EL
ATAQUE DEL SIETE |
"¡Ran, plan…, plan, plan, plan!" corearon los soldados de la
cuadra, de pie, reunidos en semicírculo alrededor de uno de ellos que se
hallaba de rodillas, con la cabeza apoyada en la falda de un camarada, y luego
callaron.
-¡Atención, Sauvageot! -dijo el cabo Verdier,
un rubio alto, de barba rojiza.
Hubo un ligero temblor en la mano del soldado,
extendida sobre sus nalgas; sin duda ya había recibido unas buenas palmadas. Y
mientras él esperaba, muy ansioso, otro soldado atravesó el grupo, levantó
tranquilamente el puño y lo dejó caer. Sonó un golpe seco.
-¡Ay! ¡Maldita sea…! ¡Tengan buen sentido!
-farfulló Sauvageot, furioso.
Estalló la risa general. "Ese Sauvageot, ¡Qué
flojo! ¡Berrear de esa manera por unos pobres reveses! ¡Ah, desgraciado
infante! ¡No; no era. posible hallar un imbécil semejante! Y por otra parte, a
cada cual su turno. ¿Acaso le molestaba cuando era él quien golpeaba a los
otros? ¿Entonces, qué? ¿Las manos de Sauvageot son manos? ¡Nada de eso: son
¡palas de horno!
Sauvageot se irguió con expresión afligida, los
bigotes caídos y un resto de cólera en las mejillas. Parecía notablemente
estúpido.
-Veamos, ¿quién fue el prusiano que te embromó?
-terminó por preguntarle el cabo Verdior,
-Fue Faguelin.
Y a coro, la cuadra lanzó un aullido de alegría,
repitiendo: "¡Faguelin! ¡Faguelin!".
Alguien gritó: "¡Eh, Faguelin... ! ¿Has visto a
Faguelin?
Y volvía a preguntar, cuando lo arrojaron entre las
rodillas del camarada que sonreía beatíficamente sentado en el extremo de un
catre.
-¡Atención! -gritó otra vez Verdier ¡Prepara tu
trasero!
Entonces se acercó un soldado alto y delgado, vestido
con un blusón demasiado grande. Se habla sacado un zapato y lo traía en la
mano, renqueando, y con una expresión socarrona. Levantó su zapato; por todos
lados había manos que lo estimulaban. Pero de pronto el cabo Verdier gritó:
-¡Firmes!
Acababa de ver al teniente de turno en el hueco de la
puerta, y detrás de él los largos bigotes del sargento mayor. Se trataba de
una visita de inspección. Los soldados se precipitaron al pie de sus catres y
esperaron, con rostro serio. Se oía crepitar la vela que se consumía en un
ángulo de la tabla del pan. Su larga llama amarilla inundaba con danzantes y
desvaídos resplandores los muros blanqueados a la cal, las pilas de ropa bien
doblada colocada en una estantería de abeto, las bolsas de tela encerada con
las que algunos cubrían sus lechos, semejantes a animales 'destripados Calzados
en su armero, los fusiles dormían alineados en una sombra opaca, sin un
destello.
-Puede empezar a pasar lista, Verdier -dijo el
teniente.
Era un joven pálido, casi imberbe, calzado con
botas que le llegaban a la rodilla. Mientras avanzaba hasta la mitad de la
pieza, su sable producía un claro sonido al golpear con las botas.
-¡Prouvost! -gritó el cabo.
-¡…sente! -respondió Prouvost.
-¡Lefévre!
-Presente.
-¡Gaillardin!
-¡ ...sente!
La lista continuó. Los hombres respondían en cuanto
eran nombrados y en la calma de la pieza la diferencia de las voces era notable.
-¡Joliot! -gritó Verdier ¡Joliot! -repitió.
Nadie respondió. Joliot no estaba allí. El teniente
preguntó:
-¿Nadie lo ha visto? ¿No se sabe dónde está?
La cuadra callaba. El teniente se volvió hacia el
sargento mayor:
-Escriba: Joliot falta.
Luego, cuando cesó el ruidito agrio del lápiz sobre
el papel, en el momento de salir, el teniente se volvió y dijo:
-Los prusianos están a veinte leguas de aquí. El
comandante de la plaza espera que cada uno de ustedes cumplirá con su deber.
La noticia no fue creída. Entonces, en medio del
silencio que la había acogido, sonó ruidosamente en el patio del cuartel el
'llamado para la extinción de los fuegos. Desde el comienzo de la invasión el
llamado tenía lugar a las ocho y media. Fue como una advertencia sonora y
tranquila la que se oyó primero. Dos notas se repitieron tres veces, seguidas
por una frase melancólica, emotiva. El clarín las había entonado en las
largas noches de agosto; ahora pertenecían a la oscuridad lívida de los
crepúsculos de otoño. La advertencia volvió, seguida otra vez por la misma
frase triste, y por fin se apagó en un gemido.
El teniente se había detenido en la puerta.
-¡Mira -decía, una aurora boreal! Fíjese, Biottet.
-¡Ah, soberbia, mi teniente, soberbia! .-había
respondido el sargento mayor.
Una vez cerrada la puerta, el murmullo de la
conversación se fue debilitando hasta extinguirse.
Dos minutos después, toda la cuadra corría a
alinearse en el patio, formando un tropel casi apacible, en el que detonaba la
blancura de algunas camisas.
-¡Bagasa! -exclamó un marsellés.
Los camaradas se contentaban con mirar. Frente a ellos,
sobre el vacío regular producido por tres inmensos cuerpos de edificios abiertos,
por el lado del monte, como una bocaza, en el cielo, una napa incandescente
avanzaba imperceptiblemente sobre la ciudad, más allá de la reja del cuartel y
de la plaza de armas enorme, desierta y ya toda rosada. La napa parecía
elevarse longitudinalmente de una calle rectilínea para ir a confundirse con la
lividez de la atmósfera. Mil remolinos nevados comenzaban a ensancharse. El
horizonte, estrangulado a lo lejos, en el lugar donde una segunda calle cortaba
a la primera, surgía tan rojo y lleno de luz intensa que semejaba el escupitajo
furioso de una formidable pieza de artillería. Varias chimeneas y las crestas
de ciertos techos se encendían con reflejos castaños. Un perro, en un corral
lejano, ladraba a la muerte. Frente al cuartel, la bayoneta de un centinela que
se paseaba lentamente con su arma al hombro, lanzaba por momentos un destello
brusco que se extinguía de inmediato.
-Hay sangre en el aire -dijo un soldado; en
alguna parte deben estar luchando.
-No; le está sangrando la nariz al buen Dios -
replicó un camarada.
-Bah, quizá sea un incendio -hizo notar Sauvageot.
-Eso... ¿Un incendio?
Sauvageot fue abucheado. El cabo Verdier montó en
cólera.
-¡Silencio! ¡Hato de marranos, me van a mandar
a la cárcel!
Al fondo de un segundo patio, detrás de la
fachada, por segunda vez sonó el llamado de extinción de fuegos. La distancia
velaba el canto del clarín, dándole solamente un acento lamentoso, el sonido
de una cosa arrojada fuera del cielo flamígero como un desecho. Los vidrios del
cuartel se iluminaron, llenos de vagos reverberos.
Entretanto, a cierta distancia del grupo formado
por los solados y lo más lejos posible del cabo, dos amigos habían entablado
una conversación.
-Así que has encontrado a Joliot.
-Justo cuando acababa de llevar la sopa a la prisión.
-¿Por qué no ha vuelto?
-Ha recibido dinero de su provincia.
-¡Ah, el muy pícaro!
-Quería que fuera con él a comer un bocado en casa de
la vieja Mathis.
-Y no aceptaste.
-No, gracias; acabo de salir del calabozo... Uno
se vuelve viejo.
-No eres hombre.
Hubo un silencio; luego, el admirador de Joliot
continuó:
-¿Dónde duerme? ¿No lo sabes?
-Sí, caramba, en el 7.
-¡Ah, el muy pícaro!
La conversación terminó con una risa quebrada. Cuando
el clarín sonó por tercera vez, más lejos aún, con sonido de trompeta infantil,
el cabo Verdier dijo:
-¡Eh, guasones, váyanse a dormir!
Volvieron a la cuadra. La vela se consumía sobre la
tabla del pan. Verdier la apagó. Una indefinida pesadez se amodorraba en la
sombra. Nadie tenía ganas de hablar. Sólo el rumor de las ropas, los golpes de
los zapatos con sonidos distintos, alteraban la oscuridad del silencio.
De pronto Sauvageot exclamó:
-¡Peste maldita! ¿Cuándo va a terminar 'la guerra?
¿Para qué sirve? ¡Estábamos tan tranquilos!
En medio del crujido de los catres bajo los cuerpos
fatigados, un soldado dejó escapar un pedo.
-¡Córrelo, Sauvageot!
Pero él no se turbo; con voz aún más convincente,
continuó:
-Sí, la guerra... ¿Para qué sirve?
El iba a continuar sus jeremiadas, cuando Verdier
ordenó:
-¡Silencio!
Poco después todos dormían, y los ronquidos del
soldado alto y delgado alternaban con los del cabo.
Lentamente, una claridad rojiza entró por la ventana;
pálida primero, luego resplandeciente, se aproximó al lecho más cercano, lo
señaló con una mancha sanguinolenta. Era la aurora boreal que invadía la
noche por sobre el cuartel.
II
Entre los resplandores del cielo, claramente, sobre el reposo de la pequeña
ciudad, el reloj de la iglesia parroquial daba las once y media y el del cuartel
sonaba aún, cuando un soldado abrió la puerta de la cuadra, dio unos pasos y
cayó de rodillas en medio de un círculo de luz. Sus brazos buscaron un apoyo y
luego se dobló sobre un costado, como un buey sacrificado.
Sauvageot se despertó.
Pero vuelto en sí por un esfuerzo de voluntad,
preguntó:
-¿Eres tú, Joliot...? ¿Por qué no hablas, maldito
cochino?
No tuvo respuesta y entonces se levantó, como buen
camarada, se acercó al individuo, trató de alzarlo, pero terminó por
extenderlo de espaldas.
Mientras con ojos entreabiertos miraba a Joliot, cuyo
rostro inclinado hacia las ventanas recibía el reflejo de la aurora nocturna,
murmuraba:
-¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
Joliot yacía allí con su mandíbula inferior quebrada
y el rostro salpicado de sangre y pólvora. Tenía un agujero bajo la boca, un
poco a la izquierda, y un hilo de sangre tibia le corría por el pescuezo manchándole
la casaca, en cuyo cuello, junto a los primeros botones, se coagulaba.
-¡Eh ustedes! -gritó Sauvageot.
Su voz resonó como una campana.
-¡Socorro!
-¿Eh...? ¿Qué...? -balbucearon algunos,
sobresaltados.
-¡Joliot! ¡Joliot ha muerto!
-¿Muerto? ¿Muerto? ¿Muerto?
Fue como un eco que resonó en todos los rincones
de la cuadra. Se acercaron, enfundados en sus camisas de dormir.
-¡Prouvost, enciende! -gritó Verdier.
En dos tiempos y tres movimientos Joliot fue acostado
en su catre. No se movía más que un poste.
Una voz preguntó:
-¿Si fuéramos a buscar al mayor?
-Eso es...,apúrate.
Pero Prouvost no conseguía encender las velas. En los
intervalos cortados por exclamaciones, frases inconclusas e inevitables empujones,
se lo escuchaba revolver los efectos del cabo colocados sobre la estantería,
una parte de los cuales cayó al suelo.
-No encuentro nada -murmuraba, nada.
Verdier tuvo que intervenir. Halló dos velas.
Pero nadie tenía cerillas. Por fin Sauvageot se ¡procuró una.
De pronto, un soldado gritó:
-¡Respira!
Habían encendido las dos velas y entonces
empezó una procesión: cada uno venía a pegar la oreja en el pecho de Joliot.
-Es cierto, respira -decían al retirarse.
La cuadra no cejaba en su atención. Sauvageot
fue el primero que propuso desabotonar las ropas del herido, lavarle la cara;
pero al principio no hubo prisa, porque todos, mirándose a los ojos, frunciendo
las cejas, se preguntaban -y sin embargo con bastante tranquilidad:
-¿Adónde diablos habrá ido Joliot a hacerse embromar
así?
-Los prusianos, quizás... -sugirió un conscripto.
Lo mandaron a paseo. ¡Como si los cuerpos de guardia
hubieran podido dejar pasar a algún prusiano por las puertas de la ciudad! Y,
además... esos prusianos…¡pavadas! Siempre se los anuncia pero nunca se los
ve... Unos rateros hábiles. Sí, pero con tres mil hombres en la guarnición...
Ahora el herido parecía dormir, pálido, con los
rasgos tensos, conservando sin embargo su aspecto juvenil. Le habían lavado la
cara y el bigote le dibujaba una sombra en el labio superior. Un hilillo de
sangre continuaba fluyéndole del mentón e iba ensanchándose en contacto con
la piel húmeda. A su alrededor reinaba la inquietud y, a pesar de ser inútil,
esta pregunta no dejaba de ser formulada:
-¿Adónde diablos habrá ido Joliot a hacerse
embromar así?
Y se transformaba en el estribillo de una
canción que escondía una sorda cólera.
-Le han birlado el sable -dijo Verdier. ¡Ojalá
que haya podido defenderse!
-¡Oh, debe haber alguno bien castigado en este
momento! -replicó Sauvageot.
Los soldados sintieron la necesidad de explicarse
el hecho. Cada cual inventaba una historia, la comentaba, buscaba posibilidades.
Según unos, Joliot debía de haberse batido con artilleros. Nada de asombroso,
dadas las antipatías comunes; el cafetín de la vieja Mathis había visto más
de una de esas disputas. Según otros, Joliot debía de haber sido herido en los
bastiones por un centinela demasiado celoso en el cumplimiento de las consignas.
Sin embargo, prevaleció la opinión de Verdier: Joliot había tenido un
altercado con civiles. Su herida olía a revólver y la pólvora que manchaba su
rostro denunciaba un tiro a boca de jarro. Y agregaba:
-Por otra parte, desde que empezó la guerra,
todos esos roñosos se pasean con pistolas en los bolsillos.
-No importa -dijo Sauvageot. Habrá que ver.
¡Cuídense de esos bandidos que se hacen los guapos! ¡Nadie podrá decir que
se ha golpeado así como así al batallón!
Los rostros se ensombrecieron y bruscamente el
espíritu de cuerpo invadió a esos hombres enervados por la desgracia de un camarada,
buen muchacho, amable, bromista, ese que estaba allí tendido, agonizante,
vestido con un uniforme como el de ellos. El furor comenzó a germinar y se
amasó en medio de ciertos silencios, mientras se esperaba al cirujano mayor,
que no aparecía. Iban a mirar a Joliot y volvían murmurando.
-¡No; nadie podrá decir que se ha golpeado así
como así al batallón!
El afecto por Joliot se multiplicaba junto con la
cólera. Recomenzó el desasosiego, expresado en las manos temblorosas que,
acompañadas por miradas ansiosas, aplicaban loción en las sienes y la frente
del herido, enjugaban su sangre, le preparaban una almohada con un capote. Ah,
nadie pensaba en dormir... Y en medio de la agitación cada uno había ido
calzando sus pantalones y zapatos, ajustando sus tiradores, anudándose las
polainas, vistiéndose inconscientemente, no por el placer de pasearse vestido
entre los catres, sino para estar listos para hacer algo.
Un vago entendimiento, algunos jirones de
proyectos se entrecruzaban, tratando de tomar forma en esas cabezotas brutales.
Mil reflexiones se atropellaban entre sí. El aire estaba cargado de electricidad.
A cada instante se pedía agua fresca para lavar el mentón de Joliot. Lefévre
empuñaba la jarra de asperón, corría al patio y entonces se oía el chorro
del grifo de la fuente.
De pronto, en el momento en que menos se lo esperaba, el herido se movió,
abrió la boca; un estertor silbante le hinchaba la garganta. Verdier dio un
salto hacia su cantimplora. ¿Cómo nadie había pensado hasta ahora en
reanimarlo con un trago de aguardiente?
Al cabo de tres minutos el herido paseó por el
techo una mirada tan apagada que parecía velada por una fina piel.
-La mirada es mala -murmuró un grandote que
nunca lograba terminar de una vez-. El mayor ya debería estar aquí.
Sin embargo, Joliot parecía no ver nada. Los brazos y
las piernas le pesaban; estaba como petrificado. Sauvageot le tomó una mano y
trató de calentársela. La mirada del herido, lentamente, parecía querer
iluminarse, pero su garganta continuaba silbando.
-¡Joliot… ! ¡Joliot...! ¿Cómo estás? -repetían
encarnizadamente a su alrededor. ¿Mejor, no?
A la fuerza querían que se sintiera mejor. Y grandes
lágrimas le humedecían los ojos, deslizándose por sus mejillas hasta las
orejas. Una mueca dolorosa le contraía la boca.
Un soldado, blasfemando, apartó a sus
'compañeros y se acercó a Joliot. Como un actor seguro de su oficio gritó:
-¿Joliot, me oyes? Di, ¿me oyes?
Joliot lo miró y estalló en lamentos que se escapaban
entrecortados por un hipo terrible. Un raudal de sangre le cubrió el mentón.
Entonces se expandió algo así como un gran concierto
en el que las voces de rabia se mezclaban con las de compasión. Todos a la vez
trataban de consolarlo: "No llores... Ya viene el mayor... ¡Pobre viejo!
¡Pobre viejo! ¡Quédate tranquilo, te vengaremos! ¿Todavía tienes sed? Trata
de hablar, de decirnos quién te la ha dado".
JoIiot masticó dos o tres comienzos de frases en
medio de la ansiosa atención de los demás, pero ninguna aclaración surgió de
allí. Algunos se arrebataban: "¡Y pensar que no llegaremos a saber nada!
-decían. ¡Maldita sea, maldita sea!" Y las blasfemias iban y vení-an por
sobre el cuerpo extendido como balas sobre un cadáver inmóvil en un campo de
batalla.
-¡Vamos, cállense! -gritó Verdier. Si alguien
se mete…. . Déjenme interrogarlo.
-Joliot, ¿te sientes con fuerza para
contestarme?
Joliot contestó con un débil "Sí".
Se escuchaba el soplo de su respiración. Treinta rostros se habían inclinado
hacia él con los ojos encendidos.
-¿Dónde te hirieron?
-En el 7.
-¡Oh! -dijeron todos, asombrados.
-¿Quién fue?
-El…
La revelación de Joliot se perdió en un suspiro…
Ah, ah, ¿será que decididamente no llegaremos a saber nada?" Y volvieron
a callár, mientras Verdier repetía su pregunta. Esta vez Joliot respondió:
-Fue el patrón.
Retumbó entonces una tempestad de imprecaciones.
Ya no podía uno quedarse allí. El que sostenía la vela, cerca del lecho, la
lanzó con todas sus fuerzas contra la pared. La cuadra quedó iluminada sólo
por la vela cuya humeante llama se balanceaba gravemente sobre la tabla del pan.
Un estrépito de viejos zapatos rodaba sobre el piso. Varios hombres se pusieron
sus blusones. Se formó un grupo de otros que gesticulaban, cada uno lanzando
una frase sin escuchar la del vecino y todos dominados por Sauvageot, que
gritaba en todos los tonos:
-¿Es que ahora nos van a matar en los burdeles?
De las cuadras más próximas, atraídos por el
alboroto, venían camaradas a informarse. Les mostraban a Joliot retorciéndose
y les contaban los hechos. En un instante la gran pieza encalada se llenó de
gente. Nadie podía moverse y el rumoreo crecía sin cesar. Pero fue otra cosa
cuando Joliot, vuelto en si, asustado como un niño, se puso a gritar, en los
primeros espasmos de su agonía:
-¡Mamá! ¡Mamá!
El cirujano no llegaba. A lo largo del muro
sombrío, los fusiles continuaban su sueño.
En ese momento había más de doscientos hombres
alrededor del moribundo. Uno de los catres soportaba a diez individuos y las conversaciones
se habían exasperado a fuerza de girar siempre alrededor de las mismas ideas,
en el mismo estrecho círculo.
De pronto, con voz retumbante, Verdier anunció:
-¡Joliot ha muerto!
Los doscientos hombres lo oyeron y quedaron
azorados.
En efecto, Joliot acababa de morir y yacía con
una mirada que espantaba y la boca abierta. Entonces, en medio del gran silencio
nervioso, alguien que nunca se supo quién fue gritó:
-¡A las armas!
En el patio había quedado una multitud de
soldados que no había podido entrar, pero a quienes la muerte de Joliot había
inflamado como un reguero de pólvora. Y todos a cual mejor, aun los sargentos,
bajo la aurora boreal con su claridad leonada, alrededor del muerto, aullaban
desgañitadamente:
-¡A las armas! ¡A las armas!
Los de la cuadra ya se habían apoderado de sus
fusiles, ajustaban sus cinturones, se aprovisionaban de cartuchos. Llenos de
furia, los camaradas se dispersaron. El tumulto se agravaba y, en tanto la
muerte de Joliot seguía su curso, el inmenso cuartel se llenaba de un creciente
zumbido.
III
Los primeros que desembocaron en la plaza de armas -una treintena de hombres
arrastraron con ellos al centinela de la reja. Por otra parte era de la cuadra
de la víctima. El hábito de la disciplina hacía que la escuadra marchara sin
un grito, casi en orden. Una atmósfera amarilla caía de la aurora en fusión,
atravesando vapores transparentes, un poco por encima de la soledad de los
techos. Mil nubes de oro, unas bordeadas de cobre, otras extendidas en una
compacta placidez, otras por fin hinchadas y prontas a reventar, habían
acaparado el cielo. La gran plaza arenosa centelleaba con un pálido resplandor.
Parecía como si los soldados avanzaran sobre cenizas, en el fondo de una
gigantesca chimenea chata, en un cajón de horno pronto a extinguirse. Las alas
del cuartel y las casas construidas alrededor de la plaza parecían haber sido
calentadas al blanco. Bastante lejos, paralelos a un muro, una fila de árboles
jóvenes, gracias a sus ramas y sus últimas hojas, daba la ilusión de una
bandada de langostas. Por las dos calles visibles, la más ancha de las cuales
huía hacia las murallas, no circulaba ningún transeúnte retrasado. Un
callejón se hundía en la ciudad como un boquete ejecutado al rojo. Pero en el
cuartel continuaba ese zumbido de colmena y se exhalaba, bajo el esplendor del
fenómeno meteorológico, como una voz de estímulo.
El puñado de hombres continuaba avanzando. Luego
se detuvieron para cargar los fusiles, más rápidamente esta vez, y se
dirigieron hacia uno de los ángulos de la plaza, el lado donde, a continuación
de una fila de barracas mal revocadas, más allá de un puente tendido sobre la
suciedad de un arroyo, se hallaba una casa de aspecto severo, erguida en su
tranquila honorabilidad. De la casa escapaban ruidos semejantes a un 'chapotear
de agua sobre barro. Cuando estuvieron a unos treinta pasos de la casa, el
chapotear quedó explicado. Provenía de un miserable piano encallado por azar
en cierta habitación donde languidecía una luz neblinosa. Alguien tecleaba un
vals en el piano, con todas sus fuerzas, pero el instrumento, desdentado,
asmático, agotado por las noches sin reposo, por los toqueteos pringosos,
caracoleaba como una vieja prostituta. Sin embargo, a través del rojo desvaído
de las cortinas corridas, se veían sombras que giraban. Sin duda, en esa
habitación cálida, llena de risas roncas, se debía ignorar el crimen cometido
contra Joliot.
Fue Verdier quien tiró del cordón de la
campanilla. Un postigo se abrió y una voz interrogó:
-¿Qué desea usted?
-Entrar, Joséphin.
-¡Ah!, ¿es usted, señor Verdier? Imposible. es
demasiado tarde.
Bajo el empuje robusto de treinta hombres la
cerradura cedió y la puerta fue a dar violentamente contra la pared. El piano
tocaba todavía el mismo vals y la danza continuaba. Los soldados entraron en un
patio y, al ver las armas, Joséphin escapó, lanzándose por el hueco de una
escalera.
-¡Fuego! -gritó Sauvageot, disparando su fusil.
Joséphin apresuró sus pasos; uno tras otro sonaron
diez disparos, con vibrante claridad. Levantado de los escalones, Joséphin
cayó luego de espaldas. Era un pobre contrahecho, mozo de la casa, a quien esos
mismos soldados, en tiempos normales, habían invitado con generosas libaciones.
El piano cesó en su canallesco alboroto, pero ninguna ventana se abrió. Sin
embargo, en el trozo negro de la escalera, alguien se puso a gritar:
-¿Quién es?
Una nueva descarga fue la terrible respuesta.
Hubo puertas que se cerraron y otras que se abrieron en medio de un tumulto de
gritos que se alejaba y tras el cual se precipitaron los soldados.
Al mismo tiempo una algazara comenzaba en la
plaza de armas y una granizada de balas cayó sobre el techo de la casa. Las
pizarras llovieron en el patio. Otros soldados llegaron con paso gimnástico.
Luego del primer impulso, una vez en terreno
propio, habían dudado un instante, blasfemando, maldiciendo, sin apurarse
demasiado, pero al crepitar de los disparos todos abandonaron sus cuadras,
empuñando las armas, aullando y dando saltos como salvajes. Una larga fila de
pantalones color granza salió corriendo del cuartel rumbo al 7, en el que
penetraba por la puerta abierta, atraída por una fuerza irresistible. A cada
instante, en medio del estrépito desencadenado, rasgando el resplandor irreal,
a pesar de los encontronazos en la carrera, los caños de los fusiles se
elevaban, escupiendo, todos en la misma dirección, una delgada llama roja. Sin
perder tiempo, los soldados recargaban sus fusiles. Humaredas blancuzcas, por
encima de la hilera de hombres, permanecían suspendidas un instante en el mismo
sitio, para luego elevarse, manchando la claridad del cielo.
El gran 7 parecía en calma ahora, bajo su
techo nuevo, roto un poco aquí y allá, en el que la noche llameante se
reflejaba como en un espejo de agua. Pero pronto la fila que lo invadía se
detuvo e inició un movimiento de retroceso. La casa llena de gente vomitaba. Se
elevó un sordo murmullo dominado por un grito que llegó hasta la puerta del
cuartel:
-¡Está lleno! ¡Está lleno!
Amontonados, todos gritaron entonces:
-¡A muerte!
Un clamor les respondió, ¡Un clamor de rabia e
impotencia concentrados! La multitud ondeaba, acuchillada por hojas brillantes;
encarnizándose con el techo de la casa. Una parte de la plaza estaba desierta,
la otra tenía gorgoteos de cloaca y el tumulto formaba un pesado conjunto
monótono detrás de la canción seca de la fusilaría.
Por la calle que huía hacia las murallas, de
pronto, un rumor se agregó al de la plaza. Los artilleros acababan de enterarse
del asesinato de Joliot y acudían ellos también. Sus zapatos sonaban en el pavimento.
Sorprendidos por una dura aclamación, los infantes giraron la cabeza: los
refuerzos desembocaban en la plaza. Una salva de mosquetones al aire, seguida
por una de fusiles, fue disparada por puro placer, a manera de un apretón de
manos entre uniformados, una forma de reconciliarse militarmente. Montado en
pelo, un gran caballo blanco marchaba delante de la artillería. El clarín
llamó otra vez a la carga; apenas si se lo oyó.
A esa altura de las cosas, por todas partes, las
ventanas de las casas comenzaban a abrirse y la gente asomaba la punta de la
nariz, aunque retirándola enseguida porque los soldados bromistas apuntaban
hacia arriba. Poco a poco, un sentimiento de siniestra alegría se fue mezclando
con el furor de la multitud aburrida de permanecer inactiva. La
confraternización se expresaba por medio de grandes carcajadas o de llamados a
gritos.
La necesidad de beber algo comenzaba a aguijonear
a todo el mundo y las gargantas secas así lo expresaban. En una esquina de la
plaza, tres oficiales muy fastidiados conversaban, lejos de sus hombres.
Entretanto, en el primer piso del 7 todavía reinaba
una gran actividad. Por otra parte la casa estaba extrañamente construida: un interminable
pasillo corría entre dos hileras de habitaciones, pobres piezas donde, sobre
cuchetas de abeto, desde hacía una década, más de un regimiento se había
aliviado de sus amores recargados y de sus borracheras. Ahora, los soldados lo
demolían todo. La oleada humana había invadido todas las piezas y hormigueaba
apenas iluminada por algunas velas halladas en un cajón. Los soldados
arrancaban las cortinas, destrozaban los muebles, desgarraban los pobres
atavíos colgados en los guardarropas, desordenaban la ropa blanca, hurgaban en
los armarios, robaban el dinero y las joyas. En una suerte de gabinete llamado
honoríficamente salón amarillo, porque era utilizado por los suboficiales,
Sauvageot se entregaba al vandalismo. Había abierto una ventana sobre un
pequeño patio y por ella arrojaba lo que le alcanzaban sus camaradas,
repitiendo infatigablemente: "Para la nobleza! ¡Para los curas!" Pero
no se reía. Una música infernal subía de la planta baja, donde los menores
utensilios de cocina eran arrojados contra las paredes para romperlos. El techo
de la casa crujía, retumbaba como si los castigaran con enérgicos bastones.
Cuando las balas chocaban en la canaleta, ésta resonaba con un ruido de gong
rajado. Una lluvia de pizarra y cascotes caía sobre las cabezas de los que se
encontraban en el patio, provocando blasfemias. Y como la búsqueda no había
dado resultado alguno hasta ese momento, los nervios estaban cada vez más
excitados. ¿Dónde diablos podía estar oculto el asesino de Joliot? ¿Habría
huido con sus mujeres? La multitud exhalaba una hediondez de almacén.
De pronto, en el fondo de una habitación, una
voz aterrorizada gritó:
-¡Bueno! ¡Nos están tirando!
-¿Cómo?
-Acabo de oír silbar una bala; debe estar allí
en la pared.
Los camaradas se fastidiaron; ¡unos verdaderos
animales, los de la plaza! ¡Que montón de burros! ¡ Maldición!
Como el lugar no era bueno, había que huir.
Trataron de hacerlo, pero el empuje del corredor obstruía las puertas. Las
piezas estaban prisioneras, Un vocerío infernal las recorrió sucesivamente.
Parecía como el rugido de las fieras que, en los zoológicos, se responden de
jaula en jaula.
Pero un pesado pataleo había ya invadido
el segundo piso de la casa. Encarnizadamente, siguió allí la búsqueda y el
pillaje; se robaba con alegría, pero tuvieron que detenerse: una puerta cerrada
impedía ir más lejos.
-¿Qué pasa? -preguntaron ¿Qué, no se avanza
más?
Luego estallaron otros gritos:
-¡No empujen, desgraciados! ¡No empujen;
nos ahogamos!
Verdier, apretado contra la puerta en compañía
del soldado alto que no terminaba nunca se debatía como un diablo. Sus
blasfemias se escuchaban sin duda abajo, en el patio.
-¡Hunde la puerta...! ¡Hunde la puerta, de una
vez!
El no podía mover los brazos. Entonces:
-¡Oh, hop! ¡Oh, hop! -gritaron los soldados que
estaban detrás.
-¡Oh, hop! -repetían los otros, que llegaban
hasta la escalera, tratando de adelantarse.
La puerta se entreabrió. Un chirrido agrio
desgarró el piso, mientras una cama se desplazaba palmo a palmo.
-¡Oh, hop! -gritaban los soldados.
Los muebles se desmoronaban.
-¡Oh. hop!
La puerta se detuvo pero, hombre a hombre,
pudieron entrar. Verdier, asaltado por la duda, no lo hizo; entonces el soldado
alto se inclinó y pasó bajo su nariz mientras armaba su fusil. Pero en cuanto
pasó lanzó un grito. Una mujer que se hallaba de rodillas sobre una cómoda,
detrás de la puerta, le había aplicado un golpe de candelero y ahora decía:
-¿Lo recibiste, bandido?
El soldado, medio aturdido, apuntó hacia ella y
disparó pero, incomodado por las sillas, erró el tiro. Casi enseguida la mujer
se puso de pie sobre el mármol de la cómoda. Era pequeña, de cuerpo mezquino,
y tenía la melena llena de pomada. Una verdadera mujer para soldados. Un
ridículo vestido de cantinera, sucio, abigarrado, demasiado corto, le daba un
extravagante aspecto de pájaro exótico salpicado. Calzaba botitas de satín
carmesí con botones dorados y medias negras acuchilladas de verde. Sobre una
nariz en forma de hoja de cuchillo, sus ojos brillaban bajo una capa de
cosmético azul.
Un triste rumor venía del pasillo. Nadie se
atrevía a afrontar el peligro corrido por el soldado alto. El silencio en la
pieza era realmente espantoso.
Frente a una ventana cuyas cortinas blancas
parecían amarillas a causa de la aurora boreal, como si una ancha hoguera
amenazara incendiarias, siete mujeres estaban sentadas en un diván tapizado con
terciopelo verde, apretadas unas contra otras, horrorizadas, entre los oropeles
de sus peinados y sucios atavíos. Inspiradas por un loco terror, habían
prendido todas las velas de los candelabros que se hallaban sobre la chimenea.
Había un ropero abierto. Sobre el papel rojo de la pieza, cruzado de oro, dos
desnudos mostraban sus carnes descoloridas en medio de un desorden de sábanas.
-¡Ustedes! ¡Entren de una vez! -gritó el
soldado alto a sus camaradas.
Por fin se decidieron: uno a uno fueron
deslizándose en la pieza, tropezando entre los muebles dispersos.
-¡Rápido, cambiemos de fusil! -dijo de pronto
el soldado alto sin darse vuelta. Su vecino le pasó su fusil. El apuntó a la
morenita que estaba sobre la cómoda. Ella lo miraba y no creía que le fuera a
tirar, pero la bala partió y entonces cayó sobre una butaca, con un choque
blando. Las otras, a lo largo del diván, no se lamentaron. Se apretujaron aún
más, con ojos turbados por una resignación embrutecida. Ahora había una
veintena de hombres, escalonados entre el desorden.
-¿Dónde está el patrón? -preguntó Verdier a
las mujeres. Ellas no contestaron.
-¿Dónde está el patrón? -repitió Verdier
endureciendo la voz.
-¿El patrón? -dijo una rubia gorda y
despeinada, toda floja y desnuda bajo un peinador de gasa negra.
-Sí, el patrón.
-No sé -dijo ella, sacudiendo la cabeza. Sus
pechos eran fofos y sus ojos sin mirada.
-¿No lo sabes? ¡Bueno, ahí tienes!
Le disparó. Y otros disparos partieron de todos
lados contra el miserable grupo: lo magullaron, lo acostaron sobre el piso, en
un rincón, formando un montón en el que las polleras levantadas dejaban
entrever el rosa mortecino de esos cuerpos de treinta centavos.
Habían obedecido a la cruel pasión del momento,
a esas ganas que fuerzan al hombre armado a hacer uso de sus armas.
Sin embargo, no todas las mujeres habían muerto. Una quedaba viva, una tan
vieja y de aspecto tan respetable que hubiera podido ser la madre del mayor de
esos hombres que estaban en la pieza. Había caído de rodillas y cruzaba las
manos en actitud suplicante. Parecía haberse elegido un lugar, detrás de la
hecatombe, para ser excluida de ella; y sollozaba con el pecho hinchado por un
cloqueo ridículo. Con un golpe de bayoneta, el soldado alto la hizo caer sobre
sus asentaderas. Tres veces quiso levantarse y otras tantas cayó. La sangre le
corría desde el vientre hasta los tobillos, pero ella se obstinaba en vivir. Y
por cuarta vez comenzaba a erguirse frente al ropero abierto cuando un nuevo
golpe la abatió, obligándola a morir doblada en dos, con las piernas al aire,
en una postura obscena.
Cumplida la matanza, todos quedaron boquiabiertos.
Algunos hombres se contentaron con echar una lenta mirada en el granero desierto.
Decididamente, el dueño de casa había desaparecido.
Una pesada embriaguez se apoderaba de esos hombres
fogueados por todas las fatigas y todos los tumultos. Los fusiles temblaban en
sus manos.
Hartos de inactividad, los del pasillo decidieron
divertirse un poco. Se abrieron paso como mejor pudieron, y aun con riesgo de
accidentarse, perforaban los techos a balazos. Cuando caía el yeso agachaban la
cabeza, tratando de protegerse, siempre riendo, entre los torbellinos de humo.
La pieza de las fusiladas estaba llena; sin embargo ya se podía salir de ella.
Los vapores de pólvora sobrevolaban los quepíes; un circulo de hombres rodeaba
a las mártires, mirándolas con ojos excitados, empujándose hacia ellas, como
niños que juegan al borde del fango.
Un extraño y alegre estrépito se elevaba del
patio. Los soldados abrían las ventanas conmovidos por una celosa curiosidad:
quedaron asombrados. Un centenar de sus camaradas estaban allí, borrachos como
cubas, felices, incapaces de moverse, con los quepíes en la punta de sus
bayonetas. Las botellas pasaban de mano en mano y de boca en boca, formando una
suerte de vago remolino. El negro respiradero de la bodega dejaba escapar
canciones cuarteleras. La enorme colada del cielo se habla transformado en un
manto vaporoso y rojizo cruzado por murciélagos en vuelo sobresaltado. Algunas
andanadas sonaban aún en la plaza, como en los últimos momentos de los fuegos
artificiales, cuando los petardos se queman entre las nubes de bengala frente a
la multitud atontada. Algo así como una respiración, a lo lejos, detrás del
ajetreo de hombres y fusiles, daba animación a las casas. Por las calles,
tropeles de civiles llegaban sin cesar, pidiendo informaciones a los soldados.
Puesto que la fusilería no tenía nada que ver con una tentativa de ataque a la
ciudad por parte de los prusianos, todo lo demás les daba lo mismo.
Sin embargo, no tardó en establecerse al azar un
diálogo entre algunos encolerizados del patio y los soldados asomados a las
ventanas del 7, los unos apoyados en los hombros de los otros, bajo una humareda
que se diluía lentamente.
-Bueno ¿lo reventaron?
-¿A quién?
-Al patrón.
-¡No! Ni rastros del patrón... Desaparecido ¡Un
bandido, el patrón!
-¿Y las damiselas?
-¡Ah!, esas…
De pronto, los soldados de las ventanas se
interrumpieron.
-¡Fíjate! ¡Una pelea! ¡Dale! ¡Dale! ¡Bravo!
¡Bravo!
Pero enseguida las voces de apoyo cesaron
pues alguien advirtió:
-¡Cuidado, un oficial!
En efecto, con la salvaguardia de sus
galones, enérgico y robusto, el teniente que había visitado la cuadra de
Joliot se había deslizado hasta la entrada de la bodega y sostenía a un
borracho por las solapas, gritando:
-¡Miserable! ¡Miserable! ¡Todos son unos
miserables!
El soldado gruñía, sacaba la lengua, se
debatía mientras unos diez hombres a su alrededor interponían sus voces.
Un poco más lejos, los borrachos seguían
divirtiéndose como si nada hubiera ocurrido, en plena francachela,
desgañitándose como locos. Contra la puerta de entrada, un buen mozo, sin
causa visible, simplemente porque estaba borracho, gritaba como un pavo y
quería incendiar la ciudad, hablaba de quemar los almacenes de forraje. Y ya
tenía algunos que comenzaban a prestarle atención, cuando un disparo partió
de una ventana, hirió al oficial de arriba a abajo, atravesándole el cráneo.
Se lo vio aún un instante en pie,. balbuceando:
-¡Puercos, ah, puercos! ¡Morir así…!
La sangre le corría por la cara; después,
lentamente, se desplomó, lívido, hasta desaparecer en una marea de espaldas,
junto con su suprema pena de no morir luchando contra el enemigo.
En la casa continuaban los disparos. Una
atmósfera de crimen, un soplo de destrucción, hacían arder las cabezas. Los
artilleros soltaron a los caballos, que recorrían la ciudad sacando chispas al
pavimento, relinchando en tropillas o sueltos, o bien cruzando la plaza de armas
en alocado galope. Por todas partes sonaban clarines; los trompas, agrupados
frente a las rejas del cuartel, ensayaban alegre fanfarrias. Los cabarets
estaban abiertos y en plena batahola. La ciudad pertenecía a los soldados; los
puestos de vigilancia y las garitas habían sido abandonados, la prisión fue
abierta. Expulsados por las siniestras bromas de la guarnición achispada, los
habitantes de la ciudad volvían a sus lechos, preguntándose:
-¿Cómo acabará todo esto?
Estallaban todavía algunos disparos de fusil, cuando
quedaba algún cartucho disponible.
Fue entonces cuando los oficiales se separaron. Se
habían reunido una hora antes con el comandante de la plaza.
-¿Qué hacemos? -habían preguntado.
-Nada -había respondido el comandante, necesitamos a
los soldados.
Y en el momento de despedirse, mientras intercambiaban
apretones de manos bajo la larga mancha pálida que quedaba de la aurora boreal,
frente a la consternación general, esbozó una risita sarcástica bajo sus
blancos bigotes.
-¿No lo saben ustedes? -dijo ¡Y bien! Dejemos
pasar unos ocho días y ya verán quiénes serán los que lamenten el asunto de
esta noche.
Esos holgazanes son más tontos que niños. Han
roto su juguete.