Digitalización y publicación en formato HTML (4 octobre 2001) por Thierry Selva en francés en el original, para http://maupassant.free.fr
Traducción y digitalización en formato HTML (30 septiembre de 2007) por José M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant

PRIMER ACTO

Un salón formal y muy elegante en el domicilio del Sr. de Petitpré. Una mesa en mitad del escenario. Un canapé a la derecha. Una silla y un sofá a la izquierda. Al fondo, una puerta que se abre a una galería. Puertas laterales. Lámparas encendidas. Se levantan de la mesa.

ESCENA PRIMERA


SR. DE PETITPRÉ, SR. MARTINEL, SRA. DE RONCHARD, LÉON DE PETIPRÉ, JEAN, GILBERTE, vestida de novia, sin corona ni velo.

SEÑORA DE RONCHARD, tras haber saludado al Sr. Martinel, que le da el brazo, va a sentarse a la derecha, luego llama : ¡Gilberte ! ¡Gilberte !

GILBERTE, dejando el brazo de Jean : ¿Tía ?

SEÑORA DE RONCHARD : ¡El café, hijita!

GILBERTE, acercándose a la mesa : Enseguida, tía.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Ten cuidado con el vestido!

LÉON, corriendo : No, no, no será mi hermana quién sirva hoy el café. ¡El día de su boda ! Ya me encargo yo. (A la Sra. de Ronchard.) Vos sabéis, tía, que en mi calidad de abogado, puedo hacer de todo.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Oh ! Conozco tus méritos, Léon, y los aprecio...

LÉON, riendo, y ofreciéndole una taza : Sois demasiado buena.

SEÑORA DE RONCHARD, tras haber tomado la taza, secamente : ... ¡para lo que valen!

LÉON, a sí mismo, regresando a la mesa : ¡Ya está! la coletilla... ¡Qué no falte nunca! (Ofreciendo otra taza a Martinel.) ¿Tres azucarillos, verdad señor Martinel, y un poco de fino champán ? Conozco vuestros gustos. ¡Nosotros os trataremos bien, desde luego que sí!

MARTINEL : Gracias, amigo mío.

LÉON, a su padre: ¿Tomas, padre ?

PETITPRÉ : Sí, hijo.

LÉON, a los recién casados que se han sentado a la izquierda y charlan en voz baja: ¿Y vosotros, los jóvenes esposos? (Los jóvenes absortos no responden.) ¡La causa está clara!

Vuelve a poner la taza sobre la mesa.

PETITPRÉ, a Martinel : ¿Vos no fumáis, verdad ?

MARTINEL : Nunca, gracias.

SEÑORA DE RONCHARD : Eso me sorprende. Mi hermano y Léon no podrían dejar de fumar por nada del mundo, incluso en un día como este... ¡Qué horror, el tabaco!

PETITPRÉ : Un horror muy bueno, Clarisse.

LÉON, yendo hacia su tía : Casi todos los horrores son buenos, tía; conozco algunos exquisitos.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Pícaro!

PETITPRÉ, tomando a su hijo por el brazo : ¡ Ven a fumar al billar, dado que a tu tía le molesta !

LÉON, a su padre : ¡Cuando será el día que le guste algo que no sean sus caniches!...

PETITPRÉ : Vamos, cállate.

Ambos salen por el fondo.

MARTINEL, a la Señora de Ronchard : Estas son las bodas como a mí me gustan y como se celebran con frecuencia aquí, en vuestro París. Después del aperitivo, ofrecido al salir de la iglesia, todos los invitados se van, incluso las damas de honor y los testigos del novio. Solo queda la familia, luego se cena con algunos parientes. Partida de billar o de cartas, como todos los días; flirteo entre los recién casados... (en ese momento, Gilberte y Jean se levantan y salen lentamente por el fondo, dándose el brazo); luego, antes de medianoche, a camita.

SEÑORA DE RONCHARD, aparte : ¡Lo acostumbrado !

MARTINEL, se va a sentar a la derecha, sobre el canapé, al lado de la Sra. de Ronchard : En cuanto a los jóvenes, en lugar de partir hacia ese absurdo viaje tradicional, se quedan tan ricamente en nidito preparado para ellos. Me consta que usted encuentra que a eso le falta elegancia, distinción. ¡Tanto peor! A mí me gusta.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Esas no son las costumbres en sociedad, señor!

MARTINEL :¡Sociedad! Hay treinta y seis mil tipos de sociedades. Mire usted, nada más que en el Havre...

SEÑORA DE RONCHARD : No conozco más que la nuestra... (replicando) la mejor, la auténtica.

MARTINEL : Naturalmente. En fin, Señora, con todo lo sencillo  que haya sido, el matrimonio se ha celebrado, y espero que vos hayáis aceptado a mi pobre sobrino, que hasta el momento...

SEÑORA DE RONCHARD : Así debe ser, ya que es el yerno de mi hermano y el marido de mi sobrina.

MARTINEL : Eso no ha sido lo único, ¿eh ? Yo estoy realmente contento de que se haya acabado, yo, aunque haya pasado en mi vida por dificultades...

SEÑORA DE RONCHARD : ¿Vos ?

MARTINEL : ... dificultades comerciales y no matrimoniales.

SEÑORA DE RONCHARD : Habláis de dificultades, vos, un Creso, que deja de dote a su sobrino ¡quinientos mil francos! (Con un suspiro). ¡Quinientos mil francos! lo que me ha dilapidado mi difunto marido...

MARTINEL : Sí... Sé que el Sr. de Ronchard...

SEÑORA DE RONCHARD, suspirando : Arruinada y abandonada después de un año de matrimonio, caballero, ¡un año!... ¡El tiempo justo de comprender lo feliz que hubiese podido ser! Pues él había sabido hacerse adorar, ¡el miserable!

MARTINEL : ¡Un canalla!

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Oh, señor ! Era un hombre de mundo.

MARTINEL : Eso no impide...

SEÑORA DE RONCHARD : Pero no hablemos de mis desgracias. Sería demasiado largo y demasiado triste. Todo el mundo es tan feliz aquí...

MARTINEL : Y yo más que nadie, lo confieso. ¡Mi sobrino es un gran muchacho! Lo quiero como a un hijo. En cuanto a mí, he hecho mi fortuna en el comercio...

SEÑORA DE RONCHARD, aparte : Eso se ve.

MARTINEL : ... el comercio marítimo; él está cubriendo de gloria nuestro apellido mediante su renombre de artista; gana dinero con sus pinceles como yo lo he ganado con mis barcos. Hoy en día, las artes, señora, reportan tanto como el comercio y resulta una actividad menos arriesgada. Por ejemplo, si él ha obtenido un éxito tan temprano, es a mí a quién se lo debe. Al morir mi pobre hermano, y su esposa habiéndole seguido de inmediato, me he encontrado, siendo yo un muchacho, solo con el pequeño. Le he enseñado todo lo que he podido. Ha tanteado la ciencia, la química, la música, la literatura. Pero insistía en el dibujo más que en todo lo demás. A fe mía que yo le animé. Vea usted lo que ha conseguido. A los treinta años es famoso, acaba de ser premiado...

SEÑORA DE RONCHARD : Premiado a los treinta años, es tarde para un pintor.

MARTINEL : ¡Bah ! recuperará el tiempo perdido. (Levantándose) Pero, presumo, presumo... Perdóneme. Soy un hombre muy claro. Y además, estoy un poco achispado por la cena. Es culpa de Petitpré, su borgoña es excelente, un verdadero vino de consejero de la Corte. ¡Y nosotros, en el Havre, somos buenos bebedores!

Se dispone a acabar su vaso de fino champán.

SEÑORA DE RONCHARD, aparte : ¡Muy típico de el Havre !

MARTINEL, regresando hacia la Señora de Ronchard : ¡Qué bien ! ver establecida la paz entre nosotros, ¿verdad? una verdadera paz duradera, que no rompa una nadería como la que ha estado a punto de frustrar esta boda.

SEÑORA DE RONCHARD, levantándose y pasando a la izquierda : ¿Una nadería ?... ¡Usted habla a su antojo! Pero dado que es cosa hecha... Es igual, yo soñaba para mi sobrina otro...partido. En fin, como dice el refrán, a falta de tordos se comen mirlos.

MARTINEL : ¡Un mirlo blanco, señora! En cuanto a vuestra sobrina, es una perla. Y la felicidad de esos jóvenes será la felicidad de mis últimos días.

SEÑORA DE RONCHARD : Eso deseo, sin atreverme a esperarlo, caballero.

MARTINEL : ¡Vamos ! Yo conozco bien los meritos de las mujeres... y de los vinos superiores.

SEÑORA DE RONCHARD, aparte : ¡Sobre todo !

MARTINEL : Eso es todo lo que hace falta en la vida.


 
 
ESCENA II


LOS MISMOS, más PETITPRÉ, apareciendo en el fondo, con LÉON.

PETITPRÉ : ¿Queréis jugar conmigo una partida de billar, Señor Martinel?

MARTINEL : Ya lo creo. Me encanta el billar.

LÉON : ¡Cómo a papá !...Parece que cuando a uno le gusta el billar, se convierte en pasión. ¿Es usted de los apasionados?

MARTINEL : Mire usted, muchacho, cuando se va avanzando en la existencia, y no se tiene familia, hay que refugiarse en esos placeres. Con la pesca con caña por la mañana y el billar por la tarde, se poseen dos gustos serios y cautivadores.

LÉON : ¡Oh ! ¡oh ! ¡ la pesca con caña ! Levantarse temprano; sentarse con los pies en el agua, bajo la lluvia y el viento, con la esperanza de pescar cada cuarto de hora un pez grande como una cerilla... ¿Un gusto cautivador, eso?

MARTINEL : Sin duda. ¿Cree usted que exista un enamorado en el mundo capaz de someterse a tal sacrificio por una mujer durante diez, doce o quince años de su vida? ¡Vamos, hombre! ¡Renunciaría al cabo de quince días!

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Ah ! ¡desde luego !

LÉON : Yo me conozco... ¡No llegaría a una semana!

MARTINEL : ¿Lo ve?

PETITPRÉ : Vamos, querido Sr. Martinel. ¿A cincuenta puntos ?

MARTINEL : ¡A cincuenta, pues ! ¡Hasta pronto, señora de Ronchard !

SEÑORA DE RONCHARD : ¡ Muy típico de El Havre !

Martinel y Petitpré salen por el fondo del escenario.


 


 
ESCENA III

 

LÉON, Sra. DE RONCHARD

LÉON : Es un gran tipo, ese Sr. Martinel. Poco cultivado, pero alegre como el sol y recto como una vara.

SEÑORA DE RONCHARD, sentada a la izquierda : Carece de distinción.

LÉON, olvidándose : ¡Y vos, tía !

SEÑORA DE RONCHARD : ¿Sí ?

LÉON, volviéndose y yendo hacia ella : Digo : Y vos, tía... Vos os conocéis... y podéis juzgar mejor que nadie... con vuestra gran experiencia mundana.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Desde luego ! Tú eras demasiado pequeño para acordarte, pero yo he frecuentado mucho la alta sociedad antaño, antes de mi ruina. Incluso disfruté de algunos éxitos. En un gran baile de la embajada turca, en la que estaba vestida de Salammbô...

LÉON : ¡Vos ! ¿de cartaginesa?

SEÑORA DE RONCHARD : Claro que sí, de cartaginesa... ¡Y estaba muy bella! Eso fue en mil ochocientos sesenta...

LÉON, sentándose cerca de ella : ¡Nada de fechas ! ¡no pido fechas !

SEÑORA DE RONCHARD : No seas irónico.

LÉON : ¿Irónico yo? ¡ Dios no lo quiera ! Únicamente, como vos no erais partidaria de este matrimonio y yo sí, y dado que la boda se ha celebrado... estoy contento... ¿qué queréis que le haga? Yo triunfo, triunfo incluso ruidosamente esta noche... Pero mañana, el triunfador levanta el vuelo... Tan solo velveré a ser, nada más, un sobrino respetuoso, amable...amable... Vamos, reíros, tía. Vos no sois tan mala como parecéis, en el fondo, puesto que habéis la grandeza de alma para fundar, en Neuilly, a pesar de vuestra modesta fortuna, un hospital... para los perros abandonados.

SEÑORA DE RONCHARD : ¿ Qué quieres ? cuando se está sola, cuando no se tienen hijos... ¡He estado tan poco tiempo casada!... ¿Que es lo que soy en el fondo? Una solterona, y, como todas las solteronas...

LÉON : Vos amáis a los perritos...

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Tanto como detesto a los hombres !

LÉON : Os referís a un hombre. A vuestro marido. Y en eso no os equivocáis.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Y si supieras por qué mujer, por qué pendón me abandonó, me arruinó!... ¿Nunca has visto a esa mujer?

LÉON : Perdonadme... una vez, en los Campos Eliseos. Paseaba con vos y papá. Un caballero y una dama se dirigieron hacia nosotros, os emocionasteis mucho y habíais apresurado el paso, tirando febrilmente del brazo de mi padre y oí que le decíais en voz baja: «¡No mires! ¡Es ella! »

SEÑORA DE RONCHARD : ¿Luego, que hiciste tú?

LÉON : ¿Yo ? ¡Miré !

SEÑORA DE RONCHARD, levantándose : ¿Y la encontraste horrible, verdad ?

LÉON : No lo sé. Solo tenía once años.

SEÑORA DE RONCHARD, pasando a la derecha : ¡Eres insoportable !

LÉON, mimoso, levantándose : ¡Bien! ¡non! ¡en serio ! es la última vez. ¡Ya no seré más malo, os lo prometo! Perdonadme.

SEÑORA DE RONCHARD, poniendo cara de salir por el fondo : ¡No!

LÉON : ¡Sí!

SEÑORA DE RONCHARD, regresando : ¡No ! Que seas guasón conmigo, todavía pasa. Sé defenderme. Pero has sido imprudente respecto a tu hermana. Y eso, ¡es más grave!

LÉON : ¿Imprudente, yo?

SEÑORA DE RONCHARD, golpeando la mesa a la derecha : Sí. Ese matrimonio. Fuiste tú quién lo ha fomentado.

LÉON, igual efecto, a la izquierda de la mesa : ¡Desde luego ! ¡Y he tenido mis razones ! Jamás las diré.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Y yo nunca dejaré de repetirme que ese no es un muchacho para Gilberte!

LÉON : ¿Qué es lo que Gilberte necesita ?

SEÑORA DE RONCHARD : Un esposo estable, un funcionario, un médico, un ingeniero.

LÉON : Como en el teatro.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡También los hay en la vida ! Pero sobre todo que no sea guapo.

LÉON : ¿Que le reprochas a Jean? Pero si es una celebridad, tía, respetado en la sociedad. Un hombre no tiene necesidad de ser guapo. Pero ¿acaso tiene que ser feo?

SEÑORA DE RONCHARD, sentándose en el taburete ante la mesa : Mi marido era guapo, incluso soberbio, un verdadero dandy. ¡Y sé lo que eso me ha costado!

LÉON : Tal vez eso le habría costado más caro a él, si hubiese sido feo. (Interrumpiendo a la Sra. de Rochard que va a responder.) Además, Jean no es guapo, está bien. No es fatuo, es sencillo. Tiene más de un talento que enriquece todos los días. Seguramente será miembro del Instituto. ¿No os gustará que sea miembro del Instituto? Eso suplirá perfectamente a su ingeniero. Y además, todas las mujeres lo encontrarán encantador, excepto vos.

SEÑORA DE RONCHARD : Eso es exactamente lo que le reprocho. Está demasiado bien. Ya ha hecho el retrato de un montón de mujeres. Continuará haciéndolos. Ellas permanecerán horas a solas con él en su taller... Y nosotros sabemos lo que pasa allí, ¡en los talleres!

LÉON : ¿Habéis estado en alguno, tía ?

SEÑORA DE RONCHARD, ofuscada : ¡Oh ! (volviéndose.) ¡Ah ! sí, una vez, en el de Horace Vernet.

LÉON : ¡Un pintor de batallas !

SEÑORA DE RONCHARD : En fin, te digo que todos esos artistas, no están hechos para entrar en una familia de magistrados como la nuestra. Eso no puede llevar más que a una catástrofe. ¿Cómo es posible ser buen marido en semejantes condiciones, con un montón de mujeres en torno a sí, que pasan su tiempo desnudándose y vistiéndose de nuevo? Las clientas, las modelos... (Con intención)  Sobre todo las modelos (Se levanta, Léon se calla.) He dicho las modelos, Léon.

LÉON : Entiendo perfectamente, tía. Es una alusión fina y delicada que usted hace a la historia de Jean. ¡Y bien! ¡qué! Él ha tenido como amante a una de sus modelos, la ha amado, amado muy sinceramente durante tres años...

SEÑORA DE RONCHARD : ¿Cómo se puede amar a esas mujeres?

LÉON : Todas las mujeres pueden ser amadas, tía, y ella lo merecía más que cualquier otra.

SEÑORA DE RONCHARD : Bonito mérito, para una modelo, ser hermosa. ¡Eso forma parte del oficio!

LÉON : Oficio o no, es completamente bonito ser hermosa. Pero ella era más que hermosa, era de una naturaleza excepcionalmente cariñosa, buena, abnegada...

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Entonces no era necesario que la abandonase!

LÉON : ¡Cómo! ¿Cómo me dice usted eso? ¿Usted que opinión tiene del mundo? (Cruzándose de brazos) ¿Sería usted partidaria de la unión libre, tía?

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Por Dios, qué horror!

LÉON, serio : ¡No! la verdad, sucedió a Jean lo que sucedió a muchos otros antes que él. Una chiquilla de diecinueve años, se van conociendo,...van estableciéndose poco a poco relaciones íntimas y durando uno, dos, tres años; la duración del contrato a cargo de los inquilinos. Luego, en ese momento, ruptura ora violenta, ora suave, raramente amistosa. Y luego el uno a la derecha y el otro a la izquierda... En fin, la eterna aventura banal a fuerza de ser sincero. Pero lo que distingue a la de Jean, es el carácter verdaderamente admirable de la mujer.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Oh ! ¡oh ! ¿admirable ? Señorita... (Interrumpiéndose.) ¿De hecho, ¿cómo la llamas? Lo he olvidado. Srta. Mus... Mus... 

LÉON : Musotte, tía... La pequeña Musotte...

SEÑORA DE RONCHARD : ¿Musette ?... ¡Puag ! ¡eso es un viejo juego! El barrio Latino, la vida bohemia... (Con desprecio.) ¡Musette !

LÉON : Musette no, Musotte, avec una O... Musotte a causa de su bonita boca... ¿Comprende usted? ¡Musotte ! ¡ lo dice todo !

SEÑORA DE RONCHARD, con desprecio : Sí... la Musotte de fin de siglo, eso es todavía peor... Pero, en fin, Musotte, es un apellido.

LÉON : También no es más que un apodo, tía, su apodo de modelo... su verdadero nombre es Henriette Lévêque.

SEÑORA DE RONCHARD, ofuscada : ¿Lévêque ?...

LÉON : ¡Bien ! ¡sí, Lévêque ! que quiere usted, es así, yo no tengo nada que ver con eso. Ahora bien, Henriette Lévêque, o Musotte si así lo preferís, no solamente ha sido fiel durante toda esa relación a Jean, adorándolo, rodeándolo de abnegación, de un cariño siempre en alza, sino que a la hora de la ruptura, ha hecho gala de una gran entereza espiritual. Aceptó todo sin reproches, sin recriminaciones... comprendió, la pobrecilla, que todo se había acabado, acabado completamente... Con su instinto de mujer, sintió cuan profundo y real era el amor de Jean por mi hermana. Lo aceptó y desapareció, aceptando, no sin resistencia, la posición independiente que Jean le proporcionaba. E hizo bien en aceptar, pues se habría matado antes que convertirse en una... (deteniéndose, respetuosamente ante su tía) una cortesana. ¡De eso estoy seguro!

SEÑORA DE RONCHARD : Y luego, ¿Jean no la ha vuelto a ver?

LÉON : Ni una sola vez. Y de esto hace ya ocho meses aproximadamente. Como desearía tener noticias suyas, él me encargó obtenerlas. Yo no la encontré. Y no pude saber nada de ella, no poniendo dirección a esa huida noble y generosa. (Cambiando de tono.) Pero no sé por qué os repito todo esto... Vos lo sabéis tan bien como yo, os lo he contado ya veinte veces.

SEÑORA DE RONCHARD : Es tan inverosímil que sigo sin creerlo la vigésima,  tanto como la primera vez.

LÉON : Sin embargo es la verdad.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Bien! Si esa es la verdad, tú te equivocas tratando de ayudar a Jean rompiendo esta relación con una mujer tan... admirable.

LÉON : No, tía, yo he cumplido con mi deber. A veces vos me tratáis como un atolondrado y a menudo con razón. Pero debéis saber también que sé ser serio y responsable cuando es necesario. Si esta vieja relación de tres años todavía hubiese durado, Jean habría echado a perder su vida. 

SEÑORA DE RONCHARD : ¿Qué es lo que puede ocurrir ?

LÉON : Son terribles para un hombre, esos... líos. ¡Ya he dicho la palabra! ¡Tanto peor!... Era mi deber de amigo, repito, tratar de alejar a Jean de allí, y mi deber de hermano de casar a mi hermana con un hombre como él. Y vos veréis que el futuro me dará la razón... Y además, cuando vos tengáis, más adelante, un sobrinito o una pequeña sobrina, que cuidar, que mimar... seguro que  os olvidaréis de todos vuestros caniches de Neuilly.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Mis queridos pobrecillos ! No los abandonaré nunca. ¡Tú sabes que los quiero como una madre!

LÉON : ¡ Pues bien ! os convertiréis en su tía solamente, mientras que seréis la madre de vuestro sobrinito.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Cállate! me exasperas.

JEAN, que acaba de aparecer hace un instante con Gilberte en la galería del fondo, a su criado, en el fondo igualmente: ¡Joseph ! ¿ no has olvidado nada?... ¡Flores por todas partes!

EL CRIADO : Que el Señor y la Señora estén tranquilos, ambos encontrarán todo en orden.

Desaparece.

LÉON, a su tía : ¡Ahí los tenéis ! miradlos, ¡qué buena pareja hacen!


 


 
ESCENA IV

 

LOS MISMOS, más JEAN y GILBERTE

JEAN, a la Sra. de Ronchard, avanzando hacia ella : ¿Sabéis de quién hablábamos hace un rato, señora? ¡Hablábamos de vos!

LÉON, aparte : ¡Hum ! ¡Hum !

JEAN : Sí, yo decía que todavía no le había hecho mi regalo de bodas, porque eso me ha exigido mucha reflexión.

SEÑORA DE RONCHARD, seca : Pero Gilberte me ha hecho uno muy bello por ambos, caballero.

JEAN : Eso no basta. Yo he buscado algo que fuese particularmente agradable a vuestros gustos... ¿Sabéis lo que he encontrado? Es muy sencillo. Le ruego, señora, que acepte esta cartera conteniendo algunos billetes para sus chuchos abandonados. Podréis  establecer en vuestro asilo algunos nichos suplementarios, y así me permitirá ir a  acariciar de vez en cuando a esos nuevos pensionistas, a condición de que no elijáis a los más peligrosos para mí.

SEÑORA DE RONCHARD, halagada en su manía : Pero... gracias, señor. Es muy amable de vuestra parte pensar en mis pobres animales.

LÉON, en voz baja, al oído de Jean : ¡Va una de diplomacia!

JEAN : Nada de asombroso, señora. Yo tengo por los animales mucha amistad instintiva. Son los hermanos sacrificados del hombre, sus esclavos y su alimento, los auténticos mártires de esta tierra. 

SEÑORA DE RONCHARD : Lo que dice usted es muy justo, caballero. A menudo he pensado lo mismo. ¡Oh! ¡los pobres caballos, golpeados por los cocheros en las calles!

LÉON, con énfasis : Y el gamo, tía, el gamo acosado, cayendo bajo el plomo del cazador que proviene de todos lados, huyendo perdido ante esas horribles masacres... ¡pam! ¡pam! ¡pam!

SEÑORA DE RONCHARD : No hables de eso... Me estremezco... ¡Es espantoso!

JEAN, dirigiéndose à Gilberte : ¡ Espantoso !

LÉON, tras un instante, alegremente : ¡Sí..., pero que bueno está en el asado!...

SEÑORA DE RONCHARD : ¡ Eres despiadado!

LÉON, en voz baja a su tía : Despiadado para los animales, quizás; pero vos, vos lo sois con las personas.

SEÑORA DE RONCHARD, del mismo modo : ¿Qué oyes por ahí?

LÉON, igual, mostrándole a Jean y a Gilberte que se han sentado sobre el canapé, a la derecha : ¿Creéis que vuestra presencia les resulta agradable, esta noche, a ambos? (Tomándola del brazo.) Papá seguramente ha acabado de fumar... Id un rato a la sala de billar.

SEÑORA DE RONCHARD : ¿Y tú?

LÉON : Yo bajaré a la planta baja, a mi despacho... y enseguida vuelvo.

SEÑORA DE RONCHARD, irónica : Tu despacho... ese es tu taller, ¿verdad pícaro ?... ¿Las clientas ?

LÉON, púdico : ¡Ah ! tía... con nosotros no se desnudan. (Aparte.) ¡ Por desgracia !... (Saliendo por la derecha, bendiciendo a los dos jóvenes.) Chicos, ¡yo os bendigo!

La Señora de Ronchard sale a la vez por el fondo.


 


 
ESCENA V

 

JEAN, GILBERTE, sentados en el canapé, a la derecha.

JEAN : Sí, sí, vos ya sois mi esposa, señorita.

GILBERTE : ¿Señorita ?

JEAN : ¡Oh ! perdon. Vaya, no sé como llamaros.

GILBERTE : Llamadme Gilberte, eso no tiene nada de chocante.

JEAN : ¡Gilberte ! En fin, en fin, en fin, sois mi esposa.

GILBERTE : En verdad, no ha sido sin esfuerzo.

JEAN : ¡Ah ! ¡que amable y enérgica criatura sois! Como habéis luchado contra vuestro padre, contra vuestra tía! Es por vos, gracias a vos, que nos hemos entregado el uno al otro; gracias con todo mi corazón... que os pertenece.

GILBERTE : He confiado en vos, eso es todo.

JEAN : ¿Nada más que confianza?

GILBERTE : Sois un presumido. Me gustáis también, y lo sabéis perfectamente... Si no me hubieseis gustado, mi confianza sería inútil. Primero se gusta; sin eso nada hay que intentar, señor...

JEAN : Llamadme Jean... como yo os llamo Gilberte.

GILBERTE, vacilante : No es lo mismo... Me parece... sin embargo... ¡No! no podría.

Se levanta y pasa a la izquierda.

JEAN, levantándose a su vez : ¡Cómo os amo ! No estoy desaforado, os lo juro; soy un hombre que os ama, porque he descubierto en vos méritos inapreciables. Vos sois una perfección dotada de tanta razón como de sentimientos. Y vuestro sentimiento no se parece en nada al sentimentalismo ordinario de las mujeres. Fue esta gran y bella facultad de ternura que caracteriza a las almas nobles y que no se encuentra demasiado en el mundo. Y además vos sois hermosa, muy hermosa, muy graciosa, de una simpatía especial, y yo adoro la belleza, yo, que soy pintor... Y además, ante todo, vos me seducís... hasta haber desplazado al resto del mundo de mi pensamiento y de mis ojos.

GILBERTE : Me da mucho gusto oíros; sin embargo, os ruego que no digáis nada más, pues eso me irrita también un poco. Sé sin embargo, pues preveo casi todo, que hay que aprovechar el día de hoy para saborear todas esas cosas; son todavía palabras de noviazgo. Las de más tarde serán deliciosas también quizás, cuando se expresan como vos lo hacéis, y cuando se ama como vos parecéis amarme. Pero serán diferentes.

JEAN : ¡Oh !

GILBERTE, sentándose en el taburete ante la mesa : Seguid hablando.

JEAN : Lo que me ha atraído de vos, es esa armonía misteriosa de la forma de vuestra manera de ser y de su naturaleza íntima. ¿Recordáis mi primera entrada en esta casa?

GILBERTE : Sí, muy bien. Fue mi hermano quién os invitó a cenar. Incluso creo que os habíais resistido un poco a asistir.

JEAN, riendo : ¡No es de fiar, vuestro indiscreto hermano ! ¡Ah ! él os ha contado eso... Me turba incluso que él os lo haya dicho. Lo admito, me resistí un poco. Yo era un artista acostumbrado a nuestra particular sociedad, vividora y ruidosa, libre de propósitos, y me preocupaba un poco la idea de penetrar en un mundo serio como el vuestro, un mundo de magistrados y jóvenes muchachas. Pero me gusta tanto vuestro hermano, lo encuentro tan imprevisto, tan alegre, tan sabiamente irónico y perspicaz bajo su atolondrada ligereza, que lo seguía a todas partes, y le he seguido hasta vos. ¡Vaya si se lo he agradecido! Cuando entré en este salón en el que estaba vuestra familia, vos disponíais en  un jarrón chino unas flores que acababan de traer; ¿recordáis?

GILBERTE : Sí, por supuesto.

JEAN : Vuestro padre me habló de mi tío Martinel, al que había conocido antaño. Fue un elemento común entre nosotros. Pero a lo largo de la conversación, yo os miraba arreglar vuestras flores.

GILBERTE, sonriendo : Me mirabais incluso demasiado para ser la primera vez.

JEAN : Os miraba como artista, y os admiraba, encontrándoos deliciosa de figura, de talle y de compostura. Y además, durante seis meses, he vuelto con frecuencia a esta casa donde vuestro hermano me invitaba y donde vuestra presencia me atraía. He sentido auténtica atracción de imán. Era una atracción incomprensible llamándome hacia vos sin cesar. (se sienta cerca de ella a la derecha de la mesa.) Entonces, una idea confusa, de que un día vos podríais convertiros en mi esposa, se deslizó en mi espíritu, y he hecho reanudar las relaciones entre vuestro padre y mi tío. Los dos se han hecho amigos. ¿No habéis comprendido mis maniobras?

GILBERTE : ¿Comprendido? no; las he adivinado un poco, por momentos. Pero estaba tan sorprendida de que un hombre como vos, en pleno éxito, tan conocido, tan celebrado, se ocupase de una chiquilla tan modesta como yo que en realidad no podía creer en la sinceridad de vuestras atenciones.

JEAN : Sin embargo supimos entendernos y comprendernos muy rápido.

GILBERTE : Vuestra manera de ser me gustaba. Os sentía muy leal: luego me divertíais mucho, pues me aportabais ese aire de artista que hacía revivir mis ideas. Debo confesar también que mi hermano me había preparado muy bien para apreciaros. Léon os quiere mucho.

JEAN : Lo sé. Creo incluso que fue él quién tuvo primero la idea de este matrimonio. (Tras un corto silencio.) ¿Recordáis nuestro regreso de Saint-Germain, cuando fuimos a cenar al pabellón Enrique IV?.

GILBERTE : Ya lo creo.

JEAN : Mi tío y vuestra tía estaban en el fondo del carruaje. Vos y yo atrás, y, en el otro coche, vuestro padre y Léon. ¡Qué hermosa noche de verano! Me parecía que estabais muy fría conmigo.

GILBERTE : ¡Estaba tan turbada!

JEAN : Sin embargo debíais esperar que yo os plantease un día la pregunta que os he planteado, pues no podíais ignorar que me ocupaba mucho de vos y que mi corazón estaba conquistado.

GILBERTE : Es cierto. No importa, me sorprendió y me turbó. ¡Ah! he pensado en ello muy a menudo después, y nunca he podido recordar la frase de la que os habíais servido. ¿Lo recordáis vos?

JEAN : No. Me vino a los labios, subiendo desde el fondo de mi corazón, como una oración perdida. Solamente sé que os dije que no volvería a ver más a vuestra familia, si no me dabais un mínimo de esperanza de pertenecer a ella, cuando me conocieseis más. Vos reflexionasteis durante mucho tiempo antes de responderme, luego me lo dijisteis en voz tan baja que yo dudaba de hacéroslo repetir...

GILBERTE, tomando la palabra y repitiendo como en sueños : « ... Lamentaría mucho no volver a veros... »

JEAN : ¡Sí !

GILBERTE : ¡No habéis olvidado nada!

JEAN : ¿Cómo olvidar eso ? (Con profunda emoción.) ¿Sabéis en lo que pienso ? En nosotros mirándonos el uno al otro, estudiando nuestros corazones, nuestras almas y nuestro modo de comprendernos, de amarnos, ¡creo que hemos partido hacia la verdadera ruta de la felicidad!

Él la besa. Permanecen un momento silenciosos.

GILBERTE, levantándose : Es necesario que os deje. (Dirigiéndose hacia la puerta de la izquierda.) Voy a prepararme para nuestra partida. Vos, durante este tiempo, id a buscar a mi padre.

JEAN, siguiéndola: Sí, pero decidme antes que me amáis.

GILBERTE : Sí... os amo.

JEAN, depositándole un beso en la frente : ¡ Mi querida !...

Gilberte desaparece por la izquierda. Un segundo después Martinel llega por el fondo, con aspecto muy agitado, con una carta en la mano.

MARTINEL, percibiendo a Jean, desliza rápidamente la carta en el bolsillo de su bata, y se vuelve hacia él: ¿Has visto a Léon?  

JEAN : No. ¿Lo necesitáis?

MARTINEL : Nada más que decirle unas palabras... una información sin importancia.

JEAN, percibiéndolo: ¡Mirad! !aquí llega !

Léon entra por la derecha. Jean desaparece por el fondo.


 


 
ESCENA VI

 

MARTINEL, LÉON

MARTINEL, dirigiéndose vivamente hacia Léon : Tengo que hablaros cinco minutos. Nos ha ocurrido algo terrible. En mi vida he experimentado tal emoción y embarazo semejante. 

LÉON : Decidme.

MARTINEL : Acababa mi partida de billar cuando vuestro criado me ha traído una carta dirigida al Sr. Martinel, sin nombre de pila, con la mención: « Muy urgente. » La creía dirigida a mí, rasgué el sobre y leía cosas escritas a Jean, cosas que me han dejado sin habla, acabo de encontraros para pediros consejo, pues se trata de tomar una resolución inmediata, en este mismo instante.

LÉON : ¡ Hablad !

MARTINEL : Soy un hombre de acción, señor Léon, y no pediría la opinión de nadie si se tratase de mí; pero se trata de Jean... Dudo todavía... Esto es tan grave... Y además, este secreto no es mío, yo lo he descubierto.

LÉON : Decidme rápido. No dudéis de mí.

MARTINEL : No dudo de vos. Tomad, aquí está la carta. Es del doctor Pellerin, el médico de Jean, su amigo, nuestro amigo, un chiflado, un vividor, un médico de hermosas mujeres, pero incapaz de escribir esto si no fuese absolutamente necesario.

Pasa la carta a Léon que la lee en voz alta.

LÉON, leyendo : « Mi querido amigo, lamento mucho tener que comunicaros, sobre todo esta noche, lo que estoy obligado a desvelar. Pero para absolverme, me digo que si actuase de otro modo, vos tal vez no me lo perdonaríais nunca. Vuestra antigua amante, Henriette Lévêque, está moribunda y quiere despedirse de vos. (Echa una mirada a Martinel, que le indica que continúe) No sobrevivirá a esta noche. Muere tras haber dado a luz, hace unos quince días, a un niño que, en el momento de abandonar esta tierra, jura que es vuestro. En tanto no corría ningún peligro, estaba decidida a dejaros ignorar la existencia de este hijo. Hoy, condenada, os llama. Sé muy bien cuanto habéis amado a esta mujer. Actuad como consideréis oportuno. Vive en la calle Cheptel 31. Os estrecho las manos, querido amigo. »

MARTINEL : ¡Eso es ! Esto nos ocurre esta noche, es decir en el mismo instante en el que esa desgracia amenaza todo el porvenir, toda la vida de vuestra hermana y de Jean. ¿Qué haríais vos en mi lugar? ¿Ocultaríais esta carta o se la enseñaríais? Ocultándola tal vez salvemos la situación, pero eso me parece indigno.

LÉON, enérgicamente : ¡Sí, indigno ! Hay que entregar la carta a Jean.

MARTINEL : ¿Qué hará ?

LÉON : ¡Él es el único juez de lo que debe hacer! No tenemos derecho a ocultarle nada.

MARTINEL : ¿ Y si me consulta?

LÉON : No creo que lo haga. En casos así, uno no consulta más que a su conciencia.

MARTINEL : Pero él me considera como un padre. Si él vacila un solo instante entre el impulso de su devoción y la pérdida de su felicidad, ¿qué le aconsejaré?

LÉON : Lo mismo que haríais vos.

MARTINEL : Yo iría. ¿Y vos?

LÉON, resueltamente : Yo también.

MARTINEL : ¿Pero vuestra hermana ?

LÉON, tristemente, sentándose ante la mesa: Sí, mi pobre hermanita. ¡Qué lástima!

MARTINEL, tras un momento de vacilación, bruscamente, pasando de izquierda a derecha: No, es demasiado duro, no le daré esta carta. Seré culpable, tanto peor, pero la salvo.

LÉON : Vos no podéis hacer eso, caballero. Conocemos los dos a esa pobre muchacha, y me pregunto con angustia si no es de este matrimonio de lo que se está muriendo. (Levantándose.) Uno no puede negarse, en las circunstancias que sean,  a ir a cerrarle los ojos cuando durante tres años ha tenido todo el amor de una mujer como ella,

MARTINEL : ¿Qué hará Gilberte?

LÉON : Ella adora a Jean... pero es orgullosa.

MARTINEL : ¿Lo aceptará? ¿Perdonará?

LÉON : Lo dudo mucho, sobre todo después de todo lo que se ha dicho ya respecto a esa mujer en la familia. ¡Pero qué importa! Hay que advertir a Jean enseguida. Voy a buscarlo.

Se dirige a la puerta del fondo.

MARTINEL : ¿Cómo queréis que le comunique esto ?

LÉON : Simplemente entregadle la carta.

Sale.


 


 
ESCENA VII

 

MARTINEL, solo.

¡Pobres jóvenes ! ¡En plena felicidad, en plena alegría!... y la otra, la pobre, que sufre y va a morir... ¡Por Dios! ¡ algunas veces la vida es demasiado injusta y demasiado feroz!


 


 
ESCENA VIII

 

MARTINEL, JEAN, LÉON

JEAN, llegando alegremente por el fondo : ¿Qué ocurre, tío?

MARTINEL : Toma, mi pobre muchacho, lee esto y perdóname por haber abierto esta carta, he creído que era para mí. 

Se la entrega, luego lo mira leer; Léon hace otro tanto desde el otro lado.

JEAN, después de haber leído con una emoción profunda, pero contenida, a sí mismo : ¡Tengo que hacerlo! ¡Debo hacerlo !... (A Martinel.) Tío, os dejo con mi esposa. No digáis nada antes de mi regreso; pero quedaos aquí ocurra lo que ocurra. Esperadme. (Volviéndose hacia Léon) Te conozco bastante para saber que no me desapruebas. Te confío mi futuro. ¡Adiós! (Se dirige hacia la puerta de la derecha. Tras una mirada a la puerta de la izquierda que es la de la habitación de Gilberte.) Tú eres quién me ha dado el amor de tu hermana. ¡Trata una vez más de conservármelo!

Sale rápidamente por la derecha
 



 
ESCENA IX

 

MARTINEL, LÉON

MARTINEL, sentado a la derecha : ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué le diremos? ¿Qué explicaciones vamos a dar?

LÉON : Dejadme comunicar esto; es justo que sea yo, puesto que yo he defendido esta boda.

MARTINEL, levantándose : No importa. Me gustaría ser veinticuatro horas más viejo. ¡Ah! no, no me gustan los dramas del amor. Y además esta cuestión del hijo es espantosa. ¿Qué va a ser de esa criatura? ¡No se le puede llevar a un orfelinato! (Percibiendo a Gilberte.) ¡Gilberte!


 
ESCENA X

LOS MISMO, GILBERTE, llegando por la izquierda. Ella ha dejado su vestido de bodas y se ha puesto una elegante ropa. Tiene un chal de noche que deja, entrando, en una silla. 

GILBERTE : ¿Dónde está Jean?

LÉON : No te preocupes, va a volver enseguida.

GILBERTE, estupefacta : ¿Ha salido ?

LÉON : Sí.

GILBERTE : ¡Ha salido !  ¿Esta noche?

LÉON : Una circunstancia, una circunstancia grave, ¡lo ha obligado a ausentarse una hora!

GILBERTE : ¿Qué es lo que ocurre, qué me estás ocultando? ¡Eso es imposible! ¿Ha ocurrido alguna desgracia?

LÉON y MARTINEL : ¡No, no!

GILBERTE : ¿Lo qué? Dime, habla.

LÉON : No puedo decirte nada. Espera una hora, solamente a él le corresponde revelarte la causa imprevista y sagrada que lo ha hecho salir en semejante momento.

GILBERTE : ¡Qué palabras empleas!... ¿La causa imprevista y sagrada? Pero él es huérfano... No tiene más parientes que su tío. ¿Entonces, qué? ¿Por qué? ¡Dios! ¡tengo miedo!

LÉON : Hay deberes de todo tipo. La amistad, la piedad, la compasión pueden imponerse. No debo decirte nada más. Ten una hora de paciencia...

GILBERTE, a Martinel : ¡Vos, vos, su tío, hablad, os lo suplico! ¿Qué ocurre? ¿A dónde ha ido? Siento, ¡oh! siento una horrorosa desgracia que se cierne sobre mí, sobre nosotros. ¡Hablad, os lo suplico!

MARTINEL, con lágrimas en los ojos : ¡No puedo deciros más, mi querida niña! no puedo. Al igual que vuestro hermano, he prometido callarme, y habría hecho lo que ha hecho Jean. Esperad una hora, nada más que una hora.

GILBERTE : ¡Estáis emocionado ! ¡ Ha ocurrido una catástrofe !

MARTINEL : ¡No, no! Estoy emocionado al veros así de trastornada, pues os amo también con todo mi corazón. 

Él la besa.

GILBERTE, a su hermano : ¿Has hablado de amistad, de piedad, de compasión?... Pero todas esas razones pueden confesarse. Mientras que aquí, mirándoos a ambos, siento algo inconfesable, ¡un misterio que me aterra!

LÉON, resueltamente : Hermanita, ¿tú confías en mí?

GILBERTE : Sí. Bien lo sabes.

LÉON : ¿Completamente ?

GILBERTE : ¡Completamente !

LÉON : Te juro por mi honor que yo habría hecho lo mismo que Jean, y que su probidad respecto de ti, su probidad, tal vez puede que exagerada desde que te ama, es la única causa que le haya dejado ignorar hasta este momento el secreto que acaba de saber.

GILBERTE, mirando a su hermano a los ojos : Te creo, gracias. Sin embargo, todavía tiemblo, y seguiré temblando hasta su regreso. Dado que tú me juras que mi marido desconocía lo que lo ha hecho dejarme en este momento, me resignaré, tanto como pueda, y mantendré mi confianza en los dos.

Tiende la mano a los dos hombres.


 
ESCENA XI

 

LOS MISMOS, SR. DE PETITPRÉ, Sra. DE RONCHARD entrando a la vez y rápido por el fondo.

PETITPRÉ : ¿Qué es lo que me han dicho ? ¿El Sr. Jean Martinel acaba de marchar ?

MARTINEL : Va a regresar, caballero.

PELLERIN : ¿Pero cómo ha partido, una noche como esta, sin una explicación a su esposa? ¿Pues tú no lo sabías, verdad?

GILBERTE, sentada a la izquierda de la mesa : No padre, no lo sabía.

SEÑORA DE RONCHARD : ¿Y sin una palabra de explicación a la familia? ¡Esto es una falta de distinción!

PETITPRÉ, à Martinel : ¿Y cuál es la razón de que actúe así, caballero ?

MARTINEL : Vuestro hijo lo sabe como yo, caballero; pero no podemos revelarla ni el uno ni el otro. Vuestra hija, además, consiente en ignorarla hasta el regreso de su marido.

PETITPRÉ : Mi hija consiente... pero yo no lo consiento. Pues, en fin, vos solo habéis sido advertidos de esta partida... 

SEÑORA DE RONCHARD, temblorosa, a Martinel : Fue a vos a quién iba dirigida la carta... Fuisteis vos quién la leyó primero.

MARTINEL : Estáis ya muy bien informada, señora. En efecto, existe una carta. Pero no quería mantener la responsabilidad de este asunto y he enseñado la carta a vuestro hijo, caballero, pidiéndole su opinión con la intención de seguirla.

LÉON : El consejo que yo he dado es absolutamente conforme a lo que ha hecho mi cuñado, por su propia iniciativa además, y lo estimo más por ello.

PETITPRÉ, yendo hacia Léon : Soy yo quién debía ser consultado y no tú. Aunque el acto esté en el fondo justificado, la falta de respeto es absoluta, imperdonable.

SEÑORA DE RONCHARD : ¡Un escándalo !

LÉON, a su padre: Sí, más le hubiese valido consultaros, pero la urgencia no se lo permitía. Vos habríais discutido; mi tía habría discutido, habríamos discutido todos, toda la noche; y en ciertos casos no hay que perder ni un segundo. El silencio era indispensable hasta el regreso de Jean. Él no os ocultará nada, y vos juzgaréis, confío, como lo he juzgado yo.

SEÑORA DE RONCHARD, dirigiéndose a Martinel : ¿ Pero esa carta ? ¿De quién procedía esa carta?

MARTINEL : Puedo decíroslo, de un médico.

SEÑORA DE RONCHARD : De un médico... de un médico... pero entonces, ¡hay un enfermo!... y es junto a un enfermo que lo ha hecho ir... ¿Qué enfermo? ¡Ah! apuesto a que es esa mujer, su antigua amante, que le juega esta faena hoy... Enferma... habrá hecho envenenarse para mostrarle que todavía lo ama, que siempre lo amará... ¡Ah! ¡la bribona! (A Léon). ¿Y tú defiendes a estas personas, tú?

LÉON : Hubiese sido más conveniente, tía, no hacer en voz alta suposiciones indignantes de este modo y de esta naturaleza ante Gilberte, cuando vos no sabéis nada.

GILBERTE, levantándose : Os lo ruego, no hablemos más de esto. Todo lo que oigo en este momento me desazona y me ensucia. Esperaré a mi marido, no quiero saber nada que no sea de su boca, pues tengo confianza en su palabra. Si ha ocurrido una desgracia, tendré valor... ¡pero no quiero oír semejantes cosas!

Sale por la puerta, acompañada por Petitpré. Se hace el silencio.

SEÑORA DE RONCHARD, a Léon : ¡Y bien! Léon, ¿siempre ganas tú ? ¿Ves lo que ocurre con los maridos guapos ? ¡Siempre lo mismo!