tan tímido que, tal vez nunca me hubiera atrevido... a eso que usted
sabe, si las mujeres no se hubieran atrevido por mi. Y he comprendido
después, pensando en ello,
que nueve de cada diez veces es el hombre el seducido, captado,
acaparado, atrapado con lazos terribles, él, el seductor que os infama.
Él es la presa, la mujer es el cazador. Un
proceso muy reciente, que tuvo lugar en Inglaterra, de repente me ha
hecho llegar al espíritu una chispa de verdad. Una
chica, una señorita de alterne, había sido, lo que ustedes denominan,
seducida por un joven oficial de la marina. Ya no estaba en su tierna
frescura, ella ya había amado. Al cabo de cierto tiempo fue abandonada.
Se mató. Los magistrados ingleses no escatimaron injurias, expresiones
infamantes, sangrientas, despreciativas, para mancillar al perverso
raptor. Señores,
ustedes hubieran hecho como ellos. Y bien, ustedes no conocen a la
mujer, no la comprenden, son ustedes odiosamente injustos. Escúchenme. Yo
era entonces un oficial muy joven, en guarnición en un puerto de mar.
Iba por el mundo, amaba el vals y era tímido como ya les he dicho.
Pronto creí percibir que una mujer madura, todavía bastante hermosa,
casada, madre de familia e irreprochable conducta, se comentaba, me
observaba. Cuando bailábamos su mirada permanecía fija en la mía, tan
aguda, que no podía equivocarme. No me dice nada. ¿Acaso una
mujer habla, debe hablar, puede hablar? ¿Acaso una mirada como la de
ella no es más provocadora, más impúdica, más clara que todas
nuestras declaraciones ardientes? Yo, en un primer momento, hice como si
no comprendiera. Luego, la persistencia de esta muda provocación me
turbó. Le murmuré al oído cosas tiernas. Un día ella se abandonó.
La había seducido, Señores. ¡Bastante me lo he reprochado...! Me
amó con una pasión terrible, incesante, celosa, feroz. —Tú
me has querido, decía ella. ¿Qué podía yo responder? ¿Reprocharle
sus miradas? Sean jueces, Señores. ¡Esta mujer no había dicho nada! En
fin, supe que mi regimiento partía. Estaba salvado. Pero una tarde,
hacia las once, la vi entrar de repente en mi pequeña cabina de
oficial. —Vas
a partir —me dijo— y vengo a ofrecerte la mayor prueba de amor que
una mujer pueda dar; me voy contigo. Por ti abandono a mi marido, mis
hijos, mi familia. Me pierdo a los ojos del mundo y deshonro a los míos.
Pero hago esto por ti y soy feliz. Un
sudor frío me resbaló por la espalda. Le agarré las manos. Le supliqué
que no llevara a cabo ese sacrificio que yo no deseaba en absoluto
aceptar. Traté de calmarla, de hacerla razonar. Todo inútil. Entonces,
mirándonos a los ojos, me dijo con una voz sibilante: —¿No
serás un cobarde? ¿No serás de esos que seducen a una mujer y después
la abandonan al primer capricho? Yo
protesté. Pero le hice ver la locura de su acción, sus consecuencias
para toda nuestra vida. Obstinada, respondió simplemente: —Yo
te quiero. Al
final, lleno de impaciencia le dije claramente: —Yo
no quiero. Te prohíbo que me sigas. Ella
se levantó y partió sin pronunciar ni una palabra. Al
día siguiente supe que había intentado envenenarse. Se la dio por
perdida durante ocho horas. Una de sus amigas, su confidente, vino a
buscarme; me reprochó brutalmente lo infame de mi conducta. Yo fui
inflexible. Durante un mes solo escuché hablar de ella vagamente. Decían
que estaba muy enferma. Después, de repente fui avisado por su amiga de
que ella estaba perdida, condenada. Que solo una promesa de amor podía
salvarla. Prometí todo lo que se me pidió. Sanó. Me la llevé
conmigo. Naturalmente
había presentado mi dimisión. Y durante dos años vivimos juntos en un
pueblecito de Italia, vivimos una vida horrible de adulterio y huida. Una
mañana su marido entró en mi casa. Lo hizo sin violencia e incluso sin
ira. Venía a buscar a su mujer, no por él, sino por sus dos hijas. Yo
no deseaba nada con más intensidad que devolverla, créanme, Señores
del jurado. La
hice venir, y la dejé a solas con el esposo abandonado. Ella rechazó
seguirle. Por
mi parte, yo le rogué, le supliqué y, extraño espectáculo, increíblemente,
el marido y yo, los dos, le rogábamos, yo para que me dejase, él para
que le siguiese. Ella
nos dijo estas palabras: —¡Sois
dos miserables!, y salió. El
marido cogió su sombrero, me saludó, pronunció un “os compadezco,
señor” que le vino del corazón, y se fue. Me
quedé con ella todavía seis años más. Parecía mi madre. Murió. Y
bien, Señores, de esta mujer, con anterioridad, nunca se había
hablado. Jamás se había sospechado ninguna debilidad de ella, y para
todo el mundo era yo quien la había echado a perder, arrastrado al
arroyo, matado. Yo he deshonrado a su familia, sembrado la vergüenza a
mi alrededor. Soy un miserable y un villano. Me
habéis condenado por unanimidad.
Esta
historia había hecho mucho ruido. Yo era un seductor. Todas las mujeres
me contemplaban con una emocionada curiosidad. Yo solo tenía que
tenderles la mano para llevármelas. Amé a varias que me traicionaron.
Las otras me oprimieron de manera horrible. En fin, esta alternativa se
me producía sin cesar. Ser un indolente y dejarme llevar o bien un mártir
arrojado a los leones. Termino,
Señores. Observen
Paris entre mediodía y la una. Miren esas chicas de melena suelta, esas
jovencitas trabajadoras de dos en dos, errantes por las aceras,
provocadoras, la mirada descarada, listas para aceptar cualquier cita,
buscando el amor por las calles. Estas
son vuestras clientes. Sondead
sus corazones. Escuchadlas charlar: —¡Oh,
yo, querida, si tengo la suerte de encontrar un chico rico, te prometo
que no me dejará escapar como a Amélie, antes lo mato! Y
cuando un joven valiente pasa a su lado, recibe en pleno rostro, en
pleno corazón esa mirada que quiere decir “cuando usted quiera”.Se
detiene, la chica es hermosa y está dispuesta; él cede. Un
mes más tarde, ustedes injurian y condenan a ese bribón que ha
abandonado a la pobre joven seducida. Ahora
bien, ¿cuál es el cazador y cual la presa? Nunca
olviden esto, Señores: El
amor es toda la vida de las mujeres. Ellas juegan con nosotros como los
gatos con los ratones. La joven busca el marido más ventajoso que pueda
encontrar. Las
que buscan amantes los quieren en las mismas condiciones. Cuando
un hombre, sintiendo la trampa, se escapa de sus manos, ellas se vengan
como el cazador que mata de un disparo al conejo que escapa de su lazo. Tal
es mi humilde opinión, basada en una vieja experiencia. Yo la someto a
sus deliberaciones. Y
yo tengo el honor de ser, Señores presidentes de los tribunales, Señores
magistrados, Señores miembros del jurado, vuestro muy obediente
servidor MAUFRIGNEUSE Traducción de María
Rodríguez Fernández para |